Retratos • Víctor Montoya
EnanoEl enano
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El enanismo, conocido por el nombre científico de dismorfismo, está en la Ceca y en la Meca, en el burdo comentario del necio y en el chascarrillo del gracioso que hace reír a mandíbula suelta, sin advertir que su complejo de gigante es una flagrante agresión contra quienes padecen de esta anomalía involuntaria y acaso congénita.

Estos personajes de complexión diminuta y pinta estrafalaria, casi siempre cabezones y paticortes, fueron usados como animales exóticos en el castillo de los reyes y en la carpa de los circos, donde su presencia era tan notable como la de los monos y cacatúas de pintoresco plumaje.

En la Corte castellana, según refieren los cronistas de la época, había una sola posibilidad de luz y de alegría: la que brindaba el bufón, el enano saltimbanqui y el monstruo que, por serlo, quedaba por debajo de los hombres y casi más allá de la mano del Creador. El enano era la fiel réplica de la aberración hecha carne, el exotismo con patas, la imagen y semejanza de Dios hecha añicos.

Los caballeros de la Corte, acostumbrados a impresionar a sus damas con la presencia de seres fabulosos, se regocijaban con las ocurrencias de los enanos, quienes, enfundados en trajes de arlequín, emergían de los baúles como muñecos de cal y cartón. Sus representaciones bufas de la realidad eran tan apreciadas que Diego Velázquez, pintor de cámara del rey y sus allegados, fue requerido por Felipe IV para retratar a los enanos que provocaban risas en los salones y corredores de la Corte.

El magnífico Retrato de enano, pintado por Juan Van der Hamen en el siglo XVII, nos revela la grandeza espiritual de quien, luciendo un traje de caballero medieval, nos observa con ojos penetrantes, como exigiéndonos a mirarlo, al menos por el amor al arte.

Este enano, sin capa de terciopelo ni sombrero empenachado, tiene la mano sobre la empuñadura de la espada y las piernas arqueadas como las de un jinete desmontando del caballo. Su jubón lleva aros en las mangas y un cuello que da la sensación de ser una guillotina atravesándole de lado a lado. Su chaleco abigarrado, lleno de botones, correas, cordones y brocados, está modelado según sus proporciones anatómicas. Sus pantalones cortos, bombachos, le llegan más abajo de las rodillas, justo allí donde comienzan las polainas para terminar en unos zapatos parecidos a los cascos de un poney.

El cuadro, expuesto en el Museo del Prado en Madrid, es una joya emblemática del arte pictórico de una época en la cual los enanos, con irreverente solemnidad, posaban como modelos ante el caballete de los pintores diestros en el manejo de la paleta y el pincel.

Los enanos, desde la más remota antigüedad, han sufrido el desprecio y la mofa de una colectividad que, acostumbrada a gozar a costa de los defectos ajenos, los redujo a una condición infrahumana, considerándolos un aborto de la naturaleza y una casta de seres condenados al ridículo y el espectáculo. Mas como todo anverso tiene su reverso, no faltaron quienes, con admirable sensatez y nobles sentimientos, intentaron reivindicarlos en sus obras. Ahí tenemos El enano, de Pär Lagerkvist; El tambor de hojalata, de Günter Grass; y la afamada Blancanieves y los siete enanitos, de Charles Perrault.

El enanismo se presenta únicamente en el retraso de la talla, siendo el desarrollo sexual y síquico normales. Así de prodigiosa es la madre naturaleza, que concede una ley de compensación a los seres aquejados por sus defectos físicos; más todavía, lo grande en un hombre no siempre se mide por la estatura, pues hay quienes, ostentando una estatura napoleónica, pueden tener ciertos órganos grandes, incluso demasiado grandes en proporción a su estatura. Si no me lo creen, pregúntenles a esas mujeronas de parada alta, quienes, enganchadas al brazo de un marido petizo y barrigón, se pasean orgullosas por las calles y las plazas, como anunciando a los cuatro vientos la suerte que les deparó la vida. Ellas saben que la importancia de un hombre no siempre se mide por la estatura, sino también por el estatus social y económico, por la inteligencia y la potencia viril, que algunos tienen como valor agregado para el goce de las mujeres y la envidia de ciertos hombres.

El enano, aparte de ser un apelativo aplicado cariñosamente a los niños, es motivo de diversos estudios científicos, como el caldo de cultivo de los chistes más corrosivos. Así, por ejemplo, se cuenta que un enano, disfrazado de angelito y hablando con voz de niño, intentó meterse en el paraíso, donde San Pedro, celoso guardián de las llaves del reino de los cielos, lo detuvo en seco y, tomándolo de los genitales, le dijo: Serás chiquito, serás lampiño, pero estas bolas no son de niño.

Los enanos, en todas las épocas y sociedades, han sentido las discriminaciones y desventajas, como si fuesen bichos raros, sin pensamientos ni sentimientos. Éste es el caso de un enano a quien todo le quedaba alto: el agarrador de la puerta, el teléfono automático, la ventanilla del correo, los espejos del lavabo, la taza del baño, los asientos de los autos y, de hecho, los muebles del dormitorio y el comedor.

Desde niño se había considerado diferente; tenía las piernas cortas y la cabeza grande. Era, contra su voluntad, el hazmerreír de quienes, en tono de sarcasmo, le gritaban: ¡Oye, tú! ¿Dónde estuviste cuando Dios distribuyó la estatura? Tampoco faltaban los bribones que, esgrimiendo los sermones de algún cura, consideraban su defecto como un castigo divino. El desprecio de sus semejantes llegó a tal extremo que el enano, sintiéndose un monstruo con imagen humana, se metió en el sótano de su casa y tomó la drástica decisión de colgarse de la viga del techo, donde lo encontraron días después con una nota en el pecho: A todos nos falta mucho para alcanzar el cielo...

Sabias las palabras del enano que, quitándose la vida con una cuerda, nos enseñó la gran lección de que todos somos enanos en la inmensidad del universo, incluso quienes, siendo enanos en el pensamiento y las acciones, se atribuyen estúpidamente el triste apelativo de gigantes.