El aprendizaje del misterio en Por los tiempos de Clemente Colling,
de Felisberto Hernández • Marta Spagnuolo
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“Por los tiempos de Clemente Colling”, de Felisberto HernándezPero antes hay una etapa intermedia, la tercera, en la que todavía huye del socio, porque, de permitírselo, éste va a alterar los recuerdos, los va a organizar de acuerdo con otras leyes, les va a quitar la ternura de la subjetividad, los va a racionalizar en una estructura literaria quizá hasta sujeta a los estilos de moda y, por ende, insincera. Se va, solo, a resolver los recuerdos a una casa, en un bosque:

Esta era la tarea que más deseaba hacer solo, porque mi socio entraría en esa casa haciendo mucho ruido y espantaría el silencio que se había posado en los objetos. Además, mi socio traería muchas ideas de la ciudad, se llevaría muchos objetos, le cambiaría su alma y sus trajes. Pero mi terror más grande era por las cosas que suprimiría, por la crueldad con que limpiaría sus secretos y porque los despojaría de su real imprecisión, como si quitara lo absurdo y lo fantástico a un sueño. Era entonces cuando yo disparaba de mi socio...

Pero el socio lo sigue, se va convirtiendo en un cuerpo microscópico que fatalmente es atraído hacia su centro y se encarnará en él, quien ya siente que la ideas del socio lo invaden, porque, “él tenía la fuerza que tienen las costumbres del mundo”. Y ésta es la cuarta y última etapa: la de la aceptación de que no habrá otra manera de salvar algunos recuerdos que la de someterlos al lenguaje de la “tribu”, diría Mallarmé, limitado a formas e ideas gregarias, convenidas, para el cual lo principal —el misterio— será siempre inefable. Lenguaje cuyo propósito y destino, sin embargo, ha de ser siempre un tender infinito a penetrarlo:

Sin embargo, aquella madrugada yo me reconcilié con mi socio [...] descubrí que mi socio era el mundo. De nada valía que quisiera separarme de él. De él había recibido las comidas y las palabras. Además, [...] mientras yo escribía los recuerdos de Celina, él fue un camarada infatigable y me ayudó a convertir los recuerdos sin suprimir los que cargaban remordimientos en una cosa escrita. Y eso me hizo mucho bien. Le perdono las sonrisas que hacía cuando yo me negaba a poner mis recuerdos en un cuadriculado de espacio y de tiempo. Le perdono la manera de golpear con el pie cuando le impacientaba mi escrupulosa búsqueda de los últimos filamentos del tejido de los recuerdos [...]. En cambio debo agradecerle que me siguiera cuando en la noche yo iba a la orilla de un río a ver correr el agua del recuerdo. Cuando yo sacaba un poco de agua de una vasija y estaba triste porque esa agua era poca y no corría, él me había ayudado a inventar recipientes en qué contenerla [...] debemos de haber perdido otros [pensamientos] por el camino [...]. Sin embargo, a la mañana siguiente volvíamos a convertir en cosa escrita, lo poco que habíamos juntado en la noche.

Se consuma así la transformación, que termina aceptando pero como a regañadientes, con melancolía, en las palabras finales de ECP:

Ahora soy otro, quiero recordar aquel niño y no puedo. No sé cómo es él mirado desde mí. Me he quedado con algo de él y guardo muchos de los objetos que estuvieron en sus ojos; pero no puedo recordar la mirada que aquellos “habitantes” [de la sala de Celina] pusieron en él.

En este sentido —en el de la aceptación de que, por arduo y descorazonador que sea, Felisberto Hernández será escritor—, ECP es la conclusión de PTCC. Pero, desde luego, no concluye su evolución técnica. El despojamiento paulatino de la subjetividad seguirá siendo laborioso en TdlM y sólo será total en algunos futuros cuentos perfectos; pero ella seguirá asomando, ya nítida, ya disimulada en un tramado más fuerte, en los otros textos de Felisberto que forman con éstos la suite antes mencionada (cfr. nota 3). De todos modos, el aprendizaje hecho en PTCC y ECP será operante, por cuanto le permitirá escribir el resto de su obra. Pero en sus últimos años renegará de lo aprendido y volverá al punto de partida en la peor de sus crisis, como se deja ver en los fragmentos que constituyen el llamado Diario del sinvergüenza, donde tornará a cuestionarse, con más virulencia que nunca, qué posibilidad de verdad, de lealtad al “yo” puede ofrecer la literatura, hecha por una “cabeza” de otro, de un sinvergüenza que se expresa con “pensamientos ajenos”, aprendidos en fatal componenda con el mundo.