El poder, triste ropaje de la criatura • Octavio Santana Suárez
XX
Secreteos de dos granujas sobre un hombre sano
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Secreteos de dos granujas sobre un hombre sano

—¿De quién demonios me hablas?

—De un hombre con envidiable capacidad que convirtió por entero su mundo en una obra de arte —compone una materia religiosa y no política.

—¿No exagera al verte Nabucodonosor frente a Israel?

—Mi mano optó por redactar con la vida un documento falso y por eso me nombré aguijón venenoso de conciencias: aplasto al que despunta, estrangulo sus iniciativas, atropello su buen humor, asfixio su carácter, ametrallo su esfuerzo, despedazo sus planes, bombardeo sus ilusiones, quemo su méritos, atomizo sus relaciones; reconozco que hielo el corazón de los más intrépidos.

—¿Por qué no imitas a las nubes nocturnas y juegas a empañar su luna llena?

—Porque me molesta nadar desnudo bajo una luz así, y al fin y al cabo prefiero que las candilejas que encienden mi sarta de mentecatos iluminen el escenario mientras descuartizo al que hallo osado, ahorco a sus compañeros, despanzurro al que me lleva la contraria, opero del cerebro a quienes no me obedecen a ciegas, despellejo al confiado; ahogo y gaseo.

—Despístale en su honradez con la zancadilla, el traspiés, la trampa, ¿no constituyen el proceder más tuyo?

—Probablemente me demoré en electrocutar sus principios de independencia: acostumbré sus ojos a las tinieblas y la oscuridad no acabó con su vista —a algunos consuela que el sol no abandone su apostura cuando entra por las ventanas.

—Te propongo que silenciemos sus favores, cobremos los regalos que nos brinda y luego venguemos el orgullo herido en su lealtad, ¿no negamos la puerta grande a los que conquistan tal honor?

—Me volvería loco imaginarlo dándole y dándole a un capricho mío, ¡cuánto me hubiese complacido tenerlo por cómplice en mi camarilla y que aprendiera a defender su categoría social con el arma tan mía de la ignominia!

—¿Comprendes que signifique una constante pesadilla?, fastidia de sobra a los que saqueamos méritos ajenos... ¡qué glotonería padecemos!, ¿verdad?

—Con piruetas de aliento corto, nadie consiguió enturbiar la indefinible autoridad que rodea a un sabio en agraz.

—Métele un pedrusco en el zapato y quizá no alcance a desplegar su mente en los cielos.

—Si no anduvieras hociqueando el suelo como yo, percibirías que otros le alivian los impuestos con que colmamos sus hombros.

—Amedréntale su ánimo, ¿usaste del palo lo que te vino en gana?

—¿Especulas por casualidad con que no me sostendrá la mirada?, te equivocas; inténtalo y te mandará a freír puñetas.

—¡Calúmniale, invítale a firmar cualquier mal acuerdo, colócale un dogal alrededor del cuello!

—Secos mis labios, abultadas mis muñecas, enrojecidas mis pupilas... y aún no caigo muerto, ¿a qué tamaño desquite, si la Naturaleza encarga el puesto de cada uno a la misma Naturaleza?

—Pon en marcha a tus pigmeos con la misión de clavar al suelo a semejante gigante.

—Mi ejército de moscas cojoneras pican, pero no detienen la vocación que impulsa su carrera.

—A bocado limpio, ¡rómpele sus carnes!

—Con cuidado, no quiero que por mis mordiscos descubra que también él goza de dientes.

—¿No estatuye un pésimo ejemplo para los que creen concebible una humanidad en orden y soberana?

—Persigo a un demontre liberal iluso incluso durante mis reposos... ¿debo además preocuparme por unos cuantos que sólo desean trabajar en paz y por su cuenta?

—¿Dónde diablos pena los días desde que comenzó con su exilio espontáneo?

—Continúa en su refugio; dice que ya que me obsequia con el olvido, ¿a qué regalarme entonces la generosidad de un perdón involuntario?.

—¿No temes acaso una revancha atroz?

—Jura que aunque le fuera posible no me castigaría. Mantiene que me basta con tragar las hieles de una existencia corrompida y que únicamente me distingue la consideración del contendiente de hecho.

—¿No logras obligarlo a callar?

—Sobresaliente en dialéctica y diestro con la pluma, atrajo hacia sí una audiencia poco común. No, no, compinche, no, no representa una mediocridad que quepa ignorar sin más.

—¿No le perjudicarán sus incursiones en política teórica con los capítulos del poder?

—¡Ojalá!, con muy jodida esperanza insisto con los protagonistas de la cosa pública —dispensan escasa simpatía a la habilidad intelectual que no controlan.

—¡Valiente desagradecido!, ¿te retiró el saludo?, ¿piensa que abusaste de su amistad?

—Se entrega... se entrega, dejó escrito que cogiera su virtud por botín y que le alegra que su caza me sirviera de deporte. Claudica... claudica, hunde la cabeza y esconde sus cabellos entre los muslos. ¡Por Dios!, le oigo gritarme: querido Perogrullo, después de lo de Adán no reparo en más remedio que disculparte de todo.