Los mejores libros de la década

2666
Roberto Bolaño
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“2666”, de Roberto BolañoTras la lectura de varias reseñas sobre 2666 y la relectura del mismo hace ya unos cuantos meses, tuve una vaga y errada intuición. Consideré que el vasto tomo habría sido mejor comentado discerniendo cinco críticas distintas, una por cada parte, de modo que el conjunto fuera tratado con la profundidad que merece. Luego esa intuición cambió radicalmente. 2666 debía servir de trampolín para conocer el universo Bolaño, los detalles de su obra culminada en este libro, pues Bolaño es escritor de una sola e inmensa obra de madurez al estilo de Joyce o Proust. Obra que aproximadamente consiguió pergeñar en Los detectives salvajes y tras la que casi culmina su estilo. Sin embargo, la narración de 2666 supondría otra vuelta de tuerca al conjunto de su obra, la argamasa que terminara de compactar la catedral, la quisquillosa respuesta feroz de un prurito de escritor, acaso angustiado por el pecado de no haberse exhibido en su totalidad en aquella novela que ganara el Premio Herralde. En definitiva, 2666 es el libro de referencia de Roberto Bolaño. De hecho, Ignacio Echevarria, crítico y amigo del autor, dice en una nota a la primera edición de 2666 que Bolaño se jactaba de hallarse en un proyecto que dejaba atrás a Los detectives salvajes.

Cabe recordar que, independientemente de que fuera ésta su Biblia particular, la intención del autor era publicarlo en cinco tomos y no en uno solo (como finalmente se hizo) asegurando así, según la opinión de Bolaño, el futuro de sus hijos. Desconozco qué opción hubiera resultado mejor atendiendo sólo a criterios de mercado. Imagino que muy posiblemente sería la tomada por su editor, Jorge Herralde, e Ignacio Echevarria, a pesar de violar la voluntad del escritor desaparecido. Lo cierto es que la edición conjunta era la única que hacía justicia con su legado al reunir el resultado maestro de su vida como narrador.

Este libro póstumo, permítanme la siguiente licencia poética, es una hermosa metáfora sobre el mismísimo universo. Ya en su más inmediato origen, el título, desconocemos su significado. Únicamente es posible acercarse a él mediante vagas pistas esparcidas en un par de libros suyos. En Los detectives salvajes Cesárea Tinajera apunta en una conversación aparentemente trivial la misteriosa fecha de dos mil seiscientos y pico, y en Amuleto, la protagonista piensa en un cementerio olvidado allá por el año 2666. Siguiendo con la metáfora del universo, el lector no podrá saber nunca qué hay más allá, cuál es el final, porque su creador se lo llevó a la tumba. Nunca se sabrá qué pasó de verdad en la historia que Bolaño no termina de contarnos, cuál es el Aleph de 2666, ese punto mágico donde convergen las cinco partes; un punto mágico del que, de hecho, se encuentran anotaciones en los borradores del escritor. Por otra parte, se ha especulado acerca de un posible final abierto, cuestión que particularmente declino remitiéndome al carácter de otras obras del autor.

 

Dado que 2666 se considera el libro de referencia de Bolaño, aquel en el que se concentran las obsesiones del autor y su estilo se manifiesta al más alto nivel, acercándonos a otros textos del autor da la sensación de que nos estuvo tomando el pelo inconscientemente. Quiero decir que Bolaño, inexorablemente, tenía que poseer su obra culmen y es por ello que el resto de sus textos parecen bosquejos de ésta, una apropiación de viandas para lo que sería su más arriesgada aventura que, no me digan que no, tiene un su punto místico inacabada. Creo que incluso deberíamos albergar cierta esperanza como gnósticos. Cierta esperanza en el más allá sólo por preguntar al susodicho cómo diablos acaba la obra. Si bien Bolaño aseguró en su última entrevista que de existir otra vida lo primero que haría sería matricularse en algún curso impartido por Pascal, a los que seguimos aquí abajo nos dejó otra tarea pendiente en el más allá.

Como digo, en 2666 se concentra la totalidad de las características de la obra completa de Bolaño, lo cual es un inconveniente a la hora de reseñarlo, ya que esta labor se puede llevar a cabo de dos formas: como el neto comentario del argumento o como el resumen de una posible tesis sobre el autor (que seguramente ya se haya llevado a cabo). Trataré, así pues, de exponerme siguiendo ambos sistemas.

Encasillar el estilo de Bolaño no parece tarea difícil. Eso sí, muy a pesar del autor, que, en su madurez y tras la experiencia de los infrarrealistas, trató de evitar los grupos, aparte de que él mismo desconfiaba de sus aptitudes para encajar en ninguno. Antes que en la sociedad, y entramos ya en el pensamiento del autor, prefirió creer en el individuo.

Bolaño es, con muy pocas dudas, testigo de una relativamente reciente tradición hispanoamericana cuyo denominador común serían los grandes constructores de historias. Y esa es una tradición que reúne a un buen número de autores con los que podrían establecerse semejanzas, pero siempre matizando. Jorge Edwards dijo que Los detectives salvajes era “un libro de la familia literaria de Paradiso, de Rayuela, de Adán Buenosayres”. Respecto a la comparación de Paradiso —y si comparamos Paradiso con Los detectives salvajes también lo podemos hacer con 2666—, personalmente pienso que, aparte de por la vastedad de ambas obras y por enmarcarse ambas en la mencionada tradición hispanoamericana, existen otras que sin salirse de esa tradición se acercan más al estilo de Bolaño. Un estilo que tiene poco o nada que ver con el desmesurado barroquismo de Lezama Lima. Un estilo que se acerca mucho más a la personalidad de autores como Ricardo Piglia o Rodrigo Fresán. Podría pensarse, así pues, en una nueva y parcial contradicción con el pensamiento del autor, que admitió, en una entrevista concedida en Chile por motivo de la Feria del Libro en 1999, la necesidad de que las nuevas generaciones se alejaran del boom. En Bolaño es posible encontrar influencias fundamentales del boom, pero siempre renovando estructuras y estilo, esfuerzo que siempre es moralmente loable.

Dije en el párrafo anterior que el denominador común de la reciente tradición hispanoamericana son los grandes constructores de historias. Pues bien, concretamente 2666 es la respuesta a la siguiente pregunta: ¿qué sucede cuando un maestro del relato breve se propone hacer su gran obra? Sucede la idea de un considerable volumen en el que una historia remite a otra, en el que los detalles más meticulosos e imperceptibles conducen a historias formidables. Sucede el milagro: la literatura a partir de la nadería. Este párrafo que tan altisonante suena (y que conste que pretendo alejarme de tantas críticas grandilocuentes y otras que, supongo por cuestiones de tiempo o espacio, se han quedado demasiado cortas) desvela uno de los secretos de la obra de Bolaño: su habilidad para trazar cuentos. Una característica talentosa que supo pulimentar muy bien. Es innegable, lamentablemente para los lectores voraces del chileno, que algunos de sus modelos de historias e incluso historias en sí se repiten a lo largo de la totalidad de la obra de Bolaño. Sobreproducción literaria de la que puede deducirse algo que ya mencioné anteriormente: Bolaño, inconsciente, nos tomó el pelo y previamente nos vendió, como ya hicieron otros autores de un solo libro, bosquejos de su gran obra. Pero atención a esto: no me estoy refiriendo a que el resto de su obra sea inútil de leer, sino que ayuda a comprender mejor 2666 o, también, Los detectives salvajes. De hecho, resulta paradójico en un autor que confesó olvidarse de sus libros una vez escritos (práctica, ya se sabe, muy habitual), que sus historias no mueran una vez terminadas sino que continúen enriqueciéndose, y en 2666 pueden encontrarse historias que aparecen en libros suyos o con las que podrían establecerse similitudes. Por ejemplo, en su libro de relatos Llamadas telefónicas encontramos la historia de El Gusano, personaje muy posiblemente involucrado en actividades delictivas, situada en Sonora (¿estaría este personaje involucrado en los crímenes de Santa Teresa, de los que tanto se habla en 2666?). O lo que es más grave aun, Bolaño dejó anotado que el narrador omnisciente de 2666 es Arturo Belano, alter ego de Bolaño y coprotagonista de Los detectives salvajes. ¿Se imaginan que la totalidad de Los detectives salvajes fuese una parte más de 2666? Lo que sí parece claro, lejos de conjeturas contrafactuales, es que había más de un punto común entre las dos obras más importantes de Bolaño.

 

Pretender escribir la sinopsis de un libro cuyo autor es un gigante constructor de argumentos, capaz de prolongar sus textos casi indefinidamente, es una tarea que siempre será paupérrima. Incluso si lo que se pretende es acercar la obra a un posible lector interesado. Y es que el hilo conductor de la obra, a fin de cuentas, parece ser poco más que una excusa entre tantos otros detalles. He de admitir así mi fracaso de antemano en una labor que entraña cualquier reseña: el epítome.

Comienza el libro con La parte de los críticos, el seguimiento de las huellas dejadas por un escritor llamado Archimboldi en busca del mismo. Cuatro profesores siguen su pista, inevitablemente recordando al lector el argumento de Los detectives salvajes. Digamos que, si en Los detectives salvajes se habla de un grupo de jóvenes escritores que vendrían a ser los infrarrealistas a los que perteneció Bolaño, los cuatro profesores que protagonizan 2666 serían esos mismos jóvenes agitadores convertidos ahora en dandis que disfrutan de una vida de lujos y que los convierten en protagonistas de un culebrón de alto standing.

No se trata esta primera parte, pese a estar salpicada de literatura, de ninguna exposición sobre la pesimista perspectiva que de la literatura tiene el autor. Dijo Bolaño refiriéndose a Los detectives salvajes que no se trata de ningún libro acerca de la nefanda existencia de cierto modelo de escritor decadente, tal y como es el caso de La literatura nazi en América. Muy al contrario, Bolaño reconoce escoger el tema de la literatura por mera comodidad que, en el caso del virtuoso escritor, no debería ser tratada como pecado venial pero que también podría entenderse como una comodidad que ha alterado y patentado a su manera.

En La parte de los críticos se desenvuelve el Bolaño viajero que acostumbra a situar sus historias en dispares puntos del planeta, característica que podemos encontrar en cuentos como “Últimos atardeceres en la tierra” o “La nieve”. Pelletier, Moroni, Espinoza y Norton acuden a sucesivos congresos en torno a la figura de Archimboldi y traban relación entre ellos. Tales simposios archimboldianos llevan a los profesores de una ciudad a otra, a cual más cosmopolita de todas, hasta acabar en la industrial Santa Teresa, donde aparece Amalfitano, quien conecta con la figura de Archimboldi.

Las relaciones entre tres de los cuatro profesores marcan la primera parte. Se trata de unas relaciones elitistas y anónimas —el anonimato, la aparición de escritores de segunda o tercera división, es reiterativo en las historias de Bolaño—, influenciadas siempre por el ambiente intelectual y por la admiración hacia Archimboldi y que desembocan en otra característica apreciable en la literatura de Bolaño: el sexo. Podemos encontrar en muchos de sus libros situaciones sorpresivas sobre un tema que tanto requiere para no caer en tópicos. Al igual que el título de un libro de Bukowski, los críticos son auténticas máquinas de follar, aptitud sobresaliente que Bolaño describe con acidez y que volverá a verse en otras partes de 2666.

Otro punto estilístico a destacar es su narrativa onírica. Bolaño tampoco ha podido resistir la tentación de experimentar con un estilo de ficción (o no ficción) que tanta libertad permite como ya demostró en la tercera parte de su poemario Tres. Estos sueños o pesadillas de los cuatro profesores que tan minuciosamente describe Bolaño, como si fueran cuadros de Dalí, aportan un merecido frescor y disparan los índices de imaginación del escritor; independientemente de lo inevitable que resulte caer en la tentación de pensar que posiblemente haya sido él mismo quien de verdad los haya soñado.

Con La parte de Amalfitano aparece otra obsesión del autor: la admiración por las desmesuradas vidas de los poetas. Aquéllos que siguieron el ejemplo de Rimbaud y Lautreamont y se quemaron en el éxtasis. Ese arquetipo de poeta, retratado en La literatura nazi en América, que decidió vivir sin timón y en el delirio como dice un verso del poeta Mario Santiago y mejor amigo de Bolaño. Ese camino poético que, en palabras de Bolaño, “apuesta todo lo que tiene por algo que no se sabe muy bien qué es”. Dicho rol es encarnado por un poeta loco, aquél que Lola, la mujer de Amalfitano, decide visitar abandonando así a éste. En realidad, ese poeta que reside en el manicomio de Mondragón es el alter ego del que fuera considerado por Bolaño en 2003 uno de los tres mejores poetas vivos en España: Leopoldo María Panero. Puede entenderse también esta parte como un elogio a quienes han podido tolerar en sus carnes la ferocidad de la poesía y sus efectos secundarios arramblando a ciegas y a golpe de machete por un camino frondoso. Es decir, se da la ambivalencia, el amor y el odio cuya sinergia, de la que Bolaño no puede huir, nos ofrece éste. Asimismo protagonizan esta parte las imposibles relaciones familiares entre el filósofo Amalfitano, que impartirá clases en Santa Teresa, y su hija Rosa.

En La parte de Fate nos encontramos con otro modelo de personaje por el que Bolaño siente devoción; un personaje al que le gusta caminar por terrenos pantanosos. Alguien que le hubiese gustado ser a Bolaño de no haberse convertido en escritor: una especie de detective “que puede volver solo, de noche, a la escena del crimen, y no asustarse de los fantasmas”. Oscar Fate, el personaje del que hablo, es un periodista especializado en temas sociales que cubre un combate de boxeo y siente la vorágine de la brutalidad de Santa Teresa. Oscar Fate y las situaciones que lo salpican hacen gala de un humor negro y marginal. Un sentido del humor que ha trasgredido los límites de lo corriente y que podría situarse en una sociedad futura y devastada que admite la brutalidad y la locura y se ríe de ellas.

La parte de los crímenes es la recreación de las muertes en Ciudad Juárez. Fruto de la correspondencia entre Bolaño y Sergio González Rodríguez —autor de un ensayo sobre tales crímenes titulado Huesos en el desierto— surgen las descripciones milimétricas de las barbaridades acaecidas sobre los cadáveres encontrados. Se trata de descripciones reiterativas en las que más bien poca variación existe entre los múltiples cadáveres y cuyo efecto expresionista teje ese tapiz infernal que es Santa Teresa, el nombre que el autor designa a Ciudad Juárez en 2666. Acerca de la narración de tales crímenes se ha oído acerca del carácter de denuncia proyectado por Bolaño, lo cual se aleja demasiado de la mirada amoral que distingue al autor y sus personajes. En la entrevista que el autor concedió en Chile en 1999 habla del atractivo implícito en la idea de crimen y arte. “El crimen es un arte y el arte, a veces, es un crimen”. Esto se presenta en consonancia con el ya referido humor negro e, independientemente de los dictámenes del fuero interno de Bolaño acerca de los crímenes, la lectura de éstos es la lectura del informe de un forense impudoroso. Así, la angustia sólo se encuentra traduciendo estas escenas al lenguaje visceral. Pero en ningún momento Bolaño pretende involucrarse ni, mucho menos, querer presentarlo como afectación manida o ñoñería de prensa amarilla. Bolaño es, en este aspecto, un tipo duro. Un detective salvaje.

Llama la atención entre las páginas de La parte de los crímenes la serie de chistes que Bolaño pone en boca de policías machistas o, para ser más exactos, simplemente amorales. Es decir, en un mundo atroz —el mundo de Santa Teresa— sólo puede encontrarse la risa traspasando los umbrales establecidos. Nos imaginamos así a unos policías inmunes ante los asesinatos desmesurados. Unos policías que están prácticamente de vuelta de todo y en cuyas existencias ya no hay cabida para disertaciones filosóficas sobre razón y progreso. Esa es la única e indiscutible realidad. Esos chistes tienen la maravilla (si se puede decir así) de ser burdos y soeces, de escapar de intelectualismos ni pedantes chanzas inteligentes y flotan en una superficie humana llena de costras y heces. O de sangre y mierda, como prefieran llamarlo. Sin embargo, lejos de tópicos feministas, la realidad que subyace tras estas escenas es lucidísima, baudeleriana. He de decir también que tanto en Los detectives salvajes como en 2666, Bolaño se deja ver en ocasiones muy puntuales como un magnífico tertuliano de bar lumpen. El Bolaño íntimo, laxo tras intensivas jornadas literarias, es un afable entretenedor. Algo así como un editor de calendarios zaragozanos o un docto en asignaturas de poco rigor. Ya pudo verse esto en Los detectives salvajes, en aquellos dibujos aéreos que parecían sacados de los pasatiempos del diario y de los cuales había que imaginar qué representaban.

Llegamos finalmente a La parte de Archimboldi que —como Cesárea Tinajera o un Bolaño alternativo al que le hubiese gustado ser el ficticio candidato teutón al Nobel— versa acerca de un escritor que ha vagado por medio mundo, concretamente por la Europa desolada de mitad de siglo. Un autodidacta de infancia enrarecida con mucho que contar. Posiblemente más aquí que en el resto de 2666 cobra máximo interés un pilar primordial en el quehacer literario del escritor: “el ejercicio de la memoria bajo rigor estilístico”. Es decir, salvo que nos azacanemos en conocer la biografía de Bolaño atando cabos o leyendo estudios sobre su obra, nunca sabremos qué relatos sucedieron en la vida del chileno, puesto que él no creyó en “la literatura como dietario de vida”.

A pesar de la inagotable fuente de relatos que es la II Guerra Mundial, la síntesis de éstos con el aderezo personal de Bolaño hace de la última parte de 2666 un indiscutible riquísimo relato. Cabe destacar aquí las cuidadas y prósperas relaciones entre Hans Reiter (Archimboldi) y su editor, el señor Bubis (¿un guiño al, muy posiblemente, mejor editor español y editor de buena parte de las obras de Bolaño?), y las historias acontecidas en el castillo de la baronesa von Zumpe. En éstas se enmarca, a mi juicio, la mejor escena sexual de todo el libro, protagonizada por el titánico general Entrescu, la baronesa von Zumpe y los voyeurs Reiter y Wilke. Una escena más cercana al porno humorístico que al erotismo. Una escena que hace pensar en las viables dotes de Bolaño como director o guionista de género X.

 

Si querían saber acerca de 2666 y su autor, aquí termina la crítica objetiva. Lo que sigue no es necesario que lo lean dado que se trata de mi sensación estomacal post2666 que elogia (y supongo que habrán leído demasiados elogios) dicho libro. Aunque en mi caso, honestamente, no sea por mero protocolo u otros intereses.

A decir verdad, y ya sí que no me excederé más en florituras poéticas, adentrarse en 2666 es abrir la ventana y encontrarse un desierto cuyo sol vengativo y crepuscular abruma y ciega. Pero no un desierto cualquiera; sino ese desierto que sepulta centenares de crímenes y sus respectivos expedientes policiales. Todos ellos con un punto de fuga del que jamás sabremos nada. O al menos nada más allá de la situación figurativa de dicho punto, en el centro del mismo desierto redondo bajo el cual, tras recorrerlo en espiral, descansa para siempre Roberto Bolaño.