Fabián Piñeyro

El final

Al final, tan bienvenida al principio, la conquista del espacio fue un mal negocio para los que no pudieron abandonar la Tierra.

Al principio, y esto se puede ver sin esfuerzo con sólo leer los himnos de la época, los letristas no ahorraron alabanzas para aquellos pioneros que tras desafiar gases que envenenaban la piel y tras ponerle el pecho a bacterias inapelables, acabaron fundando capitales en lejanos parajes del universo, acabaron creando sociedades que hasta poco tiempo antes existían solamente en las esperanzas de los atormentados y en los delirios de los pasados de rosca...

Al final, los más poderosos entre los hombres útiles construyeron sus casas de fin de semana en las capitales de los planetas conquistados y perdieron así cualquier reparo a la hora de soltar las poderosas armas que acabaron reventando cielo y tierra en gran parte.

Al final, el planeta quedó de regalo para quienes no pudieron partir. La serranía se volvió depósito de fierros y todo río se detuvo como un viejo motor. Los miserables derribaron las alambradas de alto voltaje que protegían los barrios nobles y ocuparon las casas limpias de todas las capitales del planeta. Poco tiempo después el viejo planeta fue (esta vez sin eufemismos), un lugar en donde el más fuerte impuso su ley y donde nunca nadie jamás volvió a pronunciar la palabra crimen.

Los que pudieron y sus familias se largaron a ese ancho mar que es el espacio y la Tierra quedó hecha, apenas, un mal recuerdo necesario.

 
 

Ford es un planeta muy chico. Los edificios de la capital, por ejemplo, no son paralelos. La pronunciada curvatura de esta esfera hace que, como ocurre con los rayos de una rueda de bicicleta, sus altas torres de departamentos se proyecten hacia el cielo en distintas direcciones. Para darnos una idea, el planeta es tan chico que cualquiera puede recorrer su ecuador en dos días con la ayuda de la misma bicicleta.

En Ford, un sencillo sistema de iluminación contrarresta perfectamente la noche. Funciona de esta manera: dado un punto cualquiera del planeta y su perpendicular correspondiente, cuando la lumbrera atraviesa la línea demarcatoria en una cantidad x de grados con respecto a dicha perpendicular, se produce una variación de luz en el punto del que hablamos. Esta información, derivada por un sensor al sistema central de control, ordena la actividad de un grupo de reflectores que sustituyen la falta de luz natural en dicho punto y etcétera, etcétera... El ojo humano no percibe la diferencia.

 
 

Aquí, el animal oficial es el perro. Su olfato es la mejor de las armas en la lucha contra la droga. Y no estamos hablando de aquellas viejas drogas inyectables que actuaban entre los centros del submundo neuronal y la periferia de nuestra conducta, y que tanto desvelaron a los hombres útiles durante el siglo de la luz eléctrica. No... El animal más importante de este planeta es el perro.

El planeta Ford tiene una sola capital. Una ciudad amurallada, con siete puertas, no mayor que una docena de shoppings, y rodeada de la más nauseabunda y peligrosa ralea. Aquí también el esplendor de la cultura humana vomita alrededor su resaca de bilis y desamparo.

Cada una de las siete puertas está vigilada por una torre y en cada torre hay dos guardias: uno antiguo y otro bisoño. El bisoño aprende.

Al guardia viejo, en general, le queda poco tiempo de vida en la capital. En breve, las autoridades lo expulsarán más allá de alguna de las siete puertas. Claro que, al menos, podrá llevarse lo que ganó a lo largo de su vida. Podrá comprar una casa, podrá contratar un servicio fúnebre prepago. A los otros viejos, los comunes, aquellos que no pertenecieron ni a las fuerzas de seguridad ni a las iglesias, cuando les llega la hora son arrojados a extramuros con lo puesto, no pueden llevar siquiera una miga de pan en el bolsillo.... Viejas con tetas como odres vacíos, viejos que escupen entre los dientes al hablar, al preguntar, al implorar para que los dejen pasar un día más en la capital.

Al final, cuando la guardia los toma por los sobacos para depositarios más allá de la más cercana de las siete puertas, junto con la mersa, lloran y patalean como malcriadas. Yo los vi y se me ha llenado la cara de vergüenza.

¿Para qué? En lugar de encaminarse con la frente alta y el honor sin mancha. ¿De qué les sirve permanecer en la capital cuando corren peligro de morir como bolsas de huesos rotos, pisoteados por las bandas de jóvenes borrachos que el gobierno tolera? Jóvenes sin carrera, capitalinos de buena familia pero condenados al mismo futuro, al mismo exilio senil. Jóvenes que salen a matar viejos sólo porque quieren quitarse lo que les espera de delante de sus narices. ¿Para qué llorar entonces? ¿Por qué no dejarse acompañar por el guardián, en silencio, sin chistar? ¿A qué lamentarse..?

Más allá de las murallas se vive a oscuras, bajo calles cubiertas con toldos, en casas con ventanas ciegas. Y todo porque los habitantes de los barrios se niegan (nos negamos) a ver a través de la luz que nos llega desde el centro.

Más allá de las murallas de la capital de Ford casi no se ven colores.

 
 

Todos los habitantes de Ford, o sus padres o sus abuelos, abandonaron la Tierra para ir detrás de un paraíso. Pero esto no fue nunca un paraíso, no fue siquiera el efímero paraíso que sí proporcionaba la más barata de las drogas de la época anterior. Ah, de aquellos tiempos en que las drogas regalaban estrechos paraísos. Oh, bendito siglo de la luz eléctrica.

 
 

Si el tiempo es al entendimiento lo que la eternidad es al conocimiento, ¿cómo se entiende, entonces, la droga del tiempo? ¿Cuál es, en realidad, la promesa de la droga del tiempo si , como toda droga, encierra una promesa?

 
 

Yo creía por entonces (y me refiero a la semana pasada) que en un lugar más allá de cualquier Historia, como en un depósito de objetos perdidos, en estantes y secciones al estilo de un hipermercado, descansaban los objetos que ya formaban parte del porvenir de las personas. Descansaban los olores, las cosas que no imaginamos que existirán y también aquellas que vendrán para no superar los límites de nuestra imaginación (hechos gaseosos, hechos para ser puro pensamiento). Descansaban las ínfimas causas que desencadenan grandes acontecimientos y descansaban, claro, en un sector protegido, las diversas dosis de la droga del tiempo. Dosis en cuyo contacto ese eterno galpón que es el futuro se volatilizaría, se haría líquido leve y pasaría acelerado casi luz por el agujero de nuestra mente para derramarse en nuestro interior y modificar nuestro cuerpo entero. Así imaginaba yo el futuro antes de ir a su encuentro. Un espacio omnipotente en donde ya estaban el terrón de azúcar que endulzaría mi té una mañana cualquiera y el pájaro que en una tarde indefinida pasaría volando sobre mi cabeza sin que yo lo viera. Estarían mi asesino o mi benefactora. Y suponía también, (sabía quizá), que en gran emporio, en esa eternidad desde donde el Supremo nos arrojaba la vida, existían licores maravillosos que los dioses guardaban para Sí, nada más que para no parecerse a los hombres, nada más que para no ser menos dioses... Y recurrí a la droga del tiempo.

 
 

La droga te deja vivir la cantidad de años que vos quieras condensada en la fracción de tiempo que elijas: un año en quince minutos, una década en una hora. En los laboratorios clandestinos de la Tierra se trabaja sin descanso para satisfacer a todos los desanimados del universo. El tiempo de vida de un hombre se acumula en cada dosis como el aire en un globo resistente. A mayor cantidad de años condensada en la pastilla mayor será la explosión de tiempo en tu interior, en tu piel, hasta en tu propio olor. A mayor cantidad de años condensada, mayor será el monto de esta apuesta, todo indica que perdida de antemano. A mayor cantidad de años, más lejos te encontrarás de una simple aventura burguesa.

Yo tenía la certeza de que para lograr atraer aquellos licores debía recurrir a una dosis extremamente concentrada: la mayor cantidad de años en el tiempo más corto posible... Claro, al final dormí como un caballo. Después de semejante baqueteada, lo que me vino fue un profundo sueño.

Al despertar, era un viejo de ochenta años.

 
 

Y entonces, a correr. Que no te agarren las bandas de jóvenes ni los guardias. Sobre todo los guardias viejos, que están cerca del retiro. Hombres que gastaron su vida alcahueteando para hacer cumplir las leyes que los poderosos inventan para pasarla cómodos mientras la gentuza las respeta, y que ahora no soportan que vos rifés así tu tiempo, como si el tiempo revoleado al techo fuera el de ellos. Si te agarran los guardias viejos, ya sabés: que no vean que no sos un viejo verdadero: porque si no acabarán dándote para que tengas...

Pero prefiero no hablar de estas cosas y sí de la droga del tiempo, de lo que acaba de ocurrirme a mí con la droga del tiempo.

Al final, fueron unos cincuenta años en cuarenta y ocho horas. Viví las sensaciones, las transformaciones y los hechos imaginables de los próximos cincuenta años de mi vida en dos días.

Luego dormí como treinta horas seguidas.

Y desperté hambriento y con el semblante, las extremidades y los pulmones de un hombre de ochenta años. Ahora pienso que si fuera posible revertir el tiempo, la juventud estaría a menos de tres días de mis manos... Pero claro, el tiempo reversible no es más que una invención de la literatura, un anhelo de la metafísica, una travesura de la música...

Por suerte, Malena estuvo a mi lado. Me acompañó hasta unas horas atrás, cuando atravesé la más pequeña de las siete puertas.

 
 

Todas las drogas tienen su efecto sobre el tiempo. Desde que los hombres descubrieron el paso del tiempo, desde que la memoria les recordó que una serie de acontecimientos enfilados por la naturaleza o por el destino era el tiempo y lo volvieron a convertir en espacio para medirlo, desde que a alguno se le ocurrió colocar números entre el segundo y el siglo, las drogas tuvieron su efecto sobre el tiempo.

 
 

Mientras duraron los efectos de la droga, en esa cincuentena de años condensados en unas cuantas horas sentí, por encima de la confusa mezcla de impresiones que arrastraba el tiempo encabritado, una guerra, una reñida y carnicera guerra. Y lo peor no fue el transcurso de esa guerra, quizá veinte segundos llenos de noticias amargas: (recuerdo en clip el rostro de un muchacho risueño y, una fracción de segundo más tarde, su cuerpo negro como el vino, muerto como un tronco de árbol que se acaba de quemar, con los ojos abiertos por el asombro, ya inútiles).

No, lo peor vino más tarde, en lo que aparentemente fue la tranquilidad del regreso a casa, a la paz de mi lugar... Fue cuando, en un maldito instante, supe que me había acostumbrado a la masacre como alguna vez me había acostumbrado a la lluvia o a vivir sin noches. El hombre se hace a la barbarie con asombrosa facilidad... Sentí, entonces, que toda la cultura humana era un vestido transparente, una máscara con el hilo flojo.

En algunas oportunidades descendí por un pozo de levedad y desahogo adornado por las gotas de una lluvia de plata. Y yo supongo que se trataba del sexo y de sus orgasmos. Orgasmos tan duraderos como la llama de un fósforo arrojado contra la nieve. Sentí, también, cómo iban desapareciendo mis dientes: las caries actuaron con la eficacia de una banda de pirañas.

 
 

Por suerte, Malena estuvo conmigo hasta el final. Ella estaba con miedo. Nos sentamos bajo la copa de un árbol tupido, los guardias de la torre no podían vernos. Pero ella tenía miedo. Era el principio de la tarde, hora en que los jóvenes patoteros duermen, y ella temblaba de miedo. Aunque estuviéramos a veinte metros de la Puerta Menor y a mí me sobraran fuerzas para llegar corriendo, atravesarla y ponerme a salvo de cualquier ataque y, definitivamente, decirle chau a todo.

 
 

Voy a morir en pocos días o meses. Malena volvió a la vida cerrada, estrechamente circular, de este pequeño planeta de rotación despreciable. Ya perderá la frescura en los labios, la firmeza de la carne, y ya se ganará un lugar aquí, en la semioscuridad, en el lugar adonde todas las miserias vienen a parar, el lugar elegido para emplazar el cementerio de todos los habitantes de Ford.

La droga del tiempo tiene un efecto secundario y desagradable. Nos deja percibir las noches. Las vemos en la forma de un incesante parpadeo. La explicación tiene que ver con el desfasaje entre la frecuencia de la luz artificial que hace que en Ford siempre sea de día y la frecuencia que resulta según sea la cantidad de años que condensamos en cada pastilla de la droga del tiempo y etcétera, etcétera... Es un parpadeo fastidioso. Es un viaje, dentro del viaje, hacia el pasado, hacia el viejo siglo de la luz eléctrica en donde ser terrestre era un orgullo y en donde la noche era la madre de todos los placeres, de todas las metáforas y de todos los miedos.

Otro problema, quizá el peor, es que el cuerpo envejece en un santiamén, sin tiempo para la lenta y sinuosa resignación, sin esas tranquilas mesetas que la vida nos ofrece para que nos paremos a ver cómo se cae nuestro cabello, cómo se arruga nuestra piel. Dos veces me acerqué al espejo bajo los efectos de la droga del tiempo. En las dos, el espanto venció a la curiosidad.

 
 

Cuando atravesé la Puerta Menor me despedí de Malena como un abuelo se despide de su nieta adolescente. Si el tiempo fuera reversible, pensé una vez más, atraído por las vueltas morenas de su cabellera, en unas cuantas horas volvería para quitarle el vestido con los dientes como a ella tanto le gustaba.

No sé de dónde me vienen las fuerzas para, no andar, sino arrastrarme por las calles negras de la periferia, entre rostros oscuros, entre gente deforme, entre sordos colores.

Cuando acababa de dar los primeros pasos por estros barriales desordenados, un viejo con cara de chino me abordó y me invitó a tomar un aguardiente. Quería saber si había yo alcanzado a percibir alguno de los círculos perfectos que forma la Historia en sus incontables vueltas.

—Porque todo vuelve a repetirse —dijo—. Todo vuelve a repetirse. Es a eso a lo que llaman esencia. Ese punto en donde todo vuelve a comenzar.

Dije que no, que no había visto nada. Él prosiguió:

—Algunos dicen que la euforia que promete la droga del tiempo proviene de la todopoderosa sensación de salir comprando futuro como si se estuviera en el mercado de la Eternidad. Que es solamente eso. Y que como arruina el cuerpo en un santiamén muchos la relacionan con el paso del tiempo.

El viejo pasó un largo rato sin decir una palabra, bebiendo de a pequeños tragos.

—Nunca imaginé que todo iba a terminar así —habló al final—. Casi no queda un espacio en el universo conocido en donde la Historia pueda volver a repetirse.

 
 

Se me ocurre que la juventud es como esas fiestas en las que se bebe demasiado y se dicen cosas de las que luego uno se arrepiente. Yo no soy un hombre que morirá de viejo. Soy un muchacho que en una noche de farra se bebió la vida entera. Y esta idea, aunque parezca absurda, me ayuda ahora a recorrer las calles periféricas de Ford.

Sobre si alcancé a conocer el licor que los dioses le escamotean a los hombres no sabría qué decir, fue todo demasiado rápido. Probablemente se trate de aquella fina lluvia de plata que yo confundí con orgasmos infinitesimales.

Ahora sólo me queda esperar que la muerte sea mucho mejor que los símbolos de la muerte, mejor que todo aquello que queda de este lado de la humanidad: el respeto angustiado, el desconsuelo, el cajón, los gusanos, la expresión "dejar de existir"... Sólo me queda esperar que la muerte, la verdadera, se parezca poco a la forma en que los hombres la viven.

Me pierdo en el laberinto que forman las calles de la periferia y me digo:

—El final es siempre lo más difícil.

Quiero pensar en Dios y me encuentro con que en Ford no hay suficientes motivos de inspiración para esa tarea. Porque Ford esta demasiado alejado de la naturaleza. Esta todo lo alejado que un planeta pueda estarlo. Y la idea de un dios ajeno a la naturaleza carece completamente de misterio porque la muerte, tan natural, es un misterio y etcétera...

Y ahora que hablo de naturaleza me doy cuenta de que aquí, en Ford, un planeta pequeño de rotación insignificante, un planeta sin noches, un planeta sin ciclos... Aquí en Ford, repito, nunca nada jamás alcanza a nacer de la tierra.