Los mejores libros de la década

Los detectives salvajes
Roberto Bolaño
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Los detectives salvajes, reseña por Flor Marina Yánez Lezama

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“Los detectives salvajes”, de Roberto BolañoDebo decir en primer lugar que si, como pensaba Roberto Bolaño, la escritura de calidad se instala en el terreno del riesgo permanente, Los detectives salvajes es un libro peligroso, un territorio alfombrado con astillas, el testimonio desmedido de que “el mundo se nos da en fragmentos”, citando al poeta Mario Santiago, socio mexicano del escritor en su juventud. El lector emerge exhausto de las más de seiscientas páginas de historias que remiten a otras historias, que llevan a laberintos y acantilados, y a más historias. Al final, el sobreviviente se sostiene, tembloroso, inquieto, gozoso por haber salido airoso del trance, como aquel que se repone de uno de esos sismos más o menos leves, pero no por ello menos temibles, que atacan de improviso y casi a diario México, DF.

La novela es una superposición de búsquedas. La primera es la búsqueda de la poeta mexicana Cesárea Tinajero, fundadora del realismo visceral, recreación de las vanguardias literarias del siglo XX, una de las cuales —el infrarrealismo— lideró el propio Bolaño, junto a Mario Santiago. La poeta en cuestión fue vista por última vez en Ciudad de México en 1929; y, para 1975, se presume aún con vida en algún estado del norte del país. La segunda búsqueda sigue las huellas de dos jóvenes poetas representantes del movimiento realvisceralista, Ulises Lima y Arturo Belano, desaparecidos tras marchar en busca del grial, summum de la verdad poética anhelada representada por Tinajero, cuya obra concreta paradójicamente no conocen. Detrás de esas búsquedas, o en sus intersticios, se desarrolla la narración fragmentada, híbrida, hiperbólica, del viaje vital de una generación frustrada, que llegó tarde para la construcción de las utopías literarias relevantes de su tiempo y sucumbió por la traición política de sus líderes; una historia que es también la de todos nosotros, los que transitamos la realidad diluida de la postmodernidad.

La estructura de la novela se organiza, grosso modo, en tres secciones. Comienza con el diario personal de un joven mexicano, Juan García Madero, el cual abarca los meses finales del año 1975 y en el que nos cuenta su encuentro con el realismo visceral y con sus dos líderes. El diario se interrumpe el último día del año y es retomado en la tercera sección, abarcando enero y febrero de 1977. Esta última parte narra el viaje en auto de los tres poetas junto a una prostituta de nombre Lupe, por los estados norteños, hasta dar con el paradero de Cesárea Tinajero. La sección central del libro es, a juicio de quien escribe, la que pone de manifiesto en mayor grado, la maestría y el arrojo del autor. La voz de García Madero da paso a un coro de cincuenta y tres voces monologando, discurriendo horizontalmente a modo de contrapunto. Cincuenta y tres anécdotas, entrevistas, confesiones, descripciones, son organizadas y editadas por un narrador innominado, oculto, que nos hace avanzar y retroceder en el tiempo, pisando sobre las huellas de Belano y Lima a lo largo de veinte años (1975-1995), a través de un espacio que comprende México, Estados Unidos, Centroamérica, Chile, Argentina, Israel y varios países de África y Europa. A menudo las referencias a los desaparecidos se convierten en excusa para digresiones que desembocan en narraciones autónomas. Y más allá, el silencio. Los héroes se desdibujan y se pierden en el olvido. La ausencia queda como la única constatación de su existencia. La ausencia y el silencio, que es todo lo demás como dijo el Poeta, que es enigma sobre el que descansan las incógnitas planteadas en la primera parte y reafirmadas en la tercera. ¿Quién era en verdad Cesárea Tinajero? ¿Adónde se fue García Madero en la segunda parte, si es que en verdad era poeta, si es que era García Madero? ¿Qué fue lo que ocurrió en el desierto de Sonora y que arrimó a Belano y a Lima al exilio?

El libro completo es una invitación al juego, una caja de resonancias. Coquetea con el género policial, con la novela histórica, con el relato real, no tiene reparos en acercarse a la épica, a la tragedia clásica, a la poesía, fuente primigenia y constante del autor. Toma de la tradición oral la alusión al viaje mítico de iniciación; hace guiños a Homero, al utilizar la primera persona como voz narrativa y la fragmentación en episodios. Este esquema refleja también, por otra parte, la episteme de la postmodernidad, con su dialéctica de interacción fundada en el individuo y no en la relación. Todas las voces son voces en primera persona, monólogos enmascarados. La relación sólo puede ser conocida como algo dado desde fuera, producido artificialmente. Porque “la única historia posible somos nosotros” —eco de Cabrujas. Desde esta racionalidad cartesiana, un individuo tenderá a conocer a otro como objeto definible desde uno, desde el Yo, un sí mismo sin otro, y por tanto susceptible de ser ordenado de acuerdo con una definición no por impuesta, menos fragmentada. Si los individuos sólo pueden entenderse en su uniformidad deben ser pensados como una parte diferente de lo mismo. La hipérbole de esta concepción se manifiesta en las metrópolis, donde se concentra la “abigarrada muchedumbre sin rostro”, como en el México recordado por Bolaño.

De acuerdo con la interpretación anterior, Los detectives salvajes es, finalmente, la historia del deseo insatisfecho, del otro inalcanzable, de la imposibilidad de los sueños, ante lo cual la única venganza es el desenfado, la burla, la desacralización de los hechos, de los patriarcas, de los símbolos, de los héroes, de la propia realidad.  Siendo además la narración de un viaje interminable, es la historia del paso del tiempo, de ese tiempo que sólo sabemos que existe cuando lo narramos, en secuencias anudadas entre sí, buscando darle sentido no ya a él mismo sino al enigma de la vida, la finitud contra la que esta novela parece rebelarse, abriendo la ventana al infinito.