El poder, triste ropaje de la criatura • Octavio Santana Suárez
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El poder, triste ropaje de la criatura
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El poder, triste ropaje de la criatura

“Escribo lo que sigue como lo creo verdadero”, leí de muchacho esta sentencia de Hecateo de Mileto y hoy trascribo con exacta sinceridad mis impresiones. El ejercicio del poder es la aplicación de un conocimiento extraído del análisis de los hechos acaecidos —ciencia fría, dura, cortante igual que una herramienta de acero—; ¿su moral?, se identifica con el interés de gobierno, y ¿su espíritu?, es completamente positivo. En la proclamación de principios no emergen las disparidades; ¿y al darles forma?, los vínculos se enfrentan y la unanimidad salta por los aires, ¡difícil diálogo el de las conveniencias!, ¿constituyen de veras la plomada del derecho? La apetencia de dominar y el sueño de emanciparse evolucionan una a expensas del otro. El mando considera que la fuerza es la ley soberana y, con ella en la mano, firman los tratados o los rompen; la propia guerra termina con esos arreglos despreocupados de consultar a los combatientes; en el cambalache de personas, el acto más nimio se ejecuta guiado por el brazo izquierdo de la locura del palo —su obrar muele un alma delicada. En cambio, la libertad se practica en el sentido que encauza a la cultura por la ruta del comprender; si se abunda por esa vía, la holgura de la jerarquía se siente amenazada, y entonces la independencia de los individuos es una pura ilusión. Innegablemente, el alcázar en la prominencia cautiva y el ejemplo de los límites rotos intimida. Ahora es preciso optar: el ímpetu vertical de la opresión frente a la tendencia al horizonte de la expansión. Con el propósito de explicar con franqueza la enfermedad —rechazando los excesos y discutiendo las fragilidades—, resulta imprescindible crearse una ética condescendiente que deje lugar a la maquinación y al placer —al docto le concierne descifrar las reglas y al santo se le encomienda enmendar las costumbres. Aquel que capte demasiado la dolencia de nuestra conciencia y no le quepa excusar su silencio, quizá acomode en sus pensamientos una indulgencia muy intelectualizada.

“Soy un hombre y a mi parecer nada humano me es extraño” decía Terencio hace siglos, y tú, lector, contemporáneo mío, por tanto, no te permitas aspavientos, ¡detén tus prejuicios, porque es extremadamente fácil el sermonear y sobradamente tentador el indignarse! En la ascensión, a la conquista de las cumbres, tenazmente alertas, cabalgando a la grupa de sus ganas enormes de rematar las cimas, los apasionados que por empeño de realizar sus ideales olfatearon en las inevitables flaquezas de la condición humana la necesidad de corromperse, los ociosos —a sueldo de los auténticos protagonistas— que no tienen más remedio que acogerse a los que quieran servirles, ¡qué les importan sus creencias!, ¡y menos sus pertenencias!, compran primero mediante pactos con vencimiento aplazado la función que les faculta venderse después. Con fervor de neófito, el perseverante formula sus anhelos; por contra, el grande comercia con sus exigencias en un extenuante regateo; metido hasta el cuello en la curiosa marea —mezcla de confianza y de desconfianza— el candidato se compromete a cumplir con el programa recomendado al tomar posesión de su puesto —chocante podredumbre previa a la maduración. En los períodos de crisis, la estructura social se relaja y los escaladores profesionales —de sagacidad más acusada que la sensibilidad o la imaginación— se benefician de la inexperiencia de la masa, del cansancio y de los temores de los moderados de su misma clase; desenmascaran a los que se conforman con la derrota y a fin de cuentas no cavilan más que en las ventajas de situarse en la cresta de la vorágine; saben que la acción por encima de la razón lo corona todo, e incluso ante la carencia de argumentos exclamarán: lo que mis contrincantes plantean, yo lo llevaré a cabo. No son más que tipos enérgicos y audaces en mitad de una corte de desamparados.

Ignorando los conceptos especulativos que el vulgo se fabrica de la justicia, de la equidad, del equilibrio, de la buena fe y de las restantes cualidades, recibiendo y concediendo, trasformando lo que acepta y vigilando la reforma de lo que aporta, detentando el papel de coordinador —árbitro natural— en las discordias internas, el Mandamás oficia la perfecta dirección. Se coloca en el centro, donde cualquier ocasión es cazada al vuelo —el azar es útil a los resueltos, sólo perjudica a los timoratos—; manipula las noticias —un acuerdo, una negociación, una reciente orientación— y tal vez... se entere de quién es la nueva favorita —la intriga es su provecho. La amplitud de sus informaciones incita a su elocuencia apoyada en el uso magistral de su ironía en los alegatos de defensa y del odio furioso en las denuncias —dispara palabras semejantes a flechas. Con extraordinario virtuosismo, maneja la mentira y la calumnia para desorientar e impedir el crecimiento de los demás, ¿no es probable que se conviertan en peligrosos cara a su prosperidad?; desanima y desacredita a los de su clientela —sus miramiemtos y enconos se esfuman—; doblega el criterio de sus oponentes despertando sus pasiones —o avasalla al asaltante o él, asaltado, antes que verse abordado, huye. Cuando hayan obtenido la supremacía, empleando la astucia y el fraude —nadie les reprochará nada—, aparece el sarcasmo en sus labios, la burla en sus ojos y el desprecio en el ademán. Ya Mandamás, habla en voz alta y apenas escucha, tampoco ataja el mal, ¿acaso no lo prometió? —lo difiere: la basura, sus acólitos no la advertirán allí, la señalarán un poco más allá, algo es algo. Asiste indiferente a la aflicción de los que sufren la escasez de emociones y la profusión del verbo hueco —rostros sucios y embrutecidos por la indigencia y cuerpos afeados y mutilados por sus trabajos. En aras de un rendimiento constante, prefiere explotarlos que exterminarlos. El espectáculo es intolerable y representa una fricción irritante, llega a encender la sangre.