El niño prodigio meditaba más de noche que de día. Empleaba su tiempo en indagar acerca de los antiguos. Con los brazos cruzados adquiría el porte de un anciano.
Se sentaba sobre libros apilados en el piso. Esperaba el amanecer para mirar cómo el gallo tronchaba la aurora. Su mechón de pelo le ahorraba los primeros destellos del día.
El niño era zurdo y nada lo hacía volverse hacia ninguna herejía. Compartía su almohadón con un raro arco iris. Se quedaba despierto durante meses y su aposento, en esos casos, se convertía en la sucursal del azar y la providencia.