El poder, triste ropaje de la criatura • Octavio Santana Suárez
XII
La jerarquía, jaqueca del destino humano
Comparte este contenido con tus amigos

La jerarquía, jaqueca del destino humano

El sistema construido responde a una necesidad de orden, y la fortuna parece que establece el criterio más eficaz de estabilidad; ¿no menosprecian los que se embriagan con oporto a los borrachos del ron? La estratificación corresponde a una determinada manera casi universal de sujeción política; no pertenece al terreno de la duda: en los lugares en que se patentizó la inseguridad, la vocación por las reglas se organizó con más rigidez —se guardaron las categorías con ahínco y se doblaron las distancias. El buen funcionamiento de la estructura se mantiene primordialmente mediante la progresión social; el poder estrecha lazos con los que suspiran por tocar el triunfo —las promesas aflojan sus bolsillos— y seduce las firmezas de carácter admitiendo y apoyando oficialmente sus méritos —los premios despabilan el ingenio que los consigue—: la cúpula y los que pretenden su cumbre ganan. Un postmoderno quizá conceptúe mezquino este honor de campanario; duele de veras cuando alguien descubre que la riqueza dilapidada nace y se renueva a partir de la febril actividad de los infinitos indigentes, al precio de su extremada desgracia. Resultan imprescindibles los espíritus excepcionales que la presión de las ocasiones conduce a estados relevantes —arrostran voluntades y se imponen por su autoridad—; en cambio, en la conciencia colectiva palpita una amenaza: la preeminencia individual; nadie declara el temor —en secreto confiesan sus recelos— de que se conviertan en déspotas —únicamente, los de miras muy altas escapan a la tentación del abuso de la fuerza. ¿Se conocen acaso suficientemente los mecanismos que los controlen?, ¿evitarían que situados en la cima adquirieran hábitos dañinos? La delicada malla descarta la catástrofe en caso de que defienda las etapas y vigile que las promociones no trastoquen el ritmo acreditado por los milenios —la lentitud en subir simplifica las adaptaciones y las pruebas. Infunden pánico las carreras fulgurantes, ¿el más próspero y soberano no fue también el más indómito?, su veloz escalada contribuyó a acelerar la osadía de su inmoralidad. Se busca en vano al protector menos peligroso, que distraiga las angustias con letanías y además conmueva —testimonio de un sentido estético profundamente emocional. ¡Cuántos rubrican con su sangre el señorío de quien los vincula a modo de medios elementales!, ¡qué tristeza inspira el rebaño amarrado con tributos!

Las más elevadas dignidades trabajan holgadamente, gandulean a su antojo e inducen a un deslumbramiento que proviene de la fascinación provocada por el éxito e influencia que poseen. La cúspide prácticamente cede contadísimos puestos a la primera generación en ascenso —alienta el entusiasmo de que tal imprevisto es factible—; los caprichos de la suerte sonreirían con posterioridad al desvelo de los descendientes luchadores. El intelectual ambicioso —me percaté de demasiados— aspira al reconocimiento de su capacidad, al prestigio, a la fama —expían caro cada peldaño— y por último al pináculo de la gloria. Tomé nota del artesano que ocupa sus manos al inicio de su particular encaramamiento por el entramado, y rápidamente distinguí que colocó su ideal en un pequeño taller, con brazos que ejecuten entonces sus faenas de ahora. En lo hondo habitan afligidas las clases bajas entregadas a incesantes privaciones, hundidas en sus menudos quehaceres; ni los milagros logran desahogar las duras existencias y avanzar a una posición mínima indispensable. Es bien palpable que la emancipación económica constituye una condición ineludible de cara a la independencia ética y a la libertad de pensamiento que funda —arrastra con frecuencia a gestos de insumisión, ¿no suscita un llanto inextinguible la infelicidad que trae consigo la depredación por mejorar? Como, por otra parte, la mayoría de las veces las luces no alcanzan a los arrabales, y sus moradores sólo se relacionan con sus hermanos de calamidad —un foso infranqueable los separa de sus amos— permanecen incultos; gustan de las diversiones brutales: el boxeo y las peleas de gallos. Se dijo que aplicar a los ignorantes los vastos preceptos de la lógica exclusivamente les acarrearía confusión —Voltaire les preconizó yugo, aguijón y paja. ¡Dios mío, quintaesencias en las élites y vulgaridades en las masas!

La multitud se ha manifestado tenazmente instintiva en su grosería y crueldad, ingenua en sus algaradas e incontenidamente rabiosa en sus cóleras; no obstante, entiende que el valor, la habilidad y el talento merecen su admiración. No cabe discutirlo: batalla por su salvación —su número se estima riesgo— y se trata pues de proporcionarle el sentimiento de su inferioridad al objeto de que no se despierte en público la sospecha de que el mando es bastante más que un dueño dictando sus extravagancias, ni se estimule la misma noción del derecho. Si son proclives a la turbulencia, lo son en razón de que no aciertan con el camino adecuado para corregir los desvíos con sus reivindicaciones; la furia los vuelve vulnerables por la falta de coordinación entre las energías paralizadas por la desunión —llevan adelante constantemente la revolución de los demás, los que dirigen la operación consideran su ayuda esencial. A la muchedumbre se la requiere dócil, ¿no se asegura así su esclavitud?; ¡qué deplorable espectáculo observo en los desheredados obligados al respeto frente al decreto de las castas!, la resignación. Enjuicio a la consigna escrita con los rasgos de la violencia y del engaño, y el uso de la hipocresía y de los procedimientos desleales me irrita. Los miserables, reducidos y despojados de cualquier traza de insolencia, andrajosos y carentes de orgullo, pagan el lujo de los ricos y grandes —lamentable final del látigo al servicio de la soberbia. Adivino fácilmente el formidable obsequio con que favorecen a los beneficiarios de la aplastante jerarquía —ofrenda anónima y magnífica. Los menesterosos producen desconfianza, por lo que se precisa vigorizar las capas más acomodadas en los sitios en que queden, y en los que no, propiciarlas —amortiguan el alboroto de sus impulsos de ira. Se oyen quejas, aunque pocas cristalizan en torno a supuestas insurrecciones; un empuje indisciplinado es más y más terrorífico en tanto que siquiera el letargo consiga impedir su composición —realmente comprometedor. De todas formas, ¡qué sarcástico panorama el de aquellos que combaten por conservar sus propias cadenas!, o... ¿son granujas? El mundo es un auténtico océano humano del que singularmente emerge un puñado de sabios, pero... ¿dónde cojones se esconden intimidados?