—Creo que nos hemos perdido Sancho, observa cómo nos miran
estos extraños seres.
—¿Por qué decís extraños, señor?
—¿Acaso no ves lo desprotegidos que van?
Sancho no hacía caso de aquella aseveración de su
señor, pero él sí que se encontraba ridículo con su atuendo y con su montura
y por supuesto ridículo estaba su señor, pero éste no parecía darse cuenta y
miraba desafiante las miradas de los transeúntes que a su alrededor se
divertían viendo el estrafalario atuendo de ambos personajes.
—Mi señor, los que están perdidos son los
demás; ¿acaso no observáis las múltiples dudas que les aquejan? Están aquí
parados y cuando suene una música salen en busca de la otra orilla de este río
que los duendes han petrificado. ¿No lo veis, señor?
—No, Sancho, eso no es así, lo que sucede es que
esa música les protege de los monstruos acorazados que se detienen al
escucharla y por esa razón se irritan y gritan desaforadamente, ¿no lo oyes,
Sancho?
Rocinante relinchó respondiendo a los automóviles
que se encontraban alborozados al observar a tan peculiares personajes, que
parecían sacados de una aventura que alguien había escrito hacía siglos, y
que ahora otro había rescatado para que enderezara los entuertos que
volvían a producirse.
¿Por dónde empezaba el caballero? Era tímido por
naturaleza, pero la historia le había encomendado que resolviera los asuntos
que le parecieran injustos. La misma historia le había trasladado a un lugar en
él que era desconocido personalmente pero que todo el mundo había escuchado
alguna de sus desavenencias.
Con la pasión que le caracterizaba espoleó a
Rocinante para que se introdujera en la corriente del río por el que navegaban
los monstruos acorazados. Y éstos comenzaron a gritar y Sancho, como siempre
sucedía, a intentar convencer a su señor de que volvía a equivocarse; aunque
esta vez no era el único que había cometido errores. Tal vez la pluma de su
creador o del Creador que había creado a su mentor.
—¿Por qué gritáis, botarates? —bramaba el
hidalgo, y relinchaba Rocinante elevando sus pezuñas y desbaratando la coraza
de alguno de los monstruos que abría sus entrañas y dejaba salir una de su
crías que la emprendía a golpes con una persona desorientada pero convencida
de su misión. En estos instantes no hacía otra cosa nada más que proteger su
integridad, ya que su rostro era la parte elegida por el extraño ser que lo
había desmontado sin dificultad. A Sancho no le quedó más remedio que
observar la escena y el entorno que les rodeaba. Iba a ser muy difícil
convencer a su señor de que no pertenecían a esa época, ya que estaba viendo
las múltiples ocasiones en que iban a intervenir.
La cara del hidalgo cada vez se deformaba más por
los golpes y por la indignación que empezaba a sentir. Había perdido su lanza
en el forcejeo del otro contra su desconcierto, pero aún le quedaba la espada.
Un municipal se acercó a ellos y acabó con la pelea al obligar al iracundo
conductor a que se alejara de allí.
—No huyáis, cobarde, venid y apostad por vuestro
honor.
— Señor, que os equivocáis, —decía Sancho—
que el hombre es como vos. Habéis atacado a su montura y se ha defendido.
Incrédulo miraba alrededor donde ya se estaba
formando una aglomeración de extraños que reían desaforadamente y
contribuían a la desorientación del ingenioso personaje que cada vez
comprendía menos lo que se desarrollaba a su lado. Dos personajes vestidos de
igual forma y color consiguieron sin mucho esfuerzo coger sus manos y colocarle
unos grilletes que el hombre intentó romper con sus escuálidas fuerzas,
provocando que la hilaridad de los presentes aumentara. Un niño rompió a
llorar al ver la sangre que manaba de la nariz del caballero.
—¿Veis lo que habéis conseguido, botarates?,
estáis haciendo llorar a una criatura. Sancho, libérame, que van a saber estos
de lo que soy capaz.
Pero Sancho también tenía sus manos entrelazadas
con otros grilletes y poco podía hacer. Si acaso calmar a su señor, pero no
podía ni dirigirse a él, que preguntaba a los extraños que cómo se atrevían
a ultrajar a un defensor de los débiles.
—¿De dónde salís?, ¿os habéis escapado de un
manicomio?
—Y vosotros, ¿como osáis dirigiros a mi señor
con esa altanería?
—¿Qué hacemos? —preguntó un agente al otro.
—Vamos a llevarlos a comisaría, aunque yo los
llevaría al puerto y los tiraría al mar, debe de ser muy divertido, ¿qué te
parece?
—Tenemos muchos testigos, ¿no será peligroso?
—El peligro lo correremos nosotros si nos
presentamos en la comisaría con estos dos..., y con el caballo esquelético
éste y con la burra. Yo los tiro al puerto.
—¿Y cómo los llevamos?
—Vamos a atarlos al guardabarros, y que vayan
trotando detrás de nosotros. Va a ser muy divertido, verás.
Entre los dos y la ayuda de dos paisanos subieron a
Sancho en su burra, y uno sólo bastó para encaramar a Alonso en su Rocinante.
Como no tenían dónde agarrarse se cogieron del pelo de sus respectivas
monturas, y las riendas fueron atadas al guardabarros del coche policial.
Emprendieron la marcha. Por supuesto el Quijote anhelaba llevar su lanza y
amenazó con apearse si no le concedían esa posibilidad.
—Voto a bríos, malandrines, ¿cómo osáis
despojar a un caballero de sus armas? Entregadme ahora mismo mi lanza y mi
escudo u os haré que traguéis el polvo.
Los policías subieron en el vehículo y
emprendieron la marcha hacia la comisaría que se hallaba relativamente cerca.
Era una procesión que cada vez tenía más adeptos, que reían viendo la furia
que se desataba en el caballero y en su escudero, el cual hacía todos los
esfuerzos posibles para que su señor se calmara.
—Perdón, señor D. Quijote, esto sólo es una
forma de tratar a los huéspedes, ¿acaso no veis cómo nos aclaman desde el
borde del río? La comitiva es cada vez mayor.
—Sancho, no digas más tonterías, ¿acaso no ves
que estamos prisioneros y que nos llevan ante su rey? A éste también le haré
morder el polvo. Tienen un gran ejército de monstruos, pero retrocederán ante
mi brazo y ante mi furia. Sólo gritan para atemorizarnos, pero confía en mí,
mi buen Sancho, pronto pasaremos al contraataque.
—Daos prisa, mi señor, parece que nuestra
velocidad aumenta, ¿qué va a ser de nuestras monturas?
—Mi Rocinante aguantará, y si tu burra no puede
pásate a mi lado, Sancho.
— Señor, no puedo pasar, cada vez van más
deprisa y tengo las manos atadas
Efectivamente el coche de los agentes aceleraba
paulatinamente su marcha y de repente hizo sonar la bocina de alarma. Rocinante
realizó una maniobra inesperada y D. Quijote se fue bruces al suelo; la inercia
le hizo arrastrarse unos pocos metros con el consabido estrépito de su armadura
y la dislocación de algún hueso de su cuerpo. Un caballero como él no podía
quejarse y no se quejó, pero su armadura le pesaba excesivamente y quedó
postrado. Con dificultad Sancho descendió de su montura y se aproximó hacia
él que miraba cariacontecido las ofensas que le estaban realizando. Un
caballero como él derribado por un ruido..., era inadmisible. Disculpó a
Rocinante ya que nunca se había encontrado en semejante situación, y él
tampoco, sin embargo solo le habían hecho falta unos pocos minutos para
acomodarse a la situación.
Desafiante miraba unos rostros pegados a un cristal
que se alejaba y deseó volver a correr en pos de gigantes que lo derribaran, en
pos de ejércitos compuesto de miles de soldados que le hacían morder el polvo,
empero no era tan humillante como ser derribado por su montura. La historia no
le tenía reservado que un monstruo fuera capaz de arrastrarlo desde uno de sus
tentáculos. Era preciso educar a Rocinante para que no se asustara ante nada,
como él. Sancho ya estaba a su lado interesándose por sus heridas.
—Dejadme, mi buen amigo Sancho, mi vanidad ha sido
herida pero me vengaré cuando vea al rey de esta chusma. Ayudadme a levantarme.
En los agentes se estaban introduciendo sentimientos
contradictorios. Ya hacía rato que observaban la altanería del rostro del
flaco y el miedo en el rostro del llamado escudero, y la prudencia de éste que
contrastaba con el desmesurado arrojo de D. Quijote.
Descendieron los agentes y obligaron al caballero a
que desmontara. Estaba un poco maltrecho, pero su vanidad le impedía
demostrarlo. Además se estaba empezando a sentir el verdadero protagonista de
aquel evento que cada minuto contaba con más espectadores y más enardecidos a
juzgar por sus risas. A nuestro amigo le parecían gritos de amenazas y Sancho
no pudo hacerle ver la realidad. Tampoco él la conocía. No tenía ni su lanza
ni su espada; sin embargo, iba a tener suficiente con la vaina de ésta. La
cogió con fuerza dispuesto a batirse el cobre contra aquellos extraños que
llevaban unas extrañas armas, y pese a que los desafió no respondieron. Cogida
la vaina con las dos manos ya que no era posible hacerlo de otra manera, lanzó
un mandoble hacia sus enemigos que sólo tuvieron que arquear un poco su cuerpo
para que el ataque fuera infructuoso.
La potencia del giro de D. Quijote y la fuerza con
la que quiso defender su honor le hicieron trastabillar, dar unas zancadas y
volver a caer derribado ante el jolgorio de los presentes:
—¿De qué os reís, mentecatos?, venid de uno en
uno y os haré morder el polvo. Cobardes que sois, unos cobardes.
—Mi señor, que éstos no son enemigos nuestros,
en realidad ni siquiera son, hacedme caso señor. Vuelve a ser un producto de
vuestra imaginación, igual que aquellos molinos que se convirtieron en
gigantes.
—Nunca repitas eso, Sancho, lo que sucedió fue
que el temor ante mi empuje los petrificó. Igual que pronto va a suceder aquí.
¿No los ves cómo tiemblan, no los ves cómo gritan?
Nuevamente los agentes se hicieron cargo de ellos,
no parecían peligrosos y los introdujeron en el coche en la parte trasera. Los
animales siguieron donde y como estaban. Pronto llegaron a la comisaría y el
vehículo dejó de sonar.
—He asustado al monstruo este, Sancho, ¿ves cómo
se ha callado?, sólo me falta ver al rey de esta tribu y pedirle explicaciones,
y si es necesario por nuestra libertad me batiré en duelo con él. Igual es un
cobarde y por eso ha enviado a un monstruo y sus congéneres.
A empellones los sacaron del vehículo y los
introdujeron en el edificio. Rocinante quedó relinchando lleno de temor, y la
burra de Sancho respondía con un rebuzno característico.
—No, señor, no sé dónde estamos ni cómo hemos
llegado pero no es lo que vos creéis.
—¿Tratas de asustarme, Sancho? ¿No has visto los
ademanes de la gente pidiéndonos ayuda, y sus voces pidiendo socorro?
—No, señor, sus gestos eran para sujetarse la
mandíbula y sus gritos eran risas hacia nuestra presencia.
—¿Por qué dices tamaña sandez, Sancho? Ellos
son los extraños, ¿no lo ves?, ¿dónde tienen su coraza?
—No les hace falta, señor, ¿para qué la
querrían en caso de ser bombardeados?
—Mi fiel Sancho, ¿de qué hablas?
—De algo que sucederá dentro de 500 años,
señor. Ya le dije que nos habíamos perdido, señor, estamos adelantados a
nuestra época. Lo que es extraño es que no conozcan a vuestra merced.
—¿Por qué habrían de conocerme, mi fiel Sancho?
—En esta época, todo el mundo lo conocerá, y a
mí también, y a Rocinante.
Les hicieron sentarse en una de las sillas que
había alrededor de una mesa. La mirada del Quijote iba, desde un ventilador que
giraba, hacia una vela en la pared que no tenía fuego. Se levantó y aproximó
sus dedos a la bombilla; el comisario hizo una seña a sus agentes para que no
lo molestaran. Él sólo sufrió la molestia cuando la incandescencia de la
bombilla abrasó sus dedos.
—Pardiez —exclamó con asombro—, Sancho, la
espada, esta pared también es nuestro enemigo.
—Señor, las paredes no tienen enemigos, vea
vuestra merced que no se mueve, a pesar de haber sido empujada por vuestra
excelencia.
El comisario empezaba a impacientarse de aquello que
le sonaba a burla y ordenó a uno de los agentes que pusiera fin a aquella
bufonada:
—Sargento, haga sentar a este hombre y averigüe
quién es.
—Siéntate, chaval, no empeores las cosas —le
dijo.
—¿Acaso os dirigís a mi, botarate?
Por toda respuesta recibió un empujón que
nuevamente le catapultó hacia el suelo. La situación comenzaba a hacerse
incómoda para todos los presentes y en especial para Sancho, que empezaba a
creer que su amo estaba fuera de onda lo mismo que él, y que no sería capaz de
contener sus ímpetus cuando le alteraran un poco más.
—Ya está bien de tonterías —gritó el
comisario—, documentación.
—¿Qué me pedís, señor?, ¿acaso no me
reconocéis?, soy el más grande hidalgo que ha recorrido España, defensor de
doncellas y enderezador de entuertos.
—Aquí no hay nada qué defender, he dicho que me
entregue la documentación.
—¿Por qué vistes así, bellaco?, ¿dónde tienes
tu armadura?, ¿eres el rey de esta tribu?, tendrás que medir tu fuerza con la
mía. Sancho prepara a Rocinante y mis armas. Al amanecer tendrá lugar la
puesta.
—Señor, que os equivocáis, que esto no es lo que
parece —decía Sancho al tiempo que intentaba que el comisario disculpara a su
dueño. Las señales que hacía eran desconocidas para el comisario, pero
igualmente era desentendido el comportamiento de los dos elementos que parecían
trasladados desde la Edad Media hasta su comisaría. Estaba el hidalgo muy
convencido de lo que decía cuando declaró llamarse Alonso Quijano.
Al comisario dejó de parecerle burla, a pesar de
que era una época en que los disfraces poblaban la tierra: los hombres se
hacían mujeres, los blancos se volvían negros, los calvos se implantaban pelo
y los que tenían pelo se volvían calvos. ¿Por qué este hombre no podía
rememorar las hazañas de un antiguo caballero? Planta no le faltaba, aunque
para ser más preciso le faltaba toda la planta, y desfachatez para asegurar que
los usurpadores eran ellos, ¿cómo hacer comprender a un hombre que presidía
todas las bibliotecas del mundo, todas las casas del mundo, todas las lenguas
del mundo, de que no era real?, ¿cómo convencerse él?, ¿de dónde había
salido este personaje?
Había leído el libro en su juventud y recordaba
que el hidalgo era el portador de la fantasía y el escudero el hombre cabal que
frenaba sus intenciones paranoicas. Era necesario contar con él aunque se le
presentaba la misma disyuntiva, ¿qué hacía allí el escudero? Aparecía
tranquilo, sólo preocupado por los altercados que iba a desencadenar aquella
insensatez. Eran arrebatados de un mundo donde la fantasía de un hombre gozaba
de toda consideración y donde se le prometían islas, y él seguía buscando
entuertos para desfacer y un reino para su amada. Ante él tenía la viva
representación de ensueño inacabado, o acaso sin comenzar, pero para él,
inaudito. Profesor de la ley, no era capaz de conceder ningún atributo a la
nostalgia, y la tenía delante de él. Eran dos personajes inofensivos y acaso
verdaderos, sin embargo no podía dejarse llevar por la fantasía.
Mantuvo con ellos una larga conversación de la que
dedujo que por alguna extraña razón alguien los había trasladado a su mundo,
a un mundo donde hacían falta cientos de Quijotes como el que tenía delante de
él. Posiblemente no hubiera podido elegir entre la justicia y la tiranía,
entre la honradez y la hipocresía, entre la mentira y la verdad. No estaba
convencido de quién era y dudaba mucho que consiguiera alguna aclaración por
parte de ninguno de los dos. El escudero estaba asustado por su misma presencia
en ese lugar tan extraño, y por el temor que le causaba la posible reacción de
su señor.
Ordenó a uno de sus agentes que trajera un ejemplar
de lo que tenía delante de su cara y entonces comprendió que la historia le
estaba eligiendo para que pasara a los anales de ella. Era preciso no espantar
la liebre, y parecía que la misma locura del Quijote se metía dentro de él.
Pensó que en realidad aquellos personajes se habían escapado de un libro y
habían acudido a su comisaría esposados y con hidalguía. Donde ni siquiera la
modernidad era capaz de doblegar su seguridad. En ese momento pudo comprobar que
era cierto que se había enfrentado él sólo contra los gigantes y contra un
ejército que la leyenda disfrazaba de ovejas, y que él desbarató como
guerreros que tal vez pretendían invadir su reino; admiraba en este hombre que
era capaz de sonreír mirando una estampa que se hallaba en la pared y que le
daba su bendición. De ninguna de las maneras iba a penetrar en la historia como
el causante de haber desbaratado dos sueños inconclusos. No sabía qué hacer
con ellos y decidió acercarlos a un lugar de La Mancha de cuyo nombre no
quería acordarse.
Cuando regresó a la comisaría, encima de la mesa
tenía el libro que había mandado buscar. Con mano trémula lo abrió y, ante
él, se presentaba la figura fidedigna de los personajes que acababa de dejar en
La Mancha.