El poder, triste ropaje de la criatura • Octavio Santana Suárez
VIII
La batuta torcida dirige las notas dolientes
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La batuta torcida dirige las notas dolientes

A la criatura que fabricó su carácter insolidario piedra a piedra, arrancándolas de la estructura egoísta armada por sus semejantes, primordialmente le importa el poder por sus efectos. Invade, somete y desmembra con la mira puesta en la fortuna, el crédito, el prestigio y la gloria, y, no obstante, ¡qué amarga bofetada la de tener que tributar precisamente con el sello de su peculiar servidumbre! —tremendo rito que se regocija en sus propios altares y se deleita con su liturgia y sus mitos. El fasto que rodea al personaje y la dignidad grave y solemne con que se pavonea atestiguan su dimensión casi sobrehumana; ¿infalibles?, quizá complacidos en la estima de los halagos e impelidos al frágil concepto de entidad providencial inspirada por los dioses —tendencia elemental del juicio fracasado. Lo que el régimen llama religión no es más que el temor del que se vale para infundir paciencia en los infelices —nunca insistió más allá de los requisitos imprescindibles a la disciplina pública—, y halló con frecuencia en la defensa de los intereses divinos un pretexto con que disculpar sus intervenciones —vence la insana intención de que los libros sagrados abran las puertas al bulto de mercancías— ¿distinguió el guía alguna vez la imposición de costumbres del adoctrinamiento?, ¿por qué entonces abate su furia contra los movimientos de masas que exaltan la virtud y el amor? Dotado de una notable riqueza de estilo, de ordinario adorna sus farsas y se exhibe con un talante amable y bueno, ¿no pretenderá engañar con su preocupación por la salud y la prosperidad de las familias de sus seguidores? La principal cualidad del déspota, habitualmente dueño de sí mismo, radica en su capacidad de disimulo; el cortejo que le acompaña se lamenta de las mortificaciones que padece por sus atroces accesos —sólo sus más cercanos lo descubren sufriendo. Especula con el miedo y la debilidad, enreda con fábulas contadas en la lengua de sus elegantes salones —flexible e insinuadora—; en suma, vive a expensas de las artimañas que sus domésticos ignoran, y encima se burla de ellos.

Manifiesta sus simpatías a los tramposos mediante regalos, y obsequia a los insaciables con menciones honoríficas y avances en sus carreras —la persistencia de las excepciones enfatiza aun más la descalificación de sus víctimas—; nítidamente, evidencia su antipatía por los escrupulosos y sosegados castigándolos con la pérdida de su favor —los obliga a girar y girar en el olvido más ingrato. Malévolamente, explota en su beneficio el odio que engendran los cuidados de que goza su comitiva y la amenaza que pesa sobre los desfavorecidos —resquebraja las diferencias y excita los conflictos. Su política, al igual que un coeficiente o el hielo en una grieta, afecta a los antagonismos con la enfermedad que amplía la distancia. Una de las prácticas que ejercitó fue la de oponer a los ambiciosos, y también facilitó, cuando lo consideró necesario, la ascensión de terceros a la altura de los otros —brotan las bajezas en los más y las heroicidades en los menos. Divide el mando entre celosos rivales y los cambia a menudo, porque el equilibrio del reino exige la norma espantosa y dolorosa de que ninguna parte alcance una supremacía tal que acobarde la existencia de las demás —únicamente en los ciclos en que la calma corona la fuerza resulta posible renunciar a la estricta aplicación del principio fraccionador. La clase púrpura prefiere a los competidores ineptos, ¿no son acaso incontables las espectaculares ceremonias en las que engalanan sus frentes con cascabeles y atavían sus cabezas con el tocado de los bufones?; en el protocolo de la entrega del símbolo de autoridad les ordenan repetir las idioteces más inimaginables, ¿se les ocurrirá a los necios creer que deciden? ¡Triste panorama la desaparición del protector!, sus partidarios fieles no encuentran ocupación y vegetan con lo que obtuvieron de sus rapiñas.

¿Y en el caso de que el sátrapa traiga del brazo el desorden de los vicios de la pereza, el lujo, la embriaguez y la incontinencia?, rompe la medida y... ¡ay de él y de los suyos!, jamás se consiguió restablecer la paz sin pasar por grandes tribulaciones. La calamitosa conducta provoca el saqueo de la razón y los caminos del entendimiento quedan desiertos —sobreviene la decadencia moral. Prevalecen absolutamente la intriga y la corrupción: nadie se fía de nadie, y básicamente cada cual confía su seguridad a la astucia que logra desplegar. El gusto refinado degenera en sensualidad, y la pasión por el conocimiento se trastoca en libertinaje. Con el apoyo de los humildes nacen las protestas y los alborotos, y a pesar de que, en realidad, el aprieto pertenece más al dominio de lo económico, toma cuerpo una noción marcadamente antropomórfica de la crisis; ¿quiénes sino los que gobiernan cargarán con la culpa de los disgustos? Fatalmente, se llega a un punto en el que el envilecimiento de la jerarquía empuja a todos —inmersos en unas circunstancias que empeoran de día en día— a una desesperación total que desemboca en la catástrofe. En los desgraciados períodos donde campea la anarquía, los gerifes encadenan a los doctos con los palurdos, e inevitablemente las tradiciones intelectuales y artísticas de los pueblos se bastardean y el nivel cultural se abisma. Los símbolos del apocalipsis corren a situarse en el presente, y surge el espectro de las ciudades paralizadas y moribundas cuyos monumentos e ideales caen a pedazos. Las ratas componen el manjar más cotizado, los hombres hambrientos mastican a sus muertos, matan a los que agonizan y salazonan su carne —el estallido cruel se torna irremediable. ¡Qué sucesión, tan monótona como terrible, de ferocidad y destrucción!, ¿acallaremos en el futuro sus secuelas de sinrazones y estómagos vacíos?, ya se dijo, y yo lo recalco ahora, que la violencia constituye una falta de respeto creciente —no merece el aire que hace ondear su bandera incluso si quien la enarbola alega su provecho a la civilización. Oí a los archipámpanos hablar de la felicidad del género humano; probablemente se refieren a una cosa distinta del bienestar o tratan de ganarse a los pensadores —vía lógica que incide en la opinión— por medio de un cebo con apariencia de ilusión.