Édgar Allan García

La expedición

puedo vivir como sanguijuela por años.
Charles Bukowski.

La sonda caía, floja al principio, como una víbora plateada ondulando en la oscuridad, pero luego se tensaba y empezaba a temblar y a rugir como si la jalaran con fuerza desde abajo. En esos momentos sólo atinábamos a mirarnos unos a otros con miedo, en silencio. Una lucecilla proveniente del casco de Schlieman, el guía, nos permitía tener una idea aproximada de lo que pasaba a nuestro alrededor.

Las paredes negras y brillosas que nos rodeaban eran lamidas por tenues chorros de agua verdosa con un fuerte olor a azufre. Respirábamos con dificultad. Martel, uno de los expedicionarios que se nos había unido a último momento, intentó encender un trikka pero éste no se prendió. Es la humedad, murmuró Clarice, pero todos pensábamos en el aire cada vez más escaso.

De nuestros cuerpos se desprendía un vaho denso, pegajoso, infecto. Bajábamos lentamente, mediante un engranaje de sogas y poleas ideado por Schlieman y, según él, probado con éxito en otras expediciones. De trecho en trecho nos deteníamos y esperábamos ansiosos a que la sonda pionera nos anunciara con un bip bip el final del descenso. Nada, ni un sonido de las profundidades, apenas si nos escuchábamos a nosotros mismos, respirando con más y más dificultad cada vez, colgando en la penumbra como un racimo de animales ensartados por un gigantesco arpón. De alguna manera sabíamos que, llegado el momento, nos sacaríamos los ojos por tomar una de las mascarillas, aunque hubiéramos acordado preservar los tanques de oxígeno sólo para momentos de extrema necesidad.

Luego de horas de lento, desesperante descenso, no quedábamos más que siete. Ruzzo, el ayudante del guía, se había acobardado unos quinientos metros más arriba. Vayan nomás con Schleiman, él es un suicida, yo no. ¡Yo no!, volvió a decir unos minutos más tarde y su voz se reprodujo en por lo menos cinco o seis ecos antes de extinguirse. Debemos estar a unos dos mil metros de la superficie, gimió Clarice. Pronto no habrá más cuerda, auguró Martel, con una voz tenue y pifiante que no parecía la suya. Empezábamos a asfixiarnos. Bergier se acercó al audímetro para tratar de captar alguna señal de la sonda pionera. Le pregunté si se escuchaba algo. Nada nada nada, susurró consternado.

De pronto, un Schlieman aullante nos ordenó desde más abajo que nos calláramos. Hubo un ruido sordo al principio, algo como una roca golpeando contra una pared, de inmediato un chasquido siseante, largo y tenebroso, seguido de un rugido trepidante quebrándose en sucesivos, espantosos ecos. Nadie supo cómo, en medio de la súbita oscuridad, se nos vino la "cosa" encima. Sentí una sustancia viscosa, gélida rozándome la mano derecha y el rostro. De inmediato todo se volvió un remolino de gritos y gemidos horrendos. Una ráfaga eléctrica me subió por el espinazo, clavé ambas botas sobre la pared más cercana, tensé las cuerdas con una fuerza descomunal, sin pensar en nada, di un enorme salto hacia arriba. Desde entonces no hice más que jalar y escalar por esa garganta babosa, como una alimaña de las tinieblas. Cuando salí por fin a la superficie, la luz me cegó y no supe más de mí hasta que desperté en este hospital.

Debo haber tardado mucho tiempo en recuperarme; al principio, sentía que iba emergiendo de una bruma densa, que mis manos torpes acariciaban una superficie rala, algodonosa, al tiempo que una enorme tenaza aprisionaba mi cerebro y lo hundía en un cubo de agua helada. Recuerdo haber gritado, pero con un ronquido extraño, parecía un gruñido de oso retumbando en un gigantesco espacio blanco y vacío. Pedazos de espejos rotos me lastimaban continuamente los ojos, pero yo no sentía dolor alguno; era como si mis percepciones externas hubieran muerto y mi conciencia profunda mirara con indiferencia lo que sucedía en la superficie. Sé que algo como un bisturí hendió alguna vez mi nuca y también que algo como un túnel de viento me succionó hacia la noche con una fuerza demoledora. Luego, no podría decir cuándo, fueron emergiendo voces, y con ellas vino el sobresalto de los pinchazos y ese olor a medicamentos, a aceites amargos, a fermentos desconocidos.

Todavía recuerdo los primeros rostros que logré distinguir en medio de una luz tenue, blanquecina: la doctora Feldman y el doctor Rubianes estaban sobre mí, auscultándome. No sé si lo soñé o si en verdad alcancé a mascullar varias veces algo parecido a "la bestia de las profundidades está en camino", pero estoy seguro de que casi de inmediato se cirnieron sobre mí las tinieblas. De alguna manera, en ese tiempo ¿largo?, ¿corto?, llegué a intuir que, si bien había alcanzado la superficie, no estaba a salvo. Cuando por fin desperté, mi situación cambió mucho. Desde el principio no me creyeron lo que ya les he contado en repetidas ocasiones. Me dicen que no saben de ninguna expedición, ni de ninguna cueva o cráter profundo en los alrededores de este lugar y que jamás han oído hablar de un tal Schlieman.

La mayor parte del tiempo paso solo, en un pequeño limbo de luces blancas; un puñado de tareas mínimas se adaptan con facilidad a los requerimientos de mi cuerpo y de mi mente, hasta cuando la tristeza y la nostalgia me engullen; entonces paso los días como muerto, sin probar bocado, sin hablar con nadie. Durante esas noches, cuando el aire crispado se arremolina presagiando gigantescas tormentas eléctricas, escucho con estremecedora nitidez las súplicas de Clarice subiendo por las paredes verdosas, siento las desesperadas garras de Clarice tratando de asirse a mis botas, el rugido del monstruo de las profundidades devorando a mis compañeros de expedición y, sin poder soportarlo, me revuelvo en la cama lleno de furia, de terror, de asco por esta piltrafa medrosa en que se ha ido convirtiendo mi vida, aplastada por eso que Schlieman alguna vez calificó, no sin cierta burla, de "estrategia de supervivencia".

Confieso que a veces me entran unos deseos irrefrenables de aullar, de patear y cabecear hasta derrumbar las paredes que me cercan, pero me contengo, sí, me ovillo sobre mí mismo al tiempo que muerdo como un perro rabioso las correas. Comprendo que estoy indefenso y oscuramente intuyo lo que pueden estar tramando a mis espaldas. Sé que esta soledad, que este abandono es, hasta cierto punto, otra forma de sobrevivir, la garantía de que en algún momento podré escapar de este sumidero de seres lejanos y torvos.

Por ahora, mi consuelo, mi único consuelo es la enfermera más joven; ella no es como los demás, no se ríe de mí ni me calma con palmaditas agresivas en el hombro ni me amenaza con la consabida terapia de shock o con enviarme a la cápsula mullida. Ella nada más me escucha, sí, se queda justo ahí, casi levitando, escuchando una y otra y otra vez la misma historia. Nunca me pregunta nada, sólo abre desmesuradamente sus hermosos ojos opalinos y luego, con una ternura que siempre me estremece, levanta su mano llena de escamas de los más variados colores, me seca el sudor del rostro, y se aleja.