El extraño caso de los escritos criminales. 17 años de Letralia
Varios autores
Sobre fotografía original de Justin PagetNo existe el crimen perfecto

Comparte este contenido con tus amigos

Había tenido la santa paciencia de esperar el momento idóneo para deshacerse de aquel hombre odioso. Y al fin, ese momento había llegado. Mientras se regocijaba interiormente, Héctor miraba la excavación que su vecino estaba realizando a unos pocos metros, en su parcela, a unos pasos del jardín que rodeaba el chalecito del propio Héctor. ¡Al fin podría llevar a cabo aquel plan largamente acariciado! Eliminar a un aborrecido vecino y culpar de ello a otro que tampoco le resultaba muy simpático. Así de fácil. Y aquellos niños, sus vecinos, sus niños perdidos, no tendrían que temer nunca más las palabras agrias de su padre ni el acecho del viejo pederasta que tanto preocupaba a Héctor. Y sobre todo, Rosalinda, su adorada Rosalinda, igual que Wendy, igual que la madre de los niños perdidos, quedaría libre de aquel marido grosero que tan mala vida le daba.

Héctor se sentía identificado con James Matthew Barrie, el célebre autor de Peter Pan, no sólo porque ambos escribían libros para niños y porque, a él tampoco, su madre nunca lo había querido, sino también por su enamoramiento, hasta aquel momento sólo platónico, de su vecina Rosalinda, la que para él estaba llamada a ser como Sylvia du Maurier para J. M. Barrie. Y del mismo modo que algunos biógrafos de Barrie admitían que entre éste y Sylvia había habido una relación adúltera, Héctor esperaba conquistar a Rosalinda en cuanto hubiese despejado el camino y alejado de ella el obstáculo que suponía el marido, su particular Arthur Llewelyn Davies, adaptado para la ocasión en un hombre obeso y malencarado, su vecino Arturo, ¡qué coincidencia!

Héctor adoraba a los hijos de sus vecinos, los pequeños Fran, Álex y Jorge, y la diminuta Rosalinda. Precisamente, en aquel mismo momento Fran observaba a su padre, sudoroso, extrayendo tierra del hoyo con una pala. Héctor se esforzaba en espiar sin dejarse ver, desde detrás de los visillos casi transparentes. Una sombra lo sobresaltó..., una sombra larga y delgada que se acercaba a Fran..., era el vecino odiado, el que acechaba continuamente a los niños, el que intentaba atraerlos a su casa ofreciéndoles golosinas o regalitos, el que era sospechoso de pederastia, aquel de quien todas las madres —con su eterno instinto de conservación— desconfiaban, aquel a quien no querían ver cerca de sus hijos... Héctor esperaba poder solucionar pronto ese problema. A quienes temían por la seguridad de sus retoños, la desaparición del pederasta, cuando se produjese, les proporcionaría una inyección de tranquilidad. Y aquella pequeña localidad resultaría muy beneficiada, según esperaba Héctor, cuando él pudiese llevar a cabo sus planes. Tenía la certeza de que eso ocurriría en breve, al ver lo rápidamente que avanzaba la excavación que estaba llevando a cabo su vecino Arturo. Prestó atención a la conversación que éste mantenía con el acosador de niños. Al día siguiente vendría una cuba con el hormigón para encofrar, oyó Héctor. Perfecto, pensó frotándose las manos para conjurar su nerviosismo, debía poner en marcha su plan y actuar aquella misma noche.

 

Eran más de las cinco cuando Héctor regresó a casa, de madrugada. Parecía una sombra más en la noche oscura, apenas iluminada por una tímida luna nueva. El cielo estaba cuajado de estrellas que no proporcionaban luz suficiente para distinguir con facilidad a una sombra enteramente vestida de negro, incluidos pasamontañas y guantes. Había finalizado con éxito la misión que se había propuesto: el pederasta ya no volvería a molestar a ningún otro niño, pues yacía boca abajo y cubierto con una capa de tierra en el hueco destinado a recibir el hormigón contratado por Arturo para el día siguiente.

El acosador había picado el anzuelo tendido por Héctor. ¿Cómo no?, pensaba éste, ¿cómo iba a resistirse a aquella nota escrita con una letra redonda, infantil e ingenua? ¿Quién, de la misma calaña que él, se resistiría a acudir a una cita con un chico que, quizá por los nervios, le había escrito con alguna falta de ortografía? ¡Qué tierno parecía comerse una hache o sustituir una uve por una be para dar más credibilidad a la misiva! A Héctor le rondaba una pregunta: ¿por qué el pederasta no había desconfiado, al recibir la nota pidiéndole un encuentro?, ¿ni siquiera se le había pasado por la cabeza pensar que aquella nota en realidad podía no ser de Fran, aunque el nombre del muchachito figurase al final con una firma algo torpe e inmadura, como había de ser todavía la de un chico preadolescente? Claro que no, se respondió, de igual modo que él iría al fin del mundo si Rosalinda lo citase, aunque la carta en realidad estuviese escrita por una bruja barbuda y horrible que en nada se pareciese a “su” Rosalinda-Sylvia, “suya” sólo en su imaginación hasta aquel momento. Aunque sospechase en algún momento una superchería o pensase que otra persona había usurpado el lugar de su enamorada para enviarle un mensaje, él tampoco se arriesgaría a faltar a la cita y parecer estúpido al perder una oportunidad única. Por eso, comprendía a la perfección que el pederasta hubiese mordido el anzuelo que él le había tendido.

Se quitó la ropa sobre unas hojas de periódico que había esparcido en el suelo antes de vestirse. Con ellas envolvió aquellas prendas negras y las entregó al fuego de la estufa del salón, que ardía vivamente, prendió en ellas y las consumió con rapidez. Antes de salir de casa, había avivado las brasas y añadido leña de abedul; quería encontrar a su regreso llamas que destruyesen por completo las ropas empleadas para llevar a cabo aquella ejecución y cualquier rastro que pudiese haberse adherido a los tejidos en la escena del crimen.

Se puso el pijama y se acostó en su cama. Se levantó a la mañana siguiente como de costumbre, a la misma hora que los demás días, como si hubiese pasado una noche como otra cualquiera. Realizó de modo consciente las mismas acciones que otras mañanas llevaba a cabo automáticamente, teniendo buen cuidado de que no hubiese en su ritual nada distinto, nada que pudiese ser observado por sus vecinos como un cambio en su rutina. Sabía perfectamente que son las pequeñas cosas, los detalles mínimos, los que conducen a que alguien sea considerado sospechoso.

Con cuidado de no ser visto desde el exterior, estuvo muy pendiente de la ventana, esperando con ansia la llegada de la cuba de hormigón. Cuando la vio llegar, su corazón comenzó a latir más rápidamente. Esperaba que todo saliese según lo que había previsto, pero se mantenía alerta en previsión de lo que pudiese ocurrir. Comenzó a retorcerse las manos cuando vio al conductor del camión bajarse de la cabina a observar la excavación y su corazón dio un vuelco cuando oyó que le decía a Arturo:

—Hay demasiada tierra suelta, hay que sacarla... Si se echa el hormigón ahí encima, va a quedar muy mal...

Arturo soltó una blasfemia, Héctor no alcanzó a oírla, debido al sonido del motor del camión, pero lo dedujo por los gestos y por el movimiento de los labios. El conductor y Arturo cogieron unas palas y comenzaron a quitar tierra, mas a las pocas paletadas se encontraron con una desagradable sorpresa y cesaron de repente en su tarea. Ambos palidecieron, pero el conductor tuvo más reflejos e inmediatamente llamó a la guardia civil, encargada de los delitos en las zonas rurales.

Héctor vivió con gran preocupación toda la escena, eso sí, sin dejarse ver, oculto tras los visillos casi transparentes, sin hacer ni un solo movimiento brusco que pudiera delatar su interés. Vio al conductor retirar el camión, quizá para verter su contenido en otra obra y que no fraguase dentro de la cuba. Más tarde, el hombre regresó, conduciendo un utilitario, probablemente su vehículo propio, según supuso Héctor. Asistió, mientras se tomaba varias tazas de tila, al desfile de curiosos que acudieron a ver el lugar del crimen, pues la noticia se extendió con rapidez por las aldeas cercanas. El coche de la guardia civil llegó pronto, con dos efectivos que se hicieron cargo de aligerar el tráfico, alejar a los curiosos e impedir a los cotillas el paso hacia el lugar del delito, o posible lugar del presunto delito, como diría un periodista que se personó en la zona para cubrir la noticia.

Cuando comenzó a haber más alboroto en la zona, Héctor se armó de valor, salió de su casa con toda la naturalidad que fue capaz de aparentar y se dirigió a la vivienda de sus vecinos para interesarse por lo que había ocurrido, sorprenderse ante el relato de los hechos, lamentarse de que una desgracia tan grande afectase a la pequeña localidad en que todos vivían tan felices y tranquilos hasta aquel momento, emocionarse por la tragedia acaecida y ofrecer su ayuda en todo lo que él pudiese colaborar en aquel trance que les había tocado tan de cerca a sus vecinos, por haber ocurrido en su finca y a pocos metros de la vivienda familiar. De paso, se dirigió a un guardia civil y le preguntó si se sabía ya quién era el fallecido. Cuando el policía le respondió, Héctor se llevó la mano a la boca y, con gesto de dolor y sorpresa, exclamó:

—¡Qué tragedia! ¡Un vecino tan querido por todos!

Como su presencia no era necesaria, pasado un tiempo prudencial, Héctor se retiró, con permiso de los agentes, y regresó a su hogar. Varias horas más tarde, la jueza ordenó el levantamiento del cadáver. Antes había llegado personal de la policía científica para recoger muestras y todavía siguieron durante una hora más, peinando la zona en busca de restos. Llegaron otros dos coches de la guardia civil y los agentes comenzaron a hacer preguntas aquí y allá, a vecinos y curiosos. Héctor salió de nuevo, con la disculpa de llevar una sopa y bocadillos de tortilla para los niños. Rosalinda se lo agradeció con una mirada lánguida. Él le prometió que, más tarde, les llevaría puré de verduras y bocadillos de pavo para la cena, con el fin de que ella no tuviese que preocuparse de las cuestiones domésticas en ese momento tan difícil.

 

No habían pasado dos días completos desde el hallazgo del cuerpo, cuando la guardia civil se personó en casa de Arturo con una orden de detención. Era considerado sospechoso de la muerte de su vecino. El hallazgo del cadáver en su propiedad y su reticencia a retirar la tierra que lo cubría, de acuerdo con la versión del conductor del camión, no le beneficiaban en absoluto. Héctor se frotó las manos de gusto, al conocer la noticia, y enseguida acudió junto a la afligida Rosalinda, con intención de consolarla. En primer lugar, atendió las necesidades de alimento de ella y de sus hijos; Rosalinda llevaba dos días sin saber dónde tenía la cabeza, dejándose cuidar por Héctor, siempre amable, siempre solícito, tan diferente de su marido. Héctor cocinaba para ella y para su prole, y eso la hacía sentirse cuidada, halagada, considerada. La sopa de cocido y la carne estofada con verduritas y arroz dejaron satisfechos a los niños y muy complacida a la madre, que sonreía abiertamente, ya olvidada de la detención de su cónyuge. Rosalinda admiraba a aquel escritor solitario que en varias ocasiones les había regalado libros a sus hijos, y lo miraba con ojos sorprendidos, pues nunca había pensado que pudiese esconder aquella faceta de persona altruista capaz de volcarse y ayudar a sus semejantes. Además, si se fijaba bien en él, resultaba totalmente distinto de su esposo: Héctor era un hombre con aspecto interesante, alto, delgado, de tez clara y ojos azules que le conferían un lejano parecido con Paul Newman, con sienes plateadas y manos finas, delicadas, como correspondía a un escritor.

Durante una semana vivieron en un estado muy próximo a la felicidad absoluta, a pesar de todo lo que ocurría a su alrededor. Pero, una tarde, el abogado de Arturo se acercó a Rosalinda con un mensaje manuscrito de su marido y Rosalinda apenas se despidió de Héctor:

—Debo ir a la cárcel, Arturo me necesita —dijo ella, por toda explicación.

Y ahí finalizó el idilio que Héctor se prometía tan feliz, cuando todavía no había pasado de ayudar a Rosalinda a cuidar de su prole, proporcionarle todo lo que ella necesitaba para su comodidad y tranquilidad, y enviarle por la noche, antes de dormirse, y por la mañana, inmediatamente después de despertarse, amorosos sms que ella le respondía con frases de colegiala pudorosa.

Como ella se marchó precipitadamente, él se quedó al cuidado de los pequeños Fran, Álex y Jorge y de la diminuta Rosalinda. Aquella misma noche, tras la cena que Héctor les llevó, cuando los niños ya dormían en sus camitas, llegó Arturo, el padre, malencarado, como era su costumbre; era evidente que la semana de cárcel no había mejorado su carácter. Héctor no se atrevió a preguntar cuándo volvería Rosalinda; dejó a Arturo al cuidado de los hijos y regresó a su casa. Después de concederse un tiempo de reflexión, llamó al teléfono móvil de Rosalinda, pero una voz grabada respondió que el teléfono estaba “apagado o fuera de cobertura” en aquel momento, las catorce veces que lo intentó a lo largo de casi dos horas. Entonces comenzó a preocuparse: ¿le habría ocurrido algo a su enamorada?, ¿aquel energúmeno le habría hecho daño?, ¿dónde estaría ella?, ¿por qué no contactaba con él? Creía que su afecto hacia ella quedaba sobradamente demostrado con todos aquellos días de atención exclusiva y continua. ¿Acaso no era así para ella?

A Héctor le costó muchas horas de desvelos y preocupaciones conocer la verdad de lo sucedido a la mujer que amaba. Una tarde, cuando vio que el abogado de Arturo visitaba a éste, se dedicó a espiarlo y, cuando lo vio salir, lo abordó lo más educadamente que pudo y le preguntó si sabía dónde estaba Rosalinda. El letrado se sorprendió, pero quizá porque el semblante de aquel hombre reflejaba una preocupación extrema, decidió dejarse de secretos y respondió:

—Está en la cárcel.

—¿En la cárcel? —repitió, incrédulo, Héctor.

El abogado lo miró fijamente, era evidente que su interlocutor albergaba por aquella mujer un sentimiento mucho más profundo de lo habitual entre vecinos. Sintió que Héctor le caía simpático. A él tampoco le gustaba Arturo, lo defendía porque de algo tenía que vivir y el trabajo de abogado defensor no le permitía seleccionar a sus clientes, y menos aun después de la subida de las tasas judiciales propuesta por Gallardón.

—Se lo contaré —le dijo—. Arturo le envió una nota ordenándole que se presentase en el juzgado y se autoinculpase de la muerte del vecino cuyo cadáver apareció en su finca. ¡Ah!, y que lo exculpase a él... Así él ha salido, al menos por el momento, y ella está en prisión preventiva.

—¿En serio? ¿Y va a ir a la cárcel por él?

—Pues... parece que sí... Francamente —el abogado hizo una pausa, quizá para evaluar si era prudente o no dar su opinión—, viéndolo a él y observando cómo la trata, yo tampoco lo entiendo.

—Le agradezco mucho la información, señor, sé que para usted no ha sido fácil elegir... —dijo Héctor, sin terminar su frase, tendiéndole la mano derecha y despidiéndose de él con un breve apretón de manos. De inmediato había comprendido que aquello no tenía solución y que si ella había acatado sin rechistar la voluntad de su marido, no serviría de nada que él, Héctor, le implorase que le diese una oportunidad, le prometiese una felicidad que nunca conocería con su marido o intentase que ella abriese los ojos a la realidad que la rodeaba. Probablemente, el maltrato a que la sometía su marido se remontaba a los primeros años, meses o días de su matrimonio y ya era, para ella, tan natural como respirar, tanto que ya formaba parte de su rutina, de su vida diaria.

Héctor no tenía madera de redentor. ¿Qué podía hacer? Nada. Él había acabado con el pederasta por dos razones: la segunda era el deseo de evitar que volviese a hacer daño a ningún niño; el acecho continuo a Fran por parte del acosador había llevado a Héctor a actuar con prontitud para evitar otra desgracia. El primer motivo era más antiguo y le afectaba profundamente: su único sobrino, el hijo de su hermana, se había suicidado unos meses después de haber pasado un verano en casa de Héctor. A pesar de la vigilancia de éste y de los cuidados de su hermana, su sobrino había sido atraído por el pederasta con la promesa de unas crías de hámster. Pero había encontrado allí algo muy distinto del regalo prometido. Ni siquiera habrían sabido lo ocurrido de no haber sido porque el adolescente, antes de lanzarse a la calle desde la azotea del edificio en que había vivido siempre con su madre, había escrito una carta narrando detalladamente la agresión sufrida y expresando la imposibilidad de seguir viviendo. Las frases del acosador habían quedado grabadas en su mente y se habían convertido en una obsesión. Además, el delincuente sexual le había hecho desarrollar una conciencia culpable, haciéndole creer que era responsable de lo que él le hacía, por “ser tan rubio, tener los ojos tan azules y parecer un ángel renacentista”.