Creo que hay pocas personas que saben disfrutar el goce silencioso del acecho. La paz interior que precede al salto del depredador sobre la presa. Hay pocas personas que disfrutan de estos momentos como yo. Justo como ahora en este tugurio repleto del humo resinoso, amarillento, que flota sobre nuestras cabezas, arremolinándose alrededor de las lámparas. El vaso de licor se calienta en la mesa ante mí, mientras reviso por enésima vez los datos del malviviente que sirve en la barra al otro extremo del salón. Un rubio desgraciado. Repaso con la vista la luminosa pantalla del apuntador y mis dedos deslizan páginas tras páginas, recorriendo kilómetros de información digital para consumo de mis ojos sedientos. Varias detenciones por averiguaciones, mierdas menores, tenencia de drogas, sospecha de narcotráfico, agresiones a otras personas, robos y hurtos. Toda una joya de la corona. Dos sentencias cortas de tres y seis meses. El hombre estaba a punto de entrar en las ligas mayores y yo le iba a dar el empujón definitivo.
Tomo el vaso y apuro el alcohol hasta ver el fondo acristalado. Miro el reloj, ya casi es la hora en que llega ella con un contoneo mercantil a ofrecer su perfume meloso a quien quiera terminar el día de la mejor manera posible en esta ciudad oscura.
Le hago una seña a una de las chicas y me llena de nuevo el vaso. Apago el apuntador, ya tengo a mis dos candidatos, lo demás es cuestión de tiempo. El local está lleno de los hedores de la buena clase obrera, la noche apenas comienza. Tomo un sorbo de mi nueva ración de licor y con aire negligente miro hacia la puerta de entrada. Ella llega, toda terciopelo y curvas. Tongoneándose desde la altura de sus tacones altos. Sonriendo a las piltrafas de siempre, chulos de barrio llenos de estupefacientes hasta en el culo. La miro acercarse a la barra, saluda al catire y se sienta en el banco. Dejo el vaso medio vacío y me levanto, hoy debo empezar a retozar con mis presas. El aspecto lúdico es importante antes de lanzar el zarpazo final.
Preparo mi mejor sonrisa, la de carajito, la que desarmaba a mi madre. Me acerco a la belleza de cabellos negros que degusta un martini en la barra. Me siento a su lado, mi sonrisa y mi encanto son lo mejor de la noche. Le hablo, le digo cosas falsas como su vida y hermosas como sus ojos claros. Mis manos trazan curvas elásticas, vibrantes, en el aire, reforzando frases, insinuando deseos, susurrando invitaciones. Hablamos mucho y callamos todo. En el momento culminante del galanteo nos levantamos. El sitio, el precio, la posición, todo está convenido y necesitamos cambiar de aire para finiquitar la transacción. Le dejo unas monedas al catire en el mostrador, está de espaldas secando unas copas. Al sonido de las monedas yergue los hombros. Le miro el rostro de hijo de puta reflejado en el fondo de los vasos que están boca abajo en una larga hilera a los lados del pequeño lavaplatos. Tomo a la belleza por el brazo y salimos.
La mujer yacía boca abajo. Tenía el rostro vuelto hacia la pared. Tal vez su última mirada fue aquel papel tapiz enmohecido repleto de florecitas que tenía enfrente. El cabello se desparramaba, negro, sobre la alfombra manchada. Una antigua lámpara fluorescente iluminaba el cuarto desde una esquina. Una falda roja. Un sostén negro medio abrochado. La cabeza en un charco oscuro. García me tendió la mano.
—¿Cómo estamos, Jefe?
—Aquí, García. Llevándola. ¿Qué tenemos?
—Una mujer blanca. Veintitantos años. Delgada. Uno sesenta y cinco, aproximadamente...
—Una puta —dije mirando el cuerpo tendido en el suelo.
—Muy probable. Tiene herida abierta en el cráneo y varias contusiones en el cuerpo...
Me agaché junto al cadáver y miré con cuidado la pálida piel de la espalda. La tersura yerta matizada con el sutil resplandor verdoso de la vieja lámpara. La suavidad de la curva de la cintura, la concavidad del valle de la columna vertebral. Imaginé los poros, los delgados vellos diminutos, las células muertas... ¡Mierda!
Uno de sus brazos descansaba pegado al cuerpo, el otro se extendía hacia afuera y por encima de la cabeza. En el puño otrora crispado estaba la prueba definitiva. Sentí durante un breve instante el sordo retumbar de los latidos de mi corazón contra mis tímpanos, respiré hondo.
Hurgué el bolsillo de mi chaqueta y le arranqué un cigarrillo arrugado. García me tendió la llama de un encendedor. Se había agachado a mi lado. Le di una chupada al cigarrillo. Aspiré humo, nicotina, alquitrán. Una cortina gris se elevó frente a mis ojos, leve picor y unas flores manchadas llenas de sangre en la pared. García irrumpió desde mi derecha:
—¡Qué vaina, no? Estaba bien buena...
—Sí, lo sé.
El cuarto está más solo, más oscuro y más mohoso que antes. Otro cigarrillo cuelga de mis dedos a treinta metros del suelo. Miro el perfil irregular de los edificios engullidos por una noche voraz. Me llevo nuevamente el cigarrillo a los labios y agacho la cabeza apoyando el mentón en mis brazos cruzados sobre el alféizar de la ventana.
Los técnicos ya se han ido con sus mochilas llenas de herramientas. Es poco probable que hallen algo más que lo que la muerta tenía en su mano derecha. Como siempre me las tendré que arreglar para encontrar las pruebas necesarias, los testigos convenientes. Oigo la voz apagada de García en el interior del cuarto hablando con los paramédicos. Están retirando el cuerpo de la mujer. Apenas escucho lo que dicen, afuera la ciudad me habla a mí solo, con sus voces estridentes y sus relámpagos de gente en movimiento. Luz, sonido y vida. Siento una brisa fría y seca que me golpea el rostro. Aspiro profundamente y arrojo la colilla en parábola descendente hasta que choca contra la calle. Desde la ventana veo cómo saltan trémulas chispas diminutas. Alrededor, ignorantes, circulan peatones cargados de culpas y pecados.
Sus lágrimas. Sus lamentaciones. Su llanto mojigato, escandaloso, inolvidable. Me detengo y la escucho. Su voz llena de recriminaciones, su eterna letanía sobre la salvación de mi alma. La oscuridad está densa, viscosa; rebosa de palabras santas y alusiones a un panteón politeísta de divinidades cristianas. La oigo llorar y rasgarse sus vestiduras, mi cabeza rebosa ceniza. Estoy al otro lado, afuera, el frío y la soledad no son tan terribles como su voz que azota mi cuerpo una y otra vez. Me llama y me dice cosas sobre Cristo, el diablo, infierno y purgatorio. Su voz murmura incansable en la oscuridad, dentro de mi cabeza. Cierro los ojos y veo su boca que se abre y se cierra, que derrama sus palabras continuas y eternas. Extiendo mis manos y mis dedos tropiezan la pared, cuatro paredes que me cercan, ahora estoy adentro, el siseo de su voz callada repta por mi cuerpo repitiendo su rosario. Cuentas infinitas que me flagelan por siempre, yo entre los trastos que me oprimen, ella al otro lado de la puerta, arrodillada, rezando, repitiendo una y otra vez sus oraciones por la salvación de mi alma. Doce años es una edad difícil.
Abro los ojos.
Aguardo en el hediondo callejón. Quizás más de una cuarta parte de mi vida me la he pasado esperando. Diagonal frente a mí está la puerta trasera del bar que he frecuentado en los últimos días. Ya me he fumado media cajetilla y cerca de una decena de ratas han desfilado entre los desechos que cubren el piso y las paredes de este oscuro recodo de la ciudad. El ruido estruendoso de la música de los tugurios se mezcla en una sola armonía urbana de ritmos sin patria. Cada cierto tiempo escucho el lema aburrido de los antros de la virtualidad, panaceas del héroe contemporáneo, adalid de las normativas y del estrés de las horas pico, del hombre que desea despertar en Marte. Oigo el ruido de la puerta al ser abierta. Me llevo el cigarrillo a los labios e inhalo una buena bocanada de humo. Sale un hombre gordo, de hombros caídos y andar arrastrado. Masculla algo que no entiendo con alguien de adentro, termina de ponerse la chaqueta y se dirige hacia la calle. Apenas merezco una pequeña mirada indiscreta, pronto su corpachón va a disolverse en una madrugada anónima, caliginosa.
El tiempo pasa aburrido y anodino. Intuyo la salida del catire antes de siquiera escuchar la tranca de la puerta. Segundos después está allí, en el umbral, enfundado en un mono gris oscuro. Se queda viéndome un instante, como presintiendo mi misión y la inconveniencia de su presencia allí en ese momento. Duda, pero no lo suficiente, se voltea hacia el interior del negocio y grita un buenas noches. Suelta la puerta y ésta se cierra con un sonoro golpe.
Comienza a caminar, arrojo el cigarrillo a medio terminar en su camino, se detiene e intenta descifrar mi figura en las sombras. No le doy más tiempo, la tregua llega a su final. Me acerco y él se voltea para hacerme frente, con ambas palmas de mis manos lo empujo hacia la pared.
—¡Eh, qué pasa!
—¡Contra la pared... de espaldas!
—¿Qué te crees? —alza la voz, molesto, grotescamente escandalizado.
—¡Cállate! Policía. ¡Pégate a la pared! Las manos... Quiero ver esas manos. Pégate a la pared.
Sus ojos dudan. Saco el arma para ayudarlo a tomar la decisión. Clava la vista un instante en el negro cañón de la pistola y su voluntad flaquea lo suficiente como para voltearse y colocarse contra la pared. Comienzo a revisarlo con mi mano izquierda.
—Mierda, la placa. ¡Quiero ver la placa! —escupe segundos después cuando la impresión retrocede lo suficiente para permitirle concebir algún tipo de razonamiento.
—¡Cállate, cabrón! —le clavo la pistola en la nuca y golpeo con mi pie uno de sus talones para obligarlo a abrir más las piernas.
Trato de aparentar minuciosidad en mi revisión, pero ese no es mi objetivo. No me interesa si carga drogas, si tiene un arma o si lleva una bomba atómica metida en el culo.
—Coño, la placa... —trata de parecer todo un gallito de pelea, aunque el hilo trémulo de voz lo deja en evidencia.
Aprovecho la excusa y le agarro la cabeza con fuerza, intento que mi furia sea genuina y que mi verdadera intención quede sepultada en la marejada de violencia que imprimo a mis acciones. Halo hacia atrás su cabeza, presiono el arma en su cuello y lo aplasto contra la pared. Mis dedos se afianzan entre sus mechones rubios con astucia, enredándose, halando, desprendiendo. Mi voz ruge por encima de su sorpresa y de su miedo.
—¡Que te calles, carajo!
—¡Aaaah! —sorprendentemente se queda en silencio, quizás masculla algo, pero no me interesa. Lo suelto y guardo en el bolsillo de mi saco sus preciosos cabellos. Termino la requisa y le doy un empujón. Me alejo, caminando rápido, en silencio. Lo abandono para que recupere su aliento, para que el alma le vuelva al cuerpo, para que poco a poco recupere sus propios fantasmas y vuelva a su miseria. Guardo el arma justo antes de salir de aquella calleja y me meto entre la gente. Camino apurado, con prisa en llegar a ningún lado, rebaso personas, cuerpos anónimos que dejo atrás en su ignorancia. Comienzo a reírme sin saber por qué, aflojo el paso y suspiro. Hoy es una buena noche.
Otra noche húmeda. Abro la puerta del vehículo, ya han pasado diez minutos desde que entraron en el hotel barato. Salgo y piso un charco de agua. No he olvidado el bate rojo de aluminio. Lo guardo bajo la chaqueta larga, cruzo la calle y me encamino hacia el hotel. Me meto en el papel, soy el ungido, el cordero de Dios, soy invisible, soy indestructible. Saco los anteojos oscuros que llevo en el bolsillo del mono gris y me los pongo. Empujo la puerta de vidrio y me dirijo resuelto hacia las escaleras. Paso frente a la recepción en el pequeño vestíbulo. El encargado no levanta sus ojos del periódico, quizás demasiado interesado en la lectura, tal vez dormido. Subo los escalones de dos en dos. Ella está siempre en la misma habitación, en su habitación del segundo piso. La 212, su nido de amor. Llego al piso y entro en el pasillo. Mis pies rebotan ingrávidos sobre la mullida alfombra. Mis zancadas son largas, resueltas. No hay nada que pueda interponerse a nuestro destino. La puerta al fondo se acerca ineludible. Saco los audífonos y me los coloco, necesito acallar el clamor de mi madre, de sus letanías. Ave María, libre de todo pecado. Dios que estás en los cielos.
Me detengo frente a la puerta. Mi madre grita como posesa: amor, sexo, pecado, condenación. Ajusto los lentes sobre el puente de mi nariz y presiono esa zona un breve instante con mis dedos índice y pulgar, buscando asir nuevamente la realidad. Cierro los ojos. Los alaridos se acallan un poco. Enciendo el mp3 del cinturón y Serguéi Prokófiev inunda mi mente con los compases de Romeo y Julieta Opus 64, el baile de los caballeros. Sus violines arrastran a mi madre a un rincón apartado donde su voz se resigna a ser una leve percusión sobre mis tímpanos. Estoy de nuevo en el pasillo. Me paso la palma de la mano por encima de mi recién estrenada cabellera rubia y toco la puerta.
Un hombre bajito de mediana edad me abre. Nos quedamos unos instantes viéndonos en silencio. Tiene los labios fruncidos en un círculo de asombro o duda, la comisura izquierda está manchada de carmín. Una mano inquieta abandona el marco de la entrada y se alisa la camisa a medio desabotonar. La otra mano se aferra a la puerta y su cuerpo parece querer oponerse a mi presencia. Apoyo la palma de mi mano derecha sobre la madera bruñida y empujo con fuerza, venciendo su débil resistencia. Me mira atónito por encima de sus gafas gruesas de pasta. La puerta gira libre y golpea la pared, la veo a ella al fondo de la habitación.
—¡Lárgate! —le digo al hombrecito en un gruñido y entro en el cuarto desplazándolo, sin siquiera mirarlo.
Me detengo a un par de pasos y espero que el pequeño hombre de negocios termine su carrera precipitada dentro de la habitación. El saco colgando a medias en los brazos y unos zapatos desamarrados se escabullen raudos a mis espaldas. Cierro la puerta.
—¡Querida, estoy en casa! —no puedo evitar sonreír ante su rostro contrariado que comienza a dejarse invadir por el pánico. Ella está al lado de la cama, la blusa reposa sobre las sábanas, la falda cuelga de su cintura.
—Qué coño... —comienza a decir, reacciona, a lo mejor ya me ha reconocido, poco me importa y a ella pronto le importará mucho menos.
Saco el bate de debajo de la chaqueta y lo blando sobre mi cabeza. Un solo relámpago rojo que traza un amplio arco horizontal, como quien trata de batear un sencillo con una sola mano. Intento estar sereno e ignoro la “letanía” de mi madre, su voz quebrada de pasión que abjura demonios y pensamientos pecaminosos. Me sumerjo en la marea de tubas y trombones, en la ola de acordes que me eleva sobre aquella mujer semidesnuda y un cuarto hediondo a sexo. A pesar de la violencia del golpe, estoy lo suficientemente calmado para recordar que el primer impacto no debe ser mortal y así debe quedar asentado en el informe del forense. Golpeo su brazo izquierdo y me parece escuchar algo que se rasga. La colisión con el bate aleja el cuerpo de la mujer de la cama, da unos traspiés, se tambalea, oigo un quejido agudo y su muslo derecho choca contra la mesita de noche. La lámpara que estaba encima de la mesa cae y el bombillo se revienta dejándonos en la semioscuridad. Por la ventana entra la luz de una ciudad ahora distante. Veo claramente su silueta oscura, ligeramente doblada sobre su cintura, el brazo derecho sujetando el izquierdo que cuelga a un costado. La dejo sufrir un par de segundos, la dejo sola con sus miedos el tiempo suficiente para que conciba que está a punto de morir; pero sobre todo espero el tiempo necesario para que la investigación encuentre una razón fuera de toda duda para explicar el puñado de cabellos amarillos en la mano de la puta muerta. Un muerto no arranca cabellos, para eso se debe estar vivo. Su cara se me escapa, se escurre entre mis recuerdos, desdibujándose a cada golpe del bate rojo. Cada mazazo diluye nuestro efímero amor tarifado, sólo quedan la cháchara de mi madre y una vigorosa melodía reconfortante al fondo. Afortunadamente Prokófiev nunca tuvo que escucharte, querida madre.
—¡Eh, jefe! ¡Ya está! —García habla a mis espaldas y me trae de nuevo a la resistencia física del tiempo.
La ciudad continúa viviendo. Hace pocos minutos me pareció ver el punto brillante de un spinner al norte, cerca de la montaña. Los ríos de luces siguen dividiendo este mundo de oscuridad en zonas de vida y zonas de muerte. Tiempo acelerado al que a veces puedo escapármele por unos instantes, para contemplarlo ajeno, en silencio. Me incorporo con dificultad e ingreso nuevamente en la escena del crimen, del último orgasmo de una vida.
—¿Un café, García?
—Vale, jefe. Un café bien cargado.
Salimos del cuarto. Mi madre se ha recluido de nuevo entre mis recuerdos de la infancia, acurrucada con la cabeza sobre las rodillas, rezando un padrenuestro, para proteger a su criatura de tanta bicha mala. Agradezco la pausa, le doy una palmada a García en el hombro:
—Bien cargado, García. Bien cargado.