La poesía de Horacio Castillo por Horacio Castillo • Alfredo Jorge Maxit
Horacio CastilloAntológico final y coda

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Tres poemas escogidos

Quedan, como final, los tres poemas escogidos por el propio poeta y, aunque son muchos los comentarios sobre los mismos, he preferido dejarlos solos, con todo su mundo de sugerencias.

Es muy difícil para el autor juzgar los méritos de su propia obra, y hay en ese sentido equivocaciones históricas: Cervantes creía que el libro que lo representaría sería Viaje al Parnaso, no el Quijote. De todos modos, para no eludir la pregunta, citaría: “Dice Eurídice”, “Tren de ganado” y “El foso”.

(AM)

 

Dice Eurídice

La ansiedad me dominó, y luego la inquietud, cuando supe que venías:
horror de que me vieras así, con este tocado de sombra,
el pelo sin brillo —el pelo, que el sol no se cansaba de dorar.
Terror también de que no fueras el mismo —el que permanecía en mi memoria—
y al mismo tiempo curiosidad por ver de nuevo un ser vivo.
Hace tanto que nadie venía por aquí,
tanto que nadie se llevaba un alma o un perro,
que cuando oí tus pasos y tu voz llamándome,
cuando por fin te estreché, más que a ti estaba abrazando a la vida.
Después tu calor me condensó, me secó como una vasija,
y caminé por el sombrío corredor
otra vez con aquella máquina atronadora dentro del pecho
y un carbón encendido en medio de las piernas.
Caminé de tu brazo, imaginando ya la luz,
los árboles junto a los cuales caminábamos,
aquella habitación llena de espejos
donde flotábamos como dos ahogados.
Hasta que de pronto tu paso se hizo nervioso,
tu pensamiento se espantó como un caballo,
y vi que tratabas de desprenderte de mí,
de librarte de la trampa de la materia mortal.
“No te vayas —supliqué— no me dejes aquí,
déjame ver de nuevo las nubes y el sol,
suéltame por el mundo como una potranca tracia”.
Pero tú ya corrías hacia la salida,
y durante siete días y siete noches oí cómo llorabas,
cómo cantabas en la ribera del río infernal
nuestra vieja canción: “Lo lejano, sólo lo más lejano perdura”.

 

Tren de ganado

Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
Asomados por el tragaluz mirábamos la inmensa llanura.
De pronto un mugido nos traía el recuerdo de Ifigenia
y volviéndonos hacia nuestros hijos los apretábamos contra el pecho.
¿Qué es aquello? El sol. ¿Qué es aquello? Una nube.
Habíamos olvidado el color del mar, el olor de la lluvia.
Los que sabían de estrellas habían olvidado sus nombres
y les dábamos los nombres de nuestros hijos para orientarnos al regreso.
¿Qué es aquello? Un árbol. ¿Qué es aquello? Un río.
Y un canto gregoriano se elevaba a nuestro alrededor,
hablaba por todos los destinados al sacrificio.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
La leche se había agriado en los pechos de las madres,
peinábamos nuestro cabello y se convertía en ceniza.
¿Qué es aquello? Un pájaro. ¿Qué es aquello? Una piedra.
Y bajando la cabeza ocultábamos nuestro rubor,
cortábamos en silencio las uñas de los muertos.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
Bebíamos al atardecer el vino de los ciegos,
soñábamos todavía con un bosque de orquídeas.
¿Qué es aquello? Arena. ¿Qué es aquello? Niebla.
Y la vida escapaba como un murciélago entre las sombras
y nos dormíamos con una inusitada mansedumbre en la mirada.
Después nuestros ojos se volvieron como los ojos de las estatuas,
miramos nuestras manos y había desaparecido la línea de la vida,
y desde la estiba se elevó el ronco yambo
gimiendo por ti, por mí, por todos nuestros compañeros.
Sólo quedaron detrás nuestro líneas etruscas,
cantos de cera navegando hacia el sol,
y a nuestro lado siempre tú, piadoso coro,
tú, alma mía, vaca coronada de nardos y violetas.

 

El foso

Respiré por última vez el aroma de los eucaliptos
y pasé bajo el arco donde estaba escrito: Aquí termina el mundo.
¿Dónde estamos? —preguntó el niño que todavía no había nacido.
En ninguna parte —contestó el hombre que ya había muerto.
Y señalando en el medio del campo un inmenso foso
agregó: Todos saldrán por ese mismo lugar.
¿Dónde estamos? —preguntó el hombre escondiendo los ojos en el bolsillo de la chaqueta.
En ninguna parte —contestó la mujer plegando su cabellera como un mantel.
En ese momento el viento cambió de dirección
y sentí por primera vez el olor de la nada.
Y ese olor nos atormentó durante el resto de la jornada, y la jornada siguiente,
y todas las que siguieron hasta el fin de nuestros días.
¿Dónde estamos? —preguntó el hijo templando las cuerdas de las alambradas.
En ninguna parte —contestó el padre pasando una esponja sobre los árboles.
Pero los veteranos, encendiendo fogatas, se ponían a cantar
y todo parecía un alegre campamento de verano.
¿Dónde estamos? —preguntó el muchacho con el cordero sobre los hombros.
En ninguna parte —contestó la muchacha con el ramo de nomeolvides en el pelo.
¿Cómo podíamos cantar mirando día y noche el negro foso?
Un día, sin embargo, el aire amaneció fragante;
olía a almidón, a cabello de mujer recién lavado,
acaso porque ese día ella descendió por el negro foso.
¿Dónde estamos? —preguntó el niño con el rayo de sol entre los dientes.
En ninguna parte —contestó el anciano revolviendo el caldo negro de la memoria.
Ese día, en cuclillas junto al fuego, empezamos a cantar.
Cantábamos bajo las duchas de la luna llena,
cantábamos pelando papas infinitamente oscuras,
cantábamos separando la uña de la carne.
Aun el último día entre los vivos cantamos.
En fila india, con el clavel de los mansos en el corazón,
caminamos lentamente hasta el borde del pozo.
¿Dónde estamos? —preguntó la niña que dormía con el ave fénix en sus brazos.
En ninguna parte —contestó la madre con el balde de olvido sobre la cabeza.
Así, tomados de la mano, esperamos el amanecer
y bajamos cantando a la eternidad.

 

Coda

Señoras y señores:

Un niño que miraba el mundo por los visillos, sintió de pronto que su boca se llenaba de palabras y de música. No entendió qué ocurría, pero fue como si hubiera agregado a su naturaleza un nuevo sentido: sólo a través del mismo podía percibir el mundo, sentir el mundo, interpretar el mundo, padecer el mundo; sólo a través de ese nuevo sentido la realidad cobraba plenitud.

Y desde entonces el niño no hizo sino esperar ese advenimiento, preguntar al Pájaro de la Montaña por el Árbol que Canta, ese árbol del que habla la noche 938 de Las mil y una noches. El pájaro le señaló un bosque, pero al acercarse vio que el árbol buscado era muy grande y muy alto y que no podía llevarlo consigo. Entonces el Pájaro le dijo: “Toma una rama y plántala en tu jardín”. Yo no he hecho más que eso: he tomado una pequeña rama del árbol que canta y la he plantado en mi jardín.

(De: Horacio Castillo. “Apuntes para una gnoseología poética”. Buenos Aires, Boletín de la Academia Argentina de Letras, tomo LXIII, 1999. Pp. 102-103).