Q. En un lugar de las letras • Varios autores
Estrategia Maritornes
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El ingenioso hidalgo ha salido de la venta en compañía de Sancho, el gordo y fiel campesino que le ha seguido los pasos desde que abandonara, semanas atrás, sus manchegas posesiones.

Salieron ambos del comercio maltrechos y adoloridos, don Quijote apaleado, y su pobre asistente apaleado y manteado como si de un muñeco de feria se hubiera tratado.

Por el camino van los dos, contritos y humillados, acaso habrán descubierto que, tal vez, ayudar a pobres y desamparados no fue una buena idea después de todo.

Vuelve el señor hidalgo la cabeza —exornada con la bacía de barbero— hacia el lado por donde viene cabalgando su escudero. Le busca conversación, diciéndole:

—Mi buen Sancho…

—No —es la respuesta—, tan brevísimo adverbio puede ser indicativo de muchas cosas: “No más, señor”; “No, ni que estuviese loco, señor”; o bien, “No a que me manteen de nuevo, vuestra merced”.

También ese no puede dar a entender que no lo acompañará más, o tal vez, que no volverá a prestar atención a algún otro de sus muchos delirios. No obstante, se prosigue la marcha, cabalgando juntos, el amo a su Rocinante, y Sancho a su burrillo.

Cae pronto la noche y amo y sirviente toman escueta cena y áspero cobijo bajo un espeso castaño. La molienda de palos los hace dormirse con rapidez, pero al despuntar el alba, pegada con goma arábiga a la oreja de Rocinante, don Quijote encuentra una nota, realizada con la ortografía más infame del globo terráqueo, y escrita sobre un sucio papel de pulpería.

No hay ni que señalar lo mucho que alarma a don Quijote tan grave designio. Haciendo acopio de un valor tan flaco como su misma figura, el desgarbado galán invernal piensa así:

—¡Pero quien lo diría! Además de hermosa y ligera en sus costumbres, la moza también es una bucanera…

Por supuesto que don Quijote, en su locura, no recuerda lo altanera y picada de viruela que es la Maritornes, pero si él está negado a usar las gafas de Quevedo, debo declarar, en mi descargo, cómo ese es un asunto que no me concierne. Mi problema, que ahora también es del hidalgo, es ver cómo solventar lo referente a los doscientos escudos y el subsiguiente rescate escuderil.

En esas estamos cuando el pobre delgadillo piensa de nuevo:

—Necesitaré algo más que el ingenio bueno y la mucha industria para salir del atolladero en que esta pecadora me ha puesto. Además, ¿cómo podré conseguir los escudos pedidos? Tan sólo tengo algún maravedí en la bolsa... si es que la encuentro. Bien sé que Tirante El Blanco y Amadís de Gaula no se dejarían chantajear, pero estas gentes no mienten; a mi fe, dudo que la Maritornes actúe sola en estos ensayos criminales, ha de ser toda una caterva de bandoleros quienes le acompañan, y a lo que veo, muy capaces y dispuestos a devolverme al buen Sancho hecho Callos de Gordo a la Juliana.

En tales cavilaciones se hunde el hidalgo manchego dado que está a merced de una gran disyuntiva:

  1. Dar los dineros. Salvar a Sancho.

  2. No dar los dineros. Ver cómo a Sancho lo transforman en chistorra o en morcal.

  3. Y de pronto se percata, ¡por la Virgen de la Medalla!, que existe una tercera cuestión por elucidar:

  4. ¿Dónde se consiguen los doscientos escudos?

Presa de tanta agitación, sin querer, pero tal vez queriéndolo, Don Quijote se resbala, se da un porrazo en la glorieta al caer, y pierde otras dos horas del día víctima del desmayo.

Cuando despierta, Rocinante le habla en estos términos:

—¡Qué me da la comezón! ¡Por las pulgas detrás de mis orejas! Los doscientos escudos los birla mi señor a los malévolos de la venta donde Sancho y vos fuisteis apaleados, que allí no ha de haber sino una pequeña guardia, puesto que los empleados del ventero han de ser los mismos secuaces de la Maritornes, y, por lógica, han de iros a encontrar a la Huerta de los Idelfonsos.

—¡Deo gratias!, lo has conseguido alazán, pero vamos, de cuándo acá habláis, y con tanto tino además.

—Anda, desde que os desmayáis al menor accidentillo y a su merced debo supliros en tales trances... después de todo, entre vos y yo no hay ningún otro que sirva para ayudar.

—¡Pardiez! Tenéis razón, pero ya habrá otro momento de discutir vuestra recién adquirida habilidad. Por ahora la prioridad son Sancho y los sueldos del rescate. Cuando vinieron los pérfidos, ¿los detallasteis con claridad?

—Detallar, detallar, pues vamos que sí, pero no os podría señalar cuántos son porque yo no sé contar. No olvidéis, señor mío, que apenas soy un caballo.

—Ah, por el Dios grato, ¿cómo se me ocurre perder el tiempo hablando con una bestia? Vamos, a por Sancho, mi fiel escudero. En el nombre del Buen Dios, y de mi dama, doña Dulcinea del Toboso...

—A vuestras órdenes —confirmó el Rocinante.

Ahora juntos, en equipo, el flaco hidalgo y el flaco caballejo, llegan prontamente a la venta. Encontraron tan sólo a un par de mozos, sobrinos del ventero, pero ni rastro del Sanchuelo, Maritornes o del resto de la banda.

Con sigilo buscaron el depósito donde se guardaban los castellanos. Robado un saco del que no miraron su contenido si no al ojo por ciento, hombre y caballo se internaron en el Bosque de los Almendros hasta llegar a la huerta de los Idelfonsos.

Al ver a un grupo de personas reunido en actitud sospechosa, don Quijote opta por poner a buen recaudo a la cabalgadura... no vaya a ser que también a ésta se la vayan a secuestrar.

Pudo oír cuando decían:

-Hala, vamos, Maritornes, no te puedes quejar de nosotros, mujer, mira cómo te hemos ayudado; con éste van cuatro gordos raptados. Cosa extraña ese voto tuyo a la Virgen de la Candelaria, ya que juntas el dinero para sacar a tu hermano de la cárcel con lo que obtengas tomando a gordos por rehenes. Cosa extraña, insisto.

—Eso es asunto mío y de Nuestra Señora. Si a ella van a pedirle cosas las rameruelas que trabajan en el serrallo que regenta el señor cura, no veo porque yo no puedo hacer lo mismo de rogar y hacer votos por mi querido hermano, el hijo de mi padre y de mi madre que tanta mala suerte ha tenido en este mundo tan cruel.

—Buena mujer, buena hermana, así es como se habla.

Decía esto uno que parecía un tomate por lo rojo que tenía el morro de la nariz. Oído aquello, y viendo que era para una humana causa (por cierto que al pariente de la zafia lo acusaban de vender niños a los moros y prostituir a unas ancianas), don Quijote se sintió tranquilizado a la ahora de entregar aquellos dineros, que tan honestamente había robado en pro de la “Sancha Causa”. Había cuidado, eso sí, de cambiar la bolsa original para que no se viera el sello de la bodega de donde provenía.

La transacción fue hecha fácilmente en los mejores términos improbables de la vida real y verdadera, pero sobradamente posibles en cualquier fabulación.

Horas más tarde, Sancho, agradecido, le ofrecía:

—Prometo a mi señor, aunque después le pese a mi cuerpo acongojado, que he de seguidlo por cuanto lugar en el mundo seáis ido. ¡A por Caraculiambro! ¡A por el pérfido dragón de San Jorge! ¡A por los molinos de viento, o a cualquier lugar donde me arrastréis, vuestra merced!

Contento al escuchar aquello, don Quijote no le confió sus planes inmediatos, que se reducían apenas a la caza de la Hidra de Lerna, y, acto seguido, bajar al tártaro romano para domesticar al Cancerbero.

Mientras ambos hombres avanzaban en su lucha contra el mal, el ventero se preguntaba:

—¿Dónde andará la bolsa con los dos mil escudos que me pagara ayer el señor cura?