El poder, triste ropaje de la criatura • Octavio Santana Suárez
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El difícil equilibrio de los favoritos
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El difícil equilibrio de los favoritos

Lo esencial para los que desean conquistar a toda prisa una posición destacada en la jerarquía social consiste en merodear tenazmente en los alrededores del poder, y auscultar sus prácticas habladas en voz queda. En la época del harén, ¿no vivían los eunucos más cerca del sultán que cualquiera?, ¡con qué frecuencia acordaron defender la candidatura del heredero más débil!, ¿la intención?, manejar sus inclinaciones con mayor facilidad. ¿Qué sucedió al concluir los tiempos del himeneo?, los castrados siguen, no importan los siglos, con el pórtico de la cúpula franqueado —en raras ocasiones escuché de alguien que atinase con la explicación, aparentemente paradójica. Los favoritos, moldeados con la madera de los obstinados orgullos, rapaces y glotones, inflados de pretensiones odiosas, amantes de sus ambiciones extravagantes y obsesionados por los excesos más inmoderados, consiguen participar en los gajes del oficio de medrar; ¿no obliga su escalada, irremediablemente, a la indignación? Los encontré, después de que lograsen encaramarse, hermanados plenamente con los caudillos —la fusión de aquello por lo que son y a lo que aspiran constituye el ingrediente básico de la goma arábiga que los sustenta. ¿Quién se atreve a negar la evidencia de que los validos pueblan aquí y allá los gabinetes decisorios?, en sus buenos momentos, los noté borrachos de omnipotencia, aborrecidos por doquier, ruines e intratables. ¿Acaso no frustran lo que ansían por el ciego desvarío de abarcarlo?, presurosos por enriquecerse persiguen una ganga como los tigres y los lobos acosan a sus presas —inmoderadamente ávidos, acaban muy lejos de los tesoros que codician. ¿Qué señor de los destinos ignora a su acompañamiento imprescindible?, indefectiblemente, al caer el telón —y el paño siempre termina por echarse—, los rectores, y sus sostenidos también, pagan caras sus complacencias y osadías.

¿Y los ciudadanos periféricos, cómo alcanzan las prebendas?, con las monedas de sus bajezas compran a los predilectos sus continuas intervenciones próximas al dueño de sus caprichos. ¿Desconocen de veras que el timonel de las miserias ajenas resiste mal las solicitudes empalagosas de semejantes embajadores?, únicamente colmarían sus apetencias en los casos de coincidencia con las medidas que benefician el provecho del cacique. ¡Pícara maquinaria mental la de los enchufados!, cobran al contado su comprometida utilidad, mientras los escasos afortunados que recobran su contravalor sufren el efecto de los plazos. Hábiles con los esguinces del alma, tasan oportuno retener una parte primordial de sus servicios e instituyen que el comprador reciba la satisfacción completa de su demanda más reciente a la entrega de los cheques preliminares de la futura petición, y así, indefinidamente, —¡Dios mío, qué ataduras inquebrantables engendra la necesidad! ¿Las destrezas de que se valen?, predominan las perfidias rebosantes de calumnias, y con sus triquiñuelas justifican, echando mano en su equipaje de ultrajes, los más graves dictámenes; ¿cuál es el modo?, basándose en los informes que emiten en los comités donde toman asiento; ¿que quiénes los consultan?, aquellos que les ordenan aceptar sus intereses; ¿y a cambio, qué obtienen?, cargos, distinciones y pensiones con que gozan sus egos, a la vez que amparan a sus familias y amigos.

Es verdad, los procesos emancipativos engrandecen a los mejor dotados; igualmente es cierto que, en general, se desarrollan a causa de la apatía de unas voluntades condescendientes, pero no lo es menos que de esa desgana se derivan fatales consecuencias, y si no, revísese que en los lamentables descuidos con que permitieron armarse a sus leales cabalgaron sus peores enemigos. A pesar de que unos cuantos garantizaron su existencia al precio de la obediencia, el sistema en conjunto decae y pierde su cohesión —incorregiblemente, en los fragmentos se extingue la imagen de la suma. Las fidelidades de la escolta de lisonjas que en los preludios del arribo inspiraron confianza a sus jefes, luego se nombran irreconciliables y cuando no descargan un golpe, conspiran; los escrupulosos antepuestos abandonan al vencido y se pasan al campo del vencedor. El triunfo convoca a la astucia que se ocupa entonces en destruir las fortalezas personales creadas en la batalla —trabajoso combate tras la lucha—; ¡qué agitada biografía la del Mandamás y la de sus descendientes inmediatos!, penan su gloria en la constante greña con el exterior y agrian sus humores con el disgusto de la disidencia interior —las tretas de sus embates se conservan tan frescas aún que sus propias salvaguardas les impiden intimar con nadie. Los protegidos, henchidos de soberbia por el apoyo con que contribuyeron, se apresuran a rebelarse —no reparan en que las artimañas de que se ayudan no pertenecen menos al monarca de sus pasiones por el hecho de que se dirijan contra él.

El acatamiento —poco duradero en los elegidos— precisa de la violencia —atempera audacias— y exige la doma con regalos que ofenden —calman la voracidad. El padre de Lidio Creso humillaba a los nobles, rompiéndoles los vestidos y escupiéndoles el rostro; Creso llenó de oro la boca, los pliegues de la túnica y las botas de un insigne ateniense —por su estampa bufa la opulencia grotesca fue suya. No obstante, resulta perjudicial abusar: los mimados olvidan la multitud de cosas que les unieron a la supremacía y quizá diluyan las discordias que los separan de su rango —más temprano que tarde la conducta dolosa forma un grupo que se levanta. Objetivamente, el equilibrio de los hijos de la adulación y del desprecio es inestable; capean las tormentas desatadas distribuyendo promesas con juicio —suscitan entusiasmos— y otorgando alguna que otra ventaja —recompensan préstamos. ¡Qué terroríficas son estas negociaciones!, adoptan el aspecto de querellas perpetuas entre individuos sin principios. Su solidez la beben de la simpatía que ganen del superior —gracias a tal mediación prolongan su papel de auténticos caseros del reino. La regla parece ser: los alfa se imponen presionar a sus beta, con el fin de que intimiden al resto; los segundos han de sentirse más solidarios con los primeros en el grado en que se reconozcan menos identificados con los terceros —los perros, antes que pactar con la jauría recurren al pastor—; ¿y la cúspide?, no debe alejarse de lo cotidiano, porque extravía el contacto con la amplitud de sus devotos, ni tampoco agotarse en el castigo por los desmanes que ocurran de la cabeza a los pies de la estructura —indudablemente, las tentativas serias de sublevación se fundamentan en la seguridad de que la derrota corone la catástrofe.