Ricardo Iribarren

Últimos hombres

(De: al-Azif: Canto de insectos nocturnos)

Avanzada la noche, Abdul dirigió la pequeña nave con forma de mezquita hacia el descampado del planeta aún sin nombre. No necesitó la fórmula alfanumérica con la que se identificaba en las planillas de navegación: estaba prohibido usarla fuera de lo absolutamente necesario; según el Korán y el al-Azif, debía evitarse la muerte que producía la cifra. La nave se deslizó con facilidad, ya que el suelo del planeta era de tierra mezclada con partículas de metal muy finas. Fuera de la metrópolis, se formaban pistas de aterrizaje naturales, firmes y lisas.

Abdul maniobró y dirigió el visor hacia la ciudad. A aquella hora, sólo quedaban encendidos los faros ambarinos de los edificios más altos, irradiando hacia el cielo azul de la noche reflejos mortecinos, sin brillo. El propio sol del planeta emitía en sordina su brillo y su calor, como si en él toda luz perdiera su potencia.

La ciudad ocupaba las tres cuartas partes del planeta: alta tecnología, edificios colectivos, paredes plateadas, vacías, tanto dentro como fuera de las viviendas. Los habitantes, vestidos con prendas plateadas, ajustadas, se movían lentamente como hundidos en un extraño sopor y todos sin excepción mantenían la misma sonrisa pacífica, ausente. Por lo demás, el planeta era similar a la Tierra: una atmósfera respirable, con una cantidad muy elevada de metaloides, lo que daba al aire un leve olor a óxido.

Pasaron las horas; Abdul recorrió con la computadora de la nave los suburbios, el centro de la ciudad, el cordón industrial; algunos depósitos cerraban; los obreros, como autómatas dentro de sus uniformes plateados, iban de un lado al otro. Abdul siguió mirando las calles solitarias; su misión era encontrar algo diferente a aquella uniformidad.

Recordó al antropólogo virtual, confinado a las pantallas del sistema central de computadoras. Siempre vestido con el sayo negro y blanco, con su rostro tapado. Aquella mañana había volcado el informe pronunciándolo con su voz neutra: los habitantes del planeta disponían de una técnica importante que no era mantenida ni acrecentada; no había niños, poca población joven con escasos nacimientos. No se detectaban sistemas de creencias, o algo parecido a una religión.

Pocas veces el antropólogo era tan escueto y daba un informe basado en cosas negativas acerca de la población de un planeta. Cuando terminó, Abdul y los otros tripulantes se volvieron al anciano Shar'iah, arrodillado y sumergido en el rezo del Dhikr y del Shikr, pasando las cuentas de su rosario; volvió hacia ellos su rostro suave. Como siempre que debía pronunciarse sobre algo importante, se tomó tiempo antes de hablar.

—Según dicen los informes técnicos, la ciudad del planeta está asentada en una plancha de acero y cemento. Esto hace que las plantas de sus habitantes nunca tomen contacto con la tierra; ella no puede trasmitirle sus secretos. En cuanto a su lenguaje es muy complejo y recién estamos manejando sus principios básicos. Tienen un nombre, cuya traducción latina sería algo así como "Finisterre".

Taqlid había mirado con sus ojos brillantes la figura del antropólogo, mientras acariciaba el alfanje-láser.

—Si no tienen religión, maestro, podremos exhortarlos a que abracen el Islam y si se niegan, hacerles la Guerra Santa...

—¿Qué Guerra Santa, hermano?

—La Jihad, a la que se refiere el profeta cuando habla de aniquilar a los infieles —los ojos de Taqlid miraban con su brillo típico, apasionado y frío.

—En una Sura del Korán, el profeta llega a la puerta de Medina con sus tropas luego de haber salido triunfante de una larga batalla. Entonces arenga a sus soldados diciendo que acaban de llegar de la pequeña Guerra Santa y que ahora deberán enfrentarse a la Gran Guerra Santa, que es la decisiva, la que ocurre en cada uno de nosotros. Te pregunto entonces: ¿a qué Guerra Santa te refieres?

Taqlid hizo silencio y no contestó; apretó sus labios, de por sí muy finos, hasta casi hacerlos desaparecer: nunca se convencía cuando lo contradecían y custodiaba dentro de sí su pasión, llena de guerras sagradas y muertes de infieles. Ahora jugó nerviosamente con su alfanje-láser enfundado en su estuche trasparente: la hoja plateada era como la de un alfanje común de acero bruñido, pero interrumpida de tanto en tanto por vibraciones azules que lo recorrían con un suave zumbido.

—Volviendo al planeta —siguió el anciano— los hombres que lo habitan se encuentran en un profundo estado de vejez. Allah parece haberlos abandonado, retirando su enorme mano que los sostenía. Es un pueblo que está muriendo y no lo saben o no les importa.

—¿Qué haremos?, anciano —preguntó Abdul; el viejo suspiró antes de contestar.

—No lo tengo claro. Si los dejamos librados a su suerte estaremos obrando mal; debemos tener una idea más precisa de lo que ocurre entre ellos. Debemos saber si son los últimos hombres de los que habla el Nuevo Korán, aquellos que han dejado por completo la verdad fundamental de la vida, aquellos que viven en un delgado sueño que tiende a desvanecerse...

El hombre lo miró y le alcanzó la Caja de al-Hazred; Abdul la tomó, e hizo una reverencia.

—Tú irás. Ahora cumple con el ritual en el oratorio. Antes debes saber que mi cuenta del Dkhir se ha interrumpido en al-Hallaj... conoces la historia.

Abdul volvió a hacer una reverencia con la caja en las manos.

—Conozco la historia, pero quisiera que me la relates otra vez: la inspiración de los grandes maestros desde el fondo de la historia siempre nos sirve...

—En el año 70 de la Hégira, al-Hallaj y sus discípulos recorrieron una mañana las calles de Omán. El maestro estaba sumergido en el éxtasis y de pronto su voz retumbó en el silencio de la siesta: "¡Soy Allah!", exclamó jubiloso. En ese momento, los cielos profirieron relámpagos y la tierra tembló. "¡Soy Allah!", repitió al-Hallaj, y las aguas saltaron mezclándose con el fuego y reptando poderosas por el planeta. "¡Soy Allah!", volvió a repetir, y los hombres escucharon el eco de sus palabras; en toda la tierra saltaron, brincaron, se sacudieron como si fueran víctimas de un gran terremoto humano. Los guerreros que custodiaban el Libro, también lo escucharon. Quien los dirigía se acercó desenfundando su alfanje. Al-Hallaj no lo vio, sumergido como estaba en su visión del mundo desprovista de toda rigidez, con sus pies apoyados en el vacío sustancial que nos sostiene. Todo fue muy rápido: el Emir que llevaba el alfanje mayor, lo descargó sobre su cuello, y su cabeza se separó de su tronco. Aún hoy ella grita por las profundidades de la tierra y noche tras noche une con el cielo lo hondo del planeta...

—Sé que los discípulos de al-Hallaj estuvieron de acuerdo con su muerte por blasfemo, a pesar de seguir sus enseñanzas... —interrumpió Taqlid. A partir de allí los otros miembros de la tripulación intervinieron y se desató una feroz discusión doctrinal.

Abdul se apartó de ellos y fue hasta el oratorio Mesdjid el-Haram, réplica exacta del recinto del templo de la Kaaba. Allí se levantaba la réplica de la piedra negra y cúbica. Abdul revisó debajo de ella y sacó una pequeña caja roja. La abrió. Estaba llena de papiros escritos, algunos de ellos antiquísimos; los apartó y en el fondo, arrodillado y con la cabeza en el piso había una réplica del anciano Shar'iah de tres centímetros de altura. La tomó con dos dedos y la puso a la altura de sus ojos: el homúnculo tenía los ojos cerrados, murmuraba oraciones y temblaba suavemente. Abdul lo puso en su boca y sintió que agitaba sus brazos y sus piernas antes de tragarlo y bajar por su estómago.

 
 

El tripulante consultó al astrolabio: un instrumento con la forma tradicional que conectado a la nave principal disponía de un complicado sistema de computación. Ahora estableció la dirección en que quedaba la Meca, se quitó las sandalias, y se agachó tocando con su frente el suelo. Recitó la primera sura del Nuevo Korán.

—"En el nombre de Allah,
el clemente, el misericordioso,
Soberano en el día de la retribución
Él toma tu cabeza con ambas manos,
te mira a los ojos y dice:
"La noche se abre en la orilla del abismo.
Las puertas del infierno están cerradas.
Es tu riesgo atreverte a ellas.
Aquí están las llaves
ellas entran en la cerradura y serás satisfecho
Mi hijo al-Hazred entró por vez primera
y ahora lo rodean las brumas de la locura.
En el nombre de Allah,
el clemente, el misericordioso.
A ti es a quien adoramos,
de ti es de quien imploramos socorro
A través de los zumbidos de los insectos nocturnos,
dirígenos por el camino recto...".

Abdul repitió por tres veces la sura y se incorporó. Cada vez que la pronunciaba, recordaba "el espíritu de la pesadez", ese profundo cansancio y desaliento que solían invadirlo de vez en cuando. Sus fuerzas escapaban de él y a veces las veía en sueños o visiones como una larga cortina brillante que iba quedando sobre sus huellas y que lo vaciaba, como si perdiera la sangre. También el universo parecía drenado de colores y formas, y aun las cosas que consideraba más sagradas dejaban de tener sentido.

Se vistió como los habitantes del planeta: un mono ajustado, plateado y brillante; plegó el astrolabio y se dispuso a salir de la nave. Podría haber establecido la distancia a la que se encontraban los hombres, pero prefirió no hacerlo: y aguardar la sorpresa. De pronto se tropezó con una figura; llevaba el buzo plateado, ajustado a su cuerpo, pero estaba sucio; despedía un fuerte olor a transpiración mezclado con sangre. Su rostro implorante miró a Abdul. Dijo algo en el idioma del planeta. El navegante desplegó el astrolabio y puso en sus oídos un par de auriculares.

—...por favor, si no moriré de hambre...

El tripulante contestó a través del micrófono, para que al hombre le llegaran sus palabras medianamente traducidas.

—Estás sufriendo, hermano...

—Tengo hambre; mucha hambre. Necesito que me ayudes con comida o con dinero para comprarla...

Los ojos del hombre estaban a punto de saltar por el sufrimiento; Abdul recordó los apuntes sobre la economía del planeta: un socialismo rudimentario donde los bienes de producción estaban repartidos en pequeñas comunidades; los distribuía un gobierno central.

Abdul y el mendigo se miraron fijamente durante varios minutos.

—Tú no tienes hambre física —dijo finalmente Abdul—; tu hambre es de una naturaleza más profunda...

—Es posible, pero ahora el ansia del alimento me domina y habla a través de mi boca...

El hombre miró con ojos brillantes cómo Abdul sacaba de su bolsa varias monedas de circulación oficial en el planeta, se las alcanzó y el mendigo le dio la espalda con un gruñido de satisfacción, perdiéndose entre los arbustos que flanqueaban el sendero.

Abdul siguió caminando, pensando en el personaje que acababa de encontrar. De acuerdo con las informaciones de la computadora, nadie en el planeta parecía tener pasiones intensas; cumplían extraños rituales diarios, muchos de ellos complicados, pero no sabían qué significaban ni por qué lo hacían.

Alrededor de Abdul, a ambos lados del sendero, crecían arbustos de mediano tamaño. Se detuvo a ver sus hojas: tenían forma de mezquita, como las naves; pensó que aun en ese rincón perdido del universo, la propia naturaleza rendía culto a Allah a través de los símbolos del Islam. Era otoño en el planeta y muchas de las hojas de los árboles estaban amarillas y caían copiosamente a ambos lados del camino. Recordó una poesía de las que había aprendido en Bagdad, laboriosamente reconstruida en la nueva edificación de la ciudad. y conservada en una mezquita en Omán. La repitió en el idioma del profeta, como si las palabras fueran sanando una parte de su alma:

—Del cielo caen las hojas
del árbol caen los frutos
redondos, brillantes como soles,
mostrando cada uno
la faz del Bienaventurado.

Abdul no tuvo que caminar mucho para llegar a las primeras calles de la ciudad: en la entrada norte se levantaban monumentos gigantescos, algunos en forma de pirámide, y otros emulando extraños polígonos. Generaciones enteras habrían grabado aquellas leyendas en lenguaje desconocido, que iba desde signos ideográficos hasta una caligrafía apretada, engorrosa. Eran las primeras horas de la noche; dos hombres y una mujer, rubios, delgados, de pieles muy blancas, caminaban en dirección opuesta a la suya por el sendero. Se detuvieron a una seña de Abdul. Tomando sus auriculares, el astrolabio y ayudándose con gestos y señas, se hizo entender:

—¿Cuál es el significado de estos monumentos? —preguntó. Los habitantes del planeta contestaron modulando sus voces en un idioma extraño. La voz surgió del astrolabio.

—Alguien recibió en herencia estos monumentos, y alguien deberá cuidarlos. No sabemos para qué. No sabemos quién firmó el legado ni a quién lo hizo, pero debemos levantarnos diariamente y llegar aquí para lustrar estos mosaicos.

Abdul asintió con la cabeza, y saludó con un par de inclinaciones del cuerpo. Siguió caminando y reflexionó sobre las respuestas de la pareja: tenían la noción de trasmisión pero ignoraban de quién hacia quién. Sabían que los mosaicos debían limpiarse diariamente pero desconocían el significado profundo de sus gestos, de sus actos. De igual modo, el resto de sus vidas eran una ceremonia sin rito; un conjunto de gestos vacíos.

 
 

Llegó a los suburbios, donde se levantaba la zona industrial: aire con fuerte olor a hollín y metales; actividad que aumentaba por momentos. Abdul se juntó a un camión donde varios obreros se disponían a cargar y descargar; también ellos llevaban vestimentas plateadas, y se distinguían por usar calzado rojo y cuellos verdes. Miró con atención las figuras: cuando no clavaba en ellos la mirada, tenía la impresión de que había cierta deformidad, pero al indagarlos mejor, advertía que no era así, que sus cuerpos eran proporcionados, que todos se movían lentamente, y sonreían con la misma expresión ausente; sin embargo, un aire, un halo, algo indefinido que no podía registrar con los sentidos le producía un fuerte sentimiento de repugnancia.

Luego de andar un buen trecho, Abdul llegó hasta las primeras casas de la ciudad que se levantaban a ambos lados de una calle ancha, en cuyo centro se tendía un cantero con pérgolas y enredaderas. Las plantas estaban secas.

Un edificio alto se levantaba en medio de las casas bajas. Junto a él habían estacionado un vehículo rojo, con tres extremos que sostenían una lona. Abdul se acercó: al final de siete pisos vio una figura parada sobre una cornisa, pegada a la pared blanca con los brazos y las piernas abiertas, como a punto de saltar. Miró a los dos hombres que manejaban el sistema —una gran lona circular sostenida por soportes— a fin de amortiguar la posible caída del hombre. Uno de ellos llevaba algo parecido a un megáfono, que aumentaba la potencia de su voz. Abdul dirigió el astrolabio hacia él.

—Ahora puede saltar... hágalo...

El tripulante miró a su alrededor: por aquel lugar iban y venían personas que ni siquiera se detenían a curiosear lo que ocurría.

—¡Salte! ¡Es una orden..!

—¡Estoy desesperado..! —la voz del suicida apenas llegaba a ellos.

—¡Salte..!

Uno de los guardias lo apuntó con una pistola: Abdul dirigió rápidamente el astrolabio hacia ella: la computadora informó que no se trataba de un arma mortal; estaba cargada con proyectiles inofensivos; el único efecto al impactar era que el blanco perdiera estabilidad.

Dispararon; el suicida se tambaleó hacia un lado, hacia otro, y cayó. Lo hizo lentamente: la gravedad en el planeta era igual que en la Tierra, pero la cantidad de partículas de metal flotando en el aire disminuía la fuerza de caída de los cuerpos.

Su cuerpo golpeó y rebotó en la lona que habían preparado; lo bajaron hasta el piso: jadeaba y su rostro transpirado se deformaba por el sufrimiento. Abdul volvió a utilizar el astrolabio como traductor.

—Ella no me ama... no me ama y sólo me queda la muerte. Ustedes me han salvado, pero volveré a hacerlo.

Los guardias lo ataron; el hombre tembló e intentó seguir hablando, pero sus dientes se apretaron con fuerza y no salieron las palabras. Lo cargaron en el camión y arrancaron con rapidez.

 
 

Abdul estaba desconcertado: en el informe no se habían registrado cifras de suicidios; decidió consultar otra vez al antropólogo virtual y activó la combinación de teclas que debían mostrarlo, pero la pantalla devolvió tan sólo estática visual. Lo intentó por tres veces, pero el resultado fue el mismo. Se sentó en un muro al borde de un terraplén y pulsó la tecla roja que habilitaba su comunicación con la nave; la pantalla se encendió mostrando el rostro de Habib.

—Alabado sea Allah, el clemente, el misericordioso —dijo la voz desde la pantalla.

—Alabado sea, hermano. La función del antropólogo no está conectada. Necesito algunos datos adicionales. ¿Me pueden habilitar desde ahí?

—No es posible, teniente Abdul. Aquí la función del antropólogo también está desconectada. Hay técnicos trabajando para localizar la falla...

En la pantalla, el llamado Habib se detuvo un momento y se volvió escuchando el comentario que le hacían.

—Pregunta el anciano si ha descubierto algo.

—Hasta ahora no. Los habitantes del planeta parecen tener el corazón helado... pero hay algunos detalles que requieren explicación...

Se interrumpió: en la pantalla, detrás del rostro de Habib, vio el brillo azul de los alfanjes-láser. Algunas figuras se movieron hasta ubicarse en un semicírculo marcial.

—Estamos a la espera de solucionar el problema...

—Hermano, detrás tuyo...

Habib se volvió en el momento en que una de aquellas figuras se acercaba a él blandiendo una de sus armas. La imagen se deformó de pronto, la pantalla se llenó de líneas oblicuas y se apagó.

Abdul intentó volver a conectarse. Activó las pruebas del sistema: todo parecía funcionar correctamente, pero la comunicación con la nave estaba cortada. Antes de plegar el astrolabio descubrió que transpiraba y temblaba: quizá se tratara de frecuencias especiales que estuvieran en la atmósfera o en el aire del planeta y que no habían sido detectadas por los sensores; pero inventaba ese argumento para convencerse. Las figuras armadas detrás de Habib eran reales; debía admitir que algo siniestro había ocurrido en la nave. Sea como fuere, de no restablecerse la comunicación, debía acelerar el tiempo de su misión.

Entró a la ciudad y caminó por las calles rectas, cuidadosamente trazadas. Grupos cargando y descargando camiones; sombras de personas trabajando dentro de los establecimientos que llenaban los suburbios; ancianos trayendo y llevando muñecos de paño. Todos se movían lentamente, en silencio. Apenas hablaban entre ellos y lo hacían sin mirarse a los ojos, como si tuvieran vergüenza unos de otros. Abdul advirtió que en muchos casos las actividades no tenían un sentido evidente, como los obreros que cargaban un camión con bolsas y al terminar, las bajaban, las apilaban en la vereda y volvían a subirlas.

Al mediodía, Abdul había atravesado la ciudad, llegando a los límites opuestos al lugar por donde había entrado. Allí las viviendas eran más modestas: calculó que podría encontrar más rasgos de vida en ese sitio, y se detuvo frente a las casas bajas, con ladrillo a la vista. Mujeres barriendo minuciosamente las veredas; niños realizando juegos incomprensibles; ancianos sentados frente a las puertas de sus casas, bebiendo sustancias extrañas; todos con la misma sonrisa sin sentido.

Se detuvo y volvió a intentar el contacto con la nave: el astrolabio tenía ciertos atajos por los cuales podría acceder a centros que no estaban habilitados. Bastaba con introducir las claves adecuadas. Los puentes laterales, el casco, las cabinas de los oficiales. Eran diez claves privadas que había memorizado. Al probar con el ala lateral, surgió un cartel fijo previsto para posibles comunicaciones. Sobre un alfanje cruzado por un rayo azul, se leía en letras rojas, Allah es Allah; Mohamed y al-Hazred, sus profetas. Aquello era una señal clara de que en la nave se había producido una asonada. Era la segunda desde su despegue de la Tierra; la anterior había sido protagonizada por Taqlid, y estaba seguro de su participación en ésta. La primera rebelión arrojó dos muertos, pero Taqlid no fue procesado: según la ley impuesta por el Nuevo Korán, estaba en uso de sus fueros espaciales; no era posible levantarle cargos, y mucho menos juzgarlo, hasta que no llegara a la Tierra.

Preocupado, Abdul levantó la vista: de espaldas a él una figura diferente a los habitantes del planeta cruzó la calle y se perdió en un sendero lateral: era una mujer que no llevaba el mono plateado, sino que vestía un largo sayo, y su cabeza estaba cubierta como en el Islam.

El hombre corrió hacia ella y cruzó la calle en dos zancadas: en aquel lugar, el barrio humilde se bifurcaba y se perdía en medio de calles circulares, donde casillas abigarradas crecían sin orden, sin continuidad. Caminó entre ellas: los habitantes que surgían frente a él mostraban invariablemente sus buzos plateados. Algunos de ellos deshilachados, sucios, pero nadie llevaba una prenda diferente.

Intentó hablar con algunos; ajustó el astrolabio, y lo dirigió a tres mujeres que hablaban entre ellas.

—¿Han visto a una mujer vestida diferente?

Hablaron entre ellas. Se miraron, y a su vez lo interrogaron. Preguntaban qué quería decir con eso de que "vestida diferente". De esta pregunta y de lo que conversaban entre ellas, Abdul concluyó que el concepto no entraba en sus registros.

—Una mujer desconocida, alguien que no sea de aquí.

En términos aproximados el astrolabio tradujo al oído de Abdul lo que decía la mujer de ojos claros.

—Una mujer desconocida no. Un hombre desconocido, sí.

—¿Y dónde está ese hombre?

—Es usted.

Abdul asintió, agradeció y saludó a la manera islámica, mientras las mujeres seguían mirándolo en silencio sin mostrar señales de asombro. Al alejarse, Abdul sintió que allí estaba la clave: aquel pueblo era incapaz de sentir asombro, de emocionarse por algo.

Siguió buscando inútilmente rastros de la mujer que acababa de ver. El barrio humilde se tendía a lo largo de un arroyo flanqueado de sauces cuyas ramas caían sin fuerzas sobre las aguas estancadas. En esa zona las casas eran cada vez más raras y sólo de vez en cuando Abdul cruzaba a algún habitante del planeta. Cerca del mediodía advirtió que estaba perdido y recurrió al mapa que llevaba en la máquina: las sucesivas pantallas mostraron partes de la ciudad, hasta descubrirse a sí mismo como un cursor brillante: estaba a pocos pasos de una base militar. Desde la nave habían descubierto que el lugar carecía casi de ejército; tenían gran cantidad de armas, pero obsoletas y fuera de servicio. El robot de la nave recorrió largas barracas y su cámara mostró lo que fueran armas poderosas ahora oxidándose lentamente.

Abdul decidió entrar; el centinela en la puerta le preguntó si tenía autorización; él asintió y el soldado le flanqueó el paso con una reverencia.

Adentro caminó por las instalaciones casi desiertas. Un grupo de hombres dirigidos por quien parecía ser un oficial —charreteras verdes sobre su mono plateado— corrían unos metros y volvían sobre sus pasos, una y otra vez; todos siempre con la sonrisa perpetua y la mirada ausente, sin advertir su presencia.

Abdul estaba por salir cuando sintió en sus huesos una explosión en sordina que llegó del norte de la ciudad. Los edificios militares se sacudieron y vibraron; la tierra debajo de sus pies se agitó como quejándose; el sonido pareció provenir de abajo, pero Abdul sabía que llegaba desde el cielo: conocía los llamados "explosivos sagrados intimidatorios": su onda expansiva sacudía todo, edificios, vehículos, sin destruir nada. Era una advertencia. Escuchó el sonido de una bengala, y segundos después varias luces se desplegaron en el cielo del mediodía. Lentamente se formaron las palabras y la frase Allah es Allah; Mohamed y al-Hazred sus profetas. Debajo vio las letras cuneiformes, que mostraban lo que sería la traducción al idioma del planeta.

Abdul miró a su alrededor: dos centinelas apenas habían levantado la cabeza sin moverse de sus puestos; un hombre se había detenido a pocos pasos de él: como todos los militares su cuello era blanco y negro para distinguirlo y su calzado gris. Desde donde estaba, Abdul pudo ver las transformaciones de su rostro: se borró la sonrisa beatífica; sus labios se engrosaron y su cara se deformó en una mueca. Tenía la nariz recta, como casi todos, pero el miedo la aplastó contra su rostro, dándole una expresión que a Abdul le pareció familiar. Cuando el hombre gritó supo a quién le recordaba.

—¡Nos atacan! ¡Nos atacan..! —su expresión aterrorizada era igual a la del mendigo que lo había abordado horas atrás y a la del suicida que acababa de ver. Era la tercera vez que veía a alguien del planeta sometido a una pasión: el hambre, el miedo, la desesperación y sus rostros cambiaban; se deformaban, se afeaban, pero al menos dejaban esas expresiones neutras, indiferentes, muertas.

—¡Vamos a morir! ¡Vamos a morir..!

Abdul se sintió tentado de intervenir, de hablarle, pero se contuvo: un artículo de la ley interestelar establecía que no debían intervenir salvo que fuera estrictamente necesario. Más allá, el hombre había caído, poseído por el miedo, y se retorcía arrojando espuma por la boca. De vez en cuando interrumpía sus gritos inarticulados.

—¡Nos van a matar! ¡...A matar!

Miraba a su alrededor sin ver, con los ojos perdidos, hasta que cuatro soldados sonrientes, con paso marcial, llegaron desde adentro del cuartel, lo tomaron de los brazos y lo llevaron con ellos.

Abdul miró un instante más las letras que cambiaban lentamente del rojo al verde y al amarillo, y volvían nuevamente al rojo. Aquello quería decir que la conducción de la nave central había tomado medidas independientemente de su decisión. La explosión había sido de advertencia; se trataba de cargas que alertaban de un futuro ataque. La leyenda, en árabe y en el idioma del país era un llamado a la conversión del planeta al Islamismo. De no producirse, se libraría la Jihad, con la destrucción completa de aquel lugar.

Al tomar nuevamente el astrolabio, Abdul advirtió que sus dedos temblaban; intentó desesperadamente conectarse a los circuitos de la nave, pero sólo respondió la estática y la descarga visual.

Salió con rapidez de aquel lugar: debía volver a la nave central. Caminó con rapidez, volvió a atravesar los suburbios y al salir al campo sintió hambre y cansancio, pero no se detuvo.

Al llegar a la zona de los templos se desorientó; se detuvo y volvió a encender el astrolabio orientándolo hacia los puntos cardinales. el aparato mostró las pantallas de los mapas y se interrumpió casi enseguida con un parpadeo: una leyenda advirtió que al no recibir ni señales ni energía de la nave central, no podía cumplir con sus funciones orientadoras. Desalentado, Abdul se sentó en una piedra: estaba a punto de ser vencido por el cansancio, por esa fuga súbita de fuerzas que le quitaba todo interés por las cosas. Estaba rodeado de pequeñas mastabas —quizá monumentos funerarios— que apenas se levantaban de la tierra, y que formaban un extraño laberinto que interrumpía el espacio verde.

Pensó en Taqlid: no sabía hasta dónde podía llegar su locura. De seguir la legislación sobre la Jihad, debían elegirse primero objetivos militares, luego barrios enteros de civiles. A su vez los mensajes llamando a la conversión debían ser cada vez más claros y contundentes, y si no se acataban, la respuesta debía ser la destrucción total.

 
 

Abdul se sentó en una de aquellas mastabas: estaba cansado, hambriento, transpirado. Se levantó a los pocos minutos y tomó por un camino lateral; de pronto salió del laberinto: caminaba por un sendero donde las edificaciones se espaciaban y la vegetación era más espesa. Después de varios minutos de marcha llegó a una enorme laguna rodeada por árboles. Salió a la orilla, y a pocos metros vio la figura femenina, con sus vestimentas árabes: tenía los pies hundidos en el agua y miraba frente a sí con expresión perdida.

Levantó la cabeza cuando Abdul estuvo junto a ella. Lo miró fijamente, con sus ojos oscuros, grandes, maquillados con Khol en todo su contorno; dejó caer el velo, mostrando una boca de labios gruesos. A su lado estaban apiladas varias piezas de algo que parecía pan blanco. Abdul vio un aire familiar en su rostro. En medio de su cansancio y su hambre, la miró fijamente.

—¿Quién eres?

—Mi nombre es Tariqah, pero me conocen como el antropólogo virtual.

—¿Quiere decir que..?

—Que salí de la computadora con mi propio cuerpo. Es decir, las fuerzas que me constituyen pueden unirse, impedir el paso de la luz y formar un cuerpo sólido y opaco.

La mujer se levantó: era joven y vestía un largo sayo, negro y blanco. Estaba descalza y en los dedos de sus pies tenía anillos; uno de ellos de oro, con brillantes. Abdul se sintió pequeño ante la ella. Se acercó a él y acarició la cara: su mano era tibia, suave..

—Hace tiempo que te observo; que veo tus ojos mansos y buenos a través de la pantalla. No soy un robot o un fantasma. Quienes me crearon lo hicieron completamente; tengo vagina, útero y puedo quedar embarazada como toda mujer...

Antes de seguir hablando, miró fijamente los ojos de Abdul.

—Tengo mucho que hablarte sobre el planeta, sobre lo que ocurre en la nave... pero estás desfalleciendo de hambre. Primero debes comer.

—No hay tiempo. Habrás visto recién el anuncio en el cielo... —ella asintió con la cabeza.

—Es muy cierto: "Allah es Allah; Mohamed y al-Hazred sus profetas". No diría que sus únicos profetas, sino el primero y el último de todos. Él ha brindado su tradición a su yerno Alí, quien fue el primer Imam, hasta llegar al duodécimo...

—El que permanece oculto.

La chica tomó una de las piezas de pan, se arrodilló junto a Abdul y se la ofreció.

—Come: son frutos del planeta, muy nutritivos. Ellos repondrán tus fuerzas.

Abdul obedeció; tomó una de aquellas piezas, y la probó: tenía un delicioso sabor agridulce; desde el primer bocado sintió que la fuerza volvía a sus miembros, y una confianza súbita reemplazó su desaliento.

Mientras comía, la mujer siguió mirándolo con sus grandes ojos negros, pendiente de sus gestos.

—Tu nombre es Abdul —dijo.

—Así es. Mis padres me lo pusieron por Abdul al-Hazred, el nuevo profeta que rehízo las escrituras en el 2003.

Tariqah asintió con su cabeza.

—Hay quienes dicen que él es el duodécimo imán...

—No es posible saberlo... los imanes mueren siempre envenenados o de forma violenta, y que yo sepa al-Hazred está aún vivo en alguna parte del planeta.

La mujer se incorporó; descubrió su cabeza y sus largos cabellos negros cayeron sobre sus hombros. Abdul dejó de comer por un momento: aquello era impropio en una mujer, pero ella era el antropólogo virtual, una función de la computadora; no podía exigirle lo mismo que a una mujer de carne y hueso. Además estaban en un planeta desconocido esperando un ataque en cualquier momento, y aquello quitaba importancia a las costumbres habituales.

Ella esperó que Abdul comiera la tercer fruta de aquel árbol y se aflojó las ropas. Sus ojos negros tenían una extraña fascinación y el hombre se sentía pendiente de ellos. La mujer, con rápidos gestos, se quitó los sayos que la cubrían, pero no quedó desnuda: la primera impresión del hombre fue que llevaba un vestido brillante, pero la luz, que destellaba bajo el sol, surgía de su cuerpo.

—Las mujeres islámicas estamos cubiertas de velos desde que nacemos, porque nuestra desnudez es sagrada y no puede ser vista por cualquiera; los velos ocultan el misterio, y al ocultarlo lo expresan...

Tariqah se movía alrededor de la orilla; de vez en cuando sus pies desnudos entraban en el agua y volvían a salir: al contacto con ellos, el líquido parecía llenarse de volutas también brillantes que se esparcían por el pasto que rodeaba la laguna. Los movimientos tenían sentido, formando una extraña danza.

A veces el velo se adelgazaba hasta ser una tenue túnica; por momentos se diluía en chispas y cuando estaba por mostrar su desnudez, surgían de su vientre y sus pechos tentáculos luminosos que volvían a ocultarla. Lo único que quedaba libre eran sus manos y pies desnudos, agitándose a un lado y al otro. Finalmente se detuvo y volvió a mirar a Abdul con sus enormes ojos.

—"Ni tú ni yo resolveremos el misterio de mi cuerpo; ni tú ni yo leeremos la escritura secreta trazada en mi piel; ambos nos amaremos sin saber qué oculta el velo, pero cuando el velo caiga ya no seremos tú y yo".

La tarde avanzaba; pájaros extraños de los colores más variados, volaron sobre la laguna. Abdul miró a su alrededor: los árboles otoñales crecían firmes, con troncos enhiestos, la hierba en el camino era verde, lustrosa. A pesar de su inquietud, de su preocupación por lo que estaría ocurriendo en la nave, Abdul sintió una extraña paz junto a la muchacha, que empezó a bailar. Por un lado pensó en tomar una segunda esposa; por el otro sabía que no podía ser: aquello que se presentaba como una mujer deseable, era un robot, el juego virtual de una computadora.

—En el planeta es otoño, la época en que la vida se vuelve y corre por adentro, mientras lo exterior parece morir. En el planeta hay arroyos que bajan por las montañas y se dirigen al fondo de la tierra. Desde allí un sol verde ilumina a los habitantes, los impregna, los protege. Hay quienes trabajan en las minas extrayendo metales preciosos que nadie va a usar. Hay quienes elaboran un vino delicioso que nadie bebe. Hay en el planeta mujeres muy bellas a las que nadie goza y cuyos vientres permanecen vacíos... Para completar mi trabajo de antropólogo tuve que salir de la computadora y venir aquí, a vivir la vida del planeta. Fátima, la hija del profeta y la esposa de Alí, de quien tengo la memoria y el conocimiento, enseña que todo lo que vive es muslim y mumin; que todo lo que vive rinde culto a Allah. Los hombres del planeta están perdiendo su vida, están perdiendo el sentido de las cosas. Son los últimos hombres, pero los últimos hombres no mueren; llegan a rozar la muerte y cuando parece que se van a hundir en ella vuelven una y otra vez.

Hubo silencio. La chica dejó de bailar y se sentó junto a él. A lo lejos, Abdul vio una fila de hombres y mujeres que llevaban en sus cabezas recipientes parecidos a canastas.

—Recién citaste a Khayyâm; hay un velo que te está cubriendo, en caso de caer dejaríamos de ser tú y yo.

Ella asintió con la cabeza. Sus labios estaban entreabiertos mientras lo miraba fijamente.

—¿Y cómo puedo hacer para que caiga tu velo?

—Debes decidirlo. Debes perder tus miedos, tus vacilaciones. Soy una hurí preparada para ti.

—¿Una hurí? ¿Es que he muerto y fui al paraíso?

—De algún modo, sí. Estás en un planeta distinto, lejos de tu hogar sujeto a cosas nuevas. Has muerto y yo soy tu paraíso. Soy virgen para ti, y cuando termines conmigo recuperaré mi virginidad.

—Bien, decido que te quites el velo.

Ella volvió a incorporarse. Apenas sacudió su cuerpo y la luz tomó consistencia líquida escurriéndose por su piel, hasta mostrarla desnuda por completo. Abdul lanzó una exclamación: era muy hermosa; dejó de pensar que se trataba de un robot o algo así, y se acercó a ella. Al rato se abrazaron sobre el césped junto a la laguna. Tariqah sabía trucos amatorios y gozaba entre sus brazos. Posturas, caricias en zonas inesperadas, palabras apenas murmuradas, gemidos cantarinos: sabía cómo hacer sentir poderoso a Abdul, y a pesar de su experiencia, era virgen.

Se unieron desesperadamente. Abdul sentía que la cercanía de la destrucción, la lejanía de su hogar de las cosas cotidianas y sagradas, aumentaba su deseo, su necesidad de ser amado. Finalmente quedaron acostados, adormilados, uno junto al otro. Abdul estaba a punto de dormirse cuando lo despertó otra explosión: esta vez llegaba desde el sur, y en el cielo violeta del atardecer vio otra vez la bengala y las letras: Allah es Allah; Mohamed y al-Hazred sus profetas. Miró a la joven. Estaba desnuda, boca arriba, profundamente dormida a pesar del ruido. Su piel parecía trasparente y Abdul no resistió la tentación de tocar su vientre. Apenas lo hizo, su carne vibró desde un poco más arriba del ombligo hasta cerca del pubis: su piel cayó mostrando en esa zona una pantalla de cristal líquido. Murmuró algo sin despertar.

La pantalla se encendió de pronto y Abdul la miró con atención: figuras borrosas se delinearon y poco a poco fueron cobrando nitidez. Vio al anciano, sentado en una silla curul; según el árabe loco al-Hazred, aquello era una señal de degradación para quien detentara un cargo de importancia. Desde el vientre de la chica llegó un suave murmullo que se transformó en sonidos modulados. Reconoció la voz de Taqlid.

—...hay una sola forma de entender la Guerra Santa: hacerla a todos aquellos que no quieran someterse al Sagrado Islam; deberán sufrir la ordalía de las armas. Nuestros guerreros que mueran irán de inmediato al paraíso islámico; a nuestros enemigos sólo les esperan los braseros del infierno...

Taqlid hablaba a la tripulación, y esas palabras eran una suerte de oración.

—Estos hombres son débiles porque nunca conocieron el Islam. Nosotros se lo hemos enviado en forma de claras señales en el cielo. Les hemos dicho en su idioma y en la sagrada lengua de los profetas, la verdad que fundamenta nuestra civilización. Ahora de ellos dependerá elegir. Ya pueden hacerlo, tienen aparatos de radio por los que trasmiten música decadente y palabras vacías, tomadas de sus doctrinas sin sustancia. Saben de dónde ha llegado la explosión sorda, y pueden contestar a lo que les decimos pero hasta ahora no lo han hecho. Eso indica que están despreciando el mensaje que les enviamos...

—Taqlid, queremos saber qué ocurre con Abdul —preguntó alguien.

—Según nuestros informes, el hermano Abdul se ha unido a ellos. Pertenece a ese mundo y se niega a que la sagrada doctrina del Korán se inmortalice entre esos hombres...

Una estática interrumpió la transmisión. Tariqah había despertado y se sentaba mientras lo miraba sonriendo.

—Era lo que me temía —dijo Abdul—. Taqlid y sus hombres tomaron el control de la nave. Me declararon traidor y supongo que no tardarán en destruir el planeta.

La mujer lo miró sonriendo mientras negaba con la cabeza.

—Lo planean para la próxima madrugada, pero no podrán hacerlo aunque quieran: el planeta tiene vida, no está muriendo. Sus habitantes también, aunque no todos. Siempre ocurre que la vida de la tierra se trasmite a unos pocos. Cuando recién llegaste con tu nave, viste a un mendigo que te suplicó; luego a alguien desesperado por amor, y en el centro militar a alguien que tuvo un ataque de pánico.

Abdul asintió.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Esos hombres están mucho más vivos que los otros. Ellos tienen pasiones y las pasiones salvan de la muerte...

Tariqah se arrodilló junto a él y pasó sus brazos por su cuello. Despedía aroma a nardos; Abdul se estremeció al sentir el roce de sus pechos.

—Tengo un plan para salvar al planeta. Sólo podremos hacerlo si despertamos a sus líderes, a los hombres que en realidad se encuentran vivos.

—¿Despertarlos?

—Sí, con las mujeres y con el vino. Yo puedo generar hasta tres imágenes mías, diferentes todas, y con ellas organizar una orgía. Las mujeres del planeta deberán por su parte ejercitar artes amatorias que acabo de enseñarles. Beberán el vino para despertar las cabalgaduras de sus cuerpos...

—El Nuevo Korán prohíbe la vida licenciosa y el consumo de vino. Ambas cosas sólo podrán hacerse en el paraíso.

—Ambas cosas pueden hacerlas los santos.

—¿Qué quieres decir?

—Tú eres un santo. Te lo digo con mi sabiduría de Fátima, la hija del profeta. Tú eres el santo y podrás no sólo beber vino y tener las concubinas que quieras, sino decidir quiénes de los que te rodean pueden participar de ello.

Ambos callaron. La tarde avanzaba en el planeta, y Abdul pensó en Taqlid y sus hombres, en la posibilidad de la muerte. Las manos de Tariqah acariciaron su cuello; cerró los ojos y sintió una extraña e intensa ternura por primera vez en su vida.

—Estás en un mundo desconocido, con la muerte que puede llegar en cualquier momento como una gota de rocío desde el cielo; eso lleva a unir los cuerpos y las almas, a nutrirse de vida para adorar a Allah...

Ella siguió hablando y Abdul sintió sus palabras como un chorro caliente derramándose por sus vísceras; supo que ella tenía razón, que en aquel planeta la redención pasaba por la orgía sagrada y por beber el vino surgido de esa tierra.

—"...juro por la noche cuando extiende su velo...", dice el profeta... la noche debe ser el momento; la noche de la Égida, la noche sin principio ni fin, la noche que vela todo. En la madrugada, la tripulación de la nave recibirá una señal por la cual este pueblo es muslim y mummid, es decir, practicará lo impuesto por el Islam con una fe interior profunda y sincera...

—Ellos nunca conocieron al profeta. Sería necesario una campaña de difusión del Islam...

—De eso ya se encargó Taqlid; él difundió la verdad básica del Islam en el cielo del planeta.

Ella se levantó, cubriéndose nuevamente con el sayo. Abdul sintió celos anticipados al pensar que se acostaría con gente del planeta.

—No debes preocuparte, amado. Soy una flor y nací para adornarte y perfumarte sólo a ti.

—¿Sabías lo que estaba pensando?

—Soy como un vino muy fino, que penetra por tu sangre y adivina tus pensamientos... Vamos a buscar a los líderes del planeta.

Abdul la siguió; ella caminó con facilidad, pisando el pedregullo metalizado del planeta. Abdul lanzó una exclamación de alivio al ver la nave detenida en un descampado. Subió con rapidez, seguido por la mujer.

—La computadora de la nave está funcionando. Si hay algún problema yo puedo filtrarme en sus circuitos y repararlo. Es necesario que veas a través de ella a los líderes. No conviene que por el momento te comuniques con la nave central...

Abdul estaba lleno de dudas, aunque quería creer en lo que decía la muchacha. Encendió la computadora y activó los controles. Al rato, en la pantalla se dibujó un paisaje del planeta: un bosque de coníferas azules; el lente de la cámara remota avanzó entre los árboles hasta llegar a una figura con el mono plateado sucio y roto.

—Es el mendigo que crucé cuando bajé de la nave.

Tariqah asintió con la cabeza y marcó el lugar donde se encontraba el hombre. A continuación siguió buscando. Abdul reconoció la planta militar donde había estado, vio la cámara recorriendo los pasillos, hasta llegar a una barraca oscura. Allí dormía un soldado.

—Es el hombre que gritó de miedo esta tarde.

Tariqah volvió a marcar el lugar.

Con el monitor, llegaron a un hospital: lo reconoció por las camas ordenadas y los enfermos inmóviles. Se detuvieron en uno de ellos.

—Es el suicida enamorado...

—Correcto. Son tres personas que viven más intensamente que los otros. Cualquier cambio en ellos afectará a todos los demás habitantes del planeta.

Tariqah ajustó la consola de sonidos hasta lograr una melodía tocada por instrumentos de cuerda. Ella tomó un micrófono y cantó con voz aguda, modulada.

Al terminar, volvió a pasar la película donde estaban los hombres acostados. Los tres se habían levantado; un primer plano de sus caras mostró en sus ojos un brillo extraño; miraban a su alrededor como buscando algo.

—Escucharon mi voz —explicó Tariqah—. El lugar de encuentro es en la viña, detrás de una cantera abandonada. Debemos ir allí. Ahora, te invito a hacer la Kebla conmigo...

Ambos se inclinaron dirección a la Meca, hasta tocar el piso con sus frentes.

—"En el nombre de Allah, el clemente, el misericordioso...".

Al terminar, mientras Tariqah murmuraba Dikhr, Abdul fue a lavarse y cambiarse de traje: un robot echó jabón seco sobre su cuerpo y lo cepilló. Una mano mecánica lavó y peinó cuidadosamente sus cabellos. Luego vistió un sayo blanco y unas sandalias negras. Al salir, Tariqah había terminado sus oraciones y miraba frente a sí con la mirada perdida. Abdul se acercó a ella y acarició sus cabellos.

—¿No hay noticias de la nave? —preguntó. Ella negó con la cabeza—. Si Taqlid está al mando, habrá activado el robot censor y podrán registrar cualquier pecado, entre ellos el consumo de vino y la unión sexual...

Tariqah sonrió.

—No te preocupes. Soy una experta con los velos. La noche nos protegerá. La noche oscura es saludada por el profeta; la noche oculta y a la vez revela a quienes sepamos leer su mensaje de negrura. Además, tu nave tiene toda la energía...

—Sí.

—Bien, la vamos a necesitar. El mensaje de que el pueblo ha iniciado el camino del muslim debe estar en la tierra, en el aire, en el sol. El sol de este planeta ha sido plegado como un turbante, y el cielo está contenido, de modo que deberemos abrir una brecha para que estalle la luz, y a la vez, desplegar el sol...

—¿Desplegar el sol?

—Sí, en la sura ochenta y uno se menciona el sol plegado como señal del fin de los tiempos y del mundo; nosotros desplegaremos el sol como signo de un nuevo comienzo. La luz deberá caer sobre el planeta e inundarlo todo.

Tariqah se levantó y se acercó al astrolabio. Se quitó sus ropas y otra vez el velo de luz recorrió el contorno de su cuerpo. Apoyó su mano en la pantalla del aparato y un rumor de energía se trasmitió desde ella hacia la pantalla. Volvieron a aparecer los tres hombres: el mendigo, el suicida y el soldado.

—Están en distintos puntos del planeta; no tendrán tiempo de llegar por sí mismos. Es necesario usar una parte de la energía de la nave en traerlos...

—¿Teleportación? Es una nave pequeña, el manual no dice nada de todo esto...

Ella sonrió y acarició su cara.

—Yo soy un personaje virtual: vivo entre los circuitos del sistema, de modo que puedes confiar en lo que te digo...

Tariqah abrió con sus manos un armario que permanecía cerrado y sacó de él varios dispositivos. Ajustó rápidamente la pantalla, introdujo ciertos parámetros y dos linternas lanzaron al centro de la habitación chorros de luz blanca. Introdujo los datos individuales de cada una de las personas que quería traer. Pasaron varios minutos, hasta que en el centro de la pieza se formó el mendigo, con sus cabellos canosos, enrulados, hirsutos. Miró a todas partes, asustado y sorprendido. Casi enseguida llegaron junto a él el militar temeroso y el suicida. Tariqah se acercó y les habló a través del astrolabio.

—El miedo es bueno, hermanos, el miedo anticipa los grandes cambios; pero ahora los exhorto a que dejéis de temer. Proyectaré tres imágenes mías para brindarles caricias... Si nunca tuvieron una orgía sagrada, es tiempo de que la vivan.

Donde se produjeran las teleportaciones, apareció primero una imagen femenina, vestida con gasas y tules; se podía advertir con claridad su cuerpo sugerente. Despedía un intenso perfume a pachulí. Bailó alrededor de los tres hombres, abrazando a uno y a otro. Llegaron rápidamente una segunda y una tercera. Abdul advirtió que no eran parecidas a Tariqah, quien le sonrió cómplice.

—Eso es para que veas que te pertenezco exclusivamente... Ahora cortaré el vínculo entre sus conciencias y la mía. Ellas serán responsables de sus actos, de su privacidad, responsables por completo.

Tariqah encendió la computadora de la nave y dividió en dos la pantalla del monitor: una mitad mostraba los lugares donde debían ir y en la otra los mapas.

—Aquí hay un espacio natural entre dos montañas. La bodega está detrás; estas plantas pertenecen a la viña. Ellos beberán toda la noche de este vino, muy fresco, que además de embriagar eleva el espíritu. En tanto nosotros nos ocuparemos del despliegue del sol y de la hendidura del cielo. Serán señales más que suficientes para la nave central. Debemos apurarnos.

—¿Señales suficientes?: Taqlid es un fanático y se empecinó en destruir el planeta. A pesar de brindarle señales, él las puede interpretar en el sentido opuesto que tienen.

Tariqah no dejaba de sonreír.

—Eso ocurriría de no haber avisado yo al comando central en la tierra y al Gobierno Mundial Panislámico. En este momento deben estar recibiendo mi mensaje que contiene una filmación sobre todo lo que ocurrió en la nave. Taqlid no podrá negarse a una orden llegada de sus jefes...

Abdul la miró asombrado. Más allá, cada una de las mujeres hablaba fluidamente con los hombres. Estaban cerca unos de otros; las bocas se unían casi recogiendo el aliento. Los hombres estaban emocionados y sus rostros reían al encontrarse quizá por primera vez en su vida frente a mujeres tan hermosas.

—Me hablaste de hendir el cielo y desplegar el sol... ¿Cómo podremos hacerlo?

—Eso es fácil; se trata de aplicar principios físicos. Lo difícil es lograr esto que ves: generar la pasión en este pueblo, tan falto de vida. Piensa que el Islam se encuentra en cualquier forma de vida que crece, que se desarrolla y ellos están empezando a vivir —señaló a los hombres que reían y besaban a las mujeres—. El planeta no lo sabe, pero son sus líderes; si ellos viven, el resto vivirá...

Abdul acarició el rostro de Tariqah y ella devolvió la caricia...

—Te amo... debemos unirnos, unirnos íntimamente.

Abdul la besó en los labios y sus manos buscaron sus pechos; ella lo apartó con suavidad.

—Sí, quiero ser tuya. Estoy programada para ser madre, para darte hijos, pero antes quiero ser tuya de otro modo...

Tariqah miró a las mujeres y a los hombres: estaban bastante más allá hablando íntimamente unos con otros. Se quitó el sayo y descubrió sus pechos.

—Pasa tus manos por ellos y apriétalos fuerte, desde la raíz hasta el pezón, como si recogieras algo...

Abdul obedeció. La mujer cerró los ojos, y mientras la acariciaba ella pasó los dedos por sus cabellos. En la tercer caricia, al llegar al pecho derecho, Abdul sintió en esa mano algo que se movía; la abrió: era una réplica de la chica, totalmente desnuda y arrodillada con la cabeza en el suelo.

—Soy yo misma haciendo la Kebla.

—Deberé tragarla...

—...como es la práctica impuesta por al-Hazred.

Abdul obedeció y metió en su boca la pequeña figura. La paseó por su lengua: el cuerpo diminuto despedía un fuerte olor a albahaca. Lo tragó y sintió por su esófago una enorme sensación de suavidad. Al relajarse, advirtió cuán ansioso y tenso lo tenía todo aquello; la reproducción de la joven dentro suyo lo invitaba a abandonarse en un absoluto que emergía de su garganta, llenándolo de un sabor blando y dulce.

—Vamos —la voz de Tariqah lo guiaba—, debemos llevar las parejas hasta la viña. Deberás hablarles. Necesitan la voz de un hombre.

Abdul se acercó a ellos y miró a la chica sin saber qué decir. Ella lo animó con la mirada.

—Hermanos en la fe: hoy vuestras venas se llenarán del buen vino que las colmará de vida. Volverán a hacerlo la noche en que lleguen al paraíso a contemplar la faz de Allah. Hoy conocerán las dulzuras femeninas; junto con el vino beberán de estos labios hechos para ser besados y cuando el sol desplegado vuelva a brillar en vuestro planeta, estarán embriagados de placeres, mientras la hendedura del cielo arroje chorros de luz...

Abdul dejó a las parejas en la parte central de la nave, y acompañado de Tariqah se sentó en la consola de mando; marcó el rumbo en dirección a la bodega, ubicada al este. El vehículo despegó lenta y perezosamente; en pocos segundos se movió con rapidez.

—Bajemos lo necesario para que las parejas desciendan —dijo Tariqah—; a continuación necesitaremos toda la energía de la nave para hendir el cielo y plegar el sol...

Abdul sintió un calor intenso en su vientre; subió lentamente por sus venas; y pareció que a su alrededor todo se deslizaba con facilidad y rapidez, como si acabara de beber vino.

—El cielo en la parte sur del planeta está formado por cúmulos gruesos de nubes. El láser de la nave puede perforarlas trazando en ellas un enorme canal. El cielo que se hiende: señal del fin de los tiempos y también del principio de una era...

La nave con forma de mezquita se alzó, y pudieron ver debajo suyo las luces titilantes. Abdul sintió que la ciudad era un enorme animal desplazándose lentamente, acechando, dispuesto a saltar y hacer el amor con una hembra de su especie. Sintió los brazos de Tariqah, abrazada a su hombro mientras él manejaba los controles. La muchacha olía a hierbas.

—Estamos sobre la bodega —dijo de pronto—, dirige el rayo de teleportación.

Abdul obedeció, mientras la chica ordenaba a las parejas para que se pusieran en posición de ser trasladadas. La pantalla del visor trasmitió a Abdul la imagen del lugar: un jardín con canteros donde crecían flores extrañas, rodeado de árboles, con un arroyo y un lago cristalinos. En pocos minutos los tres habitantes del planeta y las tres réplicas de Tariqah llegaron al lugar. Siempre a través de la pantalla los vieron inclinarse sobre un tonel hundido en la tierra y beber vino con sus labios. Lo fueron haciendo de a uno, hasta que de pronto los llenó la alegría y empezaron a bailar.

—Ahora hay que subir hasta encontrar la silueta del sol.

Abdul remontó vuelo. El sol de aquel lado del planeta tenía un brillo azulado.

—Al estar plegado como un turbante, su luz disminuye día a día. Además toda luz que se encienda en el planeta ajusta su intensidad con la de este sol. Si logramos que brille en todo su esplendor, la vida en este mundo recibirá el enorme impulso que necesita.

Tariqah explicó que la nave disponía de un par de brazos mecánicos y extensibles para actuar en la superficie solar.

—Estrictamente hablando no es necesario que tomen al sol de los bordes y lo desplieguen; este proceso puede lograrse si cambiamos la composición molecular del centro del astro. La cantidad de calor que emita será la misma, lo que cambiará será su grado de luz...

La chica conocía la forma de activar el robot: Abdul no estaba al tanto de esa parte de la máquina, reservada tan solo a los ingenieros. Desencriptó varios programas comprimidos, que pondrían en marcha los brazos mecánicos. Una aleación de amianto y metales duros recogidos de la luna terrestre, había formado las largas manos que llegaron al sol. El proceso fue rápido: las explosiones se registraron por los baremos de las computadoras, y en pocos minutos, la silueta del sol pareció crecer, extenderse y su luz se hizo enceguecedora.

—Debemos ir a la zona sur del planeta, donde están las nubes negras de amoníaco.

Abdul dirigió la nave hacia allí, mientras detrás de ellos, el sol estallaba en haces de luz tornasoles que recorrían todos los colores del espectro.

Llegaron a la zona más baja de la atmósfera, y la nave voló cerca de las nubes. Se extendían con un espesor de más de tres kilómetros, dando la vuelta al planeta, formando una urdimbre y una trama que evitaba la difusión de la luz.

—Ahora, el láser...

Tariqah buscó en las computadoras el rayo más potente, lo activó y la línea blanca, brillante con doble filo, vertical y horizontal, como un alfanje, perforó la línea de nubes. En pocos segundos, la nave recorrió miles de kilómetros. Abdul vio en el visor digital los avances del láser: al parecer, el canal se iba cerrando a medida que avanzaban.

—No te preocupes —dijo la ella al terminar la primera línea—. Es necesario que lo perforemos siete veces antes de que la hendidura se consolide y el cielo quede abierto...

Lo hicieron y al pasar con el láser la séptima vez, el sol cayó a chorros, inundando la nave. Aquello adelantó varias horas la llegada del amanecer en todo el planeta.

A continuación volvieron hasta el lugar donde se celebraba la orgía sagrada: en una saliente, los hombres y las mujeres habían quedado dormidos. Ellas yacían desnudas, en distintas posiciones, mostrando la hermosura de sus cuerpos; Tariqah dirigió hacia una de ellas su mano, con la que hizo un extraño gesto: la hurí pareció vibrar y rodearse de un extraño halo hasta disolverse en el aire con chispas de luz líquida, que llegaron a Tariqah y la recorrieron. La chica hizo lo mismo con las otras dos.

—Ahora puedes encender el astrolabio.

Abdul se apuró a hacerlo: apretó los botones para comunicarse con la nave, y una imagen conocida surgió en la pantalla.

—Las comunicaciones están intervenidas —era un hombre calvo, integrante del Gran Comité Panislámico—. ¿Eres Abdul Arabih?

—El mismo, señor.

—Abdul Arabih, en el nombre de Allah, el Clemente y Misericordioso, te exhorto a que cuentes lo ocurrido desde que llegaste al planeta.

Abdul lo contó obviando la aparición de Tariqah, explicando que había descubierto en el planeta rastros de un resurgimiento espiritual y que las señales serían en principio la presencia de individuos movilizadores de la gente y la gran hendidura del cielo en la parte sur del planeta.

—No me puedo comunicar con la nave desde ayer.

—¿Y a qué atribuyes tu falta de comunicación?

—Sé que Taqlid, con su pensamiento rígido, había hecho algún planteo al anciano comandante. Antes que yo bajara, se había entablado una discusión acerca de nuestra actitud con el planeta, si había que eliminarlo a través de la Jihad, o correspondía investigar.

—Así es, Abdul. Taqlid cometió otro acto de insubordinación. De acuerdo a la Ley que regula las expediciones espaciales, deberá ser juzgado cuando vuelvan a la Tierra; en tanto seguiría manteniendo su grado y su capacidad de mando. Sólo podrá ser degradado en el espacio en caso de que asesine directamente a alguien de la tripulación. En estos momentos está en la cabina de aleccionamiento, donde lo estamos instruyendo acerca de sus verdaderos deberes.

—¿Cómo está el anciano Shar'iah?

—Está bien. A continuación hablarán y traten de estar en comunicación permanente, con el objeto de prever y evitar episodios como éste.

Abdul se emocionó al ver al anciano, sonriendo desde la pantalla.

—Desde aquí, querido Abdul, podemos ver la hendidura del cielo. En el Sagrado Korán ella anuncia un final para el mundo, aunque Abdul al-Hazred establece que es un principio para una nueva era. "El cielo abierto y el sol desplegado entrando a chorros...", como dice la parte del al-Azif en el Nuevo Libro Sagrado.

El anciano volvió a hablar de al-Hallajh; a recordar su historia, y Abdul volvió a ver la cabeza rodando una y otra vez, como si evocar al santo reprodujera hasta su martirio una y otra vez.

Al terminar de hablar, Abdul miró a su alrededor.

—Tariqah... ¿Tariqah?

La mujer no estaba. La buscó por todas partes, tomó el astrolabio y con manos temblorosas activó la combinación de teclas para acceder al antropólogo virtual. La pantalla mostró su imagen.

—Sé que me deseas junto a ti, pero ahora, a pesar de que en lo ocurrido hemos ganado, nos esperan momentos terribles. Te pido que no me obligues a volver, hasta que no estemos seguros...

—¿Seguros?

—En el itinerario, el séptimo planeta a partir de ahora tiene una atmósfera igual a la de la Tierra pero carece de vida humana. En él podremos descender, unirnos y poblarlo en el nombre de Allah.

Abdul sacó rápidamente la cuenta: el tiempo que tardarían en llegar a ese mundo era de siete años.

—¿Me dices que no podré estar contigo en ese tiempo?

—Es necesario que lo entiendas; en la nave no hay mujeres y como antropólogo virtual, presuntamente soy un hombre. Pero hay algo más: mi presencia desatará fuerzas terribles que no estamos preparados a afrontar. Si me matan no será un crimen, nadie lo sabrá y si se enteran no será más que destruir una función que puede volver a programarse. Seremos felices, te lo aseguro. Viviremos muchos años y tendremos una gran descendencia, pero debemos tener paciencia...

—No podré, Tariqah. Soy débil. Luego de conocer la Meca, he interrumpido mi peregrinación en las puertas del infierno; mi derviche me ha dicho que era suficiente, pero creo que me detuve porque soy cobarde. Entiendo todo lo que dices, pero algo en mí clama por tenerte a mi lado todas las noches... Contigo soy fuerte; sin ti, el universo se vaciará, será un enorme cadáver. Podemos desertar y quedarnos en este planeta...

—Ya lo pensé, pero no podríamos —desde la pantalla, la imagen de Tariqah vibraba suavemente, como tendiendo a desaparecer— dada la tecnología de este planeta, nos encontrarían enseguida. Es más, se ha formado una comisión que vivirá entre los habitantes y está encargada de la formación de la cultura islámica. En el séptimo planeta, en cambio, hay un gran desierto cubierto de cuevas subterráneas sobre las cuales se tienden superficies de un metal refractario a las radiaciones. Allí no podrán encontrarnos. Tendremos muchos recursos para vivir plenamente y fundar una gran descendencia. Una descendencia profusa, como las estrellas en el firmamento.

Tariqah calló un momento. Miró a Abdul con tristeza.

—Ahora debemos separarnos... —su voz subía y bajaba—. Sufrirás; tu fuerza escapará de ti como una enorme cortina brillante y te dejará vacío durante un tiempo; desde aquí y en horarios normales sólo podré hablar de aquello a lo que mi programa me condiciona. Nos veremos todas las madrugadas, nos juraremos diariamente nuestro amor y nuestras manos se encontrarán de este y de aquel lado de nuestra pantalla. Quiero que me jures que no harás nada para corporizarme en la nave.

—No te puedo jurar, Tariqah.

La imagen de la chica se deformaba momento a momento. Abdul vio sus ojos implorantes.

—Por favor, júrame.

Abdul abrió la boca para asentir, y en ese momento, la pantalla se llenó de rayas y quedó en blanco. Varias veces el hombre movió la combinación de teclas para activar el antropólogo virtual, y otras tantas veces salió el cartel anunciando Función desactivada. Miró su reloj: como le había dicho su amante, la computadora recién se cargaría coincidiendo con la madrugada en la Tierra.

Desde la pantalla llegaron imágenes del planeta: sus miembros conversaban animadamente; algunos discutían, otros corrían y gritaban gozosos. Abdul vio al mendigo arengando a una multitud. Sintió dolor al ver parejas besándose, y en especial cuando la cámara atravesaba paredes y mostraba hombres y mujeres haciendo el amor.

Sintió angustia de desolación frente a aquella vida que empezaba a surgir con una fuerza incontenible. No podía existir sin Tariqah, y mientras la pequeña nave arrancaba pensó en invertir los motores, llenar de gases el interior y suicidarse. No lo hizo; recordó que no había formulado el juramento que Tariqah le pedía, y que podía utilizar varios programas para materializarla en su cuarto sin que nadie se enterara; se aferró fuertemente a esa esperanza.

Su nave subió lentamente. Desde allí pudo ver la hendidura del cielo: la luz del sol caía como un líquido espeso que se licuaba al llegar a la superficie del planeta. Arriba, su tono ambarino cambiaba lentamente al blanco a medida que bajaba.

—"Soy un dolor que se agita entre banderas que se afirman..." —se dijo a sí mismo. Una parte de sí era consciente de que estaba compadeciéndose, pero no podía evitarlo.

Salió al espacio. Se dirigió hacia la gran nave, con forma de mezquita, que se levantaba en medio del cielo. Brillaba con matices tornasoles. Siempre lo había impresionado ese espectáculo, pero ahora todo se desvanecía. Tariqah se lo había dicho: era como si una cortina de energía se perdiera detrás suyo a medida que caminaba.

Escuchó lejanos los gritos que lo recibían. Entró en la nave; el anciano lo abrazó emocionado. Detrás suyo estaba Taqlid, con los brazos cruzados sobre el pecho; miró a Abdul con los labios apretados. El comandante saludó a todos y finalmente se detuvo junto a él, quien le estrechó fríamente la mano y se inclinó para besar ambas mejillas.

—Sé que eres un traidor —dijo a su oído—. Estaré vigilando cada uno de tus movimientos... será mejor que te cuides...

Cumpliendo con lo dispuesto por al-Hazred, todos brindaron con jugo de piña; Abdul bebió rápidamente el jugo dulce y a continuación explicó que estaba muy cansado. Todos podían apreciar su rostro marcado por las ojeras, sus ojos sin brillo.

—Está bien, hijo. Ve a dormir —dijo el anciano Shar'iah—. Cuando despiertes me brindarás tu informe por escrito. Todo está bien... todo estará bien.

Abdul quedó solo en su pieza, tomó la estera, calculó las coordenadas de la Meca, se quitó las sandalias, inclinó su cabeza hasta tocar el piso y habló con emoción.

—"En el nombre de Allah,
el clemente, el misericordioso,
Soberano en el día de la retribución
Él toma tu cabeza con ambas manos,
te mira a los ojos y dice:
'La noche se abre en la orilla del abismo.
Las puertas del infierno están cerradas.
Es tu riesgo atreverte a ellas.
Aquí están las llaves
ellas entran en la cerradura y serás satisfecho
Mi hijo Al Hazred entró por vez primera
y ahora lo rodean las brumas de la locura'.
En el nombre de Allah,
el clemente, el misericordioso.
A ti es a quien adoramos,
de ti es de quien imploramos socorro.
A través de los zumbidos de los insectos nocturnos,
dirígenos por el camino recto...".

Apenas pudo terminar: mientras hablaba frente a él vibraba el rostro de Tariqah: sus rasgos finos, el perfume de su piel. Cuando terminó estaba llorando. Se acostó y se durmió casi enseguida. Soñó con la muchacha: la tenía en sus brazos y ella lo miraba con dulzura, moviendo sus labios.

Se despertó un par de horas después: algo ocurría; encima de su puerta una luz roja se encendía y apagaba. Era la señal de que en el pasillo del otro lado, alguien se había detenido y observaba el interior de la pieza. Abdul se levantó y miró por el visor; la luz se apagó y vio el pasillo desierto. Se apartó: la urgencia de ver a Tariqah se trenzaba en su garganta queriendo estrangularlo. Con manos temblorosas se acercó a la terminal de computadora que estaba en su pieza. Activó las teclas que estaban dirigidas a la función del antropólogo. En la pantalla apareció Tariqah, con el rostro cubierto. Abdul sabía que sólo podría responder preguntas vinculadas con su especialidad. En la ventana de diálogo del costado, eligió "Cultura"; ya entre los ítems específicos, "estilos de vida".

—Mis preguntas están relacionadas con el amor —dijo por la célula sensora de voz—. Quiero saber en qué situación se encuentran los muslim que viajan por el espacio para amar a una mujer.

Tariqah no respondió. Abdul miró los controles: aparentemente todo estaba en orden; desde la pantalla, la chica lo miraba debajo del velo que le cubría la boca: sus ojos brillaban y vibraban suavemente, clavados en él. Abdul repitió dos veces la pregunta, pero del otro lado siguió el silencio. finalmente decidió cambiar la interrogación. Antes de hacerlo, advirtió que la lámpara roja encima de la puerta se había encendido nuevamente y titilaba; quizá se tratara de algún cambio de guardia entre los centinelas. Decidió cambiar la pregunta a Tariqah.

—¿Cómo son las relaciones sexuales entre los monos del planeta Enoch..?

—Yo también te extraño —lo interrumpió su voz—. Se suponía que para salvarnos yo debía activar los controles de modo que mi doble fuera el que te contestara, pero no pude hacerlo. Sabía que vendrías a buscarme...

—Entonces...

—Sí, mi amor. No debiera hacerlo; sé que de este modo yo duraré como un suspiro de los pájaros de Ib'n Arabi, pero tú estarás a salvo porque la autoridad te protege...

El monitor de la computadora vibró; la imagen de Tariqah pareció multiplicarse, agrandarse y en pocos minutos, la chica volvió a aparecer. Abdul sintió que la emoción arrojaba su cuerpo de la silla y lo hacía arrodillarse a sus pies.

—Siempre fui fiel, sumiso a Allah, pero a ti te adoro.

Ella lo hizo incorporarse, abrazó su cuello y ambos se besaron. En ese momento, la puerta que daba al pasillo se abrió con un golpe; la luz de alarma estalló con estruendo y entró Taqlid, con su rostro lleno de odio. En su mano derecha, blandía el alfanje-láser.

—¡Idolatría! —gritó—. ¡Idolatría..!

Se movió con rapidez; apartó a Tariqah de los brazos de Abdul, la arrojó al suelo, la tomó de sus largos cabellos negros, y de un solo golpe, la hoja azul, brillante del alfanje, cortó su cuello. Por un momento, sostuvo en la mano la cabeza de la muchacha. Con horror, Abdul vio que aún sonreía y movía sus labios como queriendo hablar; de su cuello saltó lo que sería su sangre: torrentes de líquido ambarino, brillante, intenso. Su cuerpo y su cabeza se disolvieron entre chisporroteos; y así su carne y su sangre en forma de luz líquida, inundaron el cuarto de Abdul, corrieron por los pasillos de la nave, llenaron el puente de mando, bañaron hasta la cintura a los asombrados tripulantes y se filtraron por las escotillas. La nave siguió su marcha, atravesando el espacio azul oscuro con una enorme y brillante estela ambarina de luz.