Eduardo Márceles Daconte

Las hormigas de agosto

El hombre cortó la orquídea en medio de la selva profunda y de inmediato brotó el líquido meloso que atrajo a las hormigas desde el fondo de su cueva. Primero derrocharon las hojillas tiernas de los cogollos. Siguieron con las hojas anchas y lustrosas que se agitaban felices en las ramas sin sospechar su trágico destino. Después enfilaron sus diminutas fauces contra los dulces tallos de las plantas, y con el ímpetu que estimula un apetito desaforado, devoraron entonces los troncos de los árboles más recios sin dejarse intimidar por el amargo sabor de sus raíces.

No cesaron en su empeño demoledor hasta alcanzar las márgenes de la extensa llanura. Allí hicieron un alto, descansaron durante algún tiempo para reproducirse por millones, y otra vez se lanzaron en una ofensiva desenfrenada que las llevó hasta los confines de la pampa. Los villorrios indefensos sucumbieron ante aquella embestida sin tener tiempo a dar la voz de alarma. Cuando por fin aparecieron en el horizonte de las urbes gigantescas, ya era demasiado tarde.

Los insectos, ahora en disciplinada formación de huracanados contingentes, engulleron las hortalizas y pastizales. Uno a uno cayeron los animales domésticos dejando sólo el estruendo de esqueletos bajo el sol de agosto. Paralizados por el terror, sus habitantes fueron presa fácil de las hordas que en olas sucesivas arrasaron los más recónditos refugios.

Cuando sólo quedaban desolados pedregales, se volvieron sobre ellas mismas y empezaron a devorarse unas a otras hasta que la última sobreviviente, cansada de hacer círculos concéntricos en aquellos parajes solitarios, se suicidó masticando lentamente sus extremidades. La colosal esfera es hoy una estepa árida cuyos vapores azufrados despistan a los astrónomos que desde otro remoto planeta observan asombrados sus anillos de arcoiris en las diáfanas noches invernales.


Un lunes por la mañana

A Franz Kafka

Demófilo Candela experimentó una desacostumbrada pereza cuando se despertó muy temprano un lunes del mes pasado. Tenía que presentarse para una entrevista de trabajo en una empresa de autobuses urbanos, y la sola idea de volver a colocarse detrás de un timón era suficiente para sentir ese desasosiego premonitorio que en época reciente trastornaba su buen humor. Pero se levantó, sorbió pensativo el café tinto que su mujer le había preparado, y se metió al baño. La ducha de agua fría reanimó un tanto su espíritu, derrotado por el agobiante peregrinaje que significaba la búsqueda de un puesto en una ciudad donde eran más los desempleados que los trabajadores.

El agua golpeaba a Demófilo mientras persistía en una meditación ingrata que derivó hacia un líquido espeso que corría por su piel. De repente sintió que toda su vida se desmoronaba. No era para menos. Su epidermis se ablandaba como si fuera una resina soluble al mero contacto con el agua. Miró asombrado cómo se derretía poco a poco. De su estructura física emanaba en hilos zigzagueantes un elemento viscoso que se mezclaba con la corriente en dirección al sumidero. Era un fluido amarillento que desconcertó aun más a Demófilo pues su piel era del color de una noche sin estrellas. Su cuerpo se desleía sin que él pudiera hacer nada para impedir tal situación de desamparo.

Cuando terminó de sumirse, sólo se escuchó el insistente zumbido de la ducha y los gritos de Erótida Camacho, su mujer, que ante el ominoso silencio decidió romper la puerta para encontrar que su marido había desaparecido sin explicación. Sólo alcanzó a percibir los últimos retazos de una babaza ocre confundiéndose con el chorro de agua que ahora corría hacia la boca de la alcantarilla.