El extraño caso de los escritos criminales. 17 años de Letralia
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Sobre fotografía original de Klaus TiedgeLa primera víctima

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A Jazmín

—¡Muere, perra!

Estrella sentiría una tenaza apretándole el cuello, sentiría la piscina abriéndose bajo sus pies, sentiría un remolino tragándola igual que al protagonista de “El río”, el cuento que el hombre de la cicatriz le había leído la víspera. Empezó a chapotear con desesperación, a mover brazos y piernas tratando de zafarse de las garras. Algún día estarán así Emilia Salizar, Mariana, Carolina, Jonás y John, pensó el asesino. ¡Perra, perra, perra! Me voy a hacer hombre, papá; voy a terminar mi carrera, mamá; no se preocupen, estudiaré y trabajaré para mantener mi hogar. Los hijos vendrán después, señora María, primero haremos nuestra casita, compraremos nuestras cositas. Bien que habían venido después, bien que habían hecho su casita, bien que se había hecho hombre. Diecinueve años después de ese matrimonio de mierda, John no tenía ni dónde caerse muerto, era un mentiroso, un estafador, un pobre diablo. A los dos los habían expulsado de la Organización de los Testigos de Jehová. Estaban separados, tenía un hijo botado, tenía una deuda impagable por manutención.

Diecinueve años después, sus padres estaban muertos. Apretaría con más fuerza, se enfurecería. John era el único culpable: si no fuera por ese mal matrimonio, Mariana no habría convertido la vida de su madre en un infierno, su madre viviría. Su padre, antes de morir, lo había maldecido, había maldecido al que había sido su hijo favorito, el más inteligente de los Gastelú Palomino, el único que tenía un futuro brillante. Se había cagado la vida por una concha. A él no le pasaría eso. A tiempo había abierto los ojos para deshacerse de Julissa, de Silvina, de Nena Cabello, de Martha Carranza.

Él no les había dado disgustos a sus padres, no los había hecho llorar, no les había dado dolores de cabeza, no les había hecho pasar vergüenzas. Él solo les había dado alegrías: los premios Horacio 2004, 2010, 2011, los premios Cuentos Ciudad de Trujillo y PUCP 2007, el premio Sexto Continente 2010, el premio Ten en cuento a La Victoria 2011, y una infinidad de premios más. Los libros que había publicado. ¿Qué Carolina, qué Mariana, qué John? Ni mierda. Eran gente inútil, escoria.

—¡Como tú, perra!

Estrella se arrepentiría de haber subido al auto del hombre de la cicatriz. Parecía tan amable, un caballero a pesar de la cicatriz en la mejilla izquierda que la barba apenas conseguía disimular. ¿Cómo no se dio cuenta de que esas ropas negras eran signos de mal augurio? Pero la noche había sido pésima, era lunes, ni un solo cliente en tantas horas de estar parada sobre sus tacos. Seguro todos se habían ido a La Tía Olga, un night club recién inaugurado donde decían que atendían unas chiquillas apenas desfloradas que te hacían ver las estrellas. La carne tierna atraía, la piel tersa, las tetitas en flor. E iban a cobrar la mitad durante toda la semana por inauguración. ¿Le diría que era profesor, que enseñaba en la Universidad Femenina y en el Colegio Mayor? ¿Le preguntaría si era española? ¿Estrella le diría que se había venido por la crisis? ¿Le contaría que escribía? ¿Le diría que siempre le había ido mal en el amor?

Estrella pensaría que era un ángel, un hombre golpeado por la vida. Como ella. Quizá si se movía bien y lo hacía gozar rico podría conseguir otras prebendas pero olvidó que los ángeles no tiran con putas, que los ángeles están en el cielo. O no existen.

Los caballos relincharían, el perro gruñiría alrededor de la piscina. ¿Qué haría con su cadáver? ¿Lo tiraría al río? ¿Lo enterraría en el monte? Morir lejos de Barcelona, lejos del mar, en un país que había sido conquistado por sus antepasados. ¿Pensaría eso? ¿Se arrepentiría de haber tomado el mal camino? ¿Pensó en mí?

La presión en su garganta aflojó antes de que sus pulmones estallaran como granadas.

—Joder, tío, no te juegas así —las palabras saldrían raspándole la garganta, tragaría grandes bocanadas de aire—. Casi se me sale la mierda por tu culpa. ¿Así te excitas?

El hombre la miraría con desprecio. Las facciones duras como talladas en piedra, la mandíbula apretada. El bosque había vuelto a la calma. El viento apenas si movía las hojas de los árboles.

—¡Perra! —la voz fría e indiferente.

Le iba a decir perra tu madre, pero recordó que le había dicho que su madre estaba muerta y a los muertos ella los respetaba.

—Igual que Emilia, que Mariana, que Carolina. ¡Perra!

—¿Sabes qué, tío?: me voy. Págame de una vez.

Daría un paso atrás cuando el hombre extendió los brazos.

—Ya deja de jugar a Freddy Krueger y vamos a tirarnos el último polvo que me tengo que ir, tío.

—¡Al infierno te irás, perra!

Sentiría miedo de nuevo. ¿Gritó para que alguien la escuchara? A un lado estaba la Carretera Central. Alguien pasaría y escucharía sus pedidos de auxilio. Retrocedió.

—¿Tienes miedo, perra?

—Ya deja de perrearme y págame de una vez para irme, tío —se detuvo: sin darse cuenta, había avanzado de espaldas al lado hondo de la piscina. Tiritaba. Había empezado a sentir frío y la piel se le había vuelto de gallina a pesar del sol.

—¡Cómo tiemblas, perra! —tenía la voz gruesa y arrastraba las erres como francés.

Era cierto: temblaba. Estaba arrepentida de haber subido al auto del hombre.

—Tengo un hijito... —mintió. Era su mentira favorita. Quería gritar de nuevo pero no lo hacía. ¿Y si estaba bromeando? Quizá así se excitaba, se arrechaba, como decían los peruanos. Había conocido masoquistas a quienes les gustaban los golpes para excitarse, a otros a quienes les gustaba que les metieran el dedo en el culo para sentir placer—. ¿Me dejas ir, por favor?

—¿Suplicas por tu vida, perra? —pensó que su madre no había tenido la oportunidad de suplicar para que la dejaran vivir, para que no hicieran de su vida un infierno, para que no la martirizaran. ¿Pero acaso se les tiene que pedir permiso a los hijos para vivir? ¿Tanto la odiaban que no se daban cuenta de que su vida pendía de un hilo? Después de ese ataque cerebral del 24 de junio del 2005, vinieron los paramédicos de los bomberos y reunieron a la familia para decirles que la vida de su madre estaba en peligro. Él no había estado, tampoco Mariana, y seguro Carolina tampoco, menos John. ¿Solo estarían Dora, Flora y los chicos? Me han dicho que la próxima vez que me dé un derrame, me voy a morir. Y así había sido. Pero no era necesario todavía que los paramédicos les advirtieran que, la próxima vez que a su mamá se le subiera la presión arterial, sería fatal. Mariana y Jonás eran enfermeros, tenían más de veinte años trabajando en hospitales, a cuántos habrían visto morir de un derrame cerebral. Carolina también había estudiado enfermería. Igual Dora. Pero ni Dora ni Flora jodían a su madre como las otras. Habían metido las patas, pero no se quejaban ni traían problemas como John, tampoco repartían odio como Mariana y Carolina—. ¿Tienes miedo de morir?

¿Si le decía sí no le diría entonces muere de una vez, perra?

Su mamá sí le temía a la muerte: varias veces la había visto llorar ante la posibilidad de morir. Quizá por eso se había desmayado: para no darse cuenta de que se estaba muriendo. ¿Pensó en él en el instante en que la muerte le lanzó su zarpazo? Quizá. Los chicos la habían visto en la ventana de Dora. Quizá miraba la calle preguntándose a qué hora vendría su hijo. Era más o menos las tres y media; él le había dicho que vendría a las dos. ¿O estaba mirando a la casa de don Leoncio pensando que ya iban a ser las cuatro y no había quien llevara a Bere a la fiesta de la nieta de la bruja? Ni Flora ni Dora querían hacerlo porque estaban peleadas con Mariana y ella apenas se hablaba con esa gente a quien Mariana había escogido como familia. La llevas a las cuatro, le había dicho dejándole una caja donde estaba el regalo para la sobrina de Julián, el supuesto padre de Bere. Bonita familia se había buscado Mariana: putas, vagos, ladrones, bastardos. ¿Emperatriz no era puta? Cuando eran chiquillos ella les había enseñado a cachar.

Quizá tuvo un segundo de lucidez para darse cuenta de que iba a morir, de que ese dolor agudo en su cabeza eran las arterias de su cerebro estallando. O el derrame cerebral no le dio tiempo para nada: no había en su rostro una mueca de terror, de miedo. Tenía la faz apacible, serena, hasta parecía sonreír. Quizá en el segundo final pensó que nunca más la iban a volver a atormentar, que al fin se libraba del infierno en el que había vivido desde que John se casó con Emilia, y sonreiría para burlarse de sus verdugos.

—Nadie le dio a mi madre una oportunidad.

—¿De qué hablas, ah? Tú estás loco, tío —estaba en el lado opuesto de la escalera, si no habría intentado subir, escapar, echar a correr al bosque y ocultarse entre los matorrales, o tirarse al río. Los ojos fijos como bolas ensartadas en las cuencas—. Si me haces algo, la policía lo sabrá. Tengo amigos en la embajada...

Rió con ganas. El bosque se alborotó.

—¿Tú crees que a la policía le importe lo que le pase a una puta?

Tomó aire y se zambulló y pataleó en dirección a la escalera.

La cogió del pie derecho con mano firme y Estrella empezó a tragar agua y a mover los brazos y el pie libre con desesperación. Le dio una patada en el rostro y el hombre la soltó y trató de llegar a la escalera. El perro ladraba, los caballos relincharon y los pájaros alzaron vuelo agitando el bosque.

Antes de poner el pie en el primer escalón, sintió las garras en su cuello.

—¡Perra! —maldijo el hombre cuando las uñas de la chica abrieron un surco en su antebrazo. Apretó con más fuerza. Sintió bajo sus dedos las vértebras haciéndose trizas, astillándose, estallando. ¡Ah, así les apretaría los cuellos a esos malditos!

Lanzaba manotazos, patadas, se retorcía. La levantó y luego la hundió y la volvió a levantar y a hundir como si fuera una muñeca.

La soltó y la mujer se hundió en el agua y después salió a flote de culo al sol. Estaba muerta. Había matado. Era la primera vez que mataba. Lanzó un grito, salió de la piscina y echó a correr en dirección al bosque sin importarle que las espinas se le clavaran en los pies y la uña de gato le desgarrase la piel hasta llegar a un claro del bosque donde estaba la tumba de sus padres. Subió de un salto a la plataforma y cayó de hinojos sobre el mármol blanco donde estaban grabados los nombres de sus padres con sus respectivas fechas de nacimiento y muerte:

Juan de Dios Gastelú Luján, 8 de marzo de 1927-19 de marzo del 2009
María Palomino Ceras de Gastelú, 28 de febrero de 1936-22 de julio del 2005

Estaban muertos. Nunca más los volvería a ver, ni siquiera en esa otra vida de la que tanto pregonaba su padre cuando eran chicos.

¡Mi mamá no, mi mamá no!, había chillado Carolina cuando supo que su madre acababa de morir. Tanto venir con chismes, calumnias, mentiras, tanto odio que le habían dado había hecho que su cerebro explotara. Ahora se joderían con él. Los mataría uno a uno, con sus propias manos, como había matado a la puta. Pero antes de darles el tiro de gracia los haría sufrir, suplicar por sus vidas, por sus miserables vidas. Les daría tiempo de arrepentirse de todo el daño que le habían infligido a su madre. ¿Qué clase de seres serían esas bestias? ¿A quién habrían salido? Sus padres los habían criado con amor, se habían partido los lomos para darles de comer, vestirlos, educarlos. Eso no habían hecho ni Vásquez ni Galdós ni Bendezú ni Montes ni Navarro a pesar de tener mejores trabajos y más ingresos que sus padres. Él había sido jardinero para mantenerse en la universidad, había trabajado cuatro años en Multitemp, jodiéndose los riñones, ¿y acaso por eso había sido malo con ellos, vejándolos, humillándolos?

—Échales tierra en los ojos cuando estén llorando durante mi entierro —le había pedido su madre antes de morir. No lo había hecho por guardar la compostura. Ahora les echaría tierra, pero encima. O los dejaría a la intemperie para que se pudrieran como esos perros que atropellan los vehículos y quedan tirados a los lados de la carretera y se llenan de gusanos y en una semana desaparecen dejando como único recuerdo de su existencia un pellejo negro, maloliente.

—Por catarsis —le había dicho John meses después de la muerte de su madre cuando le reclamó el por qué venía a joderle con sus problemas una y otra vez.

—Catarsis te voy a dar ahora, huevón —se dijo, limpiándose las lágrimas que caían sobre el mármol mezclado con la sangre que manaba de sus labios partidos por la patada de Estrella. Siempre había sido un irresponsable, un sinvergüenza. ¿No lo había metido en un mal negocio el año pasado? A ese ladrón de Núñez y a la flacuchenta de su hija también les daría su merecido. Ojalá que la plata que le habían birlado les durara para siempre.

Cachorro empezó a ladrar. Se sobresaltó. Quizá sus sobrinos habían venido a visitarlo para nadar un rato como despedida de las vacaciones de verano.

Tenía que esconder a Estrella. ¿Qué les diría si veían el cadáver?

—¿Quién? —preguntó por el intercomunicador. Sólo se escuchaba el ruido que hacían los vehículos que pasaban por la carretera. Insistió:—. ¿Nacho, Diego?

Volvió a la piscina al no obtener respuesta. Estrella flotaba de espaldas al sol. Tenía las nalgas redondas, la piel casi traslúcida en el lugar de la ropa interior, una espalda vasta como un desierto partida en dos por la hendidura de la columna vertebral, el cabello desparramado. ¿Quiénes eran a su lado las mujeres que conocía? Cuerpos fofos, blandengues, excesivos, magros. Imaginó a Chío en lugar de Estrella: sería como una foca. ¿Y Vilma? Ni flotaría. A la gorda tendría que clavarle un arpón para matarla. Al tratar de reír le dolió el rostro. La perra le había pateado como un caballo.

Le dio vuelta al cadáver. Un rictus de terror dibujado en el rostro. Los ojos abiertos. Las tetas medianas coronadas por unos pezones oscuros como aceitunas. Pasó sus brazos por debajo y la cargó. ¿Pesaría cincuenta kilos? ¿Cuánto pesaría Lexi Belle? Estrella le recordaba a Lexi. Quizá debió mantenerla cautiva, tirársela todos los días hasta cansarse y recién después matarla. La depositó en la poltrona. Si no fuera por la mueca de terror, diría que dormía. El vientre plano, el hoyo del ombligo, una rosa roja tatuada en la franja de piel entre el ombligo y el pubis, el vello recortado como un corazón castaño oscuro, los labios asomándose como lagartijas en busca del sol.

Se inclinó, le abrió las piernas y deslizó su lengua a lo largo de la hendidura. Sintió los pliegues fríos, pero todavía no tenían la frialdad ni la consistencia de un cadáver. Aún tenía el sabor y el aroma de una vagina recién lavada. Dentro de unas horas la carne empezaría a corromperse, después se llenaría de gusanos, se pudriría. Lástima que esa chucha se tuviera que echar a perder, se veía tan bonita. Le buscó el clítoris, lo chupó pero no consiguió que se endureciera. Su verga era la que estaba dura. Se irguió, levantó las piernas de la muerta, trató de metérsela y le dolió. Se echó saliva y su verga se deslizó sin dificultad. Estaba fría, no tenía ese calorcito de las mujeres vivas.

Qué fácil había caído. Estaba a unos treinta metros de La Tía Olga, sola, en la semipenumbra, como para tratar de pasar desapercibida. Llevaba minifalda, pantys de red, botas y un corsé, todo negro como una viuda.

Deslizó suavemente el auto hasta estar a su altura.

—Hola, corazón, ¿atiendes?

—Claro, mi amor —le había dicho la chica. Tenía un dejo a española. ¿Fingiría como algunas que se hacían pasar por argentinas, venezolanas, selváticas?

—¿Dónde?

—En el hostal de la vuelta, o donde quieras tú.

—¿A domicilio?

—También. ¿Dónde vives tú?

—Cruzando el puente Los Ángeles, entre Chaclacayo y Chosica, ¿conoces?

—No mucho. ¿A cuántos minutos de acá?

—Media hora, o menos. ¿Vamos?

—¿Pero me reconocerás el taxi de regreso?

—Por supuesto. Si quieres, te traigo de vuelta.

—Vamos entonces.

¿Miraría de reojo para ver si las putas que estaban más allá se fijaban en la chica que subía a ese auto negro de lunas polarizadas cuya placa no se distinguía?

Las piernas largas, estilizadas. Estrella montaría una pierna sobre la otra.

—¿Te llamas? —puso el auto en movimiento.

—Estrella.

—¿Española?

Cruzaron frente a los bares, las discotecas, los night clubs que vomitaban las canciones de moda.

—¿Me delata mi dejo?

—Ajá. ¿Qué te trae por estos lares?

—La crisis.

—¿Cierto que está fea la situación en la tierra de Julio Iglesias y Camilo Sesto?

—Superfea —dijo, sonriendo—. ¿Por qué crees que me tienes acá?

El auto iba a regular velocidad por la carretera de Carapongo abierta en algunos tramos en medio de las chacras.

—¿Casado, soltero, viudo o divorciado?

—Soltero.

—¡Te creo!

—En serio.

—¿Tienes treinta y cinco, cuarenta años?

—Voy a cumplir cuarenta y cuatro en junio. ¿Y tú?

—Veintitrés —desmontó la pierna derecha.

—Eres jovencita.

—Un ángel en el infierno por culpa de la crisis española —dijo Estrella. Levantó el brazo izquierdo para alisarse los cabellos y el aroma a desodorante de sus axilas penetró por sus fosas nasales. La verga se le empezaría a poner dura.

Rieron. Las casas y chacras se iban sucediendo en las ventanillas.

—¿Trabajas en? —Estrella montó la pierna izquierda.

—En la Universidad Femenina y en el Colegio Mayor —dijo. Pasaron frente a la Universidad Peruana Unión. ¿Recordaría que el año anterior había sido jurado en el concurso José María Arguedas y que Niñachay, la alumna que eligieron como ganadora de la Ugel 06, había obtenido el primer lugar a nivel nacional?—. Soy profesor.

—Al menos trabajo no te falta, te envidio. ¿Qué enseñas?

—Historia del arte y pintura —acariciarle las piernas, el pubis.

Doblaron a la derecha, después a la izquierda, descendieron por la carretera en declive y esperaron que unas mototaxis cruzaran el estrecho puente de Ñaña. ¿Se habría acordado que hace unos treinta años habían vivido por allí cuidando la casa de los Pajares y que un día su papá lo mandó a cobrar y un hombre lo estuvo persiguiendo? Entonces Ñaña era casi un lugar solitario.

—¿Tú vives en?

—Sol de Vitarte. Cerca de Ceres. ¿Conoces?

—Sí. Una colega mía vive por allí, Kelly Wing. ¿No la conocerás, por si acaso?

—No —dijo Estrella—. ¿Es china?

—Media nomás. Su otro apellido es más autóctono que Machu Picchu.

Volvieron a reír. Cruzaron el puente, doblaron a la izquierda y entraron a la Carretera Central.

Estrella le pidió papel higiénico. Él le dijo que había en la guantera.

—¿Eres tú? —Estrella encontró sus libros, miró las carátulas, lo miró—. ¿Eres escritor?

—Casi —rió. Tenía torcidos los dientes superiores—. Soy un escritor desconocido.

—Mata a alguien para que te hagas famoso.

¿Pensó a ti te mataré, perra?

Pasaron frente al hospital Miguel Grau donde el 22 de julio del 2005 había muerto su madre. Dentro de cinco meses serían siete años ya.

—Tú deberías escribir tus memorias.

—¿Crees que a alguien le interese mi vida?

—Estoy seguro que a mucha gente.

—Mejor yo te la cuento y tú la escribes, ¿te parece?

—Claro. La mandamos a un concurso y nos repartimos el premio.

—En el Premio Planeta te dan medio millón de dólares. ¿Qué harías con esa plata?

—Viajaría, contrataría a Lexi Belle para que me la chupe —le dijo que Lexi Belle era una de sus actrices porno favoritas. Estaban pasando frente a El Cuadro. Dos rubias levantaron las manos creyendo que era un taxi. Quizá la siguiente vez pegaría un logo de taxi y se detendría y las recogería. Tendría que conseguirse una pistola, o uno de esos cuchillos dentados, para intimidarlas.

—Bonito tu cuento “El otro” —dijo Estrella, blandiendo en el aire el ejemplar de Monsieur Wylie y ocho cuentos en busca de autor.

¿Recordó a Lisette y ese viaje a Huancayo en agosto del 2010? Los dos besos de Lisette cuando le entregaron su premio. Los libros que le regaló.

—A veces me sale una perla —dijo.

Pasaron frente a la entrada del cementerio de Chaclacayo. Un día había llevado en hombros a sus padres por ese polvoriento camino. Mañana Mariana y Carolina les llevarían sus flores. ¡Si supieran que los nichos estaban vacíos! Mañana era 28 de febrero. ¿En qué condiciones habría nacido su madre? Quizá hace setenta y seis años su abuela Felicitas estaba sintiendo los primeros dolores de parto. Su mamá era la hija mayor. ¿Cuántos años tendría la abuela?

—¿Vives solo?

—Sí.

—¿O sea que me podría quedar hasta mañana?

—Claro. Si gustas.

Pasaron frente al Estenós, frente al colegio fiscal, frente al Banco de la Nación.

—¿Te parece si compro pollo a la brasa para cenar? —dijo, cuando cruzaron frente al paradero de Huampaní.

—Claro —dijo Estrella—. Me encanta el pollo a la brasa.

Se detuvieron frente al Doky’s, a un paso del Parque Central de Chaclacayo. Estrella lo vio entrar al restaurante con paso firme. Vestía un jean y polo color negro. Sacó su celular. En España eran las cinco de la mañana. ¿Nuria seguiría durmiendo?

Marcó mi número. Esperó oyendo timbrar al otro lado.

—¿Nuria?

—Hola, loca, ¿Dónde estás?

—Acá, trabajando —rió.

—¿Cómo te va? ¿Cómo estás?

—Bien, ¿y tú?

—Sobreviviendo. ¿Crees que me podrías conseguir un trabajo?

—Claro.

—Pero algo diferente.

—Lo sé. Esto no es para ti —me dijo—. He conocido a un tipo, es profesor, quizá...

Vio salir al hombre cargando una bolsa en cada mano. ¿Pensaría después que esa fue su oportunidad para escapar? ¿Pero cómo podía adivinar lo que vendría? Abrió la puerta de atrás y puso las bolsas sobre el asiento. El interior del vehículo se llenó del olor al pollo a la brasa.

—Yo te aviso.

—Vale.

—Es Nuria, una amiga de España —dijo. El hombre le sonrió. Se puso al volante y reanudó la marcha. El estadio de Chaclacayo—. También se quiere venir.

—Que venga. Aquí hay trabajo hasta por gusto.

—No es puta. Está estudiando para periodista —Los Geranios, La Floresta, La Victoria, Santa Inés, El Sol—. ¿Tú no le podrías dar una mano?

—Claro. Encantado. Tengo un amigo en La República, allí podría trabajar.

—Gracias. Le diré que se venga.

—Haz eso.

—Sí, porque el Titanic se hunde sin remedio y nadie se salvará.

El puente Los Ángeles, la casa de la hermanita Clarisa, después la de los Salizar. Le habían dado casa, un lugar para construirse una mejor, si quería, y John no había sido capaz ni de levantar una pared en casi veinte años. ¿Quién no se cansaría de un marido así?

Se desvió hacia la derecha hasta llegar a un portón de madera que empezó a elevarse por los aires. Avanzaron lento por un tramo oscuro iluminado sólo por las luces del auto. ¿Allí tuvo miedo? ¿No sospechó nada? ¿No tuvo un pálpito?

Los faros iluminaron a un pastor alemán que venía brincando.

—Es Cachorro —dijo.

—¿Muerde?

—Depende de qué cara le pongas cuando te pida un oral.

Rieron. Una pared blanca. Un portón de madera.

—¡Wao, vives en una fortaleza!

—El castillo de Drácula, dicen mis sobrinos —dijo.

—¿Y no te da miedo?

—No. Aquí no hay nada que robar, aparte de los caballos. El castillo de Drácula está casi en ruinas.

Entraron a un patio empedrado donde había una pileta con una sirena.

Bajaron del auto, le pidió que le ayudara con una de las bolsas, espantó a Cachorro, metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Apretó el interruptor. Un pasillo de baldosas rojas. Las paredes blancas.

—Bienvenida a mi refugio. Pasa.

—Gracias.

Le miraría el culo, el calzoncito perdido entre las nalgas. Pensaría que faltaba poquito para tenerla desnuda, para entrar en ella.

Entraron a la sala comedor. El lavadero antiguo, los anaqueles antiguos, las paredes con las mayólicas desprendidas. Allí habían crecido Nacho y Diego. Allí habían estado sus padres. Si no fuera por Mariana, habría sido el paraíso para ellos.

Guardó una de las bolsas en la refrigeradora. Se lavó las manos, escuchó el ruido de una bomba de agua, abrió la bolsa, el olor a pollo a la brasa lo invadió todo.

—Cenemos.

—Gracias.

—¿Un vinito?

—Si no es mucho pedir.

Sacó un Concha y Toro de uno de los anaqueles. Llenó dos copas.

—¡Salud! —dijo, levantando la suya.

—¡Salud! —Estrella lo imitó.

Los cristales tintinearon al chocar. Empezaron a comer.

—¿Por qué no te has casado?

—He tenido mala suerte en el amor —dijo, mientras ensartaba una papa. ¿Pensó en Tania, en Silvina, en Julissa, en Martha?—. Siempre me han tocado pendejas.

—¿Con esa carita de ángel?

—¡Ah, si te contara!

—Cuéntame.

—Mejor háblame de ti que recordar malos amores, no vale la pena.

¿Le contó sobre mí, los veranos en las playas de Barcelona, nuestros paseos en la Barceloneta, nuestros años escolares, nuestras primeras salidas a las discotecas?

—¿Cómo así optaste por este trabajo?

—Por necesidad —el rubor se apoderó del rostro de Estrella. Comió una papa—. La situación está jodida en España.

—Me imagino.

Terminaron de comer y beber.

—Gracias —le dijo Estrella, sobándose el estómago—. Estaba rico el pollo a la brasa.

—¿Deseas un poco más?

—Déjalo para el desayuno. Después no me voy a poder mover con la panza llena.

Una sonrisa ancha.

—Deja que le dé su cena a Cachorro —dijo el hombre, juntando los restos.

Estrella lo vio salir de la sala comedor. El ruido de una puerta, los ladridos del perro. ¿Le diría mañana tendremos carne en abundancia?

Regresó.

—¿Vamos?

El largo pasillo de baldosas celestes. El techo alto. Las puertas a los lados.

—¿Cuántas habitaciones tiene?

—Unas veinte, me imagino.

—Conviértelo en un hotel.

—¿Crees?

—Claro. O en un prostíbulo.

—Eso suena más interesante.

—Yo te lo podría administrar.

—¿Podría tirarme un polvo gratis todos los días?

—De todas maneras —las botas de Estrella resonaban en las baldosas. Su padre trapeaba un par de veces a la semana los pasillos, le quitaba el polvo a las paredes. El tiempo que estuvo acá había engordado.

Doblaron a la derecha y entraron a una habitación amplia. La cama en el centro. El piso de listones de madera.

Escucharon el relincho de un caballo.

—Ese es Relámpago.

—¿Mañana lo puedo montar un ratito?

—Claro. ¿Nunca has tirado con un caballo?

—No —Estrella rió. Se sentó en la orilla de la cama—. Con un perro, sí.

—¿Con un perro? —entró al baño—. Un duchazo para oler rico.

—Un tío de plata quería que se la succione a su perro...

—¿Y aceptaste?

—Siempre hago lo que el cliente pide...

Escuchó el ruido del agua al caer. También tendría que bañarse. Se quitó la minifalda y el corsé y quedó en ropa interior. ¿Pensó en todos los polvos que se había tirado? ¿En qué piensa una persona unas horas antes de morir?

—El baño es tuyo —le dijo, al salir, mirándola—. Tienes bonito cuerpo.

Estrella sonreiría. Entró al baño. Se quitó la ropa interior y abrió el grifo. El chorro de agua tibia cayó sobre ella. La miraría ducharse acariciándose el miembro. La vio salir de la ducha. La piel blanquísima, lisa, la sombra cubriendo el pubis. La piel despidiendo un aroma a frescura.

Con un gesto le indicó que se la chupara. La boca tibia. ¿Recordó las veces que Pía se la chupó? Los dientes hundiéndose suavemente en su miembro. Le acarició los cabellos, los hombros, la espalda. La piel suavecita.

—Ahora yo.

Estrella se echó en la cama con las piernas abiertas y él hundió el rostro en ese sexo que despedía un aroma a mariscos frescos. Así había estado Pía, con las piernas abiertas como una puta. Le había pasado la lengua por el sexo hinchado. ¡Ya no, ya no!, le había pedido. Su pubis cubierto por una mata espesa y dura de vellos. Sintió hincharse su clítoris. Lo sostuvo entre sus labios e hizo girar su lengua alrededor de ella. Estrella empezó a gemir. ¿Fingiría? Las putas siempre fingían.

Empezó a entrar en ella. El interior tibio envolviendo su miembro. Los pezones suaves endureciéndose en su boca mientras se la metía y sacaba. Le besaba el cuello, el rostro, las axilas. Estrella gemía y él arremetía con más ganas. Goza, perra, pensaría, como cuando se tiraba a Pía Vittery.

—Ahora te toca a ti.

Estrella le agarró la verga y la colocó en la entrada de su vagina y se fue dejando caer lentamente. Tenía los ojos cerrados. ¿Lo estaría disfrutando o estaría pensando en otro hombre como él pensaba en otras mujeres? ¿Recordaría otros polvos como él también los recordaba?

Empezó a subir y bajar. Las rodillas lisas, redondas, brillantes, los muslos duros, el pubis con el triángulo oscuro invertido, la franja blanquísima de carne, el hoyo del ombligo, las tetas brincando, el cuello delicado.

Le agarró de las nalgas para cabalgar al mismo ritmo. La piel sudada, fría. Morderle los pezones suavemente, aspirar el aroma a transpiración de sus axilas.

—Hazme perrito, ¿quieres?

El culo blanco, la piel blanquísima en el lugar de la ropa interior, el sexo como un pan francés. De nuevo el calorcito envolviendo su verga. La espalda perlada de sudor.

—¿Te dejas por el culo?

—Claro. Hago todo lo que quieras —dijo Estrella, con la voz acezante—. ¿Sabes hacerlo por atrás, no?

—Sí.

El ojo del culo arrugado, marrón. Echarse saliva para que entre facilito.

—Despacio.

Pía quería experimentar por el culo. Lástima que no se la cachó por atrás. Si no hubiera precipitado el rompimiento, se lo habría partido.

Entrar, salir, entrar salir, terminar, tomar aire, sentir galopar su corazón.

—¿Tú te casarías con una puta?

—¿Por qué no? A mí me gustan las mujeres expertas, que sepan cachar, mamar.

—¿Puedo postular entonces?

—Claro —la abrazó. Podría lucirse con ella en las ceremonias de la Universidad Femenina o del Colegio Mayor. ¿Qué le dirían sus colegas si supieran que estaba con una puta? Recordó a Giovanna Blas Sánchez, una bailarina con quien estuvo un tiempo.

—¿Dormimos o quieres seguir follando?

—Hay que dormir. Mañana la continuamos.

Se dieron un beso en la boca y se durmieron.

Fue el primero en despertar. Era el martes 28 de febrero, cumpleaños de su mamá. Setenta y seis años antes, su madre había nacido en Huancavelica. Estrella dormía plácidamente. Bajó con sigilo de la cama, se puso un buzo y se internó en el monte hasta llegar al claro donde estaba la tumba de sus padres.

Se vengaría. Un día se vengaría de todos los que les habían hecho sufrir, pasar humillaciones, vergüenzas. Sus muertes no quedarían impunes. ¿Mariana, Carolina, Emilia, Jonás, John creerían que él tenía mala memoria? ¿Creían que se había olvidado?

Dejó el claro y se dirigió a la piscina. Se desnudó y se tiró al agua. Un rato después, apareció Estrella.

—Ven —la llamó—. El agua está rica.

Estrella se quitó la minifalda y la ropa interior y se arrojó a la piscina. Antes de salir a flote, sintió unas garras aprisionándole el cuello. Y ahora estaba muerta y él se la metía y sacaba y juraba que se vengaría.