El extraño caso de los escritos criminales. 17 años de Letralia
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Sobre fotografía original de Liane RissDe armas tomar

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Ya de entrada me pareció que el usuario promedio de la biblioteca había cambiado un tanto desde mi última visita. Una guapa mujer alta y rubia, iPad en el regazo, Louis Vuitton sobre el asiento de al lado, tirado con tanto descuido como si hubiera sido mi maletín Totto. Me senté bien lejos, nada más para evitar posibles comparaciones.

Pero tal defensa de mi autoestima resultó inútil. Nadie más entró a la biblioteca en el lapso de 20 minutos que tomó que las muchachas de documentos históricos se bebieran su obligatorio café a la hora de empezar a trabajar.

Levanté los ojos de mi libro un par de veces, a ver si la rubia se movía, puesto que, después de todo, ella había llegado antes que yo. Mas parecía demasiado entretenida con su juguetito, y desde mi asiento pude ver que tenía la mano derecha enyesada. Un yeso color perla, como el de su traje sastre, de manera que seguro se lo cambiaba todos los días para combinar con los zapatos y el carro.

Me fui entonces a la única ventanilla abierta, ¿y a quién me encuentro, si no a la copia trigueña de mi acompañante de la sala de espera? Una joven guapísima, vestida sin el lujo de la otra, pero con aire de diosa que a bastantes debe dejar pasmados. ¿De dónde salen estas mujeres? A mí esto no me gusta nada.

Y por supuesto que las bellezas inalcanzables no deberían dedicarse a servidoras públicas. Con mal modo me señaló los errores que había cometido al llenar mi tarjeta de solicitud, me entregó otra con una sonrisa desdeñosa, y (supongo) me miró con desprecio mientras me devolvía al asiento a volverla a llenar.

Este intercambio debió haber despertado a la rubia, pues tan pronto llegué yo a la silla, se levantó ella de la suya y se dirigió a la ventanilla. Le tomó como un minuto caminar esos diez metros en tacones de seis pulgadas, y por supuesto que a mí, la audiencia, no me hizo nada de gracia.

Cuando abrió la boca, su voz tenía una estridencia casi histérica que me hizo sonreír. ¡Por lo menos habla feo!

—¡Qué pena, muchacha, no ve que me quebré esta mano y no pude llenar la tarjeta!

La sonrisa de la otra (y sí, ni yo sé por qué les estaba poniendo atención, ni me pregunten) fue como la de Atenea dándole la bienvenida a Afrodita.

—Ay, tranquila, yo se la lleno. ¿Qué era lo que ocupaba?

Aquí volví yo a mi tarjeta, y ya harta de la pérdida de tiempo, me levanté y me paré detrás de la rubia, haciendo fila en un cuarto vacío con 30 asientos.

La tarjeta terminada, y la trigueña a punto de irse a buscar lo que putas fuera que la otra quería, la voz volvió con la discordancia que había perdido al dictar sus datos:

—¡Usté si que tiene bonita letra! Me da vergüenza, pero le quiero pedir un gran favor...

—Adelante, si para eso estamos.

—Le va a sonar raro, pero es que le compré una tarjeta a mi novio, lo voy a invitar a una velada especial, usté sabe... Pero, diay, no le puedo escribir con esta mano.

Aquí la sonrisa de servicio al cliente satisfactorio.

—Dígame qué le pongo, tranquila. Pero le va a parecer raro a su novio, que se lo escriba con una mano “extraña”...

—Si viera que a él hasta le gustan las manos extrañas.

Aquí me tuve que sonreír yo, pero por supuesto que ninguna de las dos me estaba poniendo atención.

La rubia le entregó un sobre plateado de Hallmark.

—“A las siete, ni te imaginás la recompensa que te espera”.

La trigueña se rió ahora abiertamente.

—¿Se ha portado bien, entonces?

—¡No tiene ni idea!

La trigueña volvió a poner la tarjeta en el sobre, y se lo devolvió.

—Usté es un ángel... pero vea si soy tonta, dejé mi libreta de tomar notas en el carro. Mejor déme la tarjeta, y bajo corriendo y vuelvo y se la doy, para no dejar aquí el libro solo.

En mi opinión, la mirada que se dieron al despedirse fue más de amantes que de comadres en eso de la belleza. Pero tal vez eso fue más mi envidia. Por supuesto que a mí no me trató de la misma manera.

Al día siguiente, de pura casualidad, porque yo no veo noticias, me entero del asesinato-suicidio del diputado. Asesinado por la novia, en el “nidito de amor”. Y la novia, que dicen en la tele tenía años de ver a un psiquiatra, había sido finalista de Miss Costa Rica y otras cosas. Receta perfecta para la Teja y La Extra. Pero hasta La Nación sacó una foto de ella. Y aunque al principio no la reconocí, porque nadie se pone tanto maquillaje para trabajar en la biblioteca pública, pronto su sonrisa desdeñosa de modelo me la trajo a la mente.

Ese mismo día que yo la vi en la librería, doce horas más tarde, esta muchacha mataba a su querido y se pegaba un tiro después. ¡Lo que es la vida!

O al menos eso pensé durante dos días. Hasta que, en transmisión directa de la misa, sentada en la primera banca, con un Louis Vuitton negro esta vez, los ojos hinchados por el llanto, y ahora ningún yeso, reconocí también a la viuda del diputado.

Lo que sentí al respecto fue más un “¡no lo puedo creer, tan tontita que se veía!” que un “¡alguien tiene que hacer justicia!”.

Podía imaginarme sus largas veladas analizando a la querida, buscando una manera. Sólo pude suponer que tenía todas las bases más que cubiertas. La pistola le pertenecía a la bibliotecaria, y su tarjeta había atraído al diputado al nidito en una noche no pactada. Lo que pasó ahí, sólo ella lo sabría. ¿Habría manera de penetrar esta farsa? Se me ocurrió una, que, en mi opinión, era la única variable fuera de su control: el personal de la biblioteca. Una mujer así no pasa desapercibida. Y pues sí, el Marlowe en mí se decidió a hacer un intento, y si fructificaba, iría al OIJ.

El guarda tenía que recordarla. ¡Hasta a mí me seguía con los ojos aguados! Así que me le planté, anteojos oscuros y sombrero de fieltro aunque estuviera nublado.

—Señor, ¿usté se acuerda de una muchacha alta y rubia que vino aquí el lunes pasado? Yo me encontré una billetera de ella.

Lo que brilló en sus ojos no fue reconocimiento.

—Diay, si me la da yo se la guardo, por si viene.

No, en ese caso mejor yo trataba de buscarla de otra manera.

Y la cámara de seguridad estaba dañada desde hace un mes, me contó una amable señora de la limpieza. Pero ya ya la iban a arreglar, decían.

Aun si yo hubiera podido probar que la rubia había venido ese día, ¿qué? Es una biblioteca pública, después de todo. Y yo había sido la única testigo de algo que fue parte de algo... y que tal vez había sido bien merecido. Pero, lo más importante, yo con esto en realidad no tenía nada que ver. No soy dueña de la verdad, como cierto diputado.

Decidí ir a tomarme un café por ahí cerca. En todo caso, de las dos, me caía peor la bibliotecaria.