Paula Ruggeri

El tiempo y la máquina
Bioy Casares: la ilusión de la inmortalidad

"El mundo es una casa habitada por espectros,
pero la literatura es una casa que intenta ser habitada por espectros".

Emily Dickinson.

El hombre ha descubierto los principios de la Naturaleza y los ha usado.

Sólo los principios filosóficos el hombre no es capaz de reducir, tecnificar, usar en su beneficio.

Tan sólo los personajes de Bioy Casares lo han intentado.

"El tiempo son los cambios", declaró Leibnitz y ésta es la materia que utilizan el Dr. Morel y el Sr. Vermehen para producir la inmortalidad.

Hay una eternidad temporal verdadera. Es un imperativo de la condición humana que dicha eternidad temporal verdadera, no sea para el hombre más que irreal. Pero existe un método para que la eternidad temporal, además de verdadera, sea real para el hombre: consiste en eliminar su carácter de temporal.

El obstáculo es que la eternidad es temporal por definición. Por eso eliminando este carácter de temporal se alcanza una eternidad ilusoria, pero jamás la eternidad verdadera.

El problema se resolvería, entonces, de una sola manera: eliminando, no ya lo temporal de la eternidad, sino lo temporal en el hombre. Esto es lo que han intentado todos los anteriores y posteriores héroes de la literatura dedicados al afán de vivir eternamente. Pero no Morel. No es que Morel haya desechado esa solución por imposible: tal como uno se puede imaginar a Morel, no la desechó por imposible, sino por correcta. Morel quiere ganarle al Destino, sí, pero haciendo trampa. Como Fausto, pero Fausto le hace trampa al Diablo y no a Dios. Nada nos indica que Morel haya creído en Dios ni en el Diablo, pero todo demuestra que desafiaba ese poder invisible, intangible de la existencia de limitar al hombre y que, por necesidad de trazar una analogía consigo mismo, el hombre considera como una voluntad y algunos llaman Dios.

El ser humano, al decir de Sartre, "tiene apetito de ser Dios", y ese apetito, añado, tiene que ser aumentado con la certeza de que Dios no existe.

La imitación de algo que no conocemos siempre será fallida, distinto sería crear la eternidad, pero eso es imposible. Sólo podemos imitarla. Pero no disponemos del modelo imprescindible para cualquier imitación. Entonces la forma más adecuada para producir una eternidad ilusoria consiste en suprimir de nuestra vida todo aquello que nos recuerde que no es eterna. Esto es lo que los seres humanos hacemos habitualmente o procuramos. Salvo que los personajes de Bioy Casares no se conforman con ello. Bioy tampoco.

Prácticamente nadie se conforma con ello.

Lo importante de las novelas (y de los cuentos, y de los sueños), son esas cosas en las que no se inspiran en la realidad. Las buenas ficciones tienen una cualidad: no importa si son o no son verosímiles.

Bioy nos ahorra las explicaciones (que son tantas veces gratuitas, cuando no cansadoras) del funcionamiento de la máquina de Morel. El invento de Morel podría ser tanto científico como mágico, lo mismo da. Lo que importa saber no es el mecanismo de la máquina, sino que ésta es un medio en sí.

Su único insalvable defecto es que la inmortalidad que produce, descontando su monotonía, sólo puede ser apreciada por terceros: la inmortalidad de Faustine puede ser vista por cualquiera, pero no por Faustine, y tampoco puede ser compartida. Y si pudiera ser vivida por Faustine, sería aun peor. Imaginen a Faustine conociendo de antemano cada paso, cada gesto, cada cosa que va a hacer o decir sin poder cambiar nada. Sosteniendo las mismas conversaciones y riendo de la misma manera con Morel, cuando su conocimiento de Morel ya es otro. Riendo cuando llora. Agradeciéndole a Morel el pañuelo que se le voló y esperando el día que Morel no lo atrape y se vuele definitivamente.

La inmortalidad ha de ser imposible, ya que ninguna de las formas imaginadas puede ser satisfactoria ni la repetición de los actos, porque es un medio ilusorio, ni la reencarnación, que se paga con la pérdida de la historia personal, ni la vida eterna del cristianismo, que se paga con la pérdida del cuerpo.

Estoy bastante lejos del análisis literario, es verdad. Me encargan una crítica: debo confesar que en mi vida me he visto alguna vez en tal aprieto. En el caso de algunos escritores, al criticar una se ve obligada a ensalzar, pero no se puede repetir lo que se ha dicho cien veces. Y nada que no puede ser halagado debe ser analizado: ser detractora es algo innoble. No valen la pena para el lector los halagos cuando éstos son efectos inmediatos de la lectura, no son el fruto de ningún análisis, no son tampoco su comienzo. El halago, además, inventa el misterio donde no hay ninguno: después de maravillarse de Hamlet, se cae en el error de juzgarlo un carácter incomprensible, cuando lo mejor es que es perfectamente comprensible y que no hay ser humano que no sea Hamlet. Si hay que maravillarse por algo, es porque no hay misterio alguno. Tal vez es la rareza de Hamlet. Mientras que es casi imposible imaginar el pensamiento de Otelo: hallar los pasos de algún sentimiento común en el hombre que, a consecuencia de tocar sus manos un pañuelo, va a ponerlas en el cuello de la mujer que ama: eso es incomprensible, éste es un misterio.

En las cosas que no se explican en una obra, hay dos categorías:

Sólo las primeras son misterios. En la literatura que se reconoce fantástica y en la que no, la trama crea una figura en su auxilio cuando debe ignorar un paso lógico para llegar a su fin: esa figura es el misterio.

No son misteriosos los escritores aficionados a la parábola, salvo porque los lectores, en general, no lo son.

Hay dos clases de escritores, lo dicta el más elemental principio aristotélico: los que lo son y los que no lo son. No tengo que defender este juicio de la acusación de simplista: no voy a acomplejar lo que es simple cuando tengo la fortuna de hallar algo que lo es: hay escritores y hay personas que escriben libros.

La existencia de esta segunda multitudinaria categoría de escritores tiene una explicación simple también: es la existencia paralela de personas que compran libros, pero que no son lectoras.

Las tendencias o, más exactamente, modas literarias son banales por definición, lo son más ahora, ya que se ha puesto de moda el mal. Esta moda es, pues, como dijo Norman Mailer (quién también perteneció a una moda, pero de una generación para la que la moral aún existía), de la banalidad del mal, y el mal institucionalizado es peligroso, el mal moralizador lo es aun más, pero el mal banal es un enemigo nuevo y más peligroso. Es más que "apenas un signo de estos tiempos".

Tiempos de pragmatismo dudoso, ya que los que hablan de pragmatismo no saben ya lo que la palabra significa, tiempos de fascinación por todo lo estéril y de la insanidad admirada como cosa pueril. Tiempos en los que los cultores del terror han olvidado los principios del terror y se solazan con él; como se puede notar, lo horrible ha dejado de espantar, pero no ha habido más que un paso para que algunos lo disfruten. Las modas literarias, las verdades publicitadas (válidas e indiscutibles por la sola prueba de la publicidad que se les confiere), hacen de la gente lo que el león de Palermo, lo que el dios Baco a los personajes de "Clave para un amor".

Los que queremos renovar las filas de los escritores, los que siempre seremos lectores, podemos inclinarnos a ver el fondo de la trampa que se tiende con poca astucia, pero lo suficiente para que tantos desprevenidos caigan en ella, siempre estamos sopesando lo poco que ofrece el "mundo" de los "intelectuales", la invisibilidad material de sus promesas, la practicidad de su soberbia, las pruebas lácticas de su irreductible inutilidad, con el poder de la imaginación, y los incontables beneficios de conservar cierta ignorancia. La imaginación es honesta. La fantasía es ética.

Bioy ha seguido un camino. Kant y otros demuestran que, de la Razón pura, es inevitable pasar a la Razón práctica. Bioy aplicó los principios metafísicos a la literatura, luego inevitablemente, su literatura deviene en principios éticos. El mayor exponente es la novela El sueño de los héroes. También buenos exponentes son sus últimos trabajos. Su curso podría asombrar en estos tiempos pero no asombra el curso uniforme de un hombre que considera que "no hay peor calamidad que el hombre que no confía en su propio juicio", que hace que un joven personaje reciba el consejo de ser fiel al presente. Bioy pertenece a otro tiempo o no pertenece a ninguno y ambas cosas son envidiables.

Es preciso cierto orden. Es sabido que es imposible escribir todo lo que se pretende escribir: una escribe, con suerte, una octava parte, y sólo por empecinarse en esa carrera contra el tiempo que es vivir, y muy especialmente, si una se niega a vivir de acuerdo a la sabiduría. Toda obra ha de hacerse rebelándose y negándose a aceptar la sabiduría. De aceptarla una no escribe nada. Es por esto y no por esos anhelos mundanos que nos atribuyen a los que escribimos (tan sólo porque los ostentan muchos) que la literatura y todo lo escrito puede ser llamado anhelos de inmortalidad.

Cuanto más sabio es un hombre, menos escribe.

Y escribe más cuando más necesita vivir.

El simple anhelo de inmortalidad no es más que anhelo de justicia; en esto radica su simpleza.

Es cierto que se escribe para otros. Pero es aun más cierto (por todo lo anterior) que se escribe para sí mismo.

También es cierto que se escribe frente a un espejo. Es verdad: el espejo son los otros.

Sabemos que morimos: vivimos negándolo. No importa si morir es sólo dormir para despertar en el Cielo, el Infierno o vagando por los Campos Elíseos en la mejor de las compañías: perdemos esta vida, perdemos el mundo.

Entonces, si el escritor busca la inmortalidad, puede negarlo, puede mentirnos a todos, puede mentirse a sí mismo. Y puede escribir sobre los geranios: no dejará de lamentar que se marchiten. Puede escribir sobre el Cielo, desearlo ardientemente, como una Santa Teresa o un San Juan de la Cruz: lo anhela, lo espera. Los místicos vivían en el mundo como en el cielo; por esto la muerte no era una pérdida para ellos.

Es preciso cierto orden, es preciso terminar esta nota. Está de más decir que busco con ella la inmortalidad. Una de las pruebas de que, después de todo, tal búsqueda es vana, es que es imposible empezar algo y no acabarlo. Debería ser posible escribir inagotablemente: el río puede fluir sin cansancio, ¿por qué no podría el hombre escribir sin detenerse?

El hombre piensa, el río no. El río tiene una ventaja absoluta con eso sólo. El río no piensa, por ende no conoce; no puede conocer entonces la muerte. ¿Y existe lo que no se conoce?

Necesariamente, esta nota tenía que acabar con un solipsismo (y un solipsismo atrozmente repetido).