El aprendizaje del misterio en Por los tiempos de Clemente Colling,
de Felisberto Hernández • Marta Spagnuolo
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En tanto novela de formación, el asunto manifiesto de la unidad textual constituida por PTCC y ECP es la narración del aprendizaje de un músico —un pianista—, la cual comprende dos etapas: la del ejecutante y la del conocedor de las reglas de la composición. Ambas están a cargo de dos figuras mentoras: Celina, que lo inicia en la ejecución, y Clemente Colling, que lo inicia en la armonía. (Entonces, desde un punto de vista cronológico deberían leerse en orden inverso al de su publicación;5 pero pronto veremos que otro asunto más profundo se inicia en PTCC y concluye en ECP).

El desarrollo del personaje narrador se da, desde el estado de simple alumno de Celina —alumno inmaduro, un niño, que se enamora de la maestra, y que al ser castigado concibe un imperfecto sentimiento amoroso hombre-mujer que se postula como confrontación de poderes—, al de discípulo ya adolescente de Clemente Colling, a quien profesa un cariño desinteresado que en principio sólo busca penetrar en el misterio de su ciencia y luego en el de su vida total. (“Yo lo quería mucho”, dice con sencillez refiriéndose a Colling, en tanto las referencias a su amor por Celina nunca son sencillas sino tortuosas e imprecisas). De ambas etapas, interesa aquí en especial la segunda.

Conoce a Clemente Colling a través de otro discípulo, otro ciego —el Nene—, y asiste transportado al “sortilegio” de la comunicación entre ambos, “en el ambiente misterioso que hacían ellos”. (La descripción completa de este perfecto acto comunicativo, del que registra los movimientos que hacen los ciegos al hablar, distintos de “los que estamos acostumbrados a ver en las personas que tienen vista”, al igual que aquella de la comunicación dificultosa entre Colling y el narrador durante un paseo en que este último, distraído por otros pensamientos, se atrasa y corre cómicamente detrás de las palabras de Colling “atrapando el eco y revisando apresuradamente su contenido”, son páginas prodigiosas y virtual pasto de lingüistas y semiólogos). Cuando Colling y el Nene conversan, el narrador se siente excluido, como si el ciego fuera él:

Entonces se acercaban al piano. Pero cuando hablaban de composición, y por ahí, de sensaciones sonoras, de sentimientos, del arte y de la ciencia, la conversación parecía más secreta; porque iban a lugares donde yo tenía pocos pensamientos, pocas experiencias. Sin embargo, en mi curiosidad siempre expectante, era continuamente despertado, provocado por vagas sugerencias, que si bien algunas acertaban a mezclarse en los caminos de ellos, otras me dejaban despistado, pero con la ansiedad de volverlos a encontrar.

Se halla, pues, a la vera del misterio en el cual desea penetrar. Misterio que es el mysterion griego, “secreto”, “ceremonia religiosa para iniciados” (de myo, “yo cierro”). En efecto, el mundo de signos mediante los cuales los ciegos comparten su sabiduría musical es un espacio cerrado, y se asemeja a una religión en la que pretende ser iniciado: “Su falta de vista y su entendimiento mutuo me sugerían algo así como una religión”.

Como todo discípulo, atesora las anécdotas del maestro y las testimonia, sin olvidar “las frases célebres”: la de la niña vidente que quería imitar a las niñas ciegas echándose jábon en los ojos; la del exabrupto respondido, por culpa del ajenjo, al pianista argentino Drangosh; alguna cercana al apólogo, con su pertinente enseñanza moral, como la del delátor; y aun otra rayana en el milagro, como la de su triunfo sobre Saint Saëns como improvisador, tras el cual el famoso compositor habría dicho: “Este joven me ha vencido, pero es el único”. No falta, tampoco, la imitación del maestro: “Yo observaba sus hechos, sus sentimientos, el ritmo de sus instantes”, dice, y durante mucho tiempo lo imitará. Cuando lo ve por primera vez en un concierto, observa cómo se acerca al piano y hace su extraño saludo —ese “elegante”, según Colling, que había aprendido en París—, acciones que constituirán la desopilante preocupación del protagonista de Mi primer concierto. Más tarde, en TdlM, recordará cómo repetía a Colling en sus actuaciones de pianista:

Al final pedí tres o cuatro notas en forma de tema para hacer una improvisación. Yo estaba preparado para esto como una dama para ser sorprendida por el fotógrafo. El tema que me dieran lo ubicaría en formas o estructuras ya muy ensayadas pues el juego de improvisar lo había practicado mucho tiempo: primero se lo oí a Clemente Colling un organista francés y después le había copiado el procedimiento. (Lo imitaba como un niño de dos años imita a una persona cuando escribe o cuando lee el diario).

Como es de rigor, el maestro es pobre, y las gentes vulgares no saben reconocerlo: “Aquí no vive ningún maestro”, le contesta la mujer del conventillo cuando pregunta por Colling. Y, por último, también está presente el acto simbólico de lavarle los pies.

Desde luego, el sentido religioso pierde solemnidad y termina siendo, como todo en Felisberto, irónico y risible, con la irrupción de las ocurrencias del narrador: cuando el héroe vencedor de Saint Saëns cuenta el glorioso episodio yendo del brazo de su discípulo, éste piensa que “los bichos de Colling” podrían corrérsele a su persona, e inmediatamente se produce la hilarante desheroización del personaje; lo mismo ocurre con la ceremonia del lavapiés, cuando las garras en que se habían convertido las uñas del maestro le hacen pensar: “Tenía razón Darwin, el hombre desciende del mono”. Por otra parte, el ejemplario de Colling es bastante dudoso, porque con frecuencia el maestro miente descaradamente.

Como todo aprendizaje, el suyo pasa por momentos de decepción, cuando el maestro no actúa como él espera que lo haga; el primero, cuando juzga su Nocturno. En realidad, Colling lo desilusiona muchas veces, como músico y como hombre, y de ello será preciso ocuparse más adelante. Pero el aprendizaje del músico se verifica por completo: en el futuro, él será una continuidad de Colling cuando dé conciertos, cuando improvise, cuando oiga y juzgue los nocturnos de otros. E incluso, como en todo acto pedagógico, el maestro también aprende del discípulo que, ya formado, independiza sus juicios y aporta criterios nuevos: “¿Sabe una cosa?, que tienen razón Stravinski, Prokófiev, Ud. y todos los locos como Ud.”, reconocerá Colling una noche.

 

 


  1. Y de hecho, así las presenta el tomo II de las Obras completas en seis tomos, Montevideo, Arca, 1970.