El aprendizaje del misterio en Por los tiempos de Clemente Colling,
de Felisberto Hernández • Marta Spagnuolo
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La manera como el narrador entra en el recuerdo, a la búsqueda del misterio, es conocida, ya clásica después de Proust. Porque aunque bien dice Italo Calvino que Felisberto no se parece a nadie, que es un “irregular” que escapa a toda clasificación y a todo encuadramiento, también es cierta su observación de que en su búsqueda de medios de expresión opera “un proustianismo muy suyo”.9 Pero lo hay: en el mismo título, que es proustiano; como en los miedos nocturnos del niño que necesita la presencia materna; como en la forma de relatar las cualidades de la música y las impresiones que produce, aprendidas en las transposiciones verbales de la sonata de Venteuil; como en el pasaje en que Petrona interpreta las poses de quienes escuchan música, que es modulación de Swan observando al auditorio del pianista en casa de la marquesa de Saint Euverte; como en la manera, en fin, de entrar al mundo de los recuerdos por el gusto, que los desencadena. (Lo mismo ocurrirá en ECP donde hay un “gusto a Celina”, el “gusto de la noche”, los “gustos del verano”). Sólo que aquí, en PTCC, sin la alegría que acompaña al trozo de magdalena mojado en el té, porque es una inflexión del gusto de la tristeza, el adecuado para ir acercándonos a Colling, quien, a pesar de sus rasgos humorísticos, es una figura muy triste para el lector.

Sin embargo hay lugares con muy pocas “modificaciones” en las quintas, y se puede sentir a gusto, por unos instantes, la tristeza. Entonces los recuerdos empiezan a bajar lentamente, de las telas que han hecho en los rincones predilectos de la infancia.

El vehículo que conduce al recuerdo es apenas simbólico, ya que es un vehículo de verdad: el tranvía 42. El punto de entrada es una intersección de calles por las que pasa el tranvía “a toda velocidad. Es cuando cruza la calle Gil...”, instante que el narrador aprovecha para arrojarse, como de la máquina de Wells, a los tiempos de Clemente Colling. Entonces una de las larguísimas veredas le da en los ojos “un cimbronazo giratorio”, y queda de cara al misterio ingobernado por la lógica, en que se ve a sí mismo cuando niño, juntando los pedazos de una botella y llevándolos a su casa sin saber para qué, sin “sentido lógico”, tal como ahora la escritura junta pedazos de recuerdos que, despreocupados de la “lógica de la ilación”, lo llevan de la calle Gil, donde quedaba su casa, a la calle Suárez, a casa de las longevas. Y ya tenemos en plena acción al héroe vagabundo: trayectos por lugares abiertos, entradas a lugares cerrados. Va hacia el misterio y entra. La metáfora se sucede con continuidad; va por la calle a lo de las longevas y entra en la salita en penumbra; va por el patio de la misma casa a una habitación interior, oscura, desde donde atisba a la anciana paralítica; va a Las Piedras, a la casa del Nene, y por él tiene la iniciación en la música clásica; va otra vez a lo del Nene, cena en el comedor, y luego entra en la salita donde conocerá a Clemente Colling y donde, después, escuchará y verá hablar a los ciegos en las sombras; va por 18 y, al oscurecer, entra en el café donde Colling le explica cómo prepara el ajenjo; va hasta Olimar entre 18 y Colonia, y desde la calle espía el conventillo donde vive el maestro, sin poder entrar; va por Minas al otro conventillo, entra en la pieza de Colling y comienza a ver cuando los ojos se acostumbran a la oscuridad.

El misterio es, pues, un sitio cerrado y oscuro, y en él también los ojos del narrador deben acostumbrarse a la oscuridad, saber mirar de una manera determinada, ver lo que los otros no podrían ver, y, si es necesario, iluminar unos objetos y dejar otros en sombras para componer la belleza.

Si el principio de estructuración es el misterio, el método ha de ser la forma como se lo busca o, mejor dicho, se lo crea. En PTCC es un cierto tipo de mirada, una mirada metódica, que se aplica a todos los personajes por igual. Mirada que acoge puntos de vista múltiples de los que resultan otras tantas figuras, proteicas casi, que el narrador luego borronea, para enfocarlas a su modo, y escamotearlas en un claroscuro misterioso, por el que somete al lector a una especie de estado de búsqueda constante de los contornos en la oscuridad. Y cuando el que está leyendo ya cree que a él también los ojos se le acostumbran a esa oscuridad, Felisberto da otra vuelta de tuerca al misterio y éste, lejos de ser develado, queda suspendido en una tensión permanente que sostiene en vilo la estructura de la novela.

Si tomamos los personajes de mayor relevancia —las longevas, Petrona y Clemente Colling—, encontramos que apenas tienen relación entre sí, no hay hechos comunes que los impliquen desde el punto de vista de una trama, ni presentan semejanza o contraste de caracteres. Parecen el paraguas y la máquina de coser sobre la mesa de disección, para usar la expresión de un compatriota de Felisberto. Sin embargo, tienen en común el método empleado para narrarlos, que es exactamente el mismo en los tres casos, y que podría resumirse en estas máximas: “evitar la comodidad de apoyarse en ciertas síntesis” y “lo que sobresale no es lo más importante”. Las longevas no se comprenden por el chistido. Petrona, con su fantástica risa convulsiva, no se comprende por su falta de instrucción. Colling no se comprende por su desaseo. Obsérvense las siguientes citas que corresponden: a) a las longevas; b) a Petrona; c) a Colling:

  1. ...y me di cuenta que en casa tenían razón cuando decían que las tres —en los intervalos de la animada conversación y sobre todo cuando reían— hacían un ruido fuertísimo al aspirar el aire por entre los dientes. Después me fijé que aquello era tan fuerte, que no lo cubría ni el 42 cuando pasaba a toda velocidad. Pero yo no quería que me hubieran hecho observar aquello porque después tenía que poner demasiada atención a eso y no podía seguir sintiendo otras cosas, y a mí me gustaba ir y estar en aquella casa. En mi familia había una tía lejana [...] y ésta llamaba a aquéllas “las del chistido”. A mí me daba mucho fastidio [...] aquellas mujeres me inspiraban cariño por la nobleza de sus sentimientos y por la fruición con que gozaban el rato que pasaban con nosotros. Tal vez en esos momentos fueran tan felices porque en las demás horas de sus vidas tuvieran muchas ocupaciones, de esas extrañas, infinitas, que suelen tener las personas responsables, y muchos frenos morales y muchas penas. Aunque el chistido fuera lo que más sobresalía, no quiere decir que debiera comentarse más que lo otro. Y sin contar con que al nombrarlas así, se hacía una síntesis falsa de ellas; esa síntesis no incluía lo demás, sino que lo escondía un poco; y cuando uno pensaba en ellas, lo primero que aparecía en la memoria era el chistido, y eso tenía un exceso de comentario. Yo me reía sin querer y después rabiaba. Muchos años después me di cuenta que quería rebelarme contra la injusticia de insistir demasiado en lo que más sobresalía, sin ser lo más importante. Y si podía sobreponerme a ese ruido que cierta crítica hace en algún lugar del pensamiento y que no deja sentir o no deja formarse otras ideas menos fáciles de concretar, si podía evitar el entregarme fácilmente a la comodidad de apoyarme en ciertas síntesis, de ésas que se hacen sin tener previamente gran contenido, entonces me encontraba con un misterio que me provocaba otra calidad de interés por las cosas que ocurrían [...] El misterio empezaba cuando se observaba cómo se mezclaban el conjunto de cosas que ellas comprendían bien, con otras que no correspondían a lo que estamos acostumbrados a encontrar en la realidad. Y eso provocaba una actitud de expectación; se esperaba que de un momento a otro ocurriera algo extraño, algo de lo que ellas no sabían que estaba fuera de lo común.
  2. Luchando con su risa ofrecía un espectáculo impresionante y extraño, y esto no sólo se explicaba porque se inhibiera al percibir “la diferencia de ambiente” entre gente instruida, sino que también ofrecía un misterio que escondía cierto matiz brutal, persistente, burlón. Si por un lado era generosa, abnegada, consecuente en los cuidados y trabajos que se tomaba por nosotros, [...] ...también se burlaba continuamente y se le ocurrían bromas crueles [...] No nos hubiera bastado con que aquella burla fuera una reacción secreta de venganza contra las personas de otra cultura. Parecía que sobraba algo, que ese criterio fuera sobrepasado y que con él no alcanzaríamos toda la realidad de su persona [...]. En total podría decir que nos sería difícil encontrarla en el sentido de comprenderla si la buscábamos con criterios o sentimientos comunes y que nos sentiríamos siempre tentados a postergar el juicio que de ella quisiéramos formarnos [...] y sobre todo desde su misterio, observaba a los demás y descubría con gran facilidad, precisamente, la menor extravagancia a que una persona se hubiera entregado. Así que en una reunión de arte, entendía de las actitudes que tomaban los demás. Y entonces su gran posibilidad de burla.
  3. A decir verdad, el descuido de Colling no me llamaba la atención, ni me llamaban ciertos conceptos hechos —como a los demás. Yo lo observaba continuamente, o lo olvidaba enseguida; para mí era una cosa de él, que le ocurría a él, pero que no la relacionaba tan estrictamente con los demás ni con las leyes sociales. Era, sí, una cosa rara: pero específicamente de él, que tenía que ver con su historia y en la que nosotros no debíamos intervenir en forma rigurosa o dedicando los mismos conceptos que les dedicaríamos a otras personas. Mi impresión de todo eso no era muy precisa y me fastidiaba la insistencia de los demás con respecto a eso. Tal vez porque estaba mal predispuesto a la crítica que hacían en casa; tomaban demasiado en cuenta algunas cosas, porque no sentían tanto como yo, otras. Y también yo accionaba contra ciertas verdades, porque esas verdades habían sido, en un principio, expuestas exageradamente.

Las tres referencias tienen en común el rechazo de los puntos de vista de los demás, para que predomine por fin la mirada de la ilusión, que permite al narrador asomarse al misterio. La racionalización del método parece quedar expuesta en el texto de la siguiente manera, en el momento referido a la frase de Colling sobre el Nocturno del narrador (“La semilla está, pero hay que cultivarla”) cuya “vulgaridad” podría pensarse extensiva a su capacidad artística, según una “moda” de reflexionar: “¿Qué quieres que sea tal individuo si hace tal cosa?”:

...con seguridad que era una forma hecha del pensamiento, que podía dar lugar a errores crueles y que inhibía para seguir pensando u observando con respecto a una persona; y además, una de las verdades más visibles era que en un mismo individuo pudieran encontrarse los casos más contradictorios.

Pero luego el narrador mismo degrada esta observación teórica, propia de un escritor, haciéndola depender de sus propios intereses personales:

Precisamente, el que yo hubiera encontrado o pensado en ese error de los otros, no era por sutileza de observación, sino sencillamente porque a mí no me convenía; porque si fueran a juzgar toda mi vida o mi persona por algunos hechos, encontrarían con razón que era decididamente un imbécil.

Sin embargo, estos razonamientos son inferiores a la realización misma de los personajes en la novela; en efecto, a lo largo del texto, Felisberto no se limita a seguir el archiconocido rechazo de toda novela moderna por los personajes de una sola pieza. El va más allá de los simples actos contradictorios que presenta cualquier personaje “realista”, y, por idas y vueltas muy complejas, nos conduce a un suprarrealismo misterioso, inquietantemente ambiguo, como el que envolverá a algunos personajes de sus futuros textos, modelo en este sentido, v.g. los protagonistas de Las Hortensias y Menos Julia.

Llave fundamental para crear la ambigüedad en el proceso de construcción de los personajes es la que impide entrar (o mejor dicho, finge impedirlo) en el espacio cerrado del misterio, a la que Felisberto llama “contra-ilusión”, la cual funciona no ya cuando el narrador disiente de las críticas de los demás, sino cuando él mismo es quien las formula. También aquí cierra con la negación:

Yo no quería pensar, ni hubiera querido darme cuenta, que la ilusión que tenía de Colling sufría algunas alternativas. Durante esos instantes, como el que hablaba con desprecio de su madre me ocurrían cosas que tampoco hubiera querido recordar. Generalmente, cuando se producía una de esas alternativas, yo atinaba a suspender el juicio o el concepto que enseguida se me empezaba a hacer, no dejaba adelantar ese motivo de contrailusión... (Subrayados míos).

Colling le da motivos de contra-ilusión cada vez que muestra indicios de vulgaridad: 1º) cuando juzga su Nocturno con una frase “vulgar”; 2º) cuando dice de su propia madre: “era una mujer muy vulgar, era lavandera [...] Yo salí a mi padre”; 3º) cuando se le torna repetitivo en sus mecanismos de improvisación, con “la testarudez de un recordista”; 4º) cuando le hace conocer su Manchuriana y, mientras Colling la ama, el narrador la siente como una “reliquia gastada”, y esto le resulta triste “como cuando un niño ama un juguete vulgar y lo guarda con cariño”. Pero en todos los casos el discípulo encuentra alguna justificación. En efecto, cuando para construir a Colling Felisberto deja avanzar hábilmente la contra-ilusión en forma de “mal pensamiento” del narrador, éste intenta detenerlo contraponiéndole un exceso de ilusión:

Si aquel pensamiento hubiera sido un ser que quería llegar a una isla, mi ilusión inundaría la isla para ahogar aquel pensamiento. Y así como de pronto me encontraba con una isla, así de pronto hacía desaparecer al que quería llegar a ella.

En este juego de tira y afloja, parece importante resguardar la simpatía del narrador por su maestro:

Precisamente, después de aquellas tentativas en que tan rápidamente viajaba de un sentimiento a otro, cuando los matices de Colling se juntaban o se desbandaban vergonzosamente, ¿se aseguraba más mi afectividad hacia él aunque disminuyera el concepto? ¿Qué cosas nuevas me presentaba y al mismo tiempo inventaba yo para empezar de nuevo?

Pero en seguida la afectividad pierde terreno, cuando Colling deja de ser puro recuerdo entrañable en el “yo” del discípulo —que el lector identifica con Felisberto—, para convertirse en materia literaria en manos de otro, del “comerciante” de los recuerdos (que estuvo en él desde siempre, desde cuando niño “hacía los recuerdos” para el futuro, como dice en TdIM):

¿O era que a mí no me convenía desilusionarme del todo, acaso porque iba contra lo que yo había puesto, como el comerciante que estando metido en un mal negocio arriesga y pone más para salvarse?

Y antes que el misterio quede del todo destruido por la razón, el comerciante —el escritor— se apresura a agregar: “¿O qué pasaba? ¿O qué otras cosas pasaban?”. Es decir, preguntas sin respuesta; no que no esperan respuestas por sabidas, como las retóricas, sino que no las tienen, al menos para el lector, que así queda nuevamente al borde del misterio, colgado de su tensión, en estado de vértigo.

 

 


  1. “Las zarabandas mentales de Felisberto Hernández”, nota introductoria a la edición italiana de Nadie encendía las lámparas, Ed. Einaudi, Torino, 1974, en Felisberto Hernández, Op. Cit., traducción de José Pedro Díaz.