Jorge Gómez Jiménez

El eco de Frankenstein

Y desperté sobresaltado.

Toda la noche estuve teniendo pesadillas; unas pesadillas horribles en las que me perdía en mares de circuitos integrados y passwords incorrectas. A mi alrededor, sólo disimuladas por puertas y ventanas inexistentes, etéreas pero absurdamente visibles, una multitud de computadoras me señalaban como un intruso en su compleja red de inteligencia artificial.

Un eco binario llegó a mí desde el recuerdo de mi sueño: "Las computadoras dan para todo". Había una sensación como de melancolía y desesperación, a la vez, en ese murmullo. Seguramente esa frase había salido de alguna SoundBlaster escondida tras la marejada de cables; quizás, en la noche de insomnio de algún programador estrella de NeXt, esa frase había servido de apoyo y regocijo ante la aparente insolubilidad de un problema, generado por un error humano, y por la irrefrenable voltereta perenne de la data esa frase se había aposentado en el cerebro de Rogelio, insignificante programador caraqueño especialista en programas matemáticos e ingenieriles.

"Las computadoras dan para todo". Siempre creí que eso era una falacia hasta esa mañana en que el murmullo empezó a seguirme a todas partes. Como un error indetectado en mi cerebro, esa frase aparecía (más correctamente, "surgía") incontenible cada cierto tiempo, a veces con regularidad de reloj y otras veces en una aleatoria y desesperante disfunción temporal total. Todo a partir de esa mañana en que desperté sobresaltado, luego de una noche absurda de pesadillas.

Esa frase fue llenando el vacío que habían dejado en mí seis años de programación estructurada. El vacío de no compartir nada con la raza humana, salvo la ventana física que inundaba de luz mi cuarto durante el día y la otra ventana, más placentera en ocasiones, pero más compleja, la que representaba para mí la sola presencia de Jeannette en su corpórea verdad, en su existencia real que siempre intentaba alejarme del .28 para introducirme en su melosa malla.

A Jeannette la conocí en el mercado. De eso hacía casi un año, pero su existencia era tan densa que cada día, cada minuto, cada segundo que pasaba a su lado se multiplicaba por tres o por cuatro. El final de un día de campo con ella habría sido insostenible para mi débil humanidad. No existía en ella nada electrónico, nada compatible, ella era absoluta e irrevocablemente un completo elemento de humanware.

A pesar de eso, día tras día ella aceptaba soportar mi locura y venía a hacerme compañía unos minutos, y en ocasiones hasta unas horas. Alguna que otra vez, un fin de semana en que mis dedos se debatían entre seguir tecleando sentencias case y subrutinas en "C pu-pu" —como ella socarronamente definía al lenguaje—, y alcanzar su cuerpo y pasearse por las hondonadas que hacía su anatomía bajo los senos, en el anverso de las rodillas, entre su cuello y sus orejas. Si no hubiera sido por las pesadillas de aquella noche fatídica, Jeannette habría sido la mujer de mi vida.

"Las computadoras dan para todo", decía el eco dentro de mi cabeza, a veces inclusive mientras le hacía el amor en algún receso que ella lograba robarle a mi trabajo en la computadora.

—¿Qué pasa, Roge? —preguntaba ella entonces, e invariablemente se quedaba sin la respuesta que esperaba. Era sencillo: no podía responderle. Si le respondía, me moría. Habría sido como admitir que las computadoras me habían absorbido completamente, y no estaba dispuesto a perder los pocos minutos de placer humano que me dispensaba Jeannette.

Pasaron unas tres semanas desde la noche de la pesadilla cuando pude, al fin, comprar una SoundBlaster de 16 bits. Trataba entonces en vano de interesar a Jeannette en que al menos se sentara a jugar una sesión de DooM, que escuchara los gritos de los pocos humanos que aparecían de pronto en pantalla y que se extasiara con los aullidos de los monstruos rosados. Pero Jeannette, como dije, era completamente real y humana. La realidad no era para ella lo mismo que para las demás personas. Yo era para ella Roge, aunque para la oficina fuera Rogelio-Cardozo-programador-en-ceplusplus-ingeniero-egresado-de-la-ucevé-cursos-en-el-exterior. Sé que es absurdo, y aún no comprendo cómo pudo ocurrir, pero el programador en C++ no pudo enamorarse de otra persona que de la estudiante de Letras, casi licenciada, Jeannette Morín, simplemente Jeannette, que confundía el término 486 DX4/100 con las especificaciones del motor de algún velero que pudiera llevarla hasta las Cícladas, a conocer los ídolos que vio Cortázar y que muchos siglos antes pudo haber visto con sus manos el ciego Homero. La presencia de los monstruos de DooM en el monitor, más bien le asqueaban, y sus gritos, lejos de interesarle, la alejaban de la computadora con el pretexto irreprochable de que iba a hacer café o un dulce, una de esas delicias reales que despedían tan buen aroma, exquisitez aún no simulada por el artefacto que "da para todo".

Jeannette era feliz conmigo sólo cuando lograba arrancar mis manos del teclado y hacerlas posarse sobre su cintura. Tenía 22 años, una abundante cabellera rubia y los labios delgaditos, bordeando una boca pequeña como la de una niña. Le gustaba hacer para mí periquitos con esa boquita, en un intento por echarme en cara toda su humanidad, toda su presencia absoluta y real ahí, a mi lado. El resto del tiempo lo ocupaba estudiando el último año de Letras (¡oh humano oficio de escribir ficciones!) y atendiendo a un hermano que estudiaba aún el bachillerato, y al que nunca conocí.

Una de las cosas que más le molestaban a Jeannette era el ruido del módem. Por eso, eliminaba la salida de sonido de la corneta cuando ella estaba en el apartamento, para no inquietar su existencia tan real y corpórea. Justamente algo que me transmitieron por el módem desde la oficina, me hizo entrar en la espiral. Una espiral perenne, cada vez más profunda, en que todo programador siente que se introduce una vez en su vida, y de la que sólo saldrá el día que el estallido atómico borre cualquier forma de energía electrónica existente sobre el planeta.

Durante un descuido del gerente, uno de los empleados, a quien conocía sólo como un puñado de caracteres que aparecían de repente en la pantalla durante las transmisiones, me hizo activar un download para transmitirme un programa que había comprado donde un pirata. Ya yo había hecho el upload de los códigos que me habían encargado para un programa de ingeniería, y no pude contener la avaricia por esos escasos y aparentemente inofensivos doscientos cincuenta kilobytes que me ofrecía el colega desde la oficina, al otro lado de la conexión.

Terminada la transferencia, me despedí del colega, dejé saludos para el gerente y corté la comunicación. Salí al DOS, unzipeé el archivo en mi directorio de pruebas y le pasé el F-Prot por pura precaución, pues nunca había tenido problemas con los ejecutables que me enviaban desde la oficina. El gerente era uno de esos computistas (qué palabra tan detestable) autodidactas, que habían empezado sentándose frente a una computadora desde muy jóvenes por la pura curiosidad de conducir una básica motocicleta de Accolade, y que eventualmente terminarían aprendiendo algunos comandos esenciales en Clipper para incrementar la curva de aprendizaje y convertirse en uno de los mejores programadores del país. Ese comportamiento le había obsequiado la valiosa renta de un sentido inquebrantable de la precaución ante los virus, después de varios ataques mortales que, siendo aún joven, le hicieron sacarle bastante dinero a sus padres, en costos de mantenimiento con técnicos poco confiables, de esos mineros que escarban en la ignorancia del usuario promedio.

El ejecutable tenía un nombre poco menos que críptico: SXFX.EXE. Había igualmente seis archivos con extensión .XFX, y ningún READ.ME ni nada parecido. Tecleé SXFX y los caracteres de la pantalla fueron desapareciendo en un breve y torpe difuminado que terminó en una pantalla rosa en la que en breves instantes apareció el logo del programa, unas letras ampulosas, como hechas con chicle, que decían: "Sex FX". Era un visualizador de fragmentos de video, y por supuesto éstos eran simples escenas porno. Una risa estalló a mis espaldas. Jeannette, con una bandeja sobre la que había tazas y platillos, se reía de la orgía electrónica que estaba apareciendo repetitivamente en pantalla.

Cerré el programa, algo molesto, y borré el contenido del directorio. Jeannette y yo nos sentamos frente a la tele, y pasamos canal por canal hasta que llegamos al Discovery, donde nos quedamos mientras comíamos los panques y libábamos el aromático café que ella tan gentilmente me había preparado. Todo tan humanware.

"Descubra su mundo. Visite el interior de una computadora y recorra con nosotros el camino de los datos...".

Jeannette agarró el control y se lanzó cuatro canales más adelante, hasta el Cartoon Network.

 
 

Llegó el fin de mes y con él algo de dinero con el que compré un nuevo disco duro de 1.2 Gb. Tenía que transferir la data desde el disquito de 240 Mb, así que me ocupé de hacer el respaldo de mis programas durante todo un fin de semana, preparando el terreno para el inevitable desenlace del pequeño disco. Borrando aquí y desplazando más allá llegué al directorio de downloads del Procomm. Perenne, casi imperceptible en sus 253,478 bytes, esperaba agazapado al Deltree el pequeño SXFX. Casi podía sentir su respiración, mientras el comando DELTREE /Y esperaba por el nombre del archivo a eliminar. Una, dos, tres, once veces presioné la tecla Backspace y, en vez de eliminarlo, lo mandé a un disquete de 5¼"DD de los que aún me quedaban escondidos en alguna parte, y allí pretendí olvidarme del programa hasta que se me ocurriera mandárselo a algún aberrado en cualquier lugar de Internet.

Pero no. No podía olvidar el programa. Semana tras semana, cuando llegaba el domingo y Jeannette pasaba el plumero sobre las máquinas, siempre llegaba hasta las cajas de disquetes y yo la observaba mientras limpiaba esa cajota roja de Basf donde yo sabía que estaba el programa, sobreviviendo dentro del disquete, recostado con otros de su ya casi extinta raza de 5¼"DD. Observando a Jeannette mientras limpiaba justamente esas cajas de disquetes, más de una vez aparecía de nuevo el persistente eco: "Las computadoras dan para todo".

Jeannette se iba temprano los domingos para preparar el material de la tesis. Ese era el único contacto que tenía con la computadora, pues sólo para eso estaba instalado el Word 6 en el gigante de un giga. Ella llegaba a veces cuando yo estaba haciendo alguna diligencia en el mundo real, y se sentaba y adelantaba algo, o esperaba que yo durmiera un poco, después del sexo, para entonces instalarse con sus anteojos de estudiante de Letras y teclear sus metáforas y sus análisis hasta que yo volviera en mí, o regresara de la calle. Entonces, prudente y tratando de ser imperceptible, ella almacenaba, salía del Word y de Windows y me dejaba la C:\> limpia y gris, como siempre. Yo trataba de que ella entendiera que no me molestaba que ella siguiera trabajando en su tesis, en su instrumento para obtener el tan ansiado título de licenciada en Literatura Clásica, pero ella insistía en que prefería dedicarse a vulnerar mi talón, que en analizar el significado metalingüístico del talón de Aquiles y demás artilugios homéricos.

"Las computadoras dan para todo". Un día se me salió la frase, casi de manera inconsciente, mientras almorzaba con Jeannette. Ella me miró con una expresión inmensa de reproche, como si hubiera dicho una sarta de malas palabras en público con un megáfono en la mano. "Te estás volviendo loco, amor", me dijo entonces con esa increíble capacidad suya de entenderme, de comprender el significado de mis subrutinas sinápticas.

 
 

La muchacha me sonrió, al momento que me preguntaba si era periodista. "No... Soy ingeniero. Estoy preparando un programa y necesito grabar unos sonidos". Pareció no entender nada, así que le pagué y me fui. Siempre, tontamente, esperando que la raza humana me entendiera, como si fuera poco haber descubierto ya que sólo en un BBS, en Internet o en la oficina había gente con los mismos intereses que yo. El mundo estaba caminando de espaldas a mi computadora y yo suponía que era al contrario, que estaba contribuyendo, con mis códigos, a crear un mundo feliz.

Esa noche escondí la grabadora detrás de la cama, amarrada a una de las patas, donde pudiera alcanzar los botones. Cuando llegó el momento del sexo con Jeannette, inicié la grabación. Quizás porque estaba consciente de que tenía una grabadora a pocos centímetros de mi cabeza, me parecía escuchar el paso de la cinta bajo el cabezal aún más cerca que los gemidos de Jeannette, sentada sobre mi cuerpo en franca posesión.

Al principio fue algo engorroso. El saber que tenía una grabadora registrando todos los sonidos, inclusive el roce de nuestros cuerpos con las sábanas al término de cada encuentro sexual, me inhibía y muchas veces me obligaba a interrumpirlo todo. Jeannette me miraba entonces con angustia. Así tuviera que trabajar cansonamente el juego sexual, ella tenía que continuar en acción, pues esas interrupciones la dejaban irritable el resto del día y ni siquiera un satisfactorio coito posterior podía calmarla.

Así que poco a poco aprendí a mantener mi fogosidad en nuestros encuentros sin que la presencia de la grabadora me cohibiera. Al cabo de algunos días había grabado suficientes cintas en las que los gemidos de Jeannette contenían el elemento de mayor interés para mi experimento. Sin saberlo, Jeannette me había proporcionado el primer eslabón de la cadena de caballos de troya que estaba a punto de construir a partir del absurdo eco que resonaba en mi cabeza: "Las computadoras dan para todo".

No me fue difícil conseguir con un amigo que hacía jingles para comerciales de TV con su computadora, un decodificador para convertir el sonido de los casetes en impulsos electrónicos almacenados en archivos .WAV comunes. Mis primeras experiencias fructíferas con la SoundBlaster se tradujeron en tener a Jeannette, en sus gemidos, dentro de mi computadora. Mientras Jeannette sólo contaba con las células de su cerebro para concatenar durante los momentos de ocio en la universidad el recuerdo de nuestros momentos íntimos, yo contaba con una herramienta más sofisticada que la simple grabadora. Es justo decir que nunca escuché sus gemidos desde el medio original, la grabadora, con otra finalidad que compararlos con la increíble fidelidad que conseguí a través de la SoundBlaster. La grabadora, los gemidos de Jeannette contenidos en las cintas, eran para mí únicamente un elemento más de trabajo.

Algunos de mis programas esperaron mientras edificaba un pequeño TSR que me dejara escuchar una y otra vez los gemidos de Jeannette. Fueron tres o cuatro días de programación intensiva, tras los cuales pasó algún tiempo durante el que sólo recordaba el programa para añadirle alguna característica o experimentar mezclando varios archivos .WAV con el fin de lograr experiencias que nunca habían ocurrido, como escuchar varios orgasmos de Jeannette como si hubiera sido una ola incontenible. Sin que ella lo sospechara, había creado con mis herramientas una Jeannette fónica y binaria, que era capaz de tener cincuenticinco orgasmos, uno detrás de otro, mientras yo inocentemente adelantaba el trabajo de la oficina.

Extrañamente, mi trabajo fue más veloz durante esos días. De mis dedos emanaban líneas y líneas de código y en la oficina era muy comentado, como me lo dijo el gerente durante una transmisión con el módem, que ese año de seguro obtendría el botón como Contratado del Año por la cantidad de trabajo que estaba desarrollando. Los orgasmos de Jeannette, al contrario de lo que había pensado antes, estaban convirtiéndome en un trabajador modelo, en un componente más de la máquina, como si ésta generara por sí sola los códigos necesarios para edificar las cada vez más exigentes aplicaciones de la empresa. "Las computadoras dan para todo".

 
 

Jeannette no es ninguna tonta. Es cierto que ella sabía encender la máquina, teclear WIN y abrir la ventana Word, donde se encontraba el inefable icono esperando por ella. Con el mouse, ella era una estrella. Fácilmente, a pesar de que a raíz de la redacción de su tesis esa era la primera vez que ella tocaba una computadora, aprendió a manipular al Word para generar las citas y las notas de pie de página, y se volvió muy rápida en la generación de cuadros históricos para su trabajo. Al cabo de unos meses, era constante en ella devolverse hacia los primeros capítulos y aplicar en el diseño de su tesis los conocimientos que poco a poco iba adquiriendo en las múltiples herramientas provistas por el procesador de palabras.

Así que sólo fue cuestión de tiempo para que ella empezara a sentir curiosidad por la naturaleza de un archivo ejecutable. Su curiosidad la llevó con toda naturalidad a preguntarse cómo la computadora ejecutaba aparentemente por sí sola las tareas que ella le encomendaba, y así descubrió en los pocos momentos que se iba al DOS la presencia de archivos .BAT, .COM y .EXE que al tocarlos eran capaces de mostrar informes de columnas de concreto, pasearse por todos los archivos del disco duro o decirle al usuario que su computadora tiene una extraña forma de gripe y que se podría eliminar el virus o renombrar los archivos infectados.

O mostrarle los gemidos de un orgasmo múltiple demasiado largo.

Fue como una tormenta. Alguna que otra vez me pregunté qué pasaría si Jeannette llegaba a descubrir el programa con el sonido de sus orgasmos. No sería demasiado difícil que ella activara el programa desde el Administrador de Archivos, y que al ver el mensaje de precaución, envuelto en esa caja azul y gris —los colores que su Roge siempre le pone a sus programas—, indicándole que ese programa no podía correr bajo entorno Windows y agradeciendo al usuario se saliera al DOS para reintentar la ejecución, ella siguiera las instrucciones y finalmente descubriera la razón de que aquella vez Roge se hubiera mostrado algo frío en la cama.

Cuando llegué a casa la encontré con los ojos acuosos, sentada frente a la computadora. Había encontrado la grabadora y dos de las cintas, y aunque no encontraba relación entre lo que estaba allí grabado y lo que escuchaba por la SoundBlaster, debido a los múltiples cambios y mezclas que hice, reconocía sus gemidos y aquel apodo que sólo ella se atrevía a ponerme. Roge... Roge..., dejaba escuchar de vez en cuando la SoundBlaster.

Jeannette se sentía invadida. Empezó a mirar el monitor con rabia. Y no era para menos. Pensaba que de seguir por ese camino, un buen día habría sido desplazada por esa gran caja blanca en la que Roge, su Roge, osó meter sus orgasmos y, no contento con eso, modificarlos a su gusto, como si no fuera suficiente que ella existiera, que ella tuviera cuerpo y cabello y boquita de niñita que hace periquitos y sexo real. Estuvo varios días como ausente, además de sus ausencias reales en que iba a la universidad o ayudaba al hermano llevándolo al sitio exacto de la biblioteca donde conseguiría lo que necesitaba para tal o cual informe.

Un buen día, de repente, noté que al llegar ella había recobrado su gracia y su natural forma de ser, su sonrisa transparente, y supuse que se había acabado la lluvia. Fue por esos días cuando descubrí que hacían falta dos disquetes azules de baja densidad. Sólo curioseaba en mi disco duro el día en que me di cuenta de que no había por ninguna parte archivos .DOC, y recordé que habían pasado ya dos días después de su última visita. Dos días. Nunca había dejado pasar más de un día sin venir a mis brazos. Fue ese día cuando me di cuenta, sin esperar mucho, que Jeannette me había abandonado, y que había preferido dejarme su sonrisa y llevarse su tesis. Ya conseguiría una computadora donde terminarla.

Un sentimiento de soledad increíble se apoderó de mí. Al parecer Jeannette había aprendido a utilizar la computadora más allá de lo que yo pensaba, pues resultaba evidente que no había simplemente eliminado los archivos de su tesis, sino que además había defragmentado el disco duro para así no dejar en él ningún rastro binario creado por ella. Su Roge se quedaría únicamente con los gemidos, que a pesar de haber emanado de ella, se sentía sin derecho a borrar, comprendiendo que más allá del hecho básico de existir allí una grabación de su voz en pleno orgasmo, había un programa, líneas de código de mi propiedad, aunque las considerara líneas de código sucias, creadas a su entender para molestarla, para invadirla, para robarle y manipular a mi gusto sus orgasmos, para tener una Jeannette paralela enteramente contenida en instrucciones que rebotaban en un chip de silicio y eran de nuevo arrojadas al espacio de mi apartamento en forma de gemidos electrónicos.

 
 

Una mañana, sin razón aparente, desperté, al fin, con la conciencia de mi propia y absoluta soledad. Me afeité —llevaba más de una semana sin hacerlo— y encendí la máquina. Como durante los días previos al desastre con Jeannette, activé el TSR y me puse a trabajar entre los gemidos.

Y así volví al ritmo al que me había habituado antes de conocer a Jeannette. Cierto día una vecina me ofreció un cachorro que le había quedado de la última camada de su perra, una digna representante de la raza callejera. No soy muy amante de los animales, pero supongo que la costumbre de no estar solo me había arropado ya, y decidí adoptar el perrito, al que llamé Tetris.

Nuevamente mi productividad fue en ascenso y alcancé el nivel al que había llegado justo después de terminar el programa, y del cual había caído estrepitosamente cuando Jeannette me abandonó. Al término de algunos días consideré que el programa había llegado a su nivel máximo de perfectibilidad posible respecto a las herramientas que tenía, e hice el upload para que lo revisaran algunos colegas de la oficina. Lo hice casi sin pensar; si me hubiera detenido a reflexionar el asunto quizás no lo hubiera enviado, pues era como enviarles una cinta de video conmigo haciendo el amor con mi mujer. "Las computadoras dan para todo", resonaba en mi cabeza mientras el marcador del upload en el Procomm se acercaba rápidamente al 100%.

Pasaron algunos días y recibí noticias de mi programa. Quienes disponían de tarjeta de sonido en las computadoras de sus casas fueron los primeros en enviarme mensajes, describiéndome los efectos del programa. Invariablemente todos lo usaron en un primer momento como una distracción, hasta que se dieron cuenta de lo bien que trabajaban cuando lo usaban como TSR mientras programaban. No pasó mucho tiempo antes de que empezaran a lloverme archivos .WAV con las relaciones sexuales de cada uno, para que los procesara de la misma manera como lo había hecho con las mías. Llegó el momento en que tuve que compartir mi tiempo entre el trabajo de la oficina, las mezclas de archivos .WAV y la alimentación del cada vez más robusto Tetris, perro casero por excelencia, que nunca me molestaba para que lo sacara a pasear y que en poco tiempo aprendió a orinar en el albañal del baño.

Eventualmente registré el programa con la ayuda de un amigo abogado, y empezaron a lloverme vía Internet solicitudes desde varios puntos del planeta. Poco a poco, Jeannette y su medio centenar de orgasmos estaba haciendo crecer mi cuenta corriente.

 
 

"Las computadoras dan para todo". Cada vez que el eco resonaba en mi cabeza, una nueva adición era anotada para hacerla más tarde en lo que sería una versión posterior de mi programa, que a la sazón se llamó Real Sex Sounds 69.0. Desde varios lugares del planeta, mis espontáneos seguidores ofrecían variantes del programa para todos los gustos sexuales. Versiones sadomasoquistas contenían los gritos de un sacerdote que se dejaba golpear salvajemente por una prostituta lesbiana. Había quienes grababan el jadeo de una pareja de perros para calmar las ansias de los zoófilos. Una versión como ésta casi enloquece a Tetris una noche.

Y yo, sentado frente a mi computadora, empezaba a establecer contacto con algunos ingenieros electrónicos para la nueva versión del programa, que incluiría una adición de hardware. Un mensaje, dirigido a todos los puntos del planeta que conocía donde podría existir algún ingeniero electrónico que pudiera ayudarme, dio la vuelta al mundo y en una semana tenía en mi buzón más de trescientos mensajes de aspirantes a colaborar con el hombre que se había vuelto tan famoso últimamente en el ciberespacio gracias al TSR que dejaba escuchar un orgasmo de cincuenticinco partes. Envié mis disculpas a todos porque suponía iba a demorar en revisar todas las solicitudes, y mientras más solicitudes revisaba más iban llegando, copando mi buzón y obligándome en poco tiempo a hablar con mi proveedor Internet para que cancelara mi cuenta y abriera una nueva con otra dirección. Cuando mi proveedor atendió mi petición, tenía en mi poder casi setecientas solicitudes para trabajar conmigo en mi nuevo proyecto.

No me quedó más remedio que procesar las solicitudes con un ayudante. Me busqué en la universidad un muchacho de los primeros semestres y lo senté en la 286 a llenar una base de datos que yo mismo construí una tarde. Le di instrucciones para que obviara "ingenieros" demasiado jóvenes que podrían ser sólo muchachos oportunistas que querían averiguar qué podían conseguir; y a los demasiado viejos porque tenía la sospecha de que si un ingeniero de más de cuarenta años de edad estaba buscando aventurarse en un proyecto como este seguramente no debía ser realmente competente. Conociendo los riesgos implícitos en este método de trabajo, pero convencido de que de todas formas entre las solicitudes que sí entraran en mis condiciones debía estar el genio que estaba buscando, el estudiante empezó a trabajar y en una semana tenía completa la base de datos. Le pagué y le prometí que sería el primero en probar el producto de mi trabajo.

 
 

Después de mucho buscar, decidí asociarme con Heny Umbra, un joven ingeniero electrónico de Massachusets que decía haber construido varios dispositivos sensoriales para medianas corporaciones que al final dejaban sus proyectos en la fase experimental por considerarlos poco factibles económicamente. Entre mis ahorros y lo que había producido la venta de Real Sex Sounds 69.0, pude pagarle el viaje en primera clase. Lo recibí en el aeropuerto de Maiquetía la noche del 23 de diciembre y de inmediato nos encerramos en el apartamento, le mostré el código del programa y le planteé mi idea a grandes rasgos mientras Tetris probaba los chocolates gringos que Heny había traído en su mochila. Nos fuimos a dormir cuando ya el sol empezaba a vislumbrarse por el este.

Cuando desperté, Heny no se encontraba. Casi a las 2 de la tarde regresó con unas cajas. Me explicó en su español chapuceado que había hecho unos contactos con unos amigos de Caracas que había conocido en Internet, y que éstos lo habían llevado a los sitios donde podía conseguir lo que estaba buscando para iniciar el proyecto. Le insistí en que el proyecto debía mantenerse en secreto hasta que tuviera forma casi definitiva, y me dijo que no me preocupara por ese aspecto.

Mientras Heny ocupaba el día en hacer cálculos y diagramar planos en una computadora equipada con un procesador Pentium que habilité para tal fin, yo iba saliendo como podía del trabajo de la oficina y pedía disculpas a un montón de nuevas solicitudes que empezaron nuevamente a llover cuando todo Internet descubrió que había cambiado mi dirección. Tetris, perro educado, se encargaba de llevar pantuflas y comer chocolates gringos que semanalmente le llegaban a Heny a través de la valija de un banco, donde un empleado, amigo electrónico del ingeniero, los recibía y se los traía al apartamento. Al final de cada día, yo evaluaba los avances de Heny y corregía algunos errores de concepción.

Pasaron varios meses a este ritmo. Cuando tuvimos el producto lo suficientemente adelantado como para decir que habíamos obtenido un pre-prototipo, empezamos a pensar cómo probarlo. Se trataba de un dispositivo que, conectado a la computadora y dirigido por un programa —el cual igualmente se encontraba en su fase preparatoria—, era capaz de enviar señales electrónicas a las células sensitivas del organismo. Por supuesto, la intención era perfeccionar al Real Sex Sounds hasta el punto de convertirlo en Real & Hard Sex 69.0. El dispositivo que construimos semejaba una gasa de cuero con esponjas, como el tentáculo de un pulpo pero a la inversa, y se conectaría al pene para simular una relación sexual completa. "Las computadoras dan para todo".

No nos atrevíamos a probarlo con nosotros mismos. Heny fue el primero en mirar con suspicacia a Tetris, quien no sospechaba que iba a ser un perro de indias y, además, presentaba una ventaja relativa: Tetris aún era virgen.

Contábamos con su instinto, que había demostrado bastante acentuado cuando escuchó los jadeos caninos de la versión que comenté más arriba. Nos ocupamos durante dos semanas de estimular ese instinto con algunas perras callejeras que traíamos de la calle, y jugando a Pavlov empezamos a inventar la manera de que Tetris reconociera en el dispositivo —aún sin nombre— a una apetitosa vagina canina. Finalmente tuvimos que impregnar la gasa de cuero con las secreciones de algunas de las perras que obtuvieron mejor respuesta de Tetris, y así llegó el gran día.

Tetris casi se nos muere. Nos fue difícil controlar la situación debido al agresivo instinto de su raza. Al contrario de los humanos, los perros no pueden quedarse quietos mientras su compañera se ocupa de conducir la relación sexual. Ellos están impelidos a moverse por su instinto, y el aparato estaba diseñado para satisfacer y explotar a la vez la capacidad del macho humano de hacer el amor de forma pasiva. Por supuesto, Heny y yo estábamos convencidos de que esto sería sólo el comienzo de un macroproyecto de sexo virtual.

Lo que ocasionó problemas con Tetris, quizás, fue la eyaculación del can, que casi genera un cortocircuito. El susto dejó a Tetris tan afectado que durante una semana no quiso probar los chocolates y mucho menos saber de las perras. Sin embargo, seguíamos estimulando su instinto y éste fue más fuerte que Tetris, al cabo de varios días, cuando por fin decidió montar a una de las compañeras de turno que le trajimos.

Pasado el susto, nos sentamos a evaluar los resultados del experimento. Concluimos en que la eyaculación de Tetris era el marcador para indicar que el proyecto iba por buen camino, y empezamos a crear una malla protectora que impidiera el paso de grandes voltajes hacia el organismo receptor. Un par de pruebas nada traumáticas para Tetris nos hicieron probarlo en nosotros mismos al cabo de una semana, y el resultado fue realmente un fracaso.

Heny admitió no sentir ni siquiera cosquillas, y aunque no servía para mucho como alivio, yo sí recibí cierto cosquilleo hacia ciertas partes del pene, pero a intensidad variable y sin uniformidad alguna. Por supuesto, pensamos que en esto tenía algo que ver cierta diferencia entre el sexo del can y el sexo humano, así que construimos un nuevo dispositivo, más grande y con más contactos, que al cabo de varias docenas de pruebas dio, al fin, a Heny, una eyaculación casi tan satisfactoria como la que hubiera conseguido con una compañera humana. Mientras tanto, Tetris empezó a fastidiar para que lo dejaran salir a la calle. Al cabo de algún tiempo, Tetris se convirtió en un galán de primera y llegaba en las noches rasguñando la puerta del apartamento, hediondo a sexo, moviendo desenfrenadamente el rabo y con una expresión que parecía una sonrisa de satisfacción. Así, Heny, Tetris y yo, cada quien en su campo, acabábamos de entrar a una nueva y más atractiva fase de nuestras vidas.

 
 

La presentación oficial de la versión definitiva de Real & Hard Sex 69.0 fue casi un evento clandestino. Se había anunciado a través de mensajes privados en el BBS, y algunos amigos acudieron a llevarse los primeros prototipos. A todos se les recomendó que usaran preservativos o probaran los impulsos en partes menos sensibles, como las manos, pues siendo un proceso artesanal, y no industrial, era factible que alguna de las Virtual Vaginas —nombre que definitivamente adquirió la "gasa de cuero"— hubiera quedado con desperfectos. Afortunadamente, ninguno de esos primeros valientes —la historia les debe su riesgo— reportó efectos perjudiciales y todos se convirtieron en fanáticos del RHS69.

Como es de suponer, apenas se conoció de lo que fue llamado "la última locura de Rogelio Cardozo", Internet se transformó en un campo de batalla por obtener información sobre cómo hacerse con un RHS69. El producto estaba compuesto por una Virtual Vagina conectada a la computadora por medio de un cable como el del módem, y manipulado por un programa que era capaz de enviar los impulsos electrónicos requeridos para simular una felación, un coito normal o inclusive un coito anal. Un buen día viajé a Estados Unidos, donde me reencontré con Heny, quien había partido a su tierra natal semanas antes para promocionar el producto y gestionar el registro de la patente, que me concedía a mí derechos sobre el software y sobre la idea, y a Heny los correspondientes al desarrollo del hardware. Al transcurrir el tiempo, Heny se convertiría en un ingeniero cubierto por la fama y desarrollaría otros importantes inventos en nada relacionados con el sexo virtual, aunque antes de desligarse del trabajo original fue casi obligado, por las miles de mujeres que querían probar el sexo virtual, a crear un pene virtual con el mismo sistema. Prácticamente, lo que hizo fue "voltear" la Virtual Vagina.

Sex Factory Inc. —la empresa que creamos para la ocasión del registro del RHS69— se convirtió en el objeto de todas las miradas. Cada vez que anunciábamos una nueva adición al programa, temblaban los otros fabricantes de dispositivos sensoriales. En realidad, en cuanto al hardware, no teníamos planteado crear algo demasiado más allá de lo que ya habíamos hecho, pero las adiciones de software se convirtieron en una fuente espectacular de ingresos. Le compré su propio harem de perritas finas a Tetris, quien con eso se sentía absolutamente recompensado por su intervención en el desarrollo del sistema. El día que Geraldo me entrevistó en Los Angeles frente a un público risueño, satisfecho por los resultados del producto, recibí por el celular una llamada de uno de mis abogados, anunciándome que tenía que hacer frente a una demanda millonaria que había interpuesto en un tribunal de Caracas la ciudadana Jeannette Morín por haber hecho públicas sus relaciones sexuales. En uno de los módulos del programa, en efecto, se escuchaba lejana, entremezclada con miles de orgasmos que habían servido para el sonido del sistema, la vocecilla anhelante que gemía, con evidente pasión, Roge... Roge...

 
 

Supongo que pasará mucho tiempo antes de que se calmen las aguas. La demanda de Jeannette terminó en que Sex Factory Inc. tuvo que eliminar el fragmento y redistribuir los archivos .WAV entre los miles de usuarios en todo el planeta, además de cancelar a la afectada una sustanciosa cantidad de dinero. Eventualmente, Jeannette contrajo al cabo de unos años matrimonio con un escritor de segunda de Caracas, quien se encargó de escribir la autobiografía de mi ex, con lo que ésta terminó de sentirse satisfecha y no volvió a aparecer nunca más en mi vida.

Sospecho que, en el futuro, Sex Factory Inc. se encargará de construir dispositivos más completos y más sofisticados, que cubran todo el cuerpo y satisfagan las necesidades de los sadomasoquistas y otros gustos extraños, como en el principio lo hice yo con los sonidos del Real Sex Sounds 69.0, programita pionero de mi actual fortuna. Supongo que por haber concluido el trabajo, ya no he vuelto a escuchar más aquel eco, "Las computadoras dan para todo", pero indudablemente los pasos están dados y la tecnología sensorial ha dado un gran salto para la humanidad. Más temprano que tarde, el "sexo opuesto" será un concepto más de la informática. Por mi parte, al igual que por parte de Heny, lo único que nos liga a la empresa es el reporte mensual de ganancias.