=========================================================================== Editorial Letralia * http://www.letralia.com/ed_let =========================================================================== LIBRO DE HACEDORES La Tierra de Letras celebra a Borges Varios autores === Prólogo =============================================================== A, como, sobre Jorge Luis Borges Han pasado muchos años desde que Jorge Luis Borges alucinó: "Yo he procurado rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira". Ahora el autor que habló de siglos tiene uno completo para sí. En el centenario de Borges, el 24 de agosto de 1999, la revista Letralia abrió sus puertas, mediante una convocatoria lanzada a los cuatro vientos, a un grupo de escritores que concordó con nosotros en escribir este libro colectivo, que aparece, como cosa de maravilla, en la gran biblioteca de silicio, de arena, cuyos libros todo lo afirman, lo niegan y lo confunden cual divinidad delirante. Libro de hacedores está dividido en tres secciones, cada una de las cuales ostenta petulante el título de una obra de Borges: seis cuentos componen la sección Ficciones; otros seis poemas componen El hacedor y una decena de artículos completan el conjunto con Discusión. Todos textos que han sido escritos en homenaje a Borges, en imitación o bajo clara influencia de su estilo (o de sus estilos), o con la intención de dilucidar variados aspectos de su obra. Jorge Gómez Jiménez Editor jgomez@letralia.com ================================ FICCIONES ================================ === Lugones y el vaso de alabastro ======================================== Max Dasso (mcd2@is2.nyu.edu) a Carla Suárez, que lo leyó una mañana fría en París Era una tarde de calor agobiante en el eterno verano egipcio de principios de siglo. Su Majestad estaba por terminar un sueño de 3.500 años, desde la decimoctava Dinastía y continuando con el reinado de Tuthmosis III. El silencio perfecto y la oscuridad absoluta la habían acompañado durante todo ese tiempo, y fueron testigos del repiqueteo irregular de los cinceles y martillos, que avanzaban poco a poco por entre los gruesos muros. A pocos kilómetros de la ciudad de Deir el-Bahri, cerca de Luxor, en el Valle de los Reyes, tres arqueólogos ingleses estaban a punto de entrar en el sepulcro de la reina Hatshepsut. Sus únicas guías habían sido unos papiros (que habían tratado de interpretar sin demasiado éxito) y fragmentos de la tradición oral de los últimos descendientes de los hyksos, en los alrededores de Deir el-Bahri. Luego de haber rastreado la región durante varios meses, habían llegado finalmente a un túnel secreto y, pasando por dos cámaras ficticias, a la pared que los separaba del sepulcro. Cuando abrieron el primer boquete, el aire milenario de los tiempos de Hatshepsut, mohoso y denso, casi corpóreo, avanzó como una ráfaga viviente. Corrió por las antecámaras y el túnel secreto y llegó a la superficie, al desierto, al cielo anaranjado de Deir el-Bahri, donde en ese preciso instante brilló la primera estrella vespertina. Los arqueólogos acercaron sus lámparas de petróleo: contemplaban extasiados el sarcófago de oro; las estatuillas de marfil, ónix y lapislázuli; el gran sillón que había servido de trono a la reina; su cetro y sus objetos personales y las paredes recubiertas de pinturas. En mayo de 1923 se encontraba en Buenos Aires Mr. Richard Neale, quien haría una presentación privada, en un salón del Plaza Hotel, de varios objetos encontrados en las expediciones arqueológicas al Valle de los Reyes. El escritor Leopoldo Lugones había sido invitado, ya que era conocido su interés en el arte del Antiguo Egipto. Cuando Lugones llegó al Plaza, lo recibió Mr. Neale, y comenzó a darle una breve introducción sobre los objetos hallados en las distintas excavaciones, y las dinastías faraónicas a las cuales pertenecían. Como llamado por una voz hipnótica, Lugones notó un vaso de alabastro que había pertenecido a la reina Hatshepsut. Mr. Neale se dio cuenta de esto y le comentó que, hasta la fecha, los estudiosos no habían podido descifrar el significado de los cinco jeroglíficos grabados en el vaso. El escritor parecía sumido en un trance. Una hermosa mujer de la alta sociedad porteña se acercó a Mr. Neale, y mientras hablaban, Lugones tomó, con reflejos torpes, una libretita que siempre llevaba consigo en el bolsillo interno de su saco, y copió lo más fielmente posible los cinco jeroglíficos. Luego de su estadía en Buenos Aires, Mr. Neale volvió a Londres y retomó sus actividades en el British Museum. Lugones continuó con su carrera literaria y política. Sin embargo, el significado del vaso de alabastro lo obsesionaba cada vez más. Consultó los textos arqueológicos y mantuvo correspondencia con los mejores estudiosos de jeroglíficos de Europa, Egipto y Norteamérica. Mandó a traerse incluso una réplica de la piedra de Rosetta, descubierta por Champollion. Pero todo era inútil; no conseguía avanzar en su investigación, y sus amigos y colegas lo veían caer en frecuentes pozos depresivos. Ya adentrada la madrugada, a fines de 1937, una copia del libro "Las instrucciones para el Rey Merikare" cayó de la mano de Lugones, cuando el escritor concilió el sueño. Entre murmullos arcanos y sonidos de lenguas ya extintas, Lugones fue llevado a una habitación amplia y airosa, con dos grandes portones arqueados de donde pendían enormes cortinas de lino blanco. El sol tajante del desierto se filtraba por entre las cortinas, permeando con su luz toda la habitación. Las cortinas se ondulaban con el viento cálido y seco. Lugones se acercó lentamente a un portón, y pudo contemplar el Nilo, rebosante de fuerza y de vida. Las hojas de las palmeras y los arrozales en las riberas parecían amacarse a la par de las cortinas, y en una procesión de barcas que navegaba el río, notó, cerca de una proa, una inscripción difusa que fue haciéndose cada vez más grande y más nítida, hasta que pudo distinguir claramente los cinco jeroglíficos del vaso de Hatshepsut. El tiempo pareció detenerse y frente a Lugones pendía una esfera formada por infinitos prismas, y en su interior apareció un ibis que se posaba junto a la base de la Gran Esfinge en Giza, y en su plumaje sedoso estaban la ciudad de Tebas y las costas del Mar Jónico; la fortaleza de Thai-gin construida por el rey Dor y el jardín de la Alhambra; el rostro del Hykso, enemigo de la reina, y la Tierra de Punt en Somalía; las últimas palabras de Antinoo a Adriano antes de ahogarse; la mano en Altamira que pintaba con trazos negros y rápidos los dos últimos jeroglíficos. Lugones supo entonces que estos dos eran fatídicos: en honor a Hatshepsut, única dueña real del Gran Secreto, era preciso inmolarse por haber tenido acceso al conocimiento del Principio y del Fin; a la diosa Heka, la fuerza creadora; al tiempo y al cometa... Lugones despertó sobresaltado, con la angustiosa certeza de que su destino ya había sido trazado 3.500 años atrás, en la superficie pálida de un vaso de alabastro. Abandonó sus estudios y trató de olvidarse de todo. Intentó reunir fuerzas para retomar la producción de dos libros que tenía pendientes y continuar con su militancia nacionalista. Pero a partir de esa noche sentía que una especie de ardor viscoso se expandía en sus entrañas, como el magma en un volcán a punto de estallar. Desesperado, se hospedó en febrero de 1938 en un recreo de una isla del Tigre con la intención de calmar sus nervios. Fue en vano: el día 18, sin motivo aparente, se había suicidado. No se sabe si antes de morir dejó algún documento sobre los tres primeros jeroglíficos de Hatshepsut. Sin embargo, escribió un cuento titulado "El vaso de alabastro", dedicado a Alberto Gerchunoff. Publicado en Letralia 48 (1/6/98) === El laberinto de Aldana ================================================ Ricardo Iribarren (iribcita@favanet.com.ar) Aldana vivía en el segundo piso de un edificio antiguo en la zona oeste de la ciudad. Gruesas puertas de madera labrada, herrajes de bronce, y al entrar un pasillo de paredes muy blancas con copiosos bajorrelieves cerca del techo. El ascensor era moderno, y una voz sin sexo anunciaba los pisos cuando la carga estaba completa o no habían cerrado adecuadamente la puerta. Al escucharlo, Aldana, profesora en Letras, recordaba a Lorca; lo imaginaba parado en la estatua de la libertad, recitando su amarga y metálica poesía sobre Nueva York. Llevaba cinco años de casada con otro profesor en letras, Lázaro, ahora sin trabajo. Mayor que ella, hacía dos años había tenido un infarto y esperaba su jubilación por invalidez. Muchas veces recordaba o soñaba con el día del infarto: dolor agudo, angustia; la internación en urgencia, la isquemia y luego el diagnóstico: "infarto producido por bloqueo arterial...". Su marido se negó a someter su destino a manos humanas y no se operó como aconsejaban los médicos. Pareció rodearse de una espesa burbuja dentro de la cual se concentró en lo que siempre había sido su pasión: la lectura de Jorge Luis Borges. —Nadie escribió un estudio sobre Borges, sobre su obra, nadie hizo una exégesis completa, nadie se ocupó de sus problemas, de la historia de sus inquietudes que es toda su obra. Los ingleses han escrito tomos sobre Shakespeare y nosotros ni una palabra sobre él —repetía mirándola con sus ojos que alguna vez fueron verdes, y que ahora con pequeñas manchas celestes, se ocultaban debajo de sus anteojos. Cuando mencionaba al escritor, era la única vez que Aldana los veía brillar. Al volver de su trabajo, las horas se extendían en el departamento: paredes forradas con papel estampado en flores, relojes cada tres metros, un cuadro de un discípulo de Rembrandt en el que aparecían sátiros corriendo ninfas entre los claroscuros... y su marido concentrado en Borges, mientras ella se sentaba frente a la pantalla del televisor y cambiaba de canal en canal, acumulando desazón. Después preparaba la cena, el plato de sopa, la carne asada, rutinariamente sin sal. Miraba a Lázaro mientras la comida se enfriaba. El cigarrillo ausente se adivinaba en el temblor de sus dedos teñidos de nicotina, en su tender la mano frente a sí al terminar de comer, y encontrar sólo el libro de Borges. Y repetía lo mismo: —Vos lo sabés, Aldana, "una aproximación teórica a Borges". Así se llamará mi ensayo. Ella hablaba con tono tranquilo, pero volcando su resentimiento que iba acumulando y aumentando día a día. —Si querés comprender a Borges, no debieras estudiarlo; ni siquiera leerlo. Tendrías que ser lo que él quiso y no pudo. Deberías hacerme prostituir y convertirte en cafiolo; deberías matar a un hombre a la luz de un farol o simplemente convertirte en un tigre con un mensaje extraño en sus rayas... Lázaro sonreía sin sospechar la ironía, el resentimiento, la erosión lenta de la relación que se centraba en el grueso libro de las Obras completas. Había quitado las tapas a los cuatro tomos, haciéndolos encuadernar en un solo volumen, formando un todo simbólico, un universo cerrado; desde la portada el escritor miraba sonriente, como guiñando un ojo. Las noches sin sexo; sólo dormir en la misma cama, él repasando algunos pasajes del libro, para conciliar el sueño. Las drogas sedantes y anticálcicas lo dejaban como desmayado sobre su costado derecho, con la boca abierta mostrando su paladar sin prótesis, su encía casi sin dientes. Una imagen divergente de lo que había sido. Apenas se acostaban ella repetía la misma frase, como completando lo que había dicho en la cena. —Este es tu sueño, tu pura diversión de tu voluntad; si tenés un ilimitado poder, dedicate a causar un tigre... Él nunca escuchaba la frase completa, ya que cuando llegaba a "voluntad", sus ronquidos rebotaban contra los bajorrelieves. Ella tardaba en dormirse; los visillos de la ventana mostraban retazos del mundo que parecía detenerse en el corazón del departamento; conjuraba la angustia por varios ejercicios, aunque reconocía que servían sólo para disimularla o demorarla. Pronunciaba el alfabeto de atrás para adelante y recordaba sus tiempos de estudiante, su militancia en el Peronismo de Base, donde Borges era el "monstruo gorila"... En el instante en que olvidaba su lenta petrificación entre aquellas paredes, el sueño la ganaba como un violador que hubiera estado acechando durante todo el día. Una de aquellas noches soñó con el troyano, amante de Helena; con su huida desesperada y sus cabellos rubios enredados en las ramas del ciprés; sus verdugos, más pequeños que él, pero con aspecto terrible. Escuchaba al soberbio, al vanidoso, clamar piedad, llamar a Helena como si pudiera ayudarlo. Su cobardía se exhibía sin pudor por encima de su belleza. Aldana era el amante de la mujer que había producido la larga guerra entre dorios y aqueos. Veía por sus ojos la muerte que se acercaba; muerte cruenta, pero que recibía con júbilo, ya que interrumpiría esa agonía de sátiros impotentes en claroscuro y bajorrelieves oprimentes. Despertó con el corazón latiendo fuertemente y permaneció un rato con los ojos abiertos fijos en el cielo raso. Se volvió e intentó dormirse otra vez. La persiana estaba rota: nunca la habían arreglado. A través de los visillos entraba la luz del farol de la esquina y daba sobre sus ojos; pero no era eso lo que le impedía conciliar el sueño. Trataba de imaginar un paisaje marino, en el que las gaviotas volaran a la altura de ella; un atardecer en la playa... y a su lado su marido, leyendo, devorando el libro de Borges, haciendo anotaciones en los márgenes... Se levantó despacio, aunque Lázaro dormía tan profundamente que ningún ruido podría despertarlo. Fue en busca de un relajante vaso de leche tibia y bebiéndolo lentamente volvió al dormitorio; encendió la tenue luz del lado de su esposo. Su torso estaba levemente encorvado, dejando un hueco sobre la sábana de abajo donde estaba el libro. Una de sus manos, delgada y huesuda sostenía el rostro de Borges. Aldana no contuvo las lágrimas, la rabia silenciosa, la pantomima del dolor: la escena le mostró la clave: había sido cambiada por aquel libro. ¿Qué era la obra de Borges? Apenas un largo puñado de palabras bien escritas, bien hilvanadas; pensamientos, juegos intelectuales, frías poesías, lejanos ensayos; separó la mano de su esposo, tomó el libro, lo miró y lo abrió. Tenía círculos hechos con lapicera, largas anotaciones en los márgenes, párrafos subrayados con diferentes colores y hojas escritas con la apretada letra de su esposo como señaladores. Lo abrió y cerró con algo en su mente. Lo apoyó en la cómoda, y se acercó a la puerta de entrada, abriendo la mirilla que daba al pasillo: solitario, ya que eran más de las tres de la mañana. No estaba segura de hacer lo que pensaba. Se volvió: el libro, sobre la cómoda, proyectaba sobre la pared contraria una sombra gigantesca producida por la suave luz del velador. Debía terminar con esa oscuridad siniestra costara lo que costase. Algo le decía que si su esposo se había aferrado a eso, no había que cortarlo de pronto, que era necesario esperar, pero ella no podía más: era una carga demasiado pesada. Tomó el libro despacio; tenía la boca seca. Abrió suavemente la puerta; a pesar de la intensidad del sueño de su esposo, abrió despacio. Antes de volver a cerrar constató que Lázaro siguiera durmiendo profundamente. Caminó descalza hacia la mitad del pasillo donde quedaba la entrada al compactador. Por allí arrojaban diariamente desde todos los pisos, bolsas con residuos que, prensados, formaban enormes paquetes, llevados luego por los camiones que transportaban la basura. Abrió la puerta y se asomó por ella: nunca lo había hecho y desde el fondo llegaba un rumor permanente y un aire caliente que le golpeaba la cara, trayendo olores de descomposición. Vaciló un instante; por un momento reflexionó; pensó que su odio no debía ser contra Borges: en tanto el libro estaba casi en el borde del agujero negro; no tenía por qué dejarlo caer: sabía que unas cuchillas lo rebanarían y luego lo mezclarían a restos de naranjas, yerba de mate usada, trozos de grasa, huesos, papeles de diario... se sobresaltó al escuchar el ruido del ascensor que bajaba y en ese momento soltó el libro. Se asomó, estiró la mano tratando de alcanzarlo; lo vio por un momento abrirse en el aire, como un pájaro espectral, y mezclarse con el aire tibio, con el rumor que llegaba desde el fondo, para luego perderse en la oscuridad. No escuchó el sonido que pudo haber hecho al caer. Se apartó del compactador, y se asombró al comprobar que estaba temblando; el ascensor volvió y se detuvo en el piso. Antes que la vieran volvió al departamento con rapidez como si acabara de cometer un crimen. El resto de la noche no durmió. Miró la luz del farol de la calle que entraba en el cuarto. En su mente rondó cantidad de pretextos poco convincentes. A eso de las cinco de la mañana dormitó un rato, cuando la despertaron ruidos en la cocina. Era su esposo. Estaba bebiendo un vaso de leche. —Querida, ¿viste el libro de Borges? —No, en absoluto —contestó molesta—, tendrías que fijarte si cayó debajo de la cama, porque siempre dormís con él... —Ya me fijé, pero no está... ¿vas a salir? Aldana había terminado de lavarse los dientes y se estaba vistiendo. —¿No viste la hora que es? Tengo clases de mañana. —Pero antes podrías ayudarme a buscarlo, no me puedo agachar ni hacer fuerza para bajar los bolsos que tenés arriba del ropero. —¿Y desde cuándo guardás ese libro en los bolsos que están arriba del ropero? Debe estar en algún cajón, en un lugar visible, evidente... Tomó café con rapidez, comió algo, se despidió rápidamente de los ojos azules de Lázaro, interrogantes, implorantes. Salió, bajó en el ascensor y al llegar a la planta baja se detuvo en el palier. Su corazón latía con fuerza: se sentía una asesina. Podía sonar ridículo, pero si ese libro, ese trabajo era la vida de su esposo ella se la estaba quitando. El resto del día estuvo distraída en su trabajo, se equivocó varias veces al dar la clase, y cerca del mediodía, al mirarse en el espejo del baño se asombró al ver sus ojeras. Se dijo que era lógico ya que no había dormido, y mientras se maquillaba, descubrió que no quería volver a su casa, que no quería encontrarse con la mirada culpable de su esposo. —No tengo otro lugar adónde ir —reflexionó en voz alta; pensó vagamente en aceptar la invitación que siempre le hacía para comer el profesor de gimnasia pero desechó la idea; fue hasta la parada deseando que el colectivo demorara, pero esta vez fue más puntual que nunca. Al llegar prestó atención a los enormes camiones que cargaban los bultos compactados. Tuvo la intención de detener a los obreros, pero no se animó. Subió hasta el piso, y entró al departamento. Su marido la esperaba sentado en la cama; se restregaba las manos y al entrar la miró. —No encuentro el libro —fue lo primero que dijo —¿Y qué querés que haga? —contestó con fastidio, casi gritando—. ¿Querés que me convierta en el libro de Borges? Quizá de esa forma me des un poco de pelota... Él no contestó. Siguió mirándola y restregándose las manos. —No entendés —dijo por fin—, lo necesito. Vos lo sabés... Aldana hizo como si no lo escuchara. Lázaro era intuitivo y sabía que ella tenía responsabilidad en la desaparición del libro; sus ojos le dolían, la llenaban de angustia; debía ser así: él no era capaz de reprocharle nada, sino de hacerla sentir culpable hasta lo insoportable. Sirvió trozos de pollo deshuesados, secos, con algunas papas hervidas. Comieron en silencio. Su marido lo hizo lentamente y dejó la mitad de la comida. —Está bien, fui yo —dijo ella por fin. —¿Qué fuiste vos? —A la madrugada arrojé el libro por el compactador. Hubo un largo silencio, en el que Lázaro dejó de mirarla. Aldana se sintió un poco más tranquila al no recibir sus ojos implorantes. —Fui yo; habías terminado queriendo más al libro que a mí. —Es que me faltaba poco —se sobresaltó; la voz de Lázaro no era la misma, parecía surgir del estómago, y apenas movía los labios. —¿Te faltaba poco para qué? —Nunca entendiste a Borges. Lo tuyo fue siempre análisis literario, y nunca me entendiste cuando te hablaba del análisis teórico... —Supongo que ahora tampoco te entiendo. —Desde niño sentí angustia; un sentimiento que iba y venía, y ahora se instaló definitivamente. Sé que mi cura, que la transformación de todo está en la obra de Borges. Es como en el cuento "El lenguaje del tigre", ¿te acordás? El indio está sentenciado a morir, pero puede liberarse si en la noche anterior a su ejecución interpreta el lenguaje que está en las rayas del tigre en la cárcel contigua. La obra de Borges tiene la forma de un laberinto, pero hay una forma de salir del laberinto y cuando uno lo hace, encuentra la fuente de todo... hasta de mi propia recuperación. Borges escribió con cierta lógica, con cierta coherencia dispersa en sus poesías, en sus cuentos, en sus ensayos. Yo estaba por encontrar su clave, la que me permitiría la verdadera lectura, llegar a la palabra clave con la que podría transformar el mundo y antes que nada transformarme a mí... Lázaro no siguió hablando. Aldana miró el reloj: llegaría atrasada a las horas de la tarde. —Nunca me dijiste eso, pero entendeme. Aunque lo hubiera sabido, igual me hubiera sentido desplazada por un libro. Así somos las mujeres... Ensayó una sonrisa, pero su marido tenía los ojos perdidos en algún lugar del cuarto. Por primera vez en su matrimonio, sentía que no estaba escuchando lo que decía, que no encontraba sentido a sus palabras. Lo besó en la boca y lo sorprendió la frialdad de sus labios. Aquel día en la escuela todo se complicó: la rectora la llamó para reprenderla por un desorden cometido en su clase, el profesor de educación física que quería invitarla a comer estuvo más pesado que nunca y debió poner amonestaciones a un alumno. A esto se juntaba que tenía dos turnos seguidos. Llamó dos veces a su casa, pero Lázaro no contestó. Esto era normal: concentrado en la obra de Borges, no quería que lo interrumpieran, y no prestaba atención a la campanilla. Pero ahora Borges no estaba. Aldana confiaba en que podría rearmar la obra con ejemplares sueltos de los publicados por Losada. Recordó que estaban El informe de Brodie, El libro de arena, Historia universal de la infamia... Antes de volver llamó otra vez desde la cabina, pero no contestaron. Si bien le quedaba poco dinero, ya que estaban a fin de mes, tomó un taxi para volver a su casa y cuando subió al departamento encontró a Lázaro en la misma posición en que lo había dejado después de desayunar: mirando frente a sí, fijamente. —¿Estuviste así todo el día? —preguntó mientras se quitaba el abrigo—. ¿No te bañaste, no intentaste hacer algo? Él negó con la cabeza. —Te dije que no entendías. Borges era un universo y yo estaba por descubrir su clave. Se acercó a él y acarició su cuello. —No te preocupes, tonto, cuando cobre te voy a comprar otra edición de las Obras completas... Ahora vení, vamos a bañarte. —Estoy muy cansado... Aldana miró con alarma sus brazos flojos, su mirada. Él nunca había sentido dolor durante el infarto, y el médico le había dicho que en su dolencia "el cansancio era el equivalente del dolor". Recordó rápidamente las indicaciones. Tomó un Digoxín, le abrió la boca y lo metió debajo de su lengua. Llamó a la ambulancia y al médico de cabecera, al que no encontró. Recurrieron a la guardia de la clínica, lo llevaron en ambulancia y tomaron un electrocardiograma. —Está descompensado —dijo el médico—; la isquemia se ha agrandado. Aparentemente no es nada grave y podemos sacarlo del cuadro... pero debe haber pasado algo, debe haber tenido un disgusto... Con dolor, entre sollozos, Aldana contó lo que llamó "el crimen", es decir su acto de la noche anterior por la cual el libro de las Obras completas de Borges estaría rodeado de salamines, cebollas, revistas de folletines, envoltorios de supermercados... en un mismo y enorme paquete dispuesto a ser reciclado en alguna parte. —Eso es algo que puede repararse —dijo el médico con tono comprensivo— cuando puede le compra otro ejemplar igual y listo. Era la única alternativa. Aquella noche, Aldana la pasó en el pasillo del hospital y respiró cuando a la mañana le dijeron que su esposo estaba fuera de peligro. Entró a verlo: su torso parecía haberse consumido. Sus pies asomaban por debajo de la sábana de la cama en la sala de terapia intensiva; todo él parecía haberse encogido alrededor de sus ojos que seguían fijos, azules, como descoloridos. Aldana se acercó y le acarició la cabeza —Volvemos a casa y todo será como antes... —Sí, sí... —dijo él mientras negaba con la cabeza. La vuelta a la casa requirió dos exámenes semanales en los que debían ver al médico, ajustar la medicación y la dieta. Aldana esperó con ansiedad el día de cobro, fue a la librería y ansiosa compró las obras de Borges: la última edición de los cuatro tomos, cuidadosamente envueltos para regalo. Lázaro acostumbraba a sentarse frente a la pared este del departamento. Como ella insistía en que lo hiciera frente a la ventana, cambiaba de posición cuando reconocía sus pasos en el pasillo. Aldana lo encontró moviendo su silla, cambiándola de lugar. —Te traje una sorpresa —dijo alcanzándole el paquete envuelto en papel rosa con un moño rojo—. Abrilo, abrilo... es lo que menos te esperás. Con desgano Lázaro rompió el papel y abrió el paquete. No dio muestras de emoción al mirar los libros; lo abrió, revisó sus páginas casi pegadas, y los dejó sobre la cama. —¿Qué pasa? ¿No es eso lo que querías? Lázaro negó un buen rato con la cabeza antes de responder. —Aldana, seguís sin entender. Cuando yo te hablaba de un trabajo teórico sobre Borges vos imaginabas un libro, pero yo me refería a los párrafos subrayados con diferentes colores, a las anotaciones al margen, a las referencias temáticas, a las derivaciones a otras páginas... fue en eso en que estuve ocupado todos estos meses. En el volumen que tiraste yo había trazado una guía para llegar a lo más profundo de Borges, y estaba por terminarlo. Ahora no tengo fuerzas para empezar todo otra vez. El llanto invadió a Aldana. Se arrodilló junto a Lázaro y apoyó su cabeza sollozante que él acarició. —¿Todas las cosas que echamos por la entrada del compactador van a dar a la máquina? —preguntó por tercera vez Aldana a don José, el portero español, quien se rascaba la cabeza sin entender exactamente la requisitoria. —Quiero decirle: algo grueso, duro, rectangular, pesado, es decir un libro más o menos grande, ¿puede caer afuera de la máquina que lo compacta? —¡Ah! ¡Usted quiere saber si puede caer afuera..! —Exacto. —Sí, vea, si es una cosa gorda y pesada como un libraco grueso y antiguo, puede trabar la máquina o caer fuera del paquete compactado. —Y la máquina, ¿se trabó estos días? —No, no; funciona como un reloj. —En caso de caer, ¿dónde pudo haber ido? —Mire, hay un cuartito al que resbalan las cosas que no entran en la máquina... —...que usted limpia de vez en cuando. —Todos los miércoles, señora, todos los miércoles. Para eso me paga el consorcio. —Es decir que hoy estamos a viernes y todavía no lo limpió. —Así es, no. Aldana se detuvo. Pensó pedirle al hombre que se fijara, o la acompañara al lugar que describía, pero sentía que buscar el libro era su responsabilidad exclusiva. —¿Puedo tener acceso a ese lugar? —Pos claro, señora, usted tiene la llave: está en el manojo que le dieron cuando compraron acá... No tiene cómo equivocarse: además de las de la puerta de entrada y de su departamento, usted tiene tres más que son de la baulera, de la cochera y de ese lugar por si se le ofrece algo alguna vez. Aldana agradeció al portero. Sabía dónde había guardado las llaves hacía siete años cuando habían comprado la propiedad, y subió rápidamente al departamento. Lázaro parecía una sombra, sentado mirando la pared, con la cabeza inclinada, un brazo sobre la mesa y el otro a su costado. Ella se detuvo un momento para besar el cuello donde se unía con el mentón; sintió un sacudón de angustia al recordar que ese gesto en otras épocas producía en él un estremecimiento, y a continuación su grueso brazo la tomaba de la cintura. —Todo esto va a terminar —dijo a su oído—. No pierdas las esperanzas, te lo pido... Salió con las llaves: era la hora de la siesta y caminó hacia donde le había dicho el portero: una de las entradas traseras del edificio: exactamente al costado del portón de dos hojas que se abría a las cocheras. Allí había una puerta de metal despintada. Tomó el manojo de llaves y las probó una por una. No funcionaron; la cerradura era nueva: podrían haberla cambiado en esos años. Miró su reloj: el encargado no empezaría a trabajar hasta después de las cinco y aún faltaban dos horas. Empujó la puerta: a pesar de estar gastada, oxidada y rota en algunas partes, ofrecía resistencia. Volvió lentamente al piso. De pronto tuvo una idea; fue hasta su departamento y se vistió con ropa liviana; calzó un par de zapatillas y recogió un par de lentes de teatro que colgó de su cuello. Lázaro ni advirtió que había entrado. Salió, volvió a los ascensores, subió a la terraza y abrió la puerta. Al comprar la casa le habían explicado que en el centro del techo del edificio había un agujero que daba al compactador; lo buscó hasta encontrarlo. Estaba cubierto por una reja de hierro oxidado sin sujetar; la quitó con cierta dificultad y se encontró con la caja donde caía la basura. Se sobresaltó al escuchar un golpe: un sistema de poleas la hizo llegar hasta uno de los pisos. Recibió una bolsa de basura y se plegó sobre sí misma; estuvo así varios segundos, lo suficiente como para que Aldana mirara con sus catalejos hacia abajo: allí estaba el libro; lo vio por un momento bajo una luz muy débil que llegaba desde un costado. Eso la estimuló y calculó los movimientos que debía hacer: colgarse de la cuerda, llegar hasta la caja, esperar a que de la planta baja alguien echara un bulto; el mecanismo se replegaría y entonces saltaría sobre el libro. La idea le daba miedo y un poco de vértigo. Respiró fuerte, cerró los ojos y recordó sus clases de gimnasia aeróbica: estaba lo suficientemente preparada como para aquello. No lo pensó más y se colgó de la soga de la polea: era gruesa como para sostenerla sin dificultad, y se deslizó hasta apoyarse sobre la caja. En el momento en que alguien echara un bulto debía replegarse hacia arriba, ya que corría el riesgo de que las chapas filosas le cortaran los pies. Los minutos parecieron extenderse; de pronto, con un golpe, la caja se movió; instintivamente, Aldana levantó las piernas. La polea bajó: tenía la esperanza de que se detuviera en la planta baja, pero no: las tenazas se cerraron durante los segundos necesarios para compactar el bulto que le habían echado y allí Aldana vio el libro más cerca: no se explicaba desde dónde surgía la luz que lo iluminaba desde arriba. Volvió a aguardar. Los minutos parecían detenidos. La caja subió al último piso, y vio al libro mucho más lejano. A aquella hora no era frecuente que los vecinos salieran a arrojar su basura; pasaron los minutos. Si bien tenía los pies apoyados sobre la caja, los brazos le dolían, y ya estaba por abandonar la empresa; por buscar nuevamente al portero y pedirle que abriera la puerta, cuando la polea volvió a bajar, primero despacio, después con una rapidez vertiginosa. Aldana sintió que el aire golpeaba su rostro y le hacía subir sus cabellos, hasta que la caja se detuvo en lo que calculaba era la planta baja. Su cuerpo se puso tenso; apenas las tenazas se cerraron, calculó que el libro, si bien estaba mucho más cerca, aún quedaba a la suficiente distancia como para tener que pensar en un buen salto. Aspiró con fuerza y se descolgó de la cuerda. Su cuerpo pasó junto a las tenazas que volvieron a abrirse. Esperaba sentir el vértigo de la caída; recordó vagamente un programa de televisión en que los paracaidistas explicaban cómo se debía caer para no romperse ningún hueso, cuando un viento intenso y caliente llegó desde abajo; extrañamente amortiguó la caída de su cuerpo; el libro, abierto en el piso abría y cerraba furiosamente sus páginas. Iba hacia él. Temió aplastarlo con el peso de su cuerpo, pero el volumen creció y creció hasta tomar el aspecto de una flor blanca en cuyo centro le pareció ver a la vez los pétalos y el fruto. El olor a humedad reconcentrado, la poca luz que llegaba desde ventanas altísimas, los techos enormes: Aldana no se encontraba en el sótano que quedaba detrás de las cocheras. O quizá sí: la textura despintada de las paredes le resultaba familiar, de igual modo una ochava que se abría a un largo pasillo. Era el sótano del edificio, pero tergiversado, como visto desde adentro de uno de esos espejos cóncavos o convexos que deforman la realidad en un parque de diversiones. Miró a su alrededor: el libro no estaba, y lentamente fue comprendiendo: ella estaba dentro del libro. La idea podía parecerle loca, pero esos claroscuros, esa atmósfera de laberinto era de Borges; era de la lectura secreta de Borges, la que Lázaro había estado exhumando durante aquellos meses. Se levantó despacio y con cuidado. Había tres pasillos: uno frente a ella, y otros dos a su izquierda y su derecha; el consorcio nunca se permitiría el lujo de pagar tres corredores de esas dimensiones. Tomó por el que estaba frente a sí; la luz llegaba desde las ventanas que estaban por lo menos tres metros encima de ella. Desde allí pudo apreciar las molduras rococó, doradas, y los vitrós con extraños motivos de faunos tratando de atrapar hermosas jóvenes. Aldana caminó bastante, hasta advertir que el pasillo tenía un amplio recodo que de pronto se pronunciaba y terminaba en un espejo. Encima de él se levantaba una ventana y su primera reacción fue pasarse las manos por los cabellos: se veía espantosa, y como era de esperarse, no había traído su cartera con maquillajes. Para peor, sin saber cómo, en su mejilla izquierda tenía una mancha negra quizá del tizne acumulado en el compactador. Tomó un pequeño pañuelo arrugado y trató de quitarse la mancha; en ese momento sintió una inquietud que fue creciendo por momentos; tardó un rato en advertir que en la pared frente a ella se levantaba otro espejo, de modo que se enfrentaban mutuamente, pero algo extraño ocurría con ellos: en situaciones normales, las líneas visuales debían curvarse y perderse en un punto de fuga, pero allí, por un extraño truco de refracción, su imagen se reflejaba hacia adelante y hacia atrás en línea recta, hasta un punto indefinido, hasta donde la poca luz que llegaba desde la alta ventana se lo permitía ver. Había algo más, que la hizo detenerse en la limpieza de su mancha (más que limpiarla la había diseminado por toda su cara) y fue una extraña certeza: cada una de esas imágenes tenía vida propia, la que estaba frente a ella la observaba fijamente con expresión de astucia y sospecha. Miró hacia atrás: la figura que le daba la espalda se encorvaba hasta el punto en que el cuello casi no se advertía. Y todos esos personajes disminuían en intensidad a medida que se alejaban. A pesar de esto, Aldana tenía mensajes de aquellas imágenes que estaban en el final de la línea visual; sabía que se remontaban a sus propios orígenes. Era un sentimiento de vértigo, como si las figuras la reclamaran dentro del espejo, como si ella mezclara partes de su ser, se fragmentara en aquellos pedazos de vidrio: aquello era simplemente la locura. Volvió sobre sus pasos y dio varias vueltas siempre iluminadas por las ventanas con vitrós, con motivos cada vez más extraños. Allí estaba el hombre que por un intenso amor había descendido hasta el Hades para rescatar a su amada, y había vuelto a la tierra, allí estaba aquél cuya fuerza hacía temblar la tierra y las piedras y se había destacado en sus trabajos; más allá, la figura del rey de Tebas con los ojos colgando de los párpados, guiado por su hija hacia Colona. Aldana se detuvo cuando advirtió que estaba huyendo de los espejos: había llegado frente a un portón de dos hojas, aparentemente de roble, cuidadosamente labrado. A lo largo del borde había ángeles pequeños y capullos de rosas; el centro estaba cubierto por signos extraños grabados con pintura fulgurante, que no llegaba a entender. La inquietud de Aldana había crecido hasta estar cerca del miedo. La puerta aquella tenía varios pestillos que movió lentamente; la abrió: la luz que llegaba desde la ventana sólo iluminaba una porción de piedra marmolada que formaba parte del piso. Se adelantó con cuidado, pero de pronto una mano la tomó de la cintura: estaba por caer al abismo que quedaba más allá de la puerta en el fondo del cual brillaban aisladas y silentes hogueras. El hombre que la había salvado la volvió hacia sí, y Aldana vio un rostro duro, ojos brillantes, y una cicatriz que empezaba en su párpado izquierdo y se extendía hasta su boca. La miraba fijamente, con su cara casi pegada a la suya y no la soltaba. —¿Quién es usted? —preguntó Aldana separando sus manos. —El malevo Vidalita. Supongo que querrá salir de aquí. —Desde ya que quiero salir de aquí; ¿usted puede ayudarme? —No, yo no puedo ayudarla. Solamente la voy a llevar hasta el lugar donde está el trompa. —¿Cuándo dice "el trompa" se refiere a Borges? El hombre se detuvo de pronto, se volvió hacia ella y apoyó su índice sobre los labios. —Es el laberinto: hay nombres que no se pronuncian. Siguieron caminando; Aldana estaba inquieta: dieron varias vueltas por pasillos oblongos que se bifurcaban; podía ver la espalda del hombre: el traje azul marino con rayas verticales finas y blancas. El "funji", los zapatos lustrosos que caminaban seguros. Pasillos, puentes que se tendían sobre los propios pasillos; escaleras invertidas: con parantes y aldabas en el más fino bronce, pero cuyos escalones estaban hacia abajo. Aldana recordó los espejos y calculó que debían ser una ilusión óptica. Sin embargo, al llegar a la segunda le pidió al malevo que se detuviera, se acercó y comprobó que era así; terminaba en una fina puerta labrada, construida en el piso. —¿Quién puede subir o bajar por una escalera como ésta? —preguntó—. ¿Es que aquí hay gente que camina con la cabeza y lleva los pies hacia arriba..? —No se olvide dónde está —respondió el malevo; ella notó que su cuello estaba brillante, y reflejaba la luz que seguía llegando desde la lejana ventana. Atravesaron varias cuevas con estalactitas de diversos tamaños: alguien había construido un puente entre ellas. Finalmente volvieron a los pasillos; los juegos de luces que llegaban desde las ventanas habían proyectado sobre una de las paredes la figura de una bestia con cuernos, que caminaba en sus dos patas traseras; fue un sólo momento, pero la estremeció y se acercó al hombre. —¿Qué fue eso? —¿No le dije que estábamos en el Laberinto? ¿Dónde vio un Laberinto sin un monstruo? —Pero, ¿se puede salir de aquí?, ¿voy a volver a mi lugar? —Y dale; todas las paicas son iguales, ¿no puede tener un poco de paciencia? Ya lo vamos a ver al trompa, y va a hablar con él... En ese momento desembocaron en una habitación normal: con cielo raso y paredes azules. Era enorme, pero estaba construida con mampostería; no la habían tallado en la roca. Lo destacable era la figura que estaba sentada sobre sus rodillas al fondo: un anciano oriental, con una leve barba, mirando hacia adelante con los ojos perdidos. —¿Toma mate? —preguntó el malevo. —Sí, amargo, por favor. —Acá no existe el mate dulce. Mientras llega el trompa, don Nichiren puede contarle una de sus historias. —¿Quien es él? —No sé bien; se vino con el trompa desde el Japón. En el lugar había una pequeña cocina y el malevo llenó una pava con agua; muy lentamente empezó los preparativos del mate. Aquella habitación despedía cierto aire de tranquilidad, quizá fuera el tono de las paredes o la certeza de que, de algún modo, estaba llegando a un lugar civilizado; se acercó hacia el hombre sentado. —Sé que... —se interrumpió recordando las palabras del malevo—, sé que Jorge Luis viajó a Japón en sus últimos años. ¿Lo trajo de allí? El hombre contestó en un español imperfecto pero entendible. —Así fue. Yo, monje Nichiren, que ahora asentado aquí. Sus palabras eran firmes y su mirada muy penetrante; era pequeño, envejecido, pero despedía una enorme fuerza vital. —Me dijo Vidalita que podía contarme historias mientras esperamos al... trompa. —Sí, mi mejor historia, de la que más me enorgullezco, la persecución de Tatsunokuchi; en realidad vivimos en la ilusión y a veces no sé si existió, pero tiene valor que sirve para todos los períodos. Antes de seguir hablando el anciano se levantó; Aldana lo miró asombrada; murmuró algunas palabras, pareció tomar fuerzas de alguna parte y de pronto su figura se hizo más elevada. Entonces empezó a hablar. —Me odiaban por muchas cosas. Yo fui el que dijo: "Ahora miramos la luna de agosto que se levanta por las montañas con aquellos que queremos. Con ellos escribimos poemas a esa luna redonda y amarilla, pero en algún lado ruge el tigre de lo efímero, y los que amamos desaparecerán. ¿En qué era renacerán? ¿Qué será de ellos? ¿Cuántas veces volveremos a contemplar la misma luna asomando detrás de las montañas y volveremos a escribir los mismos poemas..?". También dije: "una persona debe ser el amo, no el esclavo de su mente". También ataqué a las cinco escuelas heréticas, porque ellas se apartaban de la paz y servían a los señores de la guerra. Entonces me odiaban. Tenían motivos para odiarme. No recuerdo el año, ya le digo, esto pudo no haber pasado, haber sido un sueño o haber sido yo el sujeto del sueño de alguien; también este hecho se hundió en las aguas sin fondo de lo transitorio, de la ilusión. Estaba en mi cabaña, donde vivía pobremente, cuando vinieron a advertirme que sería detenido. Los hombres de Shae Mon me tomaron de los brazos. Descalzo, con la cabeza descubierta, me arrastraron hacia afuera. "Llegó tu fin, Nichiren", me dijeron. Supe que era cierto. Mi vida tenía la intensidad de los condenados a muerte y pude ver con claridad que el laberinto era mi vida: dos espirales contenidas mutuamente. En ellas yo luchaba hasta llegar a la misma pared, al mismo fin, así durante vidas, en diferentes eras. Dentro de unos minutos mi cabeza rodaría, pero ya había rodado mucho antes, miles de cabezas recogidas en canastas, la misma cabeza, la misma situación que se repetía cuando llegaba al punto del laberinto. Salimos. Mucha gente me abucheaba; el único que se quedó junto a mí, a quien habían despertado para darle la noticia, fue mi discípulo y médico Schiyo Kingo. Él lloraba y era apartado una y otra vez con brutalidad por los guardias de Shae Mon. —No te preocupes —dije—, ahora probaré si haber invocado estos años a la ley de causa y efecto de todas las cosas en el universo me ayuda a romper la ley del laberinto, me ayuda a salir. Me llevaron casi a los empujones a un lugar aislado llamado Tatsunokuchi. Allí levantado el patíbulo y el verdugo aguardaba con la capucha y el hacha en su mano. ¡Qué familiar me resultaba todo aquello! Era como quedar atrancado en uno de los puntos en que las dos espirales de mi vida se encontraban. En tanto la multitud se iba alineando en torno al patíbulo. Unos a otros se habían despertado a la madrugada para ver la sangre fascinante caer a la tierra. Escuché algunos gritos: "¡Muera Nichiren!". Presentía la presencia de mis discípulos entre las gentes, simulando que no me conocían, todos menos Shiyo Kingo, a quien no dejaban acercarse. Sabía que esto podía perjudicarlo y le pedí que se fuera, pero en medio de sus lágrimas negó con la cabeza. Advertí que los soldados de los tres lores que estaban enfrentados entre ellos, que desangraban a la gente reclutándola temporada tras temporada para sus guerras, se unían en torno a mi muerte. Mi presencia interrumpía su baile macabro. Mi prédica de paz era peligrosa. Cuando terminaran conmigo seguirían sus sangrientas disputas a través de sus vasallos guerreros, asesorados por falsos sacerdotes. Con un último empujón los guardias me condujeron a la escalerilla que daba hacia el patíbulo; no me pude contener y caí hacia adelante pero me levantaron y me obligaron a subir. Caminé dignamente hacia el lugar donde esperaba el verdugo con el hacha. Todo me seguía resultando familiar, pero había algo novedoso en aquella noche. Por encima del murmullo de las gentes, de las lágrimas de Shiyo Kingo, una extraña calma se tendía, como quien toma un cuero de cebú preparado para lanzar una piedra. De algún modo, la naturaleza que nos rodeaba en Tatsunokuchi intentaba darme algún mensaje. Los dioses de las estrellas y la luna habían iniciado una rebelión silenciosa, y no recordaba aquellos rumores de espadas casi inaudibles. Apoyé el cuello en el cepo que estaba preparado. El verdugo, por un gesto de piedad y quizá para compensar tantas muertes, se inclinó simulando probar su hacha y murmuró a mi oído "será mejor que apoyes el cuello con firmeza; de ese modo todo terminará más rápido. Si no lo haces deberé dar varios golpes y puede ser más doloroso para ti". Sí. Aquello debía ser el fin, el tope del laberinto hasta el que podría llegar. Si hubiera podido rebasarlo, todo cambiaría, pero aquella muerte era el final propiamente dicho, la prohibición de empezar desde el principio hasta una nueva manifestación de mi ser. Yo luchaba por la paz y debía morir en la violencia. Esto era común. En el pasado habría sido un rey déspota, asesino que se aprovechaba de sus súbditos. Entonces era normal que aquel fuera mi final. Nadie leyó mi sentencia. Mi captura estaba pedida desde hacía muchos años; habían matado a varios de mis discípulos, y lo que afectaba mi ejecución, es decir la posibilidad de un levantamiento, no asustaba a los lores. El hacha del verdugo se levantó a mi lado, y yo murmuré el título del "Sutra del Loto" con firmeza, una y otra vez. De pronto todo se iluminó como si fuera de día. Después supe que la bola de fuego había cruzado el cielo del sudeste al noroeste, en menos de un minuto, pero bastó para que los caballos se encabritaran, los soldados huyeran y el verdugo dejara a un lado el hacha. Muchos de los presentes se postrernaron y todo fue confusión en medio del terror que había producido el fenómeno. Nadie sabía entonces lo que era un cometa. Nadie había previsto su paso en el momento exacto de mi ejecución, pero allí, en ese detalle, estaba la ruptura de mi laberinto. No me dejaron libre. Los lores se reunieron y me enviaron a la isla de Sado, cerca del Polo Norte, donde sobreviví a duras penas ayudado por discípulos que me traían vestidos y alimentos. Allí seguí recorriendo el laberinto. Allí escribí mi obra principal, La apertura de los ojos; pude hacerlo porque mis ojos ya habían sido abiertos. Las palabras del monje atrajeron a Aldana, que no advirtió una tercera figura, sentada calladamente a un costado. Cuando el anciano terminó de hablar y volvió a su rincón, lo percibió. —¿Borges? El malevo Vidalita hizo un gesto de levantarse, pero Borges lo detuvo. —Está bien. Si llegó hasta aquí puede nombrar mi apellido. —Sé que esto es una especie de sueño... Se detuvo ante la sonrisa que adivinaba en el rostro redondo, escondido quizá deliberadamente en el sector donde no llegaba la luz. Aldana calló al referirse al sueño. Aquél era Borges; podría preguntarle muchas cosas. Su odio de juventud frente a la posición antiperonista y sus celos actuales habían pasado, sólo quedaba su admiración hacia él como escritor. —Sé que usted está muerto, pero ayer hubiera querido volver a matarlo, y lo hice al tirar su libro al compactador; ahora, no sé cómo, estoy presa en su laberinto. —Es halagador despertar tantas pasiones después de muerto. Siempre lo soñé para mi vida. En el silencio que siguió a sus palabras ambos miraron al monje Nichiren que estaba con los ojos perdidos en algún punto frente a sí. Llevaba algo entre sus manos. —Es un "yutsu" —explicó Borges—, una suerte de rosario budista pero a diferencia del cristiano representa un hombre, y sus cuentas son nuestras acciones, las causas y efectos que vamos acumulando. Mi viaje a Japón me ayudó mucho. Con él salí de Europa, seguí hacia el oriente y volví a estas costas. Me decía que estaba atrapada en mi laberinto. No se asuste. Siempre estamos atrapados en algún Laberinto. La diferencia es saberlo o no. —Así es. No podría salir sola de este lugar. —Ese es el error en casi todos los laberintos. La confusión es lo ilusorio. El laberinto se basa en el principio del espejo, y el deseo de salir del mismo es la clave, la única clave para hacerlo. Mi laberinto es el universo entero, pero el universo no es una cárcel. Pasaron algunos minutos y Aldana sintió de pronto un vacío dentro de sí. —Si usted llegó hasta aquí es porque necesita elaborar su propio laberinto. Necesita perderse en él, vencer el monstruo que lo habita; en una palabra: necesita resolverlo. Este es mi laberinto, a lo sumo el de su esposo. Usted necesita el suyo; debe evitar que su vida derive lenta y vacuamente como una rosa sin pétalos. A medida que Borges hablaba, Aldana sintió el deseo intenso de salir de allí; el monje, Borges y el malevo se fueron disolviendo. Un torbellino la arrastró sobre sus pasos, volvió a ver la sombra del monstruo, el toro que andaba en dos pies exhibiendo sus cuernos, hasta que el vórtice que la había llevado hacia allí se invirtió y se encontró en el sótano, debajo de la caja compactadora. Tomó el libro de Borges de su esposo que estaba en el piso; antes de cerrarlo, comprobó que a pesar de la humedad del lugar, la tinta de las anotaciones no estaba corrida. Más allá el viento golpeaba la puerta de salida como una señal, y se dirigió hacia ella. —Aldana, ¿no lo habías tirado al compactador? Lo daba por perdido... —Sí, pero lo recuperé. Lázaro estaba tan concentrado mirando el libro, abriéndolo y cerrándolo con manos temblorosas de emoción que no advirtió el cambio en la mirada de su esposa. De inmediato empezó a repasar sus anotaciones y a agregar otras, a trabajar sobre él como si nunca lo hubiera dejado. Era el mediodía. Aldana preparó una sopa y la sirvió. Mientras comían Lázaro siguió con el libro. —Lázaro, necesito mi propio laberinto. —Claro que sí, querida, todos lo necesitamos. Después de comer él se quedó en la mesa de la sala, con el libro abierto frente a sí y tampoco advirtió que Aldana preparaba dos grandes bolsos con ropa, libros y sus cosas. Tampoco la escuchó hacer los llamados telefónicos. —Mabel... mirá, me voy a separar un tiempo de tu hermano. Quisiera que vengas a hacerte cargo... no puede valerse por sí mismo. Necesita que le hagan las compras, que sus comidas sean sanas, sin sal, que le den los remedios a horario y especialmente que no fume... sí, en realidad no sé si será temporario. Colgó y llamó a su amiga. —Carolina, ¿aún tengo tu ofrecimiento para pasar una temporada con vos? ¿Es muy pronto si voy esta noche..? Sí, nos arreglamos con un par de pizzas, por lo demás ya veremos... Gracias, nos vemos a eso de las ocho. Lázaro levantó la cabeza del libro cuando a eso de las siete Aldana llamó a un taxi. —¿Vas a alguna parte? —Ya te lo dije, a buscar mi propio laberinto. —¿Es que no lo podés encontrar acá..? —No —ella se despidió con un rápido beso: el taxi acababa de llegar y no contestó cuando Lázaro le preguntó gritándole: —¿Vas a volver..? En el taxi dio la dirección de su amiga y suspiró aliviada. El automóvil se alejó del centro y tomó por barrios laterales, con menos luz artificial, donde se veían con más claridad las estrellas y la luna. El cielo ya parecía un enorme laberinto. === Maestro =============================================================== Daniel Ortiz (daortiz@ciudad.com.ar) Tengo un maestro. Es sabio y burlón. Inventa historias que nos cuenta como ciertas, aunque al descuido, como haciéndonos creer que es muy torpe, nos permite sospechar: ¿en qué biblioteca infinita existe ese libro que leyó y devela? Otras veces cuenta inventos, que todos creemos conocer de alguna lectura anterior. Permanentemente nos desconcierta. Es débil; apenas si se desliza al paso lento que con prodigalidad la vida todavía le obsequia. ¿Qué embuste es, entonces, ese recorrer suyo de laberintos y arrabales? ¿Quién será su Teseo o cuál su puñal artero que atraviese en dos esa vida de prosas y rimas? El maestro es humilde. O dice serlo. Como de todo lo que me enseña, dudo de eso también. Tal vez eso lo consagre como sabio: más me nutren mis dudas que sus respuestas, que siempre preceden a mis dudas. Se lamenta de no conocer con exactitud en cuál invasión a la Apulia en el siglo XII fue vencido Roger II de Sicilia. Pero aplaude con fervor los desprevenidos aciertos del discípulo que adjudica a Joyce la prosa que la pluma de Joyce escribió. Su talento no le pertenece. Se tiene, apenas, como prescindible amanuense de su Musa. En su dicción inaudible, apenas entendible, tartamudea palabras que su secretaria escribe. Porque el maestro es ciego, o dice serlo. No lee los libros que lee: los escucha. Dicta su literatura concéntrica y repetitiva. Camina con bastón, pero no con uno blanco. He dicho que dudo de su ceguera. Cierta vez, al aguardarlo para una clase magistral, pasó a nuestro lado y, como al descuido, se plantó largo tiempo frente a un mural de Quinquela y lo recorrió con impudicia con sus ojos muertos. Al continuar, alabó en el oído de su secretaria el rojo intenso de un mascarón de proa. Cuestionada su ceguera, el mantenimiento de su secretaria apenas se justifica. Afirmaría que es su manceba, de no saber de los hábitos castos del maestro. Aborrece todo lo que no sea literario, salvo algunos amigos, varios enigmas y cuatro o cinco ideas comunes. Los discípulos nos encontramos entre su universo de abominaciones. Quizá eso haya motivado que en su testamento, bello, como sus historias y farsas, haya dispuesto lejana sepultura para sus despojos que, como se sabe, son aborrecibles, porque no son literarios. 25/1/1995. === Más allá de las nubes ================================================= Gustavo Raimondo raimondo@movi.com.ar A Alberto Díaz (mi proveedor de "grageas" literarias), por su valiosa contribución en este relato. *** I Si un mes atrás Oliden hubiera previsto, o al menos sospechado las implicancias, hubiese pasado por alto las reveladoras páginas del libro que acaba de quemar. Contra toda sugerencia familiar, dejó trunca la carrera de medicina para dedicarse al estudio de fenómenos paranormales. Estuvo seis años buceando entre los vericuetos de las ciencias ocultas (que no son tan ocultas a partir de Oliden), practicando ejercicios de elevación espiritual, concentración sistemática programada, control mental de las funciones orgánicas vitales, asistiendo a simposios y congresos, escuchando a otros y hablando él para otros, valiéndose de los medios televisivos para que su imagen se multiplique en millones de hogares, convirtiéndose en pocos años en una celebridad internacional. Vagando por el mundo, buceando, explorando, indagando, levantando piedras para ver si debajo está lo que buscó desde el primer día en que decidió abandonar la tradicional carrera de medicina: aquella luz verdadera que le indique la única manera posible de despojar (en vida) el alma del cuerpo, el espíritu de la materia, lo etéreo de lo palpable, y una vez logrado ese salto a la dimensión divina, convertirse en piloto de sí mismo, surcando a su arbitrio el espacio, sin leyes físicas que graviten en el derrotero elegido ni leyes humanas que impidan el verdadero vuelo astral. Su teoría, como es de esperar en estos casos, fue desde un primer momento aceptada y fervorosamente elogiada por sus discípulos, aunque hasta ese momento no hubiera podido demostrarla en términos prácticos; pero para los seguidores de la corriente clásica, como también es de esperar, su teoría carece de todo fundamento científico, por lo que lo han atacado sistemáticamente en cuanto congreso o simposio se organice en cualquier punto del planeta. A estos últimos él los llama: "los trituradores de teorías", o en ocasiones: "inquisidores infames". Y más de una vez los ha desafiado a que le demuestren que el vuelo astral es imposible, que en verdad su teoría es un disparate . "¡A ver, demuéstrenmelo, mentes obtusas y conservadoras!", gritaba a sus detractores apuntándolos con un dedo amenazador, "¡Así les hicieron otros iguales a ustedes a Copérnico y Galileo, y hoy, en nombre de aquellos insensatos del pasado, tenemos que pedirles disculpas frente a sus tumbas!". Estas peleas públicas habían dividido dos corrientes de pensamiento bien marcadas, como si del agua y el aceite se tratara, igual que hace varios siglos atrás cuando aparecieron Copérnico y su sol estático como centro del sistema planetario y Galileo apoyándolo a riesgo de morir en la hoguera, Colón con su loca idea de la redondez de la Tierra, Darwin y su teoría evolutiva, Einstein relativizando lo que todos creían absoluto, Freud y la certeza de que todo trauma presente tiene su inicio en el pasado, etcétera. Oliden no podía distraer horas a su ocupado tiempo para discutir con quienes no querían escuchar, por lo que poco a poco fue cambiando su postura contestataria y se dedicó exclusivamente al desarrollo de su tesis. La hipótesis de trabajo que había ideado consistía en sondear cuanto escrito del pasado o presente anduviera olvidado y perdido en algún anaquel remoto de un no menos remoto país; y la única forma de llevar a cabo esa empresa era aprovechando las invitaciones a congresos para visitar bibliotecas, y librerías de usados allí donde él se encontrara. La revelación la tuvo en sus manos hace un mes en una oscura librería de usados en Lima, Perú. De no haber sido por el sugerente dibujo de un áurea blanquecino desprendiéndose de algo parecido a un mandala multicolor, lo habría pasado por alto. Pero allí estaba: sobre una desordenada pila de mamotretos gastados y polvorientos. Era un libro mediano de tapas doradas; sobre el dibujo, el título en letras negras anunciaba: "Alma viajera". Al pie figuraba el nombre del autor: "Swami Pranavanda". Ya con el libro en sus manos le quitó el polvo con un fuerte soplido e indagó entre sus páginas un poco más. Por lo que pudo apreciar, se trataba de un ensayo de origen hindú escrito tres siglos atrás y traducido al español un siglo más tarde por una editorial barcelonesa. Swami Pranavanda contaba que en las afueras de Katmandú había conocido a un viejo maestro que lo reclutó para enseñarle el arte de la máxima elevación espiritual. A Oliden el corazón le dio un salto, sintió una pelota de béisbol que subía y bajaba dentro de su garganta raspando y asfixiando, y un escalofrío le recorrió la médula con la velocidad de un rayo. "¡Mierda!", pensó, "esto es como ganar la lotería con todos los premios". —Lo llevo —le dijo al vendedor sin preguntarle el precio. Salió presuroso del lugar y se encaminó al hotel donde se alojaba, a unas pocas cuadras, cruzando la plaza de la república. Al llegar a su habitación se recostó en la cama y comenzó a leer. Estaba excitado y le costaba conseguir una lectura normal. Leía tan rápido que su mente no podía procesar semejante catarata de palabras. Respiró hondo y trató de contener el aire en los pulmones un buen rato hasta serenarse. Luego continuó leyendo con gran interés hasta pasada la media noche. "...Al quinto día de ayuno, cuando al fin logramos despojarnos de todo pensamiento impuro y nuestros cuerpos alcanzaron su funcionamiento armónico, mi maestro comprendió que había llegado el momento de ejecutar los ejercicios de elevación". En este punto del relato, Oliden hizo un alto. Miró su reloj y calculó que había estado leyendo por espacio de siete horas sin interrupción. Iba por la página 120 de un total de 300 y no lo había notado; ni siquiera estaba cansado. Repasó mentalmente lo que había leído hasta el momento y supo que estaba a punto de entrar en el último tramo del camino de esa búsqueda obsesiva que lo separó de sus afectos y lo convirtió casi en un asceta. Por un momento tuvo miedo de seguir; aunque sabía que allí estaba lo que buscaba, no podía prever de qué modo iba a reaccionar. Pensó en Galileo peleándose contra la Iglesia y en Copérnico en el instante previo a la confirmación de su teoría, frente a sus elementos de medición, a punto de asentar el último dato en su hoja de anotaciones que eliminaría para siempre la idea equivocada de que el sol giraba alrededor de la Tierra, que para colmo de males, no sólo se trasladaba sino que también giraba sobre su eje. "¡Si muove! ¡La Terra, si muove!", gritaba Galileo a un inmóvil tribunal inquisidor. Cuántos años de estudio y de lucha tratando de imponer esa teoría. Y cuántos años más tendrían que pasar para que aceptaran su descubrimiento. Respiró profundamente y cerró el libro. Al rato se durmió. Al día siguiente desayunó un té. Había comenzado un ayuno igual que el de los monjes. Esa jornada continuó leyendo. "...Llegado al estado alfa, en donde es posible ver la luz, desatamos la última ligadura: aquella que nos mantiene cautivos, prisioneros de nosotros mismos en nuestro cuerpo material...". La noche lo había sorprendido. Leía con tal avidez que no sentía el paso de las horas. Cenó un té y continuó con el ayuno. Así estuvo durante los días restantes, hasta llegar a la noche del cuarto día, en que cerró el libro con el señalador en la página 285 y comenzó a hacer las valijas. Ya no se justificaba su presencia en el Perú. Quería volver urgente a la soledad de su departamento en Buenos Aires, terminar la lectura del libro y repetir con exactitud cada uno de los pasos de iniciación seguidos por aquellos maestros del hinduismo. Cuando cerró la última valija, dejó abierto el bolso de mano; allí guardaría los elementos de aseo que utilizaría por la mañana al levantarse. Levantó el libro de la mesa de luz y lo depositó con cuidado en el fondo del bolso. Quería tenerlo cerca cuando se trasladara. Era demasiado valioso como para guardarlo en una de las valijas con el riesgo de que el equipaje tomara un rumbo distinto al suyo. Eso le había ocurrido un año atrás en Zurich: él llegó, pero su equipaje se perdió en tránsito vaya a saber uno hacia dónde. Nadie pudo darle una solución. Tuvo que contentarse con aceptar las disculpas de la aerolínea y un cheque por un monto irrisorio como compensación "por la lamentable pérdida y esperamos que siga volando con nuestra compañía". Llamó a conserjería y pidió que lo despertaran a las seis de la mañana siguiente, que tuvieran lista su cuenta de gastos y que le ordenaran un taxi para que lo pasara a buscar por el hall del hotel a las siete. También solicitó línea directa para comunicarse con la agencia de venta de pasajes aéreos y reservó un lugar en el vuelo 741 de Aeroperú que partía a las ocho y quince sin escalas hacia Buenos Aires. "Es increíble lo que se puede lograr a través de una línea telefónica", pensó satisfecho. Volvió a recostarse sobre la cama y al rato, sin mucho esfuerzo, se durmió. Al día siguiente, luego de darse una ducha tibia y afeitarse, bajó a la confitería del hotel y desayunó (sin variar) un té. Sus valijas serían bajadas en cualquier momento a la conserjería. El bolso de mano estaba con él, debido a su prolongado ayuno lo notó más pesado que el día anterior. Revisó por última vez que todos sus documentos estuvieran en orden y se marchó. Mientras firmaba el cupón de la tarjeta de crédito, el conserje lo miraba como para decirle algo. Esto lo notó Oliden y lo miró arqueando las cejas, un gesto típico para obligar al otro a hablar. —¿El señor ha disfrutado su estadía? —Plenamente —contestó Oliden comprendiendo la causa de la pregunta, porque se suponía que estaría alojado hasta fin de mes, y faltaban seis días para eso. —He disfrutado mucho en su país y su hotel tiene un servicio estupendo, además de ser ustedes unas personas sumamente agradables —aclaró—. El motivo de mi ida repentina se debe a asuntos urgentes que debo resolver en Buenos Aires. El conserje quedó satisfecho con el elogio y llamó al botones para que llevara su equipaje a la explanada en espera del taxi que no tardaría en llegar "y esperamos que nos visite pronto". Afuera, el sol limeño iluminaba la mañana con su hirviente manto. Oliden se preguntó si el taxi contaría con equipo de aire acondicionado. Se sentía débil y le dolía un poco la cabeza. —¡Uf, qué calor! —dijo el chofer mirándolo por el espejo. El auto avanzaba por la vía costera a gran velocidad. A pesar de tener las cuatro ventanillas abiertas y recibir la brisa del mar, la temperatura que reinaba dentro de la cabina era intolerable. —Sí, más que en Buenos Aires, se lo aseguro, mucho más —respondió Oliden secándose la frente sudada con un pañuelo descartable. Roto el hielo, el chofer siguió hablando del tiempo, el tránsito, la carestía de la vida en Perú, quejándose, lamentándose, gesticulando ampulosamente con las manos, y sólo recibía por respuesta un leve sonido que escapaba de los labios de Oliden parecido a un doble mugido corto, que podría tomarse como un gesto aprobatorio. Oliden lamentó hacer aquel comentario. Tenía su mente y todos los sentidos puestos a trabajar en el análisis de lo que había leído y el desarrollo de los pasos a seguir ni bien pisara suelo argentino. El parloteo del chofer le sonaba distante, ininteligible, y cuando se producía un silencio prolongado significaba que esperaba una respuesta, a lo que Oliden contestaba mecánicamente y con los labios cerrados: "Mm... mm", acompañado de un leve movimiento de cabeza de arriba hacia abajo. El chofer, satisfecho, arremetía con una nueva frase, y así consecutivamente. Al llegar al aeropuerto Oliden suspiró. La pesadilla había terminado. Entró al hall central y el aire frío de los acondicionadores de aire lo reanimó. Fue hasta el mostrador de Líneas Aéreas Peruanas y presentó su documentación. El reloj de pared, a espaldas de la empleada que lo atendía, indicaba las siete y treinta; tiempo suficiente como para hablar a Buenos Aires y reservar un remis para que lo esperara en el aeropuerto. Cuarenta y cinco minutos después, con una puntualidad poco común en el aeropuerto peruano, Oliden se elevaba por sobre la cordillera rumbo a Ezeiza. No era un vuelo más; el hecho de estar a un paso de lograr su vuelo astral lo inquietó. Cuando el avión se estabilizó y se apagaron las luces de "abrocharse los cinturones", miró por la ventanilla y sólo vio nubes que parecían formar un gran campo de algodón bajo sus pies. Por los parlantes se escuchó la voz del comandante dando la bienvenida y anunciando que volaban a treinta mil pies (algo más que diez mil metros) y que la temperatura fuera de la cabina era de cincuenta grados bajo cero. Al escuchar eso, Oliden se preguntó si él podría llegar tan alto como el avión, si sentiría frío o vértigo, y a qué velocidad lo haría. "Debo controlar la velocidad, eso es fundamental para poder reingresar a mi cuerpo sin provocar alteraciones funcionales. ¿Podré hacerlo?", pensó. Eran muchas preguntas y ninguna respuesta. Reclinó su asiento, cerró los ojos, controló el ritmo de su respiración hasta llegar a un estado de total relajación y se durmió. Cuando llegó a Ezeiza se movió con la celeridad que le otorgaba la experiencia de viajar seguido. En pocos minutos estaba viajando en remis hacia la capital. Le tocó en suerte un chofer callado, justo lo que necesitaba para ordenar sus ideas y desacelerarse. Al entrar en su departamento se encontró con la fría y penumbrosa soledad de cripta en que se convierte su hogar cuando él se ausenta por largos períodos. El olor a humedad y los finos rayos de luz que se filtraban por las hendiduras de la persiana baja hicieron que recordara los sótanos de la antigua biblioteca nacional donde él, alguna vez, tuvo que bajar en busca de un libro remoto. Bajo sus pies, alfombrando el piso de maderas gastadas, se amontonaba la correspondencia que a diario don Vicente (el encargado del edificio) pasaba por debajo de la puerta. Con la punta del pie derecho fue separando y clasificándolas según el grado de importancia: expensas y servicios, a un costado; invitaciones a congresos y charlas, a otro costado; folletines y publicaciones sobre parapsicología, allí, junto al paragüero... Cerró la puerta y fue directo a su habitación. Ya habría tiempo de darle un vistazo a la correspondencia y ponerse al día con el pago de los servicios; pero en ese día en particular sólo tenía un objetivo en mente, y le urgía ponerlo en práctica. Extrajo el libro de su bolso de mano y fue hasta el comedor. "Este es el lugar ideal", pensó mientras colocaba una silla en el medio de la sala. —Necesito espacio —dijo, y comenzó a correr los demás muebles y objetos contra las paredes. Sin subir la persiana, y con la pobre luz artificial de un velador de pie, se sentó y comenzó a leer lo que Swami Pranavanda había escrito algunos siglos atrás. "...Como lo enseñó mi maestro, la respiración debe asemejarse al suave vaivén ondulante de un océano en calma. Debemos idealizar una barca carente de remos y velamen, como un cascarón de juncos que nos contiene. Y con los cuerpos en reposo, comenzamos nuestro ingreso al estado alfa, que sólo es posible con la debida concentración aprendida a lo largo de necesarios ejercicios espirituales. Cuando la ondulación nos eleva, debemos aspirar profundamente el aire de la purificación en forma sostenida, hasta el instante en que coinciden los extremos de máxima amplitud de las dos acciones que se detallan: a) La de nuestros pulmones en total expansión. b) La de la ola alcanzando su elevación límite. En el preciso instante en que sentimos que nuestra barca comienza a descender, debemos exhalar el aire impuro hasta el momento exacto en que llegamos a la base. Logrado ese ciclo inicial, debemos repetirlo incontables veces hasta que sólo veamos el agua azul confundiéndose con el cielo, y nos hayamos convertido en una suave brisa marina que se eleva y gana altura a medida que transcurre cada ciclo hasta alcanzar las nubes. Si logramos penetrar y situarnos en ese manto blanco en que se han convertido las aguas evaporadas, descubriremos con sumo placer que ya no es necesario servirnos de las ondas marinas, y que nuestros cuerpos materiales también han sufrido una transformación: son cascarones vacíos que yacen como peso muerto en la superficie terrena, mientras nuestras almas son energía en libre movimiento. Podemos ver, pero no tocar; podemos pensar, pero no así hablar; viajamos impulsados por un inagotable torbellino llamado curiosidad. Henos aquí, en medio de la nada y dentro de un todo, siguiendo la luz guía que nos indica el camino de la máxima consagración. ¡Celebremos! Hemos logrado el vuelo astral". Aunque faltaban algunas páginas para terminar, cerró el libro con decisión; ya había leído todo lo que le interesaba. "Veamos qué hay de cierto en todo esto", pensó. Levantó la vista y vio su imagen reflejada en la pared que tenía enfrente (un gran espejo dividido en dos placas de dos cincuenta por tres metros cada una, la cubría en su totalidad, dando la sensación de profundidad como si se tratara de un gran salón comedor). "Muy bien, Oliden", se dijo sin quitar la vista de su imagen reflejada. "Si todo va bien vas a volar". Cerró sus ojos, se relajó y comenzó a eliminar todo pensamiento de su mente; luego contuvo la respiración unos segundos y exhaló con fuerza (operación que repitió varias veces). Lentamente fue notando la desaceleración de su ritmo cardíaco y el adormecimiento de piernas y brazos. Tenía tanta práctica en esa técnica que pronto llegó al estado de semiinconsciencia llamado alfa. De allí en más comenzó a idealizar el mar con sus suaves ondas y la frágil barca de juncos. Al principio todo se le aparecía fuera de foco, como si un gran velo se interpusiera entre la imagen y su vista; pero, poco a poco, esa ilusión se fue borrando para hacerse nítida y sorprendentemente real, al punto de tener la sensación de estar oliendo el aroma de las sales marinas saturando el aire. Como si estuviese montado sobre algodones, subía y bajaba al compás de las olas. Y en cada remontada notaba que subía más alto. Cada descenso le producía un vacío en el estómago similar al que se vive en una gigantesca montaña rusa, pero ese malestar duró poco y se fue desvaneciendo acompañado de una gran calma interior. Era tan intensa que le potenciaba el estado de gozo a un nivel que jamás había alcanzado. Tenía la sensación (y ya todo era sentimiento) de que sus poros se abrían y por ellos desbordaba a borbotones su alegría; lo hacía en forma de mariposas multicolores que rápidamente se desvanecían dejando una efímera estela de luz ámbar. Al llegar al techo de nubes comprendió que el ciclo se había completado. Ya no bajaba. Estaba suspendido entre la bruma blanca y vaporosa gozando de una total ingravidez. "¿Y ahora qué?", se preguntó mentalmente. *** II Esperó un largo rato inmóvil y nada sucedió. Comprendió que en adelante estaría sometido al arbitrio de sus decisiones. Pensó en avanzar unos metros, y eso bastó para que saliera disparado a gran velocidad hacia delante. Pensó en detenerse, y se detuvo en seco, desafiando todas las leyes de la física conocidas hasta el momento. No tenía noción del tiempo transcurrido; aún así, intentó situarse por debajo del techo de nubes para tratar de divisar algo que le permitiera confirmar que no estaba soñando. Pensó en bajar, y lo hizo rápido, a una velocidad inusitada y en línea recta. La caída le hizo recordar a las pruebas de vacío que realizaban en el laboratorio de física del colegio secundario, cuando dejaban caer una pluma y una moneda dentro de un tubo carente de aire para comprobar cómo, los dos objetos, de desplomaban a la misma velocidad sin importar su peso y constitución. Pronto divisó la ciudad a sus pies, cada vez más nítida. Pensó en detenerse para no estrellarse, y se detuvo al instante. No estaba soñando, estaba seguro de eso. Ahora era piloto de sí mismo; un Ícaro moderno pero con más suerte, porque no necesitaba emplumarse para volar con la libertad que gozan las aves. Y allí estaba, suspendido cabeza abajo a cien metros del suelo, un poco desorientado pero feliz, inmensamente feliz. Buscó puntos de referencia y los fue hallando con cierta dificultad debido a la falta de práctica. A juzgar por su posición estaba a la altura de la avenida Belgrano, en su cruce con 9 de Julio. Él vivía en Santa Fe y Coronel Díaz; aunque lo lógico era trazar una diagonal imaginaria hasta el punto deseado, prefirió viajar sobre 9 de Julio hasta Santa Fe, y de ahí, sobrevolar Santa Fe en sentido contrario al tránsito hasta Coronel Díaz. Bastó ese solo pensamiento para encontrarse, en un parpadeo, justo sobre la terraza de su edificio. Había olvidado pensar la palabra: lentamente. Se reprochó ese olvido; en adelante tendría que usarla sin excepción si no quería tener sorpresas desagradables. Pensó en bajar lentamente unos cincuenta metros. Lentamente fue descendiendo hasta la altura deseada. "Eso está mejor", pensó. Casi al instante, agregó: "Lentamente voy a bajar hasta entrar en mi cuerpo material". Y lentamente fue bajando y atravesando las lozas de hormigón que separaban los diferentes niveles de los pisos superiores. Traspasó varios comedores, algunos estaban vacíos. Cuando pasó por el departamento del noveno piso vio a una mujer que hacía poco se había mudado (recordó su encuentro en el interior del ascensor un día antes de partir al Perú; hubiera querido invitarla esa misma noche a su departamento, pero cuando se decidió, ella ya había bajado y desaparecido por el corredor). Tendría unos treinta años; vivía sola y era hermosa. Acababa de salir del baño con el pelo envuelto en una toalla floreada; su cuerpo estaba desnudo y caminaba como una modelo. Oliden, imbuido en una mezcla de sorpresa, confusión y excitación, pensó: "Quiero quedarme a admirarla". Y se detuvo al instante, en el medio del comedor, con su cabeza a escasos centímetros del suelo alfombrado y sus pies apuntando al techo. Le costó adaptarse a la visión invertida. Era como si ella fuera la que estuviera cabeza abajo y caminara por el cielo raso. De pronto, en una maniobra brusca e inesperada, cambió de dirección y fue directo hacia él, cómo si lo hubiera descubierto. El susto fue tan grande que olvidó todo lo que había aprendido en lo referente a la forma de lograr un vuelo seguro. Con el cuerpo de ella casi a punto de atravesarlo, pensó: "Tengo que huir rápido de aquí". Como si estuviera impulsado por potentes turbinas, salió disparado hacia abajo atravesando lozas, muebles, caños, mampostería, sótano, cimientos, suelo, tierra, rocas, hasta que, en medio de una total oscuridad, pensó: "¡Alto! ¡Quiero parar!"; y se detuvo al instante en el interior de la corteza terrestre, a miles de metros de la superficie. El esfuerzo mental lo había agotado; temía perder la concentración y no poder regresar más a su cuerpo. Con la última energía que le quedaba, pensó: "Lentamente, debo regresar a mi cuerpo". Estaba oscuro y no sentía nada, pero sabía que estaba ascendiendo a escasa velocidad. Cuando atravesó el sótano iluminado se tranquilizó. Al llegar a su departamento, estaba al límite del desmayo; todo le daba vueltas y la cabeza le dolía enormemente. Al dirigirse a su cuerpo inerte (sentado en la silla y con la mirada perdida), dudó. La visión se le nublaba y no podía distinguir si lo que tenía enfrente era él o la imagen que le devolvía la pared espejada. No había modo de saberlo y el tiempo se agotaba; se dejó ir y apareció en el departamento lindero; se había equivocado. Pensó en detenerse y, lentamente, volver sobre la marcha y entrar en el otro cuerpo, en el verdadero. Exhausto, al iniciar el ingreso se desvaneció. *** III Un teléfono sonaba en algún lado. Lo oía distante, apagado, pero de a poco se fue haciendo más nítido hasta que comprendió que era el suyo. Abrió los ojos y sintió que su cuerpo le pesaba. La imagen que le devolvía el espejo era la de alguien que había estado días sin afeitarse; a la distancia podía ver las grandes ojeras que deformaban su pálido rostro. Le dolía cada centímetro de su cuerpo como si hubiera sido arrollado por un camión. ¿Cuánto tiempo estuvo inconsciente sobre la silla? A juzgar por su estado diría que mucho. Y el timbre del teléfono insistiendo, perforando su cerebro a punto de estallar. —Diga. —¿Oliden? ¿Hablo con la casa de Oliden? —insistieron del otro lado. Las palabras le sonaban distantes. Si tuviera que ubicar su origen, diría que provenían de las entrañas mismas de la Tierra o de alguna caverna remota. Era una sensación extraña que le hizo dudar si se trataba de una comunicación real o estaba soñando. —Sí, soy Oliden, eso creo... ¿Quién habla? —¡Hola!... ¡Hola! ¿Me escucha? ¡Hola! —Sí, hombre, no grite. Lo escucho perfectamente. Antes de terminar la frase, el otro había cortado. "O el tipo es sordo o anda mal la línea", pensó. Antes de colgar, con el auricular aún apoyado en su oreja, Oliden vio su imagen reflejada en el espejo y quedó azorado. Como un flash le vinieron a la mente los personajes surrealistas de los cuadros de Dalí. Tenía el brazo derecho totalmente extendido, como si quisiera tocar el techo. Su mano sostenía el tubo del auricular apoyado en la oreja de una cabeza inexistente sobre un torso invisible. La debilidad que había adquirido por el ayuno excesivo le restaba claridad mental para comprender lo que sucedía. Lentamente, como queriendo alejarse de las cosas, retiró el auricular de su cara y lo miró. Estaba a la misma altura de sus ojos, pero al desviar la vista hacia el espejo, en la penumbra de la sala, la imagen reflejada era muy diferente: seguía con el brazo extendido hacia arriba sosteniendo el auricular. Aterrado, soltó el tubo sin importarle que se estrellara contra el piso y se levantó como un resorte con la intención de encender todas las luces de la casa. Algo inaudito sucedió: al levantarse se encontró en el piso de arriba, a la altura de los zócalos, como si lo hubieran decapitado y apoyado su cabeza en la alfombra en castigo por haber espiado a la muchacha desnuda. El terror se convirtió en pánico; sus piernas no pudieron sostenerlo más y cayó pesadamente sobre la silla. Al hacerlo, se encontró nuevamente en el interior de su departamento. "Dios, ¿qué pasa? Algo no está bien...", pensó. Se quedó un rato sentado con la vista clavada en el espejo, esperando alguna señal, o un indicio —por pequeño que fuera— que le sirviera para encontrar alguna respuesta. En ese lapso, sufrió dos desmayos. En el segundo se cayó al piso y quedó tendido boca abajo. Luego de dos horas despertó. Estaba empapado en sudor. Fue recuperando la conciencia de a poco y se levantó despacio, en dos etapas: la primera arrodillándose y esperando un poco para reanimarse; la segunda poniéndose de pie corriendo el riesgo de marearse y desplomarse de nuevo. Toda la operación le pareció una eternidad. Y fue en el momento en que su cuerpo quedó totalmente erguido cuando volvió a experimentar el traspaso del cielo raso hasta el punto de aparecer del otro lado de la loza, a la altura de los zócalos, teniendo por base la alfombra del piso de arriba. Abatido, se arrodilló. Y al hacerlo volvió al interior de su departamento. En ese instante comprendió lo ocurrido: su ingreso no fue completo. Una mitad de su alma había quedado afuera, y para comprobarlo comenzó a hacer chasquear los dedos de su mano derecha, levantándola hasta que el sonido quedara a la par de su oído. Cuando lo logró, se miró en el espejo y vio la mano en alto muy por encima de su cabeza. Él medía un metro ochenta. Hizo un rápido cálculo mental y llegó a la conclusión de que su cabeza inmaterial estaría a unos noventa centímetros de la material, lo que lo llevaba a creer que sumadas las dos medidas, daban una longitud total de dos metros setenta. Lo que le había ocurrido no lo había previsto, ni siquiera tenía claro las consecuencias que podría sufrir su cuerpo y su espíritu mientras se mantuvieran en esa semiintegración. Pensó que para enmendar el error no había otro camino que el de repetir el vuelo astral e intentar el reingreso a su cuerpo material con la mayor precisión posible. La debilidad lo consumía; se sentó en el suelo y levantó el libro que descansaba a un costado. Lo abrió donde estaba el señalador y siguió leyendo. "...No hay ser viviente sobre la Tierra que pueda soportar tal desgaste de energía sin consecuencias físicas devastadoras. La experiencia no puede volver a repetirse hasta que el cuerpo se restablezca por completo, y eso depende de la alimentación que pueda proveerse. Durante el período de recuperación se deberá comprobar que el alma espiritual se ha amalgamado correctamente con el cuerpo material. Basta para ello el examen visual de cualquier maestro hinduista. Él podrá ver el aura en toda su magnitud y nos dirá si es necesario hacer algunas correcciones". "No necesito un maestro zen o budista o hinduista para saberlo; lo que quiero es corregirlo", pensó. "...El período de regeneración energética recomendado es de dos meses, en cuyo transcurso se deberán efectuar ejercicios de purificación y concentración acompañados de largas jornadas de reposo. Se debe desestimar todo contacto con el mundo exterior, y sólo hay que escuchar y cumplir los preceptos que nos imparta nuestro maestro guía". Quiso seguir leyendo pero el cansancio pudo más. Se recostó en la alfombra y se durmió. *** IV Al despertar, una oscuridad total lo recibió. Le dolía tremendamente el cuerpo. Sentía las articulaciones rígidas, como si se las hubieran soldado mientras dormía. ¿Y cuánto había dormido? No supo precisarlo, tampoco le importó demasiado. Era de noche, de eso estaba seguro. Con miedo a levantarse y aparecer en el departamento de la mujer de arriba, gateó hasta el interruptor de luz. Al presionar la tecla quedó enceguecido. Ni las retinas se habían salvado del dolor generalizado. Miró hacia la pared espejada y, por primera vez, pudo verse con total nitidez. Le costó aceptar la fatal verdad de que aquella imagen era la suya. Estaba pálido, sus ojos se habían reducido a la mitad y parecían mirar desde la profundidad de las cuencas oculares; por debajo, como un grotesco marco violáceo, sobresalían dos grandes ojeras que le abarcaban gran parte de su rostro. Estaba muy delgado y la creciente barba no podía disimular sus pómulos filosos. Parecía un mendigo. Tuvo ganas de llorar —algo no habitual en él—, pero se contuvo; llorar no solucionaría su penosa situación. Sintió miedo de volver a desmayarse. Sabía que el tiempo jugaba en su contra; cada hora que pasara acentuaría su debilitamiento general, al punto de "no retorno". "Necesito líquido y comer algo", pensó. Gateando, con las rodillas ardiendo de dolor, llegó a la cocina. Como pudo se sirvió agua de la canilla de la pileta y, luego de varios intentos fallidos, logró llevar el vaso a su sedienta boca —sus sentidos le indicaban que la cabeza estaba casi un metro más arriba (que era por donde veía); eso le hizo pensar que su ombligo espiritual y metafísico estaría a la altura de su boca material, así que apoyó el vaso en los labios de su boca-ombligo y tomó el agua con la desesperación de un beduino. Satisfecho y a punto de estallar como un globo de agua, no se molestó en hurgar en los estantes de las alacenas o la inútil heladera (sus largas y periódicas ausencias conspiraban contra la conservación de los alimentos almacenados), que sólo servían para juntar polvo, gérmenes y bacterias. Gateando, fue hasta el teléfono del comedor y marcó el único número que lo salvaría de una muerte segura: el de la rosticería. Desde su boca-ombligo pidió que le enviaran un pollo entero a la parrilla y ensalada de espinaca con huevo y atún. —¡Rápido, por favor! —ordenó desfalleciendo. *** V Al abrirse la puerta y ver a Oliden arrodillado extendiendo un billete de veinte, el cadete dio un salto hacia atrás como si hubiera visto a una cascabel. El paquete casi se le cae de las manos. Lo que más lo asustó fue la mirada ausente de Oliden; aquellos ojos no tenían brillo y apuntaban directo a su cintura, donde tenía la riñonera con unos pesos para el cambio. Pensó que tal vez fuera ciego. Oliden, desde lo alto (con su vista metafísica), lo miraba con desesperación. —¿Y, me va a entregar el paquete o no? —protestó. Sus rodillas flaqueaban. El muchacho, sin decir palabra, le arrancó el billete de la mano y le entregó el paquete. Sacó unos pesos de su riñonera y le entregó el vuelto. Sin esperar propina, y mucho menos al ascensor, huyó por las escaleras. Igual que una persona que se repone de una hemiplejia, Oliden tuvo que situarse frente al espejo para poder llevar con éxito algo de comida a su boca. Era una tarea de precisión que le demandaba un esfuerzo descomunal. Sus manos temblorosas hacían más difícil la operación. En el segundo bocado derramado comprendió que todo esfuerzo sería inútil. Su muralla emocional se derrumbó y lloró como un niño. Desde lo alto veía cómo su imagen reflejada se sacudía espasmódicamente. Y así, llorando a mares como jamás lo había hecho, se sintió el ser más desprotegido del mundo. Ya sin posibilidad de volar y ser piloto de sí mismo, supo que no podría enmendar el fatal error de cálculo en el regreso. Y convertido en un espectro viviente, decidió quemar ese espantoso libro. Estaba sobre el sillón de pana, abierto en una página ya olvidada. A Oliden le costó manipular la caja de fósforos... Debió haber sufrido un pequeño desmayo, porque de pronto, se encontró con el libro en llamas, y con él, el sillón y el cortinado azul de la única ventana del comedor. Con el mínimo de fuerza que le quedaba, se puso de pie. En el piso de arriba (libre del humo y las llamas) vio a la mujer bailando al compás de los acordes de los Stones. Se contoneaba y le hacía gestos eróticos a un público —para ella— inexistente. Oliden la contempló serenamente, disfrutando de su anonimato y desestimando por completo el dolor de su cuerpo ardiendo en el piso de abajo. Ya no quiso volver; ya era tarde para volver... no había cuerpo al cual volver... De pronto, sintió que flotaba. "Lentamente, debo elevarme más allá de las nubes", pensó. === Estadista sentado en escalinatas ====================================== Liza Rosas Bustos (sup7@aol.com) Debí haber sabido que llegaría allí antes de tiempo. Debí haber sabido que la luna omnipotente desparramando luz se traía algo entre manos. Esa noche ingresé clandestino encaramado en un camión cuyo conductor me depositó en las entrañas de la ciudad. Tuve que buscarme mi propio hotel porque, desacostumbrado a los turistas como estaba, el conductor jamás me quiso hablar. O será que habrá leído que mis ojos hinchados de luz delataban impacientes mis ganas de verte. Fallé al calcular las horas y el día en que llegarías. No lo supe hasta que estaba en la médula de la miniurbe colonial. Esa noche dormí mal. La luz de los faros se colaba a través de las ventanas sin cortinas y a través del cuero de mis párpados, abriendo ranuras diminutas por donde se diluían mis sueños, lo que me mantuvo en vilo y al acecho de tu llegada. Taciturno aún por la violencia de una mañana que llegó demasiado luego, la luz tenue me desdibujó los ojos, pero nadie lo notó. Me abrí paso entre una complicada arquitectura que le otorgaba a las calles una mezquindad de antaño y por fin, entre los raquíticos pasillos, pudo abrirse paso el sol. La gente serpenteaba las calles mientras los ignoraba con la vista vuelta hacia tu recuerdo. Instintivo tragué las imágenes de sus caras y me abrí paso hacia una plaza que carecía de bancas. Quise darle una tregua a mis piernas y busqué el refugio de las escalinatas de una iglesia, no de las iglesias nuevas sino de las que suelen estar al frente de las plazas. Si así no hubiera sido, jamás me hubiese dado cuenta de que la gente serpenteando las calles eran siempre los mismos, gotereando de sur a norte, de norte a sur. Jamás hubiese presentido siquiera que aquélla era una ciudad circular. Los transeúntes se aparecían por el rabillo de mi ojo derecho caminando hacia la izquierda. Después de un tiempo volvían a aparecer desde el rabillo de mi ojo izquierdo caminando hacia la derecha. Emergían por un lado zucumbiendo al rato por extremo opuesto obedeciendo una constante individual que seguía una lógica que me costaba calcular. Conté tres o cuatro veces las mismas caras en el transcurso de cuatro horas y media. Unas se sucedían menos a menudo, otras más. El proceso seguía un hilo de intermitencia cuyo secreto desconocía. Y es que había leído acerca de los beduinos de antes de la llegada de los musulmanes. Había aprendido acerca de ellos caminando a ciegas por el desierto. Pero estábamos demasiado lejos de Asia y Mohammad ya había arreglado el asunto. La tarde alcanzaba su grosor máximo, tú no llegabas. Debo admitir que tenía ganas de marchar, pero estaba demasiado absorto en el conteo de los sombreretes, de las caras redondas de los niños, meticulosamente, augurando quiénes, cuándo pasarían o cuánto se demorarían en pasar. Tengo el orgullo de decirte que no me di por vencido. Mientras esperaba por ti, me decidí a seguirlos para tener algo nuevo que contarte. Supe entonces que aquella era una ciudad circular. Por el camino vi a mujeres que cargaban a los hijos que aprendían a gatear y seguían caminando con ellas. Luego, muy luego ellas se iban encogiendo mientras caminantes los hijos envejecían con ellas. A medida que pasaba el tiempo muchos iban muriendo. Los hombres llorando muertes se acompañaban a los entierros de los amigos para unirse luego de vuelta a la peregrinación. Al cabo de unas horas, de unos días, los veías gravitando el mundo a través de la mezquina circunvalación que rodeaba la ciudad. Los niños que jugaban un partido de fútbol en las calles, corrían detrás de una pelota que pateaban a propósito para seguir avanzando hacia delante y volver al punto desde donde había comenzado su juego para volver a seguir su camino. Los más jóvenes ordenaban un capuchino que pagaban apurados para unirse a la caminata constante que seguía día tras día, semana tras semana sin jamás terminar el recorrido soporífero de la ciudad. Y tú jamás llegaste como yo jamás marché. Hoy llevo conmigo un cuaderno y un lápiz para seguirlos a ellos, calcular las muertes, los nacimientos y las vueltas que cada uno de los habitantes da en el transcurso de sus vidas. Presiento que hay caras nuevas que se han unido a la marcha, gente que he visto sentada en las escalinatas donde yo mismo me senté una vez y que ya me han visto también, gente que lleva cuadernos en los que yo tal vez figure como uno más de ellos, gente que ya no son más ellos, que ahora no son sino nosotros. Debo, eso sí, confesar que ninguno de los habitantes me ha mirado directamente a los ojos. Me siento un peregrino errante en una ciudad cuyo secreto no me atañe, pero que me obsesiono por descifrar. Y es que tampoco me atrevo a hablarlos. Temiendo interrumpirles un culto ajeno, uno cuya efervescencia he llegado a considerar sagrada, no me atrevo a romper el equilibrio e importunarlos con preguntas que podrían deshacer la mística esta a la que ya me he comenzado a acostumbrar. Y sigo el conteo, pero presiento que yo también soy contado. Y observo, pero presiento que también soy observado. Empotrado en el desdén de sus miradas me dedico a calcularlos, caminando siempre paralelo a ellos, absorto en el transcurso de la vida de los habitantes de ésta, mi ciudad circular. === Los muchachos de Chicago ============================================== Alberto Torchinsky (perejil@hotmail.com) Febrero, frío y nieve. Por las tardecitas me arropo bien y salgo a caminar. La mucama que hace la cama y ordena los papeles en la mesa de mi cuarto me alcanza la gorra y me aconseja que ande despacito, no vaya a ser que resbale y vaya a parar otra vez al hospital. Ahora que las caminatas me llevan a los confines del vecindario, siempre se preocupa por algo. Esas palabras que intercambiamos constituyen mi dosis diaria de castellano. Me gusta su acento suave, tan distinto a mi porteño áspero y chocante, pero no lo aguanto por la televisión y paso el tiempo leyendo. Prefiero los libros usados y me entretengo descifrando las inscripciones que salpican las páginas compartidas con un lector misterioso. Mi hijo, el dentista, me llama desde Londres y me recomienda los libros en inglés; también hablamos del tiempo. Mi nuera Alejandra sigue enojada conmigo porque dice que me burlé del cuadro azul, su favorito. Mi nieto Alex se pone nervioso cuando platicamos porque dice que no me entiende. Platicar, se me pegó esa palabra sin que me dé cuenta. Es un término de esta ciudad, donde vine a parar porque en Buenos Aires decidieron que la operación era demasiado arriesgada y me dieron por muerto. Ahora estoy en plena recuperación y me alegra no haber insistido en que me corten allá, seguro que me quedaba en la mesa de operaciones. Me operé en el hospital de la universidad donde me había doctorado años atrás en economía; por esa época mis profesores proponían que las libertades políticas pueden ser sacrificadas por un tiempo con el fin de garantizar otras libertades más fundamentales, principio que guió mi gestión pública. Ayer, andando por las calles que me llevaban a clase, por primera vez cuestioné qué responsabilidad cabría atribuirle a este lugar por la pérdida de mi único hijo que, asqueado de mi inmoralidad, se fue a Inglaterra y se cambió de apellido; acepto sí el crepúsculo suave de mi vejez, pero no su veredicto. La ciudad ha cambiado, pero la universidad, una copia recargada de una en Inglaterra, no. Últimamente allá también exageran los rasgos que más les gustan y más precisan, como si temiesen que la sutileza haga que se pierdan las cosas. Algún día las cosas cambiarán, pero los cambios se dan cuando son necesarios y no antes. Como en marzo del 76, cuando asumimos la responsabilidad de eliminar el terrorismo, restaurar el respeto por los derechos humanos y estabilizar la economía. La gente sabe esto bien, pero lo mismo nos critica con unos argumentos que encubren una falsedad cuidadosamente elaborada. Reconozco la posibilidad de algún error en mi política económica, o en la implementación, pero en todo caso lo mío no fue algo deliberado. Además, ya le he explicado a mi hijo que cuando me llegue el día, la reminiscencia de mi fracaso será mi infierno personal. Acá me permito el lujo de caminar y pensar; allá el tiempo se me iba en sobrevivir. Todos los días, cada vez con más urgencia, recorro el barrio en busca de una esquina y una casa. La esquina es como todas y la casa, como muchas, es de dos pisos, cuadrada y gris, o era gris entonces. Tarareo y camino; hoy estaba tan envuelto en una tonada pegadiza que no noté la pandilla hasta que de repente me acosaron sus gritos y risotadas. Instintivamente, busqué dónde esconderme. Doblé apresuradamente a la derecha cuando antes había doblado siempre a la izquierda y ahí, al fondo de la calle, estaba la esquina, la casa. Como aquella noche indiferente de otoño, otra vez sentí pánico. Fresco de allá, la nostalgia me había llevado a las caricias furtivas de mi novia, a quien había decidido serle fiel, más bien ella lo había decidido por los dos. De repente, frente a una casa gris iluminada por un farol en la esquina, un ruido sordo, oscuridad, disparos y más ruido, esta vez de vidrios rotos. Con descaro, unos adolescentes se habían apropiado de la noche de los que compartimos ese momento y, envueltos en el eco de sus pasos y de su risa insolente, se desvanecieron sin apuro en las sombras. Joanna salió histérica a la calle y yo, cubierto de vidrio, la tranquilicé lo mejor que pude; un muchacho (iba a decir "su esposo", todavía siento la necesidad de protegerla) salió envuelto en una toalla y yo le indiqué vagamente por dónde habían desaparecido los delincuentes. Masculló "Shit!" y fue a deshacerse de la marihuana antes de que apareciera la policía. Ahí mismo me di cuenta de que no controlamos lo que realmente nos afecta y que estamos a la merced de una jauría que puede aniquilarnos a placer. Cuando le describí a Alejandra el sabor agridulce en el aire de esa noche de terror, ella me demandó cómo era que yo no apreciaba lo que vivíamos a manos de los militares. Ridículo. Eran los terroristas, como aquellos muchachos de Chicago, los que pretendían imponer lo suyo con la violencia. Yo estaba orgulloso de los logros económicos y políticos de nuestro gobierno. Alejandra insistía que yo no dejaba que la realidad me estorbara. Y hoy otra vez el pánico me estrujó el estómago. Debajo del farol apagado, los pasos y las risotadas de cinco o seis muchachos negros finalmente resonaron junto a mí. El más grande, el que tenía la radio enchufada en el oído y cantaba, me atropelló violentamente. Sobresaltado, levantó la vista y, sacudiéndome del brazo, gritó "Sorry, man!" por encima del rap que se escapaba de los headphones. Llevaba zapatillas, vaqueros, una campera, como Alex en la foto que tengo de él, y una gorra puntiaguda de lana. En su sonrisa descubrí la de Alex, y el rap es la música que más le gusta. Los otros refunfuñaron algo y yo esbocé un gesto con la mano. El corazón me latía tan fuerte que pensé que ahí mismo dejaba la vida. Últimamente he pensado en qué idioma voy a morir y como rara vez, aun aquí, sueño en inglés, estoy seguro que será en castellano. Desde la esquina se veía el Commons y decidí seguir caminando y volver a casa en taxi. El barrio de la universidad es como una pequeña ciudad que yo llegué a convencerme que había conocido, aun los recovecos, y que había añorado. Joanna estudiaba español y me preguntó si lo conocía a Borges; por ese entonces me hubiese gustado conocerlo. "Por ciertas vísperas y días de 1955" escribió, y la alusión es clara; también nos trató de caballeros. Después se alistó en la patota (de poco le sirvió, tampoco así le dieron el Nobel), nos tildó de caníbales y nos acusó de no publicar la lista de los presuntos desaparecidos porque eso significaba declararnos culpables. En el Commons hice encuadernar un libro de poesía de Borges con unas tapas rojas brillantes que, ilusionado de encontrarme con Joanna, llevaba conmigo a todas partes. Una noche, ya cansado de tentar el destino, pasé por la casa gris con una botella de vino. Le caí mal al de blue jeans pero no hay quien se le pueda interponer a un argentino con ganas de hacer algo. Con el de blue jeans emborrachándose frente al televisor, hojeamos el libro. Joanna, hermosa con el pelo desarreglado y los dedos manchados de tinta roja, me comentó que por las noches los estudiantes tomaban espresso y leían poesía. Me aparecí una nochecita por el café con un amigo y Joanna nos invitó a sentarnos en su mesa; el grupo estaba por ir al cine, pero ella no fue. Sacó de su bolso, repleto con miles de cosas, el libro rojo y con esa sonrisa que me hacía sentir que yo era lo más importante en su mundo, me invitó a leer un poema. Con un lápiz subrayó las palabras que no comprendía, en castellano o en el poema. Joanna desmenuzaba cada estrofa, cada línea, cada palabra, en busca de un significado misterioso, más allá del de todos. Con curiosidad académica me preguntó qué quería decir "rebaje" en "Nadie rebaje a lágrima o reproche", y yo pensé en las lágrimas y los reproches de mi novia, si me hubiese visto en ese momento. Nos encontrábamos en el café. Nos tomábamos de la mano cuando leíamos y también la vez que vimos la de James Dean donde tiraba piedras a una casa blanca. A la salida del cine nos deslumbró el resplandor de la noche y como avergonzados nos soltamos las manos. En esa ocasión, como en tantas otras, nos engañamos que la casualidad nos había llevado al mismo lugar, cuando en realidad ella sabía dónde yo la buscaría y yo dónde encontrarla. No nos veíamos los fines de semana y yo aprendí a dibujar la soledad de los extranjeros, en ambos lugares y en realidad en ninguno. La vez que llegué tarde al café escribió en el libro en rojo sin levantar la vista. Un viernes le expliqué a Joanna mi teoría, la de algún argentino en realidad, que no se mata lo que uno más quiere, sino que lo que más se quiere lo mata a uno. Después caminamos tomados de la mano, cosa que nunca hacíamos; el departamento se veía desordenado y acogedor. Esa sería la primera noche que Joanna pasaría sola desde que se había juntado con el de blue jeans —nunca fui bueno para nombres, además, "estoy saliendo con la mujer del de blue jeans" suena mejor que "estoy saliendo con la mujer de Tom". Entonces los objetos y las cosas se comprimieron: el Chianti debajo del piano, el fuego moribundo en la chimenea, la piel resplandeciente de Joanna y el gato refregándose contra nuestros cuerpos pegajosos, ronroneando. Joanna me llamó por cuatro o cinco nombres distintos, ninguno el mío. Me gustaría pensar que fui todos los hombres para ella, porque ella fue todas las mujeres para mí. El tiempo perdió todo el significado y cuando por fin me desperté en mi cuarto, era el domingo por la noche. La noche siguiente me dio no sé qué pasar por el café. Era inconcebible que nuestros cuerpos, que habían encajado tan perfectamente la noche anterior, fuesen extraños. Ella tampoco me buscó. Viví largas horas de remordimiento y de desamparo; son horas tristes, de remordimiento, cuando uno deja a una mujer, pero también muy tristes, de desamparo, cuando una mujer lo deja a uno. Pasé finalmente por el departamento una tarde de verano y solamente encontré los agujeros en las ventanas. Cuando le dije el sí a mi novia, la imagen que pasó por mi mente fue la del pelo desarreglado de Joanna y sentí una explosión, como de vidrio despedazado. Mi hijo fue la alegría de mi vida. Nos entendíamos sin necesidad de explicaciones, así que no tuve que justificarme que mi larga convalecencia no fuese la muerte temprana de su madre —a quien acaso quise, una lágrima rodó por mi mejilla en el entierro—, sino que poco a poco fui curándome de mi amor por Joanna. Cambió mucho cuando conoció a Alejandra; los amigos bolches de ella, tal vez porque me defendía, no lo aceptaban. Cuando desapareció el que pintaba cuadros azules, las cosas se volvieron insoportables. Estoy seguro que lo de la inmoralidad fueron palabras que ellos le pusieron en la boca pero, lo quiero tanto a mi hijo, que no los resiento, ni tampoco a ella. El Commons se ve como siempre, cada generación produce su propio desorden. En una mesa de liquidación encontré unas remeras para el dentista y Alejandra. Ahora que se han librado del peso de mi apellido, espero que ella se deje de recriminaciones de una vez por todas. A Alex le compré una camiseta, ojalá que les diga a sus amigos que es un regalo de su abuelo. La mucama hará el paquete con las cosas y lo mandará mañana, de camino a su casa. En una pila de libros usados reconocí a varios de mis viejos profesores. Los otros discuten la problemática latinoamericana tan ingenuamente que me dan gracia; la causa del desorden es clara: la conspiración internacional marxista promovida por Cuba. Ellos inventan otras, pero claro, la mucama me contó el otro día que también hay quienes han visto a Elvis en un supermercado. Además, los garabatos en los libros eran parejos, seguro los de algún estudiante de un pueblito de Indiana; pese a que la universidad atrae a gente de todo el mundo, algunos son bastante estúpidos y yo prefiero estar solo a perder el tiempo con ellos. Era tarde y estaba cansado; compré una lapicera roja y le pedí al vendedor que me llame un taxi. Saliendo me llamó la atención una pila de libros, algunos en alemán y ruso, uno que otro en francés, y uno en árabe que escondía a los del Siglo de Oro. Abrí al azar un libro de tapas duras arratonadas, "Por la mañana, que nos depara la ilusión de un principio". Esos habían sido precisamente mis sentimientos esta mañana, en realidad todas las mañanas desde que llegué acá: que una serie de circunstancias me traerían finalmente a mi principio. Desde luego sé que es una ilusión, ya que no hay un principio. La palabra "depara" estaba cruzada por "provides with", y me intrigó la escritura del lector. El vendedor me informó que estaban por cerrar y que el taxi me esperaba. Ya en el taxi me di cuenta que tenía el libro en la mano. Decidí pagar por el libro otro día —tal vez me encontraría de vuelta con la sonrisa de Alex por el camino—, e instruí al conductor qué calles tomar para así pasar por la esquina como todas y la casa gris de dos pisos, y por el café (ahora una pizzería con fast delivery de pizzas en 14 variedades, incluso vegetarianas), y por las calles que me llevaban a clase. El portero me abrió la puerta y esta vez le permití que me ayude al ascensor. Ahora, ya más tranquilo, hojeo el libro en la penumbra y leo los comentarios; uno, en tinta roja, me inquieta. Recién noto que, en su tiempo, la tapa del libro fue roja. En la primera página, apenas legible, un nombre y una dirección, la de una casa gris de dos pisos. Otra vez tiemblo. Releo a Borges, "Por los minutos que preceden al sueño". Que son tan agradables, cuando uno está perdiéndose en el sueño, deja de ser uno y ya empieza a ser nadie. En ese momento, antes de dormir, sé construir mis sueños. Armaré uno donde vuelvo a Chicago a operarme. Y allí estará Jacinta, la santiagueña que preparaba mate cocido todos los días y té con miel cuando venían las amigas de mamá, y me ordenaba los cuadernos en la cartera para el colegio. Y la operación saldrá bien, y cuando se disipen los calmantes mi hijo estará a mi lado, y Alejandra me sonreirá y me dará una rosa azul y en el fondo se escuchará la música del Walkman de Alex. Y Joanna, mi Joanna, abrirá el libro y mirándome en los ojos tan intensamente que me sonrojaré, me preguntará por qué me demoré tanto, leerá en voz alta la inminencia de la revelación, "Por el sueño y la muerte, / esos dos tesoros ocultos", y escribirá en tinta roja, acaso como esa vez en el café, "Claro, se parecen tanto...". ================================ EL HACEDOR =============================== === Otra conjetura, otras causas ========================================== Viviana Ackerman (ackerman_viviana@ciudad.com.ar) Jorge Luis Borges, escritor argentino, fallecido el 14 de junio de 1986 en su lecho en Ginebra, piensa o sueña antes de morir: "¿Qué trama es ésta, del será, del es y del fue? ¿Qué río es éste, por el cual corre el Ganges? ¿Qué río es éste cuya fuente es inconcebible? Los ponientes y las generaciones que engendraron a Hengist, a Muraña y a Abramowicz fueron necesarios para que yo, esta fugacidad, sea Borges. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. No hay principio en lo causado, no hay fuga del azar (que otros llaman destino). Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo. Tal vez quiso decir que no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de efectos y causas. Los días y las noches están entretejidos de memoria y de miedo; los días y ninguno fue el primero. En su cielo basta el amor de los que aman, basta la frescura del agua en la garganta de la sed, basta la frescura del agua en la garganta de Adán. Veo el populoso mar, veo el alba y la tarde, veo las muchedumbres de América (tómame de la mano, Walt Whitman), veo el ordenado Paraíso, que otros llamamos la Biblioteca. Veo el Aleph, desde todos los puntos, veo en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra. Veo el ojo descifrando la tiniebla. Veo la circulación de mi oscura sangre, veo el engranaje del amor y la modificación de la muerte, veo el amor de los lobos en el alba. El azar ha jugado a las simetrías, al contraste, a la digresión. Yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Yo estoy destinado a perderme en la palabra, el hexámetro, el espejo. Oh tiempo tus pirámides. La biblioteca es ilimitada y periódica. La Biblioteca existe ab aeterno. El número de signos ortográficos es veinticinco. La Torre de Babel y la soberbia. Cuento los días como me enseñaron mis mayores. Yo, Eudoro Acevedo, yo, Johannes Dahlmann, yo, Alejandro Ferri, soy el poeta del tiempo. La luna de las noches no es la luna que vio el primer Adán. Para algunos era el disco que hacía girar su mundo hasta los confines y más allá: la luna que miraban los caldeos. Las filas de tortugas en el tiempo, las luciérnagas de una sola tarde, las dinastías de las araucarias, las arenas innúmeras del Ganges. las perfiladas letras de un volumen que la noche no borra, son sin duda no menos personales y enigmáticas que yo, que las confundo. Chuang-Tzu y la mariposa que lo sueña son Scharazada y Schariar que, arrebatados por el tumulto de anteriores magias, no saben quiénes son. Yo tampoco soy; soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie. La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, las manzanas de oro de las islas, quieren decirnos algo. La primera letra del Nombre ha sido articulada en los pasos del errante laberinto. Mi alimento es todas las cosas. El peso preciso del universo, la humillación, el júbilo, el infinito lienzo de Penélope, las doce irreparables campanadas, el oro del principio, el tiempo circular de los estoicos. Cómo puede morir una mujer o un hombre o un niño, que ha sido tantas primaveras y tantas hojas, tantos libros y tantos pájaros y tantas mañanas y noches. Soy una región del Irak o del Asia Menor. Soy una moneda custodiada por un grifo. Soy el denario inagotable de Isaac Laquedeem, el florín irreversible de Leopold Bloom, la moneda en la boca del que ha muerto. En el pasado, que es la estación (nadie lo ignora) más propicia a la muerte, ultrajada la carne por la espada de Hamlet, muere un rey de Dinamarca. El peso de la espada en la balanza. El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado. Cada gota de agua en la clepsidra. Iré más lejos que los bogavantes de Ulises a la región del sueño, inaccesible a la memoria humana. Tornaré a recordar las águilas, los fastos, las legiones. Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: César en la mañana de Farsalia. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos. La sombra de las cruces en la tierra. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten. El ajedrez y el álgebra del persa. Loada sea la misericordia de Quien me prodiga el animoso destierro, que es acaso la forma fundamental del destino argentino. Los rastros de las largas migraciones. El hombre (Alonso Quijano) se despierta de un incierto sueño de alfanjes y de campo llano. Se lanza a la conquista de reinos por la espada. ¿Quién es el mar? ¿Quién es aquel violento y antiguo ser que roe los pilares de la tierra? ¿Quién es el mar, quién soy? Hoy lo sabré. Hoy es el día. Me serán dados la brújula incesante. El mar abierto. Un sabor difiere de otro sabor, diez minutos de dolor físico no equivalen a diez minutos de álgebra. Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río. Soy el eco del reloj en la memoria. El alivio que habrá sentido Carlos Primero al ver el alba en el cristal y pensar: hoy es el día del patíbulo. Veo tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos; veo el rey ajusticiado por el hacha. Eres los otros cuyo rostro es el polvo. Eres los muertos. Eres el polvo indescifrable que fue Shakespeare. El polvo incalculable que fue ejércitos. Quizá nunca te oí, pero a mi vida se une tu vida, inseparablemente. El Marino te apodaba sirena de los bosques. El agareno te soñó arrebatado por el éxtasis. La voz del ruiseñor en Dinamarca. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, la escrupulosa línea del calígrafo. ¿Qué habrá soñado el Tiempo hasta ahora, que es, como todos los ahoras, el ápice? Ha soñado el espejo en que Francisco López Merino y su imagen se vieron por última vez. El rostro del suicida en el espejo. El dinero es un repertorio de futuros posibles. Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palabras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos. Es tiempo imprevisible. El naipe del tahúr. El oro ávido. No habrá una cosa que no sea una nube. Lo son las catedrales de vasta piedra y bíblicos cristales que el tiempo allanará. La numerosa nube que se deshace en el poniente es nuestra imagen. Eres nube, eres mar, eres olvido. Eres las modificaciones de la nube. Eres también aquello que has perdido. Eres las formas de la nube en el desierto. Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Les dejo cada arabesco del calidoscopio. He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz. Cada remordimiento y cada lágrima. Mío es ahora el singular sabor de la muerte, a nadie negado. Veo el gran árbol de las causas y de los ramificados efectos; en sus hojas están Roma y Caldea y lo que ven las caras de Jano. El universo es uno de sus nombres. Nadie lo ha visto nunca y ningún hombre puede ver otra cosa. Alabada sea la infinita urdimbre de los efectos y las causas. Se precisaron todas esas cosas para que nuestras manos se encontraran, para que Paolo y Francesca descubrieran el único tesoro, para que mis libros (que no saben que yo existo) sean tan parte de mí como este rostro. Ahora, en Ginebra, sé que he de morir. Siento, como otras veces, la tristeza de comprender que somos como un sueño. Viviré y creceré como una música. (También los hombres pueden prometer, porque en la promesa hay algo inmortal). Hoy, 14 de junio de 1986, yo, que tantos hombres he sido, yo, ignorante de tantas cosas, agradezco a mis númenes esta revelación de una muerte en la que entro como en una fiesta". Publicado en la revista Proa. === Poema VI ============================================================== Jorge Gómez Jiménez (jgomez@letralia.com) Me vi sentado ante una barra sin sorpresa, sin sangre en las venas. Estaba más delgado, contaba menos años y tomaba una cerveza. Desde la barra me dije: "Yo fui escritor. Yo rendí tributo a un papel inalcanzable y a una tinta que por mí moría. Yo tuve amigos que me reprocharon el dolor de mis historias y amigas que supieron pasar por alto el metalenguaje y conformarse con los sustantivos. Yo tuve teorías y definiciones y palabras y una vida que dio y quitó vida en primera más que en tercera persona. Yo fui escritor y sustantivo y tinta y una vida". Entonces me dije, parado ante mí ante la barra: "El pasado objeta la vida. El presente la humilla recordándole el término que espera en el futuro". Yo fui escritor y tuve una vida. 1998 Del libro Nada severo === Dos poemas ============================================================ Ketty Alejandrina Lis (kettylis@citynet.net.ar) *** El gran infinito Seguro es que aún no has visto un mar circular. Ni siquiera un círculo de arena en el mar más allá de las ruinas que leímos juntas. La llama portentosa de El Aleph alcanza una espuma ciertamente alta. Y te pregunto ¿quién viene del envés a preguntar? ¿Quién puede repetir el nombre amado sin caer por el costado liso del abismo donde todo es igual y nada es nuevo? *** Primero de enero Las burbujas escapan de la copa como reducidos globos de cumpleaños las semillas de sésamo se abren en abanico al bálsamo de dejar la cara al rojo vivo ¿aleja el agua su orilla o el agua es lija de papel se convierte en tiempo y la erosiona? Las luces niegan su abandono parezco flotar como en un sueño nada da la sensación de ser real y las plumas de ave del paraíso se confunden con la miríada de ojos leyes no inmutables sin embargo que titilan y titilan. ¿Hacia dónde la suavidad del viento hamacando la ropa menuda en el balcón? A través de la comba de la terraza sobre la pared un mapa de Asia cubierto de horas me mira (de Asia nada menos qué estará haciendo aquí en un departamento para turistas en este rinconcito de América del Sur) y da la sensación de ser el centinela de la joven japonesa del dibujo bebiendo té la expresión ausente a años luz de Hiroshima de Nagasaki. Color forma profundidad y movimiento garantizan la visión no la mirada ¿todo lo que no está estará en otra parte? Saber que se nace que se muere que no hay cinta de Moebius. Saber que se nace que se muere en la cinta de Moebius. La línea recta dibujada ¿qué entidad tiene? las perfectas líneas rectas forman un ángulo (si quisiera tocarte sólo rozaría la pantalla de TV) y en Delfos Rudolf se inclinaría la pitia y te diría oh Apolo Peán aún sin ser hermano de la lira. La postura los saltos pareciera que nada de lo humano está atenuado en tu majestuosa armonía majestuoso tártaro. Las sirenas de los barcos saludan el primer día del año ¿pero de cuál? Tal vez las burbujas emergían del agua cuando John escribía sus cartas en verso y las semillas de sésamo se abrían bajo la tierra que guarda lo que la tierra quita. ¿Respirará la muchacha y su cántaro que desde la porcelana mira? Las plumas de ave del paraíso siguen suspendidas perdidas aunque pronto muy pronto habrá un adiós para el verano pronto muy pronto vendrán las hojas rugosas las ariscas ramas del otoño donde seguiré esperando un tiempo de mí para mí. El prisma o la esfera no necesariamente caen de lo alto porque en el molde interno no hay traducción posible ¿he de llegar siempre tarde a las citas? La ciudad está ahí el mar está ahí pero es excesiva esta ventana es excesiva mi habitación en este punto oscuro de la madrugada. === Poemas ================================================================ Aldo Novelli (aldonovelli@yahoo.com) *** Almuerzo ¿Qué se plantea la mosca cuando me mira? Su diminuto cerebro sólo le ordena comer defecar y procrear o se pregunta por su alada existencia y por la mía, en este mundo chato y desparejo. ¿Qué piensa cuando detenida sobre el cielorraso me observa almorzar? ¿hará especulaciones mentales sobre mi hambre para calcular su futuro almuerzo? Nada es tan simple en la mente de los humanos nada es tan complejo en la vida de la mosca, pero en este mediodía solitario me debato entre la caridad cristiana y las posibles formas del prójimo, me debato entre invitarla a mi mesa o saciar con liberal indiferencia mi hambre privada. *** Fablar Hablo, no para dejar de callar no para expulsar el terror de la muerte que es silencio infinito, hablo en la calma de las noches para saber quién soy, para reconocerme en el resplandor del velador sobre un papel garabateado, hablo cuando todos callan cuando todos sueñan y nadie me oye (aunque íntimamente espero que ella me escuche), hablo conmigo y hablo con mis otros hablo hasta caer en la ruina de los ojos anhelando que la noche responda. *** Invasión Han venido de las regiones ocultas. Arrastran tras de sí una isla recóndita: la isla del recuerdo. Son hombres elementales mujeres inaugurales en la faz de la tierra, son todos ellos yo mismo en la prisión del tiempo son ellos los que me exigen que los nombre. *** Época oscura Las hojas amarillas. Árboles desnudos tiritando. Hombres de solapa alta y mujeres encapuchadas, caminan apurados y sin mirar. Chicos corriendo con la nariz roja y desprejuiciada alegría. Cualquiera diría que es un remanido paisaje otoñal, yo tengo mis serias dudas al respecto. *** Un hombre Un hombre parado en medio de la vía, en medio de las piedras que de niño arrojó sobre desesperados vagones. Un hombre parado en medio de la vía qué memoria antigua clavará su mirada en recodos desconocidos del horizonte. Un hombre parado en medio de la vía restando los años gastados en palabras tiernas sobre el duro caparazón de la realidad. Un hombre parado en medio de la vía inmóvil como piedra del desierto en esa espera inacabada y definitiva en el umbral del infierno. Un hombre parado en medio de la vía. No escandalizarse por el estallido de huesos y sangre tibia que inevitablemente se produjo, un instante antes / había llegado la salvadora muerte. === Quimera y realidad de la razón ======================================== === Suite para Jorge Luis Borges ========================================== Lourdes Rensoli Laliga (palou@netrox.net) *** Overtura Amánsate, razón, dulce enemiga, bebe de los colores de la noche, el sonido ancestral en sus mordientes condenado a las nupcias con el tiempo. Modera tu raíz, hostil al nido, húmeda lucidez presa en la tierra que abomina y se nutre de los pozos, nervios y vida del cordón del orbe. Eres un punto elemental del todo, soberana del ser, que poco puede cuando se trata de apresar lo eterno, absoluto, fugaz en cada instante, sometido al feroz juego de fuerzas que perpetúan tu reino: inexistente templo de tu soberbia, engendro del espejo. *** Consultando el I-Ching Rueda el orbe y transita lo ilusorio por el más frágil puente. Bulle el sabio de vida y en el fondo del estanque, sus carpas perseveran contemplando los actos encadenar los días. Varitas y monedas se entrelazan en el rito sagrado, súplica al microcosmos, sólo a medias consciente por revelar un hito, un ápice del verbo, despliegue hacia lo ignoto, hacia lo nunca visto en su armonía, dimensión concebible desde el sueño. Fluye calmo el oráculo. Se dobla la cabeza hacia los cuatro puntos cardinales que resumen al centro la verdad revelada. El discípulo ríe al descorrer la niebla: no está solo en el cosmos. *** Irrumpe el loco I Tengo un mito: soy alguien importante y he puesto a trabajar a los ingenuos para cubrir mi desnudez ridícula con harapos de oro. II Todo lo llevo dentro: soy múltiple y es por eso, a pesar de los engaños y las mutilaciones que soy dueño del cosmos. III Tu retorno al pasado, el soñar con las lides y los viejos juglares no son sino aspavientos, mascaritas que gritan tu cinismo, tus instintos que bullen sin poder liberarse. IV Hoy ya no te dedicas a soñar, detrás del pensamiento estás presente (es un espía agradable porque no apela a la razón incómoda), no haces reconocer lo indeseado (simplemente rebuzna). V La muerte del instinto es la prudencia la quimera del loco es la sabiduría la fortuna de lo oculto es el silencio la potencia de lo oscuro es el destino la madre de la temperancia es la fortuna la destrucción del tiempo es la esperanza la fortuna del diablo es el principio la voluntad del loco es la catástrofe la luz de la belleza es la victoria la libertad del caos es el orden el triunfo de la muerte es el poder la madre de la prueba es lo escondido el cambio del poder es la templanza la fe del absoluto es lo invisible la sustancia del hombre es la belleza la inspiración del cambio es la justicia la autoridad del cosmos es el tiempo la muerte del destino es el instinto la madre de lo oculto es la victoria la justicia del loco es la prudencia la humanidad del orden es el triunfo. *** Sephirot Luz y sombra en las cosas, cuerpo doble, persistir de una luz que no perece aun deshecho el objeto. Tenue halo acentuado en eclipse y plenilunio por el terror sagrado ante el misterio. Puerta de la armonía plasmada en el sonido y en los trazos heridos por el ritmo. Espirales que nos mantienen vivos con su eterno alimento para una eterna búsqueda. *** Borges Solitario de ayer y de mañana, parásito inmortal del paraíso, también yo sucumbí ante tus hechizos brotados de la magia más arcana y ella me obliga a honrarte, aunque no puedo revelar lo que en sueños me dijiste; lapidario, espectral desvaneciste mi maya, mi soberbia, mi denuedo por ocultar lo que mi karma sabe: resplandor y verdad, sombra y mentira, lo que marcha del ser hacia la nada, lo que de todo enigma da la clave; una voz que no exulta ni suspira, la falsa luna de una luz helada. (Del libro inédito Ars Magna) 1988 === El traductor a medianoche ============================================= Alejandro Saravia (rufovalencia@sprint.ca) Borges fue un gran traductor. Era marcada su preferencia por las lecturas a propósito de las literaturas anglosajona y germánica. Sin duda hubo otras lenguas más en el camino a sus textos. Viviendo en una ciudad, Montreal, donde uno se codea a diario con otras lenguas, no se puede dejar de considerar este ejercicio, el de la traducción. *** I El traductor hunde el dedo en el teclado como se hunde un cuchillo en la espalda de un hermano. A caballo, en metro, a lomo de carnívora silla el traductor cruza las horas y los días sentado en su mesa sufriendo. (¿será esta la palabra mejor?) ¡Ay! de los que gustan de los caminos de miel y sangre que separa esta lengua from the other language, et l'autre, dans sa langue, tan cercano y tan distante del español mientras avanza sobre el mapa de la noche la callada batalla que abre y destroza el vientre del verbo, la pupila adjetival. Encarnado camino rumbo a la madrugada (leer en la noche a ciegas, beber la negra leche de la traición: la manzana es el corazón del gusano) Sangran las lenguas, sangran dulces animales heridos mientras el traductor arranca a pulso las blancas costillas vivas para la barca que cruzará de orilla a orilla la leonada metáfora, la frágil voz del cordero, del narrador ante su propio sacrificio. Hay un dios, dice Borges, detrás del jugador de ajedrez. Detrás de los traductores solo existen los demonios. El infierno es el fuego de los diccionarios. *** II Dios esperaba un mensaje. Isaac encontró los signos apropiados mientras Caín intentaba escribir entre la piedra y el reticente fuego la versión del mensaje, del humo rumbo al cielo, a la salvación. Trágico error de traducción. El primero junto a la primera sangre. Dios no es vegetariano, ni Caín un buen traductor (o quizá Dios quería solamente una fotocopia del mensaje de Abel) Que brillen los cuchillos. Que la sangre escriba el lenguaje de la fe y la muerte. Que la sangre escriba el mapa de Babel. ================================ DISCUSIàN ================================ === Borges en Estonia ===================================================== Susana G. Artal (postmast@suslit.filo.uba.ar) La recepción de la obra de un escritor fuera de las fronteras de su país y, más aún, de las fronteras de su idioma, forma parte de los complejos capítulos de la historia de los fenómenos interculturales. Una historia en la que inciden factores tan diversos como la geografía, la política e incluso los imprevisibles y poderosos designios del azar. No obstante, no puedo sino adherir a las palabras de Jüri Talvet —profesor titular de Literatura Comparada de la Universidad de Tartu— cuando afirma: "Es mi fuerte convicción que la gran cultura mundial —a pesar de posibles retrasos— siempre llega a sobrepasar las fronteras nacionales y entra en la conciencia universal" (1). La historia de la recepción de la obra de Jorge Luis Borges, en una tierra tan poco conocida para nosotros como Estonia, parece confirmarlas plenamente. Para empezar a relatarla, repasemos rápidamente algunos datos. La actual República de Estonia limita al oeste con Rusia y al sur con Letonia. Las aguas del Báltico separan a este país —de alrededor de 45.000 km2 y un millón y medio de habitantes— de Finlandia. La historia de Estonia parece signada por la sucesión de diversos períodos de dominación extranjera. Desde el siglo XIII, daneses, germanos, polacos y suecos se sucedieron hasta la anexión al imperio ruso en el siglo XVIII. En nuestro siglo, luego de la Primera Guerra Mundial, Estonia gozó de un breve período independiente (1920-1941), pero la Segunda Guerra Mundial trajo consigo la ocupación alemana (1941) y la anexión a la URSS en 1944, situación que concluyó el 20 de agosto de 1991. La apretada síntesis de tan accidentadas vicisitudes históricas resulta indispensable para comprender el problema de la recepción de Borges en Estonia. Toda dominación política de un país sobre otro tiene un correlato lingüístico: la imposición —más o menos coercitiva— de la lengua de los dominadores. Este factor condiciona indudablemente una cuestión crucial para los problemas de recepción literaria de autores extranjeros: el problema de la traducción. Si consideramos que hasta 1919 en la Universidad de Tartu —fundada en 1632— la enseñanza no se impartía en estonio sino en alemán primero y luego en ruso, no nos extrañará saber que las primeras traducciones al estonio de textos castellanos aparezcan recién en nuestro siglo, en la década del 30, o que la traducción completa del Quijote sólo se conozca en Estonia entre 1946 y 1947. Estos parámetros culturales nos permitirán interpretar la importancia que tiene el hecho de que tres volúmenes de cuentos de Jorge Luis Borges: El jardín de senderos que se bifurcan, Ficciones y El Aleph hayan sido traducidos al estonio (2). Para dimensionar adecuadamente este dato, recordemos que sólo dos autores latinoamericanos, acreedores ambos del prestigio internacional de haber obtenido el Premio Nobel —Gabriel García Márquez y Pablo Neruda— poseen tres volúmenes de obras traducidas a esta lengua. Pero, ¿cómo y cuándo llegó la obra de Borges a Estonia? El introductor y traductor de Jorge Luis Borges en Estonia se llamó Ott Ojamaa. Este profesor de la Universidad de Tartu, recientemente fallecido, se especializó sobre todo en filología francesa (única rama de la romanística que se enseñaba regularmente), pero tradujo también importantes obras del español al estonio como Doña Bárbara de Rómulo Gallegos y un volumen de cuentos de Camilo José Cela. En 1972, cuando el profesor Ojamaa traduce y prologa El jardín de senderos que se bifurcan, la obra de Jorge Luis Borges llega por fin a Estonia, superando no sólo las barreras geográficas y políticas, sino también las de una lengua que, por pertenecer a la familia fino-húngara, difiere de modo tan extremo de la del original. Cabe señalar que, probablemente, haya sido este también el primer volumen de Borges traducido y publicado en la Unión Soviética. Efectivamente, los datos que he podido obtener hasta el momento parecen indicar que el primer volumen de nuestro autor traducido al ruso debe haber sido el que, con el título Prosa de varios años, publicó la editorial Raduga de Moscú en 1989. Cuatro años más tarde, Ojamaa publicó su traducción de Ficciones. La traducción de El Aleph publicada en 1987, comprende seis cuentos menos que el texto original. La no inclusión de los cuentos "Abenjaacan el Bojarí, muerto en su laberinto", "Los dos reyes y los dos laberintos", "La espera" y "El hombre en el umbral" hacen pensar que el profesor Ojamaa debe haberse basado en alguna edición previa a la de 1952, en la que Borges agregó estos cuatro cuentos. Motivos de índole muy distinta deben haber llevado a que se omitieran los otros dos cuentos que faltan. Es casi seguro que "Deutsches Requiem" y "La escritura del Dios" fueron omitidos para evitar problemas de censura ideológica. Una selección de la literatura universal, desde los textos bíblicos hasta García Márquez (3), editada recientemente, reproduce "La biblioteca de Babel", en la traducción de Ojamaa. La revista Vikerkaar (Arco Iris), en su ejemplar 1-2 de 1997, ha hecho conocer fragmentos del Manual de Zoología Fantástica, traducidos por Ruth Lias. La recepción de la obra poética de Borges ha sido, naturalmente, mucho más limitada. En 1980, una selección de poesía extranjera traducida al estonio por un destacado traductor e intelectual (4), Ain Kaalep, director de la revista Akadeemia, incluyó cuatro poemas de El otro, el mismo ("A un poeta menor de la antología", "Fragmento", "El forastero", "Elegía"), uno de El hacedor ("Arte poética") y otro de Elogio de la sombra ("El guardián de los libros"). En 1993, la revista Akadeemia, en su número 6, dio a conocer tres poemas más, también de El otro, el mismo: "Everness", "Ewigkeit" y "Alguien", cotraducidos por Ain Kaalep y Asta Poldmaee. La revista Vikerkaar, en 1995, publicó entre las muestras de cuatro poetas latinoamericanos (César Vallejo, Gabriela Mistral, Pablo Neruda y Jorge Luis Borges), el poema "El desterrado", traducido por Jüri Talvet, quien en esa ocasión escribía: La prosa del argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) (...) es un fenómeno tan trascendente en la literatura universal que ni siquiera el hecho de no haberle sido otorgado el premio Nobel a su autor puede disminuir su significación. (...) Pero Borges era también un poeta destacado. Ya a partir de los ejemplos traducidos por Ain Kaalep (...), se puede intuir la magia melancólica de la fusión de su mitología real e imaginaria; que se lea, por ejemplo, "El guardián de los libros", que consagra y perpetúa el mundo espiritual frente a la caducidad terrenal. Sin embargo, Borges tenía otra pasión más oculta, la de caer fuera de todo lo consagrado, la de hacerse por un instante sin peso, una nada que, a modo de compensación, es libre, llena de amor, en el trasfondo obsesivo de los sistemas que se construyen y se descomponen. La creación de cursos regulares de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Tartu, que comenzaron a impartirse en 1993/4, ha introducido el estudio de la obra de Borges en las aulas universitarias estonias. Sin duda, esa circunstancia permitirá que su obra —como todas las grandes obras de la cultura universal— concrete el milagro de seguir estableciendo diálogos que superan los límites políticos, geográficos, lingüísticos y, por supuesto, los de la vida biológica de su autor. *** Notas 1. Jüri Talvet, "El hispanismo en Estonia", Opuscula Instituti Iberoamericani Universitatis Helsingiensis, Helsinki, 1993, p. 3. 2. Los tres volúmenes, editados en Tallinn por la editorial Loomingu Raamatukogu, llevan los siguientes títulos: Hargnevate teede aed (1972), Kunsttükid (1976) y Aleph (1987). 3. Jüri Talvet (comp.), Maailmakirjanduse lugemik keskkoolile ("Antología de la literatura universal"), Tallinn, Koolibri, 1993. 4. Ain Kaalep (trad. y comp.), Peegelmaastikud, II. Tallinn, Eesti Raamat, 1980. Publicado en Letralia 25 (2/6/99) === Borges: El libro, los libros, los hombres, un hombre ================== Carlos Barbarito (carbar8@hotmail.com) Hijo mío, ten cuidado con tu trabajo, porque es un trabajo divino; si omites una sola letra o si escribes una de más, destruyes el mundo entero... Erubin, 13ª *** 1 Gershom Scholem, en La Cábala y su simbolismo, hace referencia a los tres principios básicos de las concepciones cabalísticas sobre la naturaleza real de la Torá. Ellos son: 1. Principio del nombre de Dios; 2. Principio de la Torá como organismo; 3. Principio de la infinita multiplicidad de sentidos de la palabra divina. Cada uno de estos principios, dice Scholem, no tienen el mismo origen histórico. Desde las épocas más antiguas los autores hablan de una estructura y de una esencia mágicas. Pero la magia contenida en sus páginas no es accesible a cualquiera, sino a los elegidos. El propio Scholem transcribe un comentario a un versículo de Job (Ningún mortal conoce su precio): Los diferentes capítulos de la Torá no han sido dados según su secuencia correcta. Porque si hubieran sido dados en un orden correcto, entonces cualquiera que los leyese podría resucitar muertos y hacer milagros. Por eso han sido ocultados el orden correcto y la sucesión precisa de la Torá, y sólo los conoce —alabado sea— el Ser Santo, del que está escrito (Isaías 44:7): Quién como yo puede leerla, anunciarla y ponérmela en orden. Se trata de un libro de prodigiosas propiedades, ocultas a los ojos de la mayoría, porque, según el libro de los usos litúrgicos de la Torá, fue recibido por Moisés de manos de Dios quien, también, le reveló las combinaciones secretas de letras que, en conjunto, representan la otra lectura, diferente de la que lee cualquier persona. Obviamente, todo copista de la Torá debía ser preciso en su trabajo. No podía haber error en su oficio porque en el libro cada palabra cuenta, es más: cada letra cuenta, cada signo ortográfico. Porque se trata de un libro que posee un valor infinito, un texto divino que no permite la más mínima anomalía en su transmisión ya que, como aseguran las concepciones más extremas, constituye en su conjunto el único y sublime nombre de Dios. De allí que un error en una letra o en un signo sería trágico para el mundo. Ya no estamos, dice Scholem, en la tesis mágica sino en la mística: Dios expresa a través del libro su ser trascendente. Es más, según ciertos autores, la Torá es el instrumento de la creación por medio del que el mundo comenzó a existir —Dios miró en la Torá y creó al mundo. Este libro absoluto y perfecto, constituye un organismo vivo. Con un cuerpo y un alma. Algunos lo definen como un edificio tallado con el nombre de Dios; otros, con miembros y articulaciones ninguno de los cuales, aunque parezcan superfluos, deben desecharse; otros, como una pieza de arte sin error a la que nada le falta ni nada le sobra. El cuerpo de la Torá es el sentido literal, el exotérico, y el alma, su sentido secreto, el esotérico. Ambos conforman una unidad, a la que ciertos autores denominan Árbol de la Vida, porque, a semejanza del árbol, que posee ramas, hojas, corteza, médula y raíces y ninguna es una realidad sustancialmente separada de las otras, la Torá contiene una suma de elementos interiores y exteriores que, aunque a veces parezcan contradictorias, son una sola, única cosa. Una alegoría de ambos sentidos es la del libro escrito por dentro y por fuera. Y otra, con el mismo significado, es la de la espada de dos filos que sale de la boca. Una figura que me atrae sobre las otras es la de la Torá como una fuente a la que ningún cántaro podrá jamás agotar. Imagen bella que indica una sabiduría divina cuyos misterios apenas es posible comprender en una muy mínima parte. Ahora, la Torá dada por Dios a Moisés fue sólo leída por el profeta, ya que Moisés rompió las tablas al comprobar la adoración del pueblo al becerro de oro. Esta Torá era absolutamente espiritual, previa al pecado, entregada a un mundo en que revelación y salvación habrían sido realidades coincidentes. Esta Torá, utópica, provenía del Árbol de la Vida y debió ser reemplazada por otra, derivada del Árbol de la Ciencia, donde el aspecto espiritual abandonó lo escrito menos para el que posee ojos para percibirlo bajo el denso y complejo ropaje externo. Es la Torá histórica, la que llega hasta nosotros, enmascarada para la mayoría y que pocos pueden perforar para conocer sus secretos. En la catedral de Gerona se conserva un tapiz: una figura geométrica formada por dos círculos concéntricos, en el menor de los cuales está Jesús que sostiene en una mano un libro con la inscripción Sanctus Deu. El libro es la Torá, relacionado, según la Cábala, con la Imagen de Adán, y reservorio de la misteriosa sabiduría. Este Libro, se dice, fue entregado por Dios a Adán a través de un ángel, Raziel, Secreto del Altísimo, y el primer hombre lo conservó mientras permaneció en el Paraíso. Con la expulsión, el Libro desapareció volando. Para que el hombre pueda volver a leerlo, recuperar el secreto perdido, deberá curarse, y entonces otro ángel, Rafael, Curación del Altísimo, se lo devolverá. *** 2 Me detuve bastante, no lo necesario confieso, en la Torá porque me parece un adecuado umbral para este trabajo. Borges siempre tuvo interés en esta concepción judía por el libro y, sobre todo, en el libro venido de Dios, por ello sin error, infinito. En Discusión escribe: Un libro impenetrable a la contingencia, un mecanismo de infinitos propósitos, de variaciones infalibles, de revelaciones que acechan, de superposiciones de luz. Sin duda, Borges entendió cabalmente la idea cabalística de la Torá como un organismo compuesto por diferentes planos de sentido en su interior. Hay quien compara el libro con una nuez, con cáscara externa, dos envolturas sucesivas y el núcleo. Y, también, vienen a confirmarlo otras frases de cabalistas: En cada palabra brillan muchas luces... luz de la luz inagotable... René Guenón relaciona al libro con el simbolismo del tejido, mezcla de trama y urdimbre, ligazón de lo inmortal con lo que es mortal, trama a la que es necesario penetrar para tener la visión de lo verdadero y lo profundo. Borges justifica al cabalista: ¿Cómo no interrogarlo (al libro) hasta lo absurdo, hasta lo prolijo numérico, según hizo la cábala? Este libro de Dios se funde, según Ana María Barrenechea, en una idea posterior del escritor, con el libro de la naturaleza —o libro del mundo, como el Liber Mundi de los rosacruces y el Liber Vitae del Apocalipsis. Esta metáfora tiene su desarrollo en un ensayo, Del culto de los libros, incluido en Otras inquisiciones. Allí Borges cita un texto de León Bloy que no disgustaría a ningún cabalista: La historia es un inmenso texto litúrgico, donde las iotas y los puntos no valen menos que los versículos o capítulos íntegros, pero la importancia de unos y de otros es indeterminable y está profundamente escondida (el subrayado es mío). La figura del mundo como libro tiene una abundante cronología y Borges comenta algunos aspectos de ella, tanto en la concepción musulmana y judía como en la cristiana. A la noción de un Dios, escribe, que habla con los hombres para ordenarles algo o prohibirles algo, se superpone la del Libro Absoluto, la de una Escritura Sagrada. De inmediato nos dice que, para los musulmanes, el Alcorán (o Al Kitab, El Libro), no es sólo obra divina sino, también, uno de sus atributos. El texto original, La Madre del Libro, está depositado en el Cielo, prosigue. Esta idea o arquetipo, no diferente de la concepción platónica, es invariable, inalterable, permanece sin error ni cambio, por más que los hombres la copien en un libro, lean ese libro y capten su mensaje a través de sus entendimientos. (Transcribo un resumen de la doctrina de Mohyddin ibn Arabi, citado por Cirlot: El universo es un inmenso libro; los caracteres de este libro están escritos, en principio, con la misma tinta y transcritos en la tabla eterna por la pluma divina... por eso los fenómenos esenciales divinos escondidos en el secreto de los secretos tomaron el nombre de letras trascendentes. Y esas mismas letras trascendentes, es decir, todas las criaturas, después de haber sido virtualmente condensadas en la omnisciencia divina, fueron, por el soplo divino, descendidas a las líneas inferiores, donde dieron lugar al universo manifestado.) Borges afirma que los judíos fueron más extravagantes que los musulmanes porque llevaron aun más lejos el culto por las letras y las palabras. Y da, entre otros ejemplos, el del Sefer Yetsirah o Libro de la Formación: ...revela que Jehová de los Ejércitos, Dios de Israel y Dios Todopoderoso, creó el universo mediante los números cardinales que van del uno al diez y las veintidós letras del alfabeto... Veintidós letras fundamentales: Dios las dibujó, las grabó, las combinó, las pesó, las permutó, y con ellas produjo todo cuanto es y todo lo que será. Borges concluye este pasaje diciendo: Luego se revela qué letra tiene poder sobre el aire, y cuál sobre el agua, y cuál sobre el fuego... y cómo (por ejemplo) la letra kaf, que tiene poder sobre la vida, sirvió para formar el sol en el mundo, el miércoles en el año y la oreja izquierda en el cuerpo. Pero, continúa Borges, los cristianos fueron todavía más lejos. El pensamiento de que la divinidad había escrito un libro los movió a imaginar que había escrito dos y que el otro era el universo, afirma, y enseguida trae las ideas de Bacon, Browne, Carlyle y el ya citado Bloy para confirmar la suya. De Bacon cuenta que, a principios del siglo XVII, declaró que Dios nos ofrece dos libros, para alejarnos del error, uno, las Escrituras, que es revelación de Su voluntad, y, otro, el volumen de las criaturas, revelación de Su poderío, este último llave de aquél. En el Epílogo, Borges corrige esta afirmación: En un ensayo he atribuido a Bacon el pensamiento de que Dios compuso dos libros... Bacon se limitó a repetir un lugar común escolástico... Cosa, me parece, que no varía el asunto. Incluso, Bacon opinaba que el mundo era reducible a formas esenciales que integraban, en cantidad precisa, limitada, una serie de letras con que se escribe el texto universal. En una nota al pie, Borges agrega el nombre de Galileo a la lista y transcribe, entre otras, esta frase suya: La lengua de ese libro es matemática y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas. De Browne cita unos párrafos, escritos hacia 1642: Dos son los libros en que suelo aprender teología: la Sagrada Escritura y aquel universo y público manuscrito que está patente a todos los ojos. Quienes nunca lo vieron en el primero, lo descubrieron en el otro. La concepción de la naturaleza como un libro tiene, entre otras múltiples manifestaciones, la suposición muy antigua de las semejanzas entre los órganos del cuerpo humano y de los animales y las formas externas de las plantas. Estas semejanzas eran llamadas signaturas, la naturaleza las había impreso, se creía, en las plantas para señalar sus propiedades y su uso en el tratamiento de las enfermedades. *** 3 Ahora, para que estas tres concepciones pudieran darse debió acontecer un hecho fundamental: la aparición de una cultura de la palabra escrita, con el subsiguiente culto de la escritura y, sobre todo, de lo escrito en un libro. No sólo la Biblia, el Corán y la Torá resultan sagrados, también, como bien observa Borges, muchos libros participan de algún modo de esa sacralidad: El Quijote, Hamlet, La Divina Comedia... Borges dice: Un libro, cualquier libro, es para nosotros un objeto sagrado, con lo que extrema ese culto. La sacralización del libro hubiese sido imposible en la época de la palabra oral. Aun cuando ya había libros, la mente antigua consideraba, según Borges, a la palabra escrita como un sucedáneo de la palabra oral. Y ejemplifica: Pitágoras no escribió, Jesús escribió unas palabras en la arena que el viento borró sin que ningún hombre pudiese leerlas, Clemente de Alejandría prefería hablar a sus discípulos porque lo escrito puede caer en manos malvadas... El proceso opuesto comenzó a darse a fines del siglo IV y llega hasta nosotros, desarrollo que produjo una extraordinaria consecuencia: el concepto del libro como fin, no como instrumento de un fin. Tuvo que ser un hombre de la nueva época, Mallarmé, el que dijera: El mundo existe para llegar a un libro. *** 4 En La flor de Coleridge, texto contenido en Otras inquisiciones, Borges comenta lo que, me parece, es un correlato del Libro y de su Autor. Así como éste fue escrito por el Espíritu, cada libro sería, según Valéry, al que Borges cita en el comienzo de sus páginas, no el fruto de la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor (el subrayado es mío). En La flor de Coleridge, Borges considera el pensamiento de Valéry y Emerson, en el sentido que todos los libros fueron escritos por un único amanuense, un Espíritu, y la de Shelley, que habla de que hay un solo poema, infinito, del que los poemas resultan fragmentos o episodios, como panteístas; dice que si las evoca es para ejecutar un modesto propósito: la historia de la evolución de una idea a través de textos de tres autores. En el primero y el último párrafo de un texto inmediatamente anterior, La esfera de Pascal, Borges desliza la sospecha de que tal vez la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas o la diversa entonación de algunas metáforas. Borges asegura, que si fuera válida la doctrina de que todos los autores son uno, que un escritor conozca, o no, a otro es insignificante. Porque para las mentes clásicas, la literatura es lo esencial; así George Moore y James Joyce han incorporado en sus obras, páginas y sentencias ajenas; Oscar Wilde solía revelar argumentos para que otros los ejecutaran... Y nombra a Ben Jonson, otro testigo de la unidad profunda del Verbo, quien se propuso juntar fragmentos de otros en la tarea de formular su testamento literario y los dictámenes propicios o adversos que sus contemporáneos le merecían. Y deja su confesión: Durante muchos años, yo creí que la casi infinita literatura estaba en un hombre. Ese hombre fue Carlyle, fue Johannes Becher, fue Whitman, fue Rafael Cansinos Assens, fue De Quincey. Fue precisamente Carlyle quien, en 1883, sostiene Borges en Magias parciales del Quijote, aseguró que la historia universal es un infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en el que también los escriben. Cosa ésta que domina muchos pasajes de la obra borgiana, muchas veces recurriendo a citas como la de Stevenson en El pseudoproblema de Ugolino: los personajes de un libro son puras creaciones literarias, para luego advertir que también los seres reales son sartas de palabras. La idea del mundo como escritura sufre, en el relato Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, contenido en Ficciones, una modificación sustancial. Las lecturas gnósticas impactan en el pensamiento de Borges y en estas páginas aparece el mundo como resultado de la escritura de un dios inferior destinada a la comunicación con el demonio. Además, surge la angustia, dice Ana María Barrenechea, de no entender el mensaje celeste —la autora cita: ...el universo es comparable a esas criptografías en las que no valen todos los símbolos y que sólo es verdad lo que sucede cada trescientas noches. En este mundo, en el libro del mundo, están vivos y muertos, los personajes que el arte y la literatura crearon: Aquiles, Peer Gynt, Robinson Crusoe, el Barón de Charlus, Alejandro, Atila... Muchos y diversos, o acaso uno solo: Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre; todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare; una nota al pie de página en La flor de Coleridge, recurre al panteísta Angelus Silesius: ...todos los bienaventurados son uno y todo cristiano debe ser Cristo. *** Una brújula A Esther Zemborain de Torres Todas las cosas son palabras del Idioma en que Alguien o Algo, noche y día, Escribe esa infinita algarabía Que es la historia del mundo. En su tropel Pasan Cartago y Roma, yo, tú, él, Mi vida que no entiendo, esta agonía De ser enigma, azar, criptografía Y toda la discordia de Babel. Detrás del nombre hay lo que no se nombra: Hoy he sentido gravitar su sombra En esta aguja azul, lúcida y leve, Que hacia su confín de un mar tiende su empeño, Con algo de reloj visto en un sueño Y algo de ave dormida que se mueve. (El otro, el mismo) *** Tú Un solo hombre ha nacido, un solo hombre ha muerto en la tierra. Afirmar lo contrario es mera estadística, es una adición imposible. No menos imposible que sumar el olor de la lluvia y el sueño que anteanoche soñaste. Ese hombre es Ulises, Abel, Caín, el primer hombre que ordenó las constelaciones, el hombre que erigió la primer pirámide, el hombre que escribió los hexagramas del Libro de los Cambios, el forjador que grabó runas en la espada de Hengist, el arquero Einar Tamberskelver, Luis de León, el librero que engendró a Samuel Johnson, el jardinero de Voltaire, Darwin en la proa del Beagle, un judío en la cámara letal, con el tiempo, tú y yo. Un solo hombre ha muerto en Ilión, en el Metauro, en Hastings, en Austerlitz, en Trafalgar, en Gettysburg. Un solo hombre ha muerto en los hospitales, en barcos, en la ardua soledad, en la alcoba del hábito y del amor. Un solo hombre ha mirado la vasta aurora. Un solo hombre ha sentido en el paladar la frescura del agua, el sabor de las frutas y de la carne. Hablo del único, del uno, del que siempre está solo. Norman, Oklahoma. (El oro de los tigres) En San Miguel y Muñíz, 1 al 7 de junio, 1999. *** Bibliografía Scholem, Gershom. La Cábala y su simbolismo. Buenos Aires: Editor Proyectos Editoriales, 1988. Raíces, Biblioteca de Cultura Judía, 11. Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de símbolos. 3ª ed. Madrid: Ediciones Siruela, 1998. Barrenechea, Ana María. La expresión de la irrealidad en la obra de Borges. Buenos Aires: Editorial Paidós, 1967. Letras Argentinas, 5. Borges, Jorge Luis. Obra poética 1923-1976. Edición dirigida y realizada por Carlos V. Frías. Buenos Aires: Emecé Editores, 1977. Borges, Jorge Luis. Obras completas 1923-1972. Edición dirigida y realizada por Carlos V. Frías. Buenos Aires: Emecé Editores, 1974. === Borges: lo imaginario y lo cotidiano ================================== Alberto Bistuë (bistue@lanet.com.ar) La exploración del laberinto borgiano es el punto de partida de un recorrido que nos permitirá salir prestos de la intemperie a que nos somete el exterior, con su infinito de caminos posibles. Bajo el influjo de sus corredores, de sus adentros, echaremos a andar la concavidad de la imaginación. Retornaremos, gracias a las "extensiones de la memoria y de la imaginación" (los libros, según una definición del mismo Borges), a los corredores de una mente admirable, para no perder la majestuosidad de su arquitectura. Pero Borges, con toda modestia, nos invitará a ser imprudentes, a cavar nuevos túneles, a crear nuestros propios interiores. Aún reunidas al azar, las palabras pueden cobrar nuevos sentidos, cualquiera fuese su orden. Son los ladrillos con los que Borges escapa y nos invita a escapar de la intemperie. El sinsentido del texto no es otra cosa que la conclusión apresurada de nuestra impaciencia y de nuestra pereza para hallar sentido en las configuraciones resultantes. El caos sólo está fuera del texto, más allá de la oración y la palabra. El orden de los signos sólo altera el significado, pero jamás deja de significar. Y si bien los sentidos pueden ser múltiples, jamás son infinitos. El texto establece los límites, y, como el laberinto, demarca, en la sintaxis de sus paredes, una serie limitada de caminos. Horrible conclusión, casi una herejía: el encanto no está en la libertad sino en el límite. Y el que lo quiere todo, sólo quiere las afueras, la intemperie; no quiere nada. Cualquiera sea el orden de las palabras, habremos de conjurar el caos. Y esto no debe entenderse como una apología del surrealismo o de la escritura automática. Importa, y mucho, que el lenguaje sugiera sentidos interesantes (no todos los laberintos merecen ser visitados). Dejemos entonces al Scrabble en el orden de lo lúdico, o utilicémoslo en las primeras etapas de una nueva construcción textual. Evitemos, en lo posible, atiborrar la escena literaria de textos que nos prometen muchas interpretaciones, y que luego se revelan como juegos de azar disfrazados de literatura supuestamente de vanguardia, pues no tardarán mucho en retroceder a la retaguardia del olvido, muertos de vergüenza. Hay cierta aberración óptica muy saludable que los ignorantes acogemos con encanto, como un premio consuelo de nuestra miopía: la mala interpretación de ciertas ideas, una mala lectura del autor. Algo que nos puede entusiasmar para exponer nuestros divertidos errores, nuestras inexactitudes nada desdeñables, y alguno que otro acierto, mediante el procedimiento más arcaico del intelecto: el ensayo y el error. El ensayo nunca exento de error, que se despliega desde una timidez alambicada hacia un juego que crece en interés a medida que las reglas de quien produce el texto van sentando precedente sobre su propia lógica, y descartando las menudencias en el despliegue del texto hacia su madurez. Ensayemos, pues, a partir del siguiente poema que Borges escribió en memoria de su sobrina Angélica, que murió ahogada en una piscina, a la edad de seis años. "¡Cuántas posibles vidas se habrán ido en esta pobre y diminuta muerte, cuántas posibles vidas que la suerte daría a la memoria o al olvido! Cuando yo muera morirá un pasado; con esta flor un porvenir ha muerto en las aguas que ignoran, un abierto porvenir por los astros arrasado. Yo, como ella, muero de infinitos destinos que el azar no me depara; busca mi sombra los gastados mitos de una patria que siempre dio la cara. Un breve mármol cuida su memoria; sobre nosotros crece, atroz, la historia" (1). Mi duda es: ¿cuántas posibilidades son necesarias y cuántas son suficientes? El infinito de lo no posible, en "cuántas posibles vidas se habrán ido" e "infinitos destinos que el azar no me depara" ha sido descartado con la mera existencia (la única vida tangible de que disponemos) y con la decisión (que conjura el azar). Y el infinito de lo posible, en "cuando yo muera morirá un pasado" y en "sobre nosotros crece, atroz, la historia" sólo puede ser acotado por la interpretación. Mis posibilidades de cambiar la historia dependen más de la calidad de mi reporte que de la de mis acciones. Pues sólo sobrevive la memoria de los hechos, jamás el balance de los mismos, que cada generación reinterpreta según la luz (o la sombra) de los nuevos hechos. Habrá también énfasis en el relieve de ciertos hechos. El tiempo se encargará de reescribir la historia, hasta que el reporte de los hechos sea tan sólo el borrador de una obra maestra colectiva, que la literatura universal embellecerá con el paso de los siglos. El asombro frente a la fantástica imaginación de un número infinito de posibilidades no realizadas, sólo puede ser superado por el asombro frente a las posibilidades realizadas, pero olvidadas, también infinitas. Pero en Borges toda entronización de lo fantástico culmina en un regreso al milagro de lo que realmente sucedió, el milagro de aquello que puede ser recordado, es decir, el milagro de lo cotidiano. En El Aleph, el protagonista, después del lógico asombro ante el "inconcebible universo" se tiende en los brazos de lo cotidiano. Dice "...Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido" (2). Siempre habrá asombro frente a la fantasía humana: cuántos libros podrán ser escritos, cuántos han sido olvidados en el fuego de la hoguera, cuántos esperan ser leídos. En La Memoria de Shakespeare, Hermann Soergel renuncia a develar lo cotidiano de Shakespeare, y razona: "El azar o el destino dieron a Shakespeare las triviales cosas terribles que todo hombre conoce; él supo transmutarlas en fábulas, en personajes mucho más vívidos que el hombre gris que los soñó..." (3). Pero, ¿no se han escrito las obras para ser representadas? ¿No es todo sueño un proyecto? ¿No es el propósito que los sueños se hagan realidad? He aquí el milagro mayor: lo realizado. "Hechos que la suerte da a la memoria o al olvido", dice el poema. Lo realizado siempre tiene el encanto de sus pruebas, de sus consecuencias, o al menos de sus rastros. La descripción de una historia no es menos literaria que la ficción. No es en el terreno artístico donde lo documental supera a la ficción, sino en el de lo místico: el milagro sólo puede ser la excepción, lo único y definitivo, lo que no admite retroceso. Por eso nada produce tanta fascinación como la realidad. En lo virtual todo puede ser reemplazado, todo puede optar por un género o un formato, todo puede, en última instancia, diseñar su rastro y hacer enmiendas donde lo considere necesario hasta volverse una parodia perfecta de sí mismo. Frente a esa riqueza de lo virtual, el milagro se nos representa como lo único y definitivo. La escena de lo ocurrido en una intersección de instante y lugar a la que no es posible regresar. El milagro será entonces la puesta en escena de todos los sueños: una suprema metáfora de ellos. Un misterio a todas luces inefable que llamamos realidad. Lo cotidiano es el milagro insuperable. Nuevamente El Aleph: lo asombroso no es hallar uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos, sino que éstos hayan sido lanzados a esa ley inexorable que les confiere existencia real: que Beatriz sea Beatriz, que Daneri sea Daneri, que Borges sea Borges. En Tigres azules, el profesor de lógica occidental, frente al encuentro con el prodigio de los tigres azules, el "obsceno milagro" de las "piedras que engendran... de un azul que sólo es permitido ver en los sueños", confiesa al lector: "Quien ha entendido que tres y uno son cuatro no hace la prueba con monedas, con dados, con piezas de ajedrez o con lápices. Lo entiende y basta. No puede concebir otra cifra. Hay matemáticos que afirman que tres y uno es una tautología de cuatro, una manera diferente de decir cuatro... A mí, Alexander Craigie, me había tocado en suerte descubrir, entre todos los hombres de la tierra, los únicos objetos que contradicen esa ley esencial de la mente humana" (4). En el final de la historia, un mendigo de ojos apagados, piel cetrina y barba gris lo "libra de su carga", pero le dice, antes de perderse en el alba: "...no sé aún cuál es tu limosna, pero la mía es espantosa. Te quedas con los días y las noches, con la cordura, con los hábitos, con el mundo" (5). No hay milagro mayor, y, por tanto, más obsceno, que lo cotidiano. Lo cotidiano es la fuente de la dicha suprema y también del horror supremo, y de él se desprenden tanto los sueños idílicos como las pesadillas. Y aun así buscamos el refugio de lo cotidiano, de los hábitos, de lo que hemos acuñado en la memoria para transformarlo en el sueño predecible que nos protege del infinito, del prodigio insoportable de todos los otros sueños posibles. Pese a la inobjetable maravilla del milagro de la existencia, estamos condenados a una sola historia, obligados al consuelo de una multiplicidad hecha de ficciones. A lo sumo probaremos la variedad en serie cronológica, jamás lo diverso en la unidad que somos. El Aleph siempre es un sueño, o bien no se ha dejado encontrar. Es cierto, la psicología nos indica que también somos un conglomerado de fuerzas dispersas, pero éstas se hallan en disputa, y nosotros somos las víctimas de esa batalla de las tendencias en pos de un único botín: el aquí y ahora. El más allá sólo cobra sentido en el más acá. Paradójicamente es el valle de lágrimas lo que vuelve apetecibles a los frutos del paraíso celestial. Un paraíso que debe ser virtual e inalcanzable (nunca terrenal) para que el deseo persista. En el más acá todo deseo tiene satisfacción, y si no la tiene es porque los poderosos se reservan la prerrogativa de ciertas satisfacciones. Se sabe que la igualdad es posible en la aritmética, pero algo la obliga a mantenerse lejos de lo social. El juego de la distinción ha sido por siglos un énfasis en las desigualdades, un modo de asegurarse espectadores que miran desde lejos el festín de los privilegiados. La injusticia ha sido, en este sentido, un cruel método para crear el paraíso terrenal. Las cosas sólo existen si hay testigos, y han sido los ojos de los condenados quienes prueban, con sus lágrimas, que también hay felicidad en la tierra. Todo queda acotado en lo que existió, ese es el origen de la eterna conjetura sobre lo que podría haber sido, sobre los detalles que hubieran cambiado definitivamente el argumento. Esa conjetura confiere enorme importancia hasta al hecho más nimio, el milagro de los milagros. Cualquier cambio de los hechos, en su relación con lo demás, desencadenaría otro aquí y otro ahora, un universo paralelo. Pero he aquí el milagro, algo que desdeñamos por trivial, y que sentimos como cotidiano, por estar demasiado rodeados de milagro: no hay tal cambio. El sueño que llamamos vigilia es el sueño último, el que contiene a los demás, el único sueño inmutable. He aquí, decimos, recordando a Nietzsche, el libro que escribimos con sangre. La vida es una metáfora de la escritura sagrada. Dice Borges, en un reportaje: "...para ciertos teólogos judíos, la escritura sagrada ha sido escrita para cada uno de sus lectores; el libro ha sido previsto por Dios y el lector ha sido previsto por Dios. Lo cual nos daría también un número infinito de lecturas posibles" (6). El número infinito se nos sugiere milagroso, pero, siguiendo la idea de nuestro ensayo, el verdadero milagro es la existencia del libro, la combinación única de esas palabras, y el número finito en el que se inscriben. El milagro no es el infinito, sino las posibilidades infinitas de lo finito. El milagro es que la realidad parezca más extensa que la imaginación, aun cuando lo imaginario supone todas las imaginaciones acerca de lo real, y que cada ensueño se disgregue en infinita cantidad de variantes, ya sea en el inicio, en el fin o en la trama. Lo milagroso sigue estando en la existencia de una serie, por extensa que fuese, finita (...de libros, por ejemplo, aun cuando nos parezca mucho más asombroso poder leer los libros que jamás han sido escritos, escribir una cifra que supere la de los que ya existen o hallar un libro de infinitas páginas). El imaginario borgiano nos devuelve siempre a la sorpresa y al asombro ante la rareza de lo real. Sólo la realidad dignifica las obsesiones humanas, y las infinitas combinaciones de la imaginación son sólo proyectos de los milagros del porvenir. Alguien imaginó lo que hoy existe, pero el pronóstico del texto literario no importa tanto en cuanto a su valor profético. El milagro es su mera presencia, el hecho físico. La palabra escrita, y lo que ella nos produce. Borges lo dice: Yo, que me figuraba el Paraíso bajo la especie de una biblioteca (7) El milagro del texto es, entonces, la literatura encarnada en la palabra (o en la voz). Pondré en su boca estas palabras: Borges parece sugerir reiteradamente el carácter opresivo de ese milagro de milagros que llamamos realidad. En efecto: nada hay más raro que lo real, nada más extraño, nada más sorprendente. Y sólo desde allí (¿de qué otra parte?) urdimos los argumentos de todas las demás historias. Todo emana de la puesta en escena que hacen Dios o los dioses, de esta representación que es a un tiempo drama y comedia, finita en cuanto la intentamos describir en y durante el lugar y el momento de los hechos (8); pero infinita en el proyecto: no podemos imaginar un final, o mejor dicho, siempre hay un después: la eternidad. Sólo en el infinito la realidad se hace sueño y el sueño realidad. Sólo en el infinito el milagro se iguala con lo cotidiano, las profecías de la imaginación se cumplen, y los sueños se equiparan a los hechos, pues el infinito es, por definición, la totalidad de lo representable, y, necesariamente, una eterna repetición de esa totalidad. Noviembre 27, 1998 *** Bibliografía Baudrillard, Jean. Seduction. Nueva York. St. Martin’s Press. 1990. Borges, Jorge Luis. Borges oral: Conferencias. Buenos Aires. Emecé. 1995. Borges, Jorge Luis. La memoria de Shakespeare. Madrid. Alianza. 1997. Borges, Jorge Luis. El Aleph. Buenos Aires. Emecé. 1984. Borges, Jorge Luis. The Book of Sand. Penguin Books. Fernández, Teodosio. Álbum biográfico de Jorge Luis Borges. Madrid. Alianza. 1998. Sorrentino, Fernando. Siete conversaciones con Jorge Luis Borges. Buenos Aires. El Ateneo. 1996. *** Notas 1. Borges, Jorge Luis. The Book of Sand. Penguin Books. Pág. 176. 2. Borges, Jorge Luis. El Aleph. Buenos Aires. Emecé. 1984. Pág. 167. 3. Borges, Jorge Luis. La memoria de Shakespeare. Madrid. Alianza. 1997. Pág. 78-79. 4. Borges, Jorge Luis. La memoria de Shakespeare. Madrid. Alianza. 1997. Pág. 39. 5. Borges, Jorge Luis. La memoria de Shakespeare. Madrid. Alianza. 1997. Pág. 47. 6. Sorrentino, Fernando. Siete conversaciones con Jorge Luis Borges. Buenos Aires. El Ateneo. Pág. 142. 7. Sorrentino, Fernando. Siete conversaciones con Jorge Luis Borges. Buenos Aires. El Ateneo. 1996. 8. "Se ha dicho que si el tiempo es infinito, el número infinito de vidas hacia el pasado es una contradicción. Si el número es infinito, ¿cómo una cosa infinita puede llegar hasta ahora?" (Borges, Jorge Luis. Borges oral: Conferencias. Buenos Aires. Emecé. 1995. Pág. 44). === Borges y el infinito ================================================== Teresa Caballero (secreto@tinfip.lfp.uba.ar) Cuando siendo chica pregunté a mi padre qué era el infinito, su respuesta clara y directa me dejó satisfecha, diría que para siempre. Mi padre era un hombre de una gran inteligencia y nunca pretendía escapar a mis ávidos cuestionarios. Es más, me daba explicaciones gráficas, siempre a la altura de mi entendimiento. De modo que en este caso el problema del infinito no hubiera podido ser expuesto con cifras matemáticas. Y no lo fue. En un súbito y espontáneo arranque Papá se subió a la silla —estábamos almorzando—, tomó un tenedor con la mano izquierda, se colocó la servilleta sobre la cabeza con la derecha, y empezó a hacer algunas muecas seguidas de diferentes meneos y extraños movimientos con piernas y brazos. "Estas morisquetas —me dijo— podrán ser hechas por la totalidad de los habitantes de la tierra, al mismo tiempo, en distintos momentos por ellos, por los hijos, o por los hijos de sus hijos, y nunca un acto individual sería igual al otro". Desde ese momento el infinito dejó de inquietarme. Hasta la primera vez que leí a Borges, claro. Entonces se trataba del laberíntico "Aleph". Un cuento que realmente hace palpar el infinito. Esa descripción del momento en que el protagonista, o sea Borges, llega a ver el Aleph, que es todo lo que existe, existió y existirá, ocupando un mismo punto "sin superposición y sin transparencia", concentrado en un solo instante gigantesco, no tiene otro nombre ni otra explicación que la de "infinito". Explicar el infinito en matemática es casi tan elemental y sencillo como contar 1, 2, 3..., pero enumerarlo con palabras como lo hace Borges, mostrándolo descriptivamente en un juego de espejos, en la mágica fosforescencia de una luz extraña, o en la misteriosa historia de una moneda antigua, es tan imposible como dibujarlo. Borges conoce el infinito, vive en él y con él. Su memoria es el infinito. Puede codearse con el infinito, tratarlo de palabra. Y desde luego sabe exponerlo literariamente con una habilidad absoluta exclusiva. Además de ser la obra de Borges inagotable, multiforme y plena de extrañas e interminables bifurcaciones —todo lo cual no hace más que recalcar lo ilimitado de la misma— cada vez que la leemos o releemos descubrimos una nueva faceta del infinito. Borges es un cómplice del infinito. Lo concibe y lo vuelca en el papel. Es como si él mismo lo creara. En El libro de arena, sin ir más lejos, hay dos cuentos cuyo desarrollo demuestra con admirable acierto su convivencia permanente con la noción de infinito. Uno de ellos es aquel dedicado a la memoria de Lovecraft, llamado There are more things (Hay más cosas). En esa "Casa Colorada" cerca de Lomas, donde el personaje principal penetra una noche de tormenta para encontrarse cara a cara con el pasado, el presente y el porvenir, se describe a la perfección esa enigmática urdimbre que es el propio tiempo dentro del espacio infinito. El otro cuento, el que da el nombre al volumen, no precisa mayor introducción para mostrar el aspecto fascinante con que Borges encara su idea de infinito. Basta mencionar el primer párrafo para interpretar este concepto: "La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes...". Así empieza uno de los cuentos más fantásticos que la prodigiosa imaginación de Borges ha podido urdir. Un cuento en el que describe con aterradora exactitud al "libro infinito". Un libro sin principio ni final. Ninguna de sus páginas es la primera. Ninguna es la última. Lo sorprendente de toda esta suerte de eternidad en juego es la misteriosa dimensión que va creciendo en el cuento. Comienza con un leve atisbo de infinito y termina con la verdadera y única concepción del mismo. El infinito se ha integrado al cuento y habita en él de tal manera que el lector no puede zafarse de su ilimitada omnipotencia. Pero de todo esto, sin embargo, el único responsable es el propio Borges. El cerebro hacedor, el "alma pater", el solo descubridor de la fórmula excelsa, es el autor del mencionado "libro de arena". Quizás el infinito sea simplemente uno-más-uno, tal vez, cualquiera de todas esas complejas computadores inventadas (y recientemente corregidas y aumentadas) pueda definirlo en menos de un segundo: con símbolos, cifras, ruidos, dibujos geométricos o indefinidos vericuetos. Pero lo cierto es que la naturalidad y desenvoltura con que Borges relata o más bien confiesa su concepción de infinito no puede compararse jamás con un odioso logaritmo o un complicado sistema cibernético. En primer lugar porque éstos son recursos inabordables, acaso aburridos y áridos, y además porque son la antítesis de lo que un cerebro privilegiado como el de Jorge Luis Borges, con una imaginación que no conoce límites, concibe para después transmitirlo. Transmitirlo como él y únicamente él puede hacerlo, sobre todo cuando dice: "Hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a sus lados, sino en todas partes al mismo tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita" (La Escritura de Dios). ¿Qué más podemos pedir como explicación escrita de un concepto tan vago y lejano como lo es el de infinito? Creo que entre todas las cosas que deberíamos agradecer a Borges, una de las más importantes es ésta: la de pasearnos por su laberinto hasta conducirnos a la boca misma del inalcanzable infinito, mostrárnoslo, hacernos transitar por él y transmitirnos su esencia. Yo por mi parte le doy las gracias. Con la madurez de un adulto, pero también con la secreta inocencia con que contemplé a mi padre cuando supo, aquella vez y a su modo, explicarme el infinito. === Dos traducciones ====================================================== Max Dasso (mcd2@is2.nyu.edu) *** Habla Borges Andrew Weinstein Jorge Luis Borges: Conversations Edited by Richard Burgin University Press of Mississippi, 254 pp. Hace una década, caminando hacia mi casa en Filadelfia, escuché venir de alguna parte las suaves notas de piano del Para Elisa de Beethoven. Cruzando la calle, un viejo harapiento bailaba al compás de la música sin origen, ajeno por completo al nuevo y reluciente cajero automático cerca suyo, donde estudiantes universitarios platudos con sus walkman hacían cola y lo ignoraban de la misma manera. Fue entonces cuando, a mi lado, se encendió una enorme máquina de aire acondicionado de un edificio de oficinas y, a mi alrededor, desperdicios y hojas volaron como por arte de magia hacia las parrillas que cubrían las tomas de aire. Estos raros acontecimientos surtieron en mí un efecto misterioso, casi físico: todo lo familiar parecía extraño. Tuve una especie de conmoción surrealista, y por un momento, percibí al mundo como el lugar fantasmagórico y loco que en realidad es. Lo que ahora evoca este recuerdo son los pensamientos de Jorge Luis Borges. Si hay un escritor cuya obra pueda crear tales efectos inquietantes y perturbadores, sus sorprendentes ficciones lo logran. Celebrando el centenario del nacimiento de Borges, la Editorial de la Universidad de Mississippi ha publicado un tomo de entrevistas a Borges, llevadas a cabo entre 1966 y 1985, el año anterior a su muerte. Las entrevistas ofrecen atisbos poco corrientes de la brillante y laberíntica mente del gran maestro. Lo que sale a la luz es Borges como hombre, cuyo insomnio crónico lo atrapa en verdaderos laberintos nocturnos, y cuyo orgullo en su identidad argentina lo lleva a invocar la memoria de un valiente antecesor, muerto en la guerra por la independencia de España. En estas entrevistas se tiene la impresión de ver al mismo Borges como una especie de cobarde: un hecho que él no tiene reparos en admitir. Amable hasta llegar a lo puntilloso, es el retrato de la humildad, cuando confiesa sus penas por desatender la mujer con quien se ha casado recientemente y que en poco tiempo será su ex esposa. En una de estas entrevistas lo seguimos de cerca mientras que Borges, el ciego, sortea distraídamente con un bastón el ajetreado tránsito de Buenos Aires en medio de una conversación absorbente, y encuentra en cada esquina a argentinos que lo admiran. Borges, el caballero, evitaba obstinadamente el conflicto. Sólo cuando la política, como un automóvil díscolo, le atropella, es cuando se vuelve crítico del status quo. Esto fue en las décadas de 1940 y 1950, cuando nos cuenta que Perón, el dictador fascista de Argentina, hacía la vida imposible al escritor, a su hermana y a su anciana madre, con quien él vivía. A medida que envejece, reflexiona sobre la muerte. Con peculiar visión e ingenio típicamente borgeanos, el escritor reafirma que anhela la oscuridad y el olvido de aquélla, pero por cierto que esta aspiración no le impidió hablar hasta por los codos. No soy un estudioso de Borges, sólo un admirador, y nunca aprecié por completo la profunda conexión entre Borges y la literatura inglesa. Una y otra vez alaba a viejas luminarias como Chesterton, De Quincey, Kipling, Stevenson y un sinnúmero de otros en quienes no había pensado (y mucho menos leído) desde el primer año de la facultad. Debe de haber sido un gran profesor, ya que el entusiasmo en sus discusiones me hizo querer echar un vistazo a estas viejas obras. Éstos eran los libros en la biblioteca de su padre, cuando (décadas antes que una enfermedad congénita lo dejara ciego) el pequeño Borges comenzaba a leer. Las historias de Chesterton en Father Brown y The man who was Thursday, así como en New Arabian nights de Stevenson describen "no... el Londres real (si existe tal cosa como un Londres real), sino... el Londres de fantasía". Borges llama a Confessions of an English opium eater de De Quincey "uno de los libros más tristes del mundo". Y por supuesto, Borges habla extensamente sobre sus propias ficciones. Es un poco una sorpresa (al menos para mí) escucharlo alabar el idioma inglés, cuando condena su destino de tener que escribir en castellano, casi como si esto fuera una maldición. Borges señala que el inglés, debido a sus raíces sajonas y latinas, está lleno de sinónimos que no significan lo mismo ("sacred", sagrado/sacro, y "holy", santo/bendito; "dark", oscuro/sombrío/siniestro, y "obscure", incomprensible/oscuro/recóndito; "regal", majestuoso/regio, y "royal", real/magnífico/espléndido), y que ofrecen ambigüedad y lecturas diferentes. Como entendido en estas sensibilidades, Borges debe de saber. Y, otra vez, era un caballero tal del Viejo Mundo que uno nunca puede saber hasta qué punto este entusiasmo surge del deseo de complacer a los entrevistadores, en su mayoría de habla inglesa, que encontramos en este libro. Uno tiene la impresión de que Borges nunca rechazó un pedido de ser entrevistado. Aquí habla con estudiosos, traductores, amigos y estudiantes, sorteando momentos incómodos, incluso algunas veces tratando condescendientemente a sus interlocutores mediante alguna forma de respetuoso encanto. Lo que esto le da a la colección es una visión extraordinariamente atractiva y multifacética de Borges, el hombre. Borges accedió a hablar con Richard Burgin, el editor de esta colección, cuando Burgin tenía apenas 20 años. Un distinguido escritor con tres colecciones de cuentos y una novela por ser publicada, Burgin logra en este proyecto un agudo sentido de narrativa, como también aplica su larga experiencia en dar forma a los textos (es el director fundador de la revista Boulevard). Burgin ha hecho un magnífico trabajo al montar estas 16 fascinantes entrevistas que se iluminan unas a otras de maneras imprevistas. Una entrevista que termina con el lamento de Borges por su cansador programa de conferencias ("Pienso que no y siempre digo que sí") es seguida inmediatamente por otra grabada tres meses después, en esa misma conferencia, de manera que el lector tiene la sensación de estar entre bastidores, sabiendo del cansancio secreto de Borges, en medio de su encantadora gracia y su chispeante inteligencia. Para todo aquél que haya caído bajo el hechizo de las increíbles ficciones de Borges, esta antología de entrevistas es indispensable. Artículo aparecido en el vol. 5, número 3, pág. 21 de la publicación neoyorquina Literal Latté (http://www.literal-latte.com). Reproducido con autorización del director. *** Ce n’est pas une des "Ficciones" de Jorge Luis Borges Jeffrey Michael Gordon Bockman En 1946, Jorge Luis Borges, que durante ocho años había sido el bibliotecario de una pequeña biblioteca municipal en Buenos Aires, fue relevado de su empleo, supuestamente por razones políticas. En ese mismo año, Vladimir P. Demikhov realizó en la Unión Soviética el primer transplante de órganos, colocando el corazón de un perro joven junto al de uno viejo. Durante cinco meses, el perro vivió con dos corazones. Estos dos acontecimientos no estarían relacionados si no fuese por el sorprendente hecho de que en 1941 Borges haya escrito un trabajo acerca de las obras de Herbert Quain (un autor completamente ficticio), cuyo último libro, Statements, posee ocho relatos. En realidad nunca se creyó que Borges los haya escrito, él apenas mencionó que uno de ellos le sirvió de inspiración para su obra "Las ruinas circulares". Sin embargo, sí existió un tal Hubert Quaine, un anglofílico y poco conocido escritor estadounidense, que vivió en Nueva York a fines del siglo pasado, y que, creyéndose el nuevo Poe, escribió una novela de cien capítulos cortos, cada uno acerca de una profesión diferente y de las extrañas obsesiones que el autor consideraba necesarias en los exponentes más fervientes de cada habilidad u oficio. Uno de estos capítulos trataba de un bibliotecario que estaba tan encariñado con algunos de los libros que tenía a cargo, que (frustrado por la brecha entre las palabras estáticas aunque inmortales, y su propia existencia dinámica aunque finita) concibe un plan fantástico para superar las limitaciones de ambos: convence a un amigo cirujano a que le implante sus libros favoritos en el cuerpo. Cuando los superiores se enteran de estos movimientos, lo relevan de su puesto inmediatamente, argumentando que un bibliotecario debe diferenciarse de los libros que tiene a cargo, de manera de poder administrarlos a todos sin favoritismo, con imparcialidad burocrática. ¿Conocía Borges a Hubert Quaine? ¿Se adelantó Hubert Quaine al mismo Borges y al transplante de Demikhov? ¿Influyó Borges de manera retroactiva en el relato de Quaine, y predijo al estilo Julio Verne el primer transplante de órganos, ya que el cuento "Las ruinas circulares", es sobre un hombre que sueña la existencia de otro hombre, que comienza soñando con un corazón que late? Lo único que el supuesto autor de este artículo sabe, es que mi corazón que late, mi corazón artístico, latiría con menos fuerza de no ser por la inspiración, por el transplante de al menos un pedacito del alma, de mi querido Jorge. Artículo aparecido en el vol. 5, número 3, pág. 21 de la publicación neoyorquina Literal Latté (http://www.literal-latte.com). Reproducido con autorización del director. === Borges y su incursión en la literatura realista ======================= Lenina M. Méndez (lenina@edg.net.mx) Ya sea que se le idolatre hasta la locura, se le finja la más absoluta indiferencia o incluso se le odie, no cabe duda que Jorge Luis Borges (Argentina, 1899-1986) ha sido el escritor más polifacético y controvertido que el mundo de la literatura ha dado al siglo XX. Nadie puede quedar indiferente ante su vastísima obra, que abarca desde los más delirantes relatos de ficción, hasta los sesudos estudios que desentrañan las antiguas culturas europeas, pasando por la parodia más cruel que no deja títere con cabeza en los círculos políticos, sociales y literarios, tanto de su país como del mundo. Las categóricas afirmaciones de que "nadie puede andar por el mundo sin conocer a Borges", tal vez suenen pedantes, pero lo cierto es que, al menos en el mundo de habla hispana, y no sería aventurado decir que incluso en la totalidad del globo, el nombre de Borges siempre suscita polémica, ya sea para criticar alguno de sus escritos políticos, para embelesarnos con su poesía, para compadecernos de su ceguera o, simplemente, para cuchichear sobre su extraña vida amorosa y escandalizarnos por cómo María Kodama supo explotar aquella pasión senil para quedarse con los derechos de autor. Este revuelo en torno a un solo hombre no es gratuito: nos revela su poderosa personalidad, producto de esa multiplicidad de ideologías que confluyeron en ese cerebro privilegiado a lo largo de ochenta y seis años de prolífica vida, tiempo durante el cual ni una sola idea permaneció estática, ni una pasión continuó siendo la misma, donde el propio autor evolucionó a tal grado que muchas veces se le ha tachado de contradictorio, sin comprender que los cambios operados en Borges han sido resultado de revoluciones internas que pocos seres humanos logran llevar a cabo. La obra de Borges se universalizó con una rapidez pasmosa, lo que permite observar una multitud de posturas ambivalentes en torno a la misma; resulta interesante conocer la que el propio Borges tiene sobre ella, que muy pocas veces concuerda con la que sus críticos y el gran público han aplaudido. Por lo general, son sus ensayos y sus cuentos fantásticos, como los contenidos en El Aleph, los que se han llevado las palmas, amén de su poesía que permanentemente tendrá una lugar preponderante entre los grandes cantores del verso castellano; pero según confiesa Borges a Osvaldo Ferrari en una entrevista, uno de los libros que más ha disfrutado escribir es El informe de Brodie (1970): "hay dos libros que me han granjeado alguna fama: Ficciones y El Aleph. Es decir, los libros de cuentos fantásticos; pero yo ahora no escribiría cuentos de ese tipo. Me parece que no están mal, pero es un género que me interesa poco ahora (o del cual me siento incapaz y por eso digo que me interesa poco). A mí me gusta más El informe de Brodie (...) pero nadie comparte mis opiniones" (1). El informe de Brodie contiene once cuentos precedidos por uno de aquellos espléndidos prólogos borgianos, que es un verdadero manifiesto en pro del desgastado modelo realista en la literatura; una aparente contradicción con todo el aparato fantástico que había venido desarrollando, no sólo en sus narraciones, sino incluso en sus ensayos, algunos de los cuales fueron presentados bajo esta denominación, cuando en realidad se trataban de ficciones, como por ejemplo en "El atroz redentor Lazarus Morell" y otros artículos de este tipo, donde Borges abruma al lector con citas y referencias eruditas que muchas veces sólo existen en su imaginación (hecho que no ha impedido que algunos críticos de su obra se devanen los sesos intentando encontrar en polvorientos volúmenes sus oscuras referencias). Este libro significó, sólo en apariencia, un brusco cambio dentro de la narrativa borgiana, pero en realidad no plantea una modificación tan radical. Para empezar, hay que tomar en cuenta que es el primer ejercicio de escritura cuentística desde que quedó ciego y tuvo que someterse a la benevolencia de sus amanuenses para escribir. Por otra parte, se encuentra en una etapa de la vida que con frecuencia se vuelve más reflexiva, de cierta nostalgia hacia el pasado, y en la que piensa, como diría en su prólogo, "que lo que ha concebido y ejecutado un muchacho genial puede ser imitado sin inmodestia por un hombre en los lindes de la vejez, que conoce el oficio" (2), a propósito de su inspiración en los cuentos breves y directos que Rudyard Kipling escribió en su primera juventud. Aunado a esto, los cuentos que integran esta colección no se encuentran del todo alejados de las preocupaciones permanentes de Borges, como el infinito, el agnosticismo, el caos, el destino, etc., y de lo fantástico. Pero esta incursión de la fantasía en los cuentos de El informe de Brodie no está planteada en los términos que impregnaron sus anteriores relatos, ni de la manera como este concepto ha sido concebido por los estudiosos del tema. Se aborda el elemento fantástico como parte de la cotidianidad, es decir, la irrupción de lo inesperado no se da por medio de recursos mágicos o metafísicos, sino por las actitudes extrañas o increíbles de sus personajes, que Borges mismo denominó como "fantasías de la conducta", cuando escribió acerca de aquel fascinante personaje de Herman Melville: Bartleby el escribiente. Uno de los relatos que recurren a este elemento de la conducta escabrosa es "La intrusa", que, escrito en 1966, representa el primer intento narrativo de Borges desde su ceguera. En este cuento se retoma el tema gauchesco del machismo y de la mujer vista como un simple objeto; sin embargo, aquí la historia se trastoca para conceder a la mujer la capacidad, increíble en una "cosa", de trastornar el espíritu de dos hermanos que se disputan su amor. El escenario es Turdera, y los protagonistas los Nilsen, personajes que como leitmotiv constante en los cuentos que conforman El informe de Brodie, son descendientes de inmigrantes irlandeses, con su característica melena rojiza y rostros en los que se adivina la mezcla racial que los ha degenerado; pero sin olvidar del todo, y este es otro elemento que se repetirá en el cuento "El evangelio según san Marcos", sus crónicas familiares, que han quedado asentadas en las páginas finales de una vieja Biblia, recuerdo de sus días calvinistas. Para darle un toque de realismo, el narrador inicia su historia con la vieja fórmula de "este es un hecho verdadero que me han contado", y comienza a relatar la historia de Cristián y Eduardo, dos gauchos en toda la extensión de la palabra, pendencieros, jugadores, calaveras, cuya entrañable fraternidad entra en conflicto cuando Juliana, mujer de Cristián, aparece en escena. Esta callada y miserable figura, que obedece cualquier mandato con la pasividad de una bestia, logra penetrar más allá de las apetencias sexuales en el alma de los dos hermanos, de quienes, por otra parte y aunque en el texto no se hace explícito, se sugiere una relación de amor tan enfermizo que raya en el incesto (por cierto que se filmó una película brasileña basada en este cuento, La intrusa [1980], dirigida por Carlos Hugo Christensen, que explota con descaro la relación homosexual de los hermanos, y que fue prohibida en Argentina debido a su abierta obscenidad, con gran beneplácito de Borges). Cuando Cristián y Eduardo deciden compartir los favores de Juliana, la situación de celos se hace aun más atroz; tratan de ignorarla de la manera más humillante, de alejarla vendiéndola en un burdel, de no perderla acudiendo cada uno, en secreto, a ese mismo prostíbulo donde antes la abandonaron. El final del cuento, aunque terrible, es casi predecible: "...Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro: —A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que quede ahí con sus pilchas. Ya no hará más perjuicios..." (3). Un cuento muy interesante que retoma la temática del gaucho, pero con un sentido completamente diferente, es "Juan Muraña", relato tocado también por esos tintes realistas tan emparentados, paradójicamente, con aquel recurso de las narraciones fantásticas de apelar a una muy confiable fuente provisora de la historia para imprimirle verosimilitud al texto. En este caso, no son antiguos sabios por quienes Borges se entera de los hechos, sino por un viejo compañero de estudios, el poco recordado Emilio Trápani. Borges, investido de su calidad de narrador testigo en el cuento, se topa con su compañero muchos años después de aquel momento en que compartieron un banco de escuela, época en la cual, por cierto, no se profesaban demasiada simpatía. La conversación gira en torno al libro biográfico que Borges consagró a Evaristo Carriego, y por ende, los malevos salen a relucir. Trápani, a diferencia de Borges que sólo los ha conocido gracias a sus documentales investigaciones, ha vivido en carne propia la cercanía de un malevo: en tono confidencial, anuncia a su interlocutor que él es sobrino de Juan Muraña, el más famoso de los cuchilleros que existieron en Palermo (donde Borges siempre ha dicho que se crió) a fines del siglo pasado. Empero, este pintoresco personaje no es el protagonista de la historia, sino su mujer, tía de Trápani y quien, tras la violenta muerte de su marido, quedó loca, incapaz de concebir un mundo sin la presencia salvadora de su hombre. No obstante su fijación por la imagen de su marido muerto, Florentina no es de ninguna manera el tipo de mujer que representa la Juliana del cuento anterior. En este caso, se trata de una dama con los pantalones bien puestos, que es capaz de recurrir a las mayores violencias por conseguir su objetivo. Como ya se ha mencionado, dentro del tratamiento realista de la narración, el tinte fantástico se filtra por la increíble conducta de Florentina, llevando al cuento casi por los senderos del relato gótico. La tía Florentina está loca y cree que su marido no está muerto, sino que sigue allí, en su miserable buhardilla, a su lado. Vive junto con Trápani y la madre de éste, que es su hermana, en una situación de pobreza extrema que los lleva a temer todo el tiempo el inminente desalojo. Sin embargo, y aquí comienza el tratamiento macabro, Florentina está segura de que su marido no permitirá que "el gringo los eche". Cuando Trápani y su madre acuden a la casa de Luchessi, el casero, a pedirle una prórroga, se encuentran con que esa misma madrugada, alguien penetró en la vivienda del hombre y lo cosió a puñaladas (resulta a la vez muy interesante la observación que hace el narrador sobre la ceguera de Luchessi). Nadie supo jamás quién había sido el autor del crimen. Sólo Trápani, enfrentándose a su alienada tía, descubre que ésta ha matado al gringo, creyendo que Juan Muraña es el puñal que conserva en el fondo de su cofre, en un escalofriante juego alegórico que rebasa cualquier grado de ficción: "...Abrió el cajón de la mesita y sacó un puñal. Siguió hablando con suavidad: ‘Aquí lo tenés. Yo sabía que nunca iba a dejarme. En la tierra no ha habido un hombre como él. No le dio al gringo ni un respiro’" (4). Uno de los cuentos de El informe de Brodie más curiosos es "El indigno", que si bien en cuanto a la anécdota no resulta nada relevante, su interés radica en la influencia directa que Roberto Arlt ejerció sobre él. Parece increíble que un escritor, que la crítica y el propio Borges han considerado como muy por debajo de la valía de una obra tan magnificente como la de este hombre, haya podido, con su prosa cargada de equívocos gramaticales, influir de alguna manera en la factura de un cuento que se escribió por lo menos treinta años después de su muerte. Pero la realidad es diferente, y entre "El indigno" y el cuarto capítulo de la novela de Arlt El juguete rabioso (1926), titulado "Judas Iscariote", existen semejanzas más que evidentes. En ambos textos, el tema es el mismo: la delación que una persona, poco o nada familiarizada con las artes del delito, comete en perjuicio de quien la ha iniciado en ellas. Los respectivos delatores, Silvio Astier, en "Judas Iscariote" y Santiago Fischbein, en "El indigno", relatan su historia en primera persona; en el caso de la novela de Arlt, la narración se va dando dentro del monólogo interior que realiza el personaje a lo largo de toda la obra, y, en cambio, en Borges se presenta por medio de este tono confesional que se ha estado utilizando a lo largo de la mayoría de los cuentos que conforman El informe de Brodie, es decir, Fischbein, muchos años después de lo sucedido, relata al propio Borges esos hechos que aún atormentan su alma. En ambos casos los delatores son más jóvenes que los traicionados, y se perciben a sí mismos como intelectualmente superiores: "...ahora veo en Ferrari a un pobre muchacho, iluso y traicionado; para mí, entonces, era un dios..." (5). Además, en ninguna de las narraciones hay una necesidad verosímil de hacer participar en el delito a quien luego sería el delator. Este hecho, que tal vez pudiera parecer un elemento forzado en la historia, es sin embargo crucial para que todo el relato se pueda desarrollar, pues sin este pequeño desliz inicial, como diría Fernando Sorrentino, "los autores no hubieran tenido material para escribir sus historias". En los dos textos, los delatores son tratados con desprecio; en Arlt, cuando Astier acude a la propia víctima del posible robo, y en el caso de Fischbein, cuando se dirige a la policía a acusar al hombre que poco antes era su ídolo. Sin embargo, los resultados de tan reprobables actos no son los mismos; Arlt se conformará con la aprehensión del miserable Rengo, pero Borges, de una crueldad sin lugar a dudas más refinada, lleva las consecuencias hasta la muerte: "...Ferrari había forzado la puerta y los policías pudieron entrar sin hacer ruido. Me aturdieron cuatro descargas. Yo pensé que adentro, en la oscuridad, estaban matándose. En eso vi salir a la policía con los muchachos esposados. Después salieron dos agentes, con Francisco Ferrari y don Eliseo Amaro a la rastra. Los habían ardido a balazos..." (6). Cuarenta y cuatro años separan las publicaciones de El juguete rabioso y "El indigno", y sin embargo, esto no impidió que Borges recordara, incluso desde el prólogo de esta nueva colección de cuentos, que Roberto Arlt, ya despojado de los arduos ataques que se le hicieron en vida y revestido de una nueva valoración por la crítica, es una de las grandes figuras de la literatura argentina. Como un homenaje sin parangón en la literatura, Borges lo enalteció al reconocer su valía recreando ese intenso episodio de desprecio y traición, admitiendo que entre sus inspiradores, al lado de Conrad, Wells, Kipling, Hawthorne, también estaba ese sencillo muchacho de barrio que fue Roberto Arlt. De todos los cuentos que conforman este volumen, considero que los mejores son "El evangelio según san Marcos" (y me envanece un poco que, sin yo haberlo sabido antes, el propio Borges compartiera mi opinión) y el relato que da título al libro, "El informe de Brodie". Aunque aparentemente son muy disímiles, e incluso el segundo se encuentra casi de lleno en los lindes que separan el realismo de la ficción, hay en ambos un tema central que es una constante preocupación de Borges: la religión. Pero hablo de la religión como un concepto abstracto y universal, sin detenernos en sutilezas de nombres, sino como resultado de ese agnosticismo que el autor practicaba, y que postula que es inaccesible al entendimiento humano toda noción de lo absoluto. En "El informe de Brodie" se relata cómo en una de las páginas del ejemplar de Las mil y una noches de Lane, aparece de pronto un viejo manuscrito, producto de la pluma de un misionero irlandés, David Brodie, donde cuenta con detalle su encuentro con una tribu de salvajes, los Yahoos. Borges mismo señala que este cuento está inspirado en el cuarto viaje emprendido por Lemuel Gulliver, el célebre personaje creado por Jonathan Swift, escritor irlandés que a través de las fantásticas aventuras de su protagonista, hace una amarga descripción de las lacras morales de la humanidad. Del mismo modo que Swift, Borges no sólo se ha detenido a crear una fantástica visión de un mundo que está más allá de los terrenos de la ficción, sino que por medio de las agudas descripciones de las costumbres de los salvajes Yahoos, se está alegorizando la propia degeneración de la raza humana. David Brodie narra, sin rastro de asombro, sino más bien con sabia paciencia, como este pueblo desconoce las artes del vestido, la noción de paternidad, la castidad, el lenguaje fonético, la memoria (pero conservando un poder de predicción que retoma la idea borgiana de un tiempo eterno y circular); a pesar de su barbarie, consideran casi sacrílego comer ante los demás, idea que Borges retoma, sin duda, de aquel magnífico ensayo ficcional de Giovanni Papini, Gog, donde este personaje hace toda una disertación sobre la asquerosidad que implica observar a otro ser humano mientras realiza un acto que es similar a la exoneración. Los Yahoos tienen, a pesar de todo, sus jerarquías, compuestas por un rey que desde niño es castrado, cegado y cortado de manos y pies ("para no distraer su sabiduría"); por una reina que vive en la promiscuidad; por cuatro hechiceros que son los verdaderos detentores del poder, y por el exiguo pueblo que adora la suciedad y el salvajismo. Brodie, misionero cristiano, como puede deducirse no logra convertir a su fe a ninguno de estos seres, quienes también tienen su concepto, trastocado, de la inmortalidad del alma, y del cielo y el infierno: el primero, como un lugar oscuro y putrefacto donde van los gobernantes y los guerreros; el segundo, como un sitio claro y seco donde se reúne el grueso de los espíritus. Esta visión religiosa es parodiada sin piedad por Borges: "...veneran asimismo a un dios cuyo nombre es Estiércol, y que posiblemente han ideado a imagen y semejanza de su rey; es un ser mutilado, ciego, raquítico y de ilimitado poder..." (7). La idea central que hermana este cuento con "El evangelio según san Marcos", es la de que los Yahoos no son un pueblo primitivo, sino degenerado. Degradación que simboliza la de la humanidad entera y que se hace explícita en las últimas líneas del cuento: "...los Yahoos, bien lo sé, son un pueblo bárbaro, quizá el más bárbaro del orbe, pero sería una injusticia olvidar ciertos rasgos que los redimen. Tienen instituciones, gozan de un rey, manejan un lenguaje basado en conceptos genéricos, creen, como los hebreos y los griegos, en la raíz divina de la poesía y adivinaban que el alma sobrevive a la muerte del cuerpo (...) representan, en suma, la cultura, como la representamos nosotros, pese a nuestros muchos pecados..." (8). En "El evangelio según san Marcos", la figura del misionero se repite en Baltasar Espinosa, joven de treinta y tres años (edad muy significativa), de talante pacífico y nada propenso a las riñas, que se encuentra veraneando en la finca de su primo Daniel. En esa estancia se encontrará con los Gutre, que equivaldrán a los Yahoos como raza degenerada que ya no recuerda sus orígenes; son ese reducto de los antiguos inmigrantes escoceses e irlandeses que llegaron a la Argentina durante el siglo XIX y que, ayuntados con los indios, conservan el cabello rojizo de los célticos (leitmotiv de la obra de Borges) y las facciones aindiadas, pero sin pertenecer de hecho ya a ninguna de las dos razas. Carecen de fe, pero tienen en su espíritu fanático, tal vez, las huellas del calvinismo y de la religiosidad indígena. En esta narración se ironiza, en forma muy escabrosa y hasta podría decirse que impregnada de elementos góticos y de esas "fantasías de la conducta", la idea de que todas las religiones son la misma, carentes de fondo por esa imposibilidad de acceder a lo absoluto. Espinosa simbolizará la figura de Cristo en ese afán, que empezó un poco por aburrimiento, de adoctrinar a los Gutre. Conforme les va leyendo capítulos del Evangelio, poco a poco el relato se va impregnando de elementos bíblicos: la edad del muchacho; su aislamiento en la estancia, debido a las torrenciales lluvias que recuerdan el diluvio universal; el dejarse crecer la barba "para mirar su cara cambiada" y que cada vez se parece más a la del redentor; la curación de la cabrita de la hija de Gutre, que ante sus atónitos ojos aparece como milagrosa; el peregrinar de los Gutre por los corredores de la casa siguiendo a Espinosa, al igual que aquellas procesiones de los seguidores de Jesús; ese beso de Judas encarnado en la entrega sexual de la muchacha, que se da una noche de jueves al igual que en el pasaje bíblico. El final se hace inevitable y estremecedor: al igual que aquellos misioneros que llegaron durante la colonia a tratar de adoctrinar a los indios, Espinosa se enfrenta con las paradojas que se presentan dentro de una fe que se cree perfecta; él es, ante los Gutre, tan sublime como Cristo, y por lo mismo (lo dicta la religión que con tanto encomio han aprendido), los salvará del pecado: la crucifixión es sólo, como consecuencia, el siguiente paso: "...Los tres lo habían seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la bendición. Después lo maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el fondo. La muchacha lloraba. Espinosa entendió lo que le esperaba del otro lado de la puerta (...). El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz" (9). Es evidente que el retorno al realismo de Borges, no fue de ninguna manera revitalizar tan sólo un viejo género que ya en esa época no contaba con muchos adeptos. Borges no se contentó con crear simples relatos directos a la manera naturalista, sino que conformó un nuevo tipo de narración al concretar en los cuentos de El informe de Brodie su teoría sobre las fantasías de la conducta y, además, continuar su línea simbólica que había venido desarrollando desde sus primeros éxitos. Ninguno de los cuentos que se incluyen en esta colección tiene nada de sencillo, no obstante su brevedad y su abordamiento directo; por el contrario, gracias a esas inesperadas conductas de los personajes, en quienes se postula la idea de que la realidad supera a la ficción, se mantienen las preocupaciones fundamentales de la narrativa borgiana, pero de una forma mucho más estilizada y trabajada; es decir, todas las temáticas tratadas en sus relatos fantásticos aparecen nuevamente aquí, pero, como él mismo lo dijo no sin cierto toque de nostalgia, matizadas por la indudable sabiduría que otorgan los años y las sombras. *** Bibliografía Borges, Jorge Luis, El informe de Brodie, México, Alianza Editorial, Col. El Libro de Bolsillo, 1994. Rodríguez Monegal, Emir, Jorge Luis Borges. Ficcionario, una antología de sus textos, México, FCE, Col. Tierra Firme, 1998. Sorrentino, Fernando, "Borges y Arlt: las paralelas que se tocan", Barcelona, Anthropos. Revista de documentación científica de la cultura, Nº 142-143, marzo-abril de 1993. Vázquez, María E., Borges, sus días y su tiempo, Buenos Aires, Ed. Javier Vergara, 1984. *** Notas 1. De Conversaciones de Jorge Luis Borges con Osvaldo Ferrari, aparecidas en 1984 en el periódico Tiempo Argentino. 2. Borges, Jorge Luis, Prólogo a El informe de Brodie, en Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos (México: FCE, 1998), p. 372. 3. Borges, Jorge Luis, La intrusa, en Op. cit. p. 368. 4. Borges, Jorge Luis, Juan Muraña, en Op. cit. p. 384. 5. Borges, Jorge Luis, El indigno, en El informe de Brodie (México: Alianza, 1994), p. 25. 6. Ibid. p. 31. 7. Borges, Jorge Luis, El informe de Brodie, en Op. cit. Ficcionario..., p. 377. 8. Ibid. p. 379. 9. Borges, Jorge Luis, El evangelio según san Marcos, en Op. cit. p. 390. === Borges y la secta de Tlön ============================================= Mario Palou (palou@netrox.net) A lo largo de su vida, tanto literaria como personal, J. L. Borges expresó una insaciable curiosidad y gusto por lo incognoscible, y el misterio que subyace soterrado en la cotidianidad más pueril y aparentemente absurda, pero igualmente se sintió inclinado hacia la historia de las sectas secretas, tanto reales como imaginarias, cultos extraños y siempre remotos, hasta que terminó por crear la suya propia. Esta obsesión dio lugar a historias maravillosas como son "La secta del fénix" (Artificios), "La secta de los treinta" (El libro de arena), y otros muchos cuentos donde las sectas de un modo u otro orquestan la trama oculta, los invisibles hilos que entrelazan a los personajes y hechos. De este género es tal vez "El jardín de senderos que se bifurcan", su cuento mejor logrado, pues el laberinto tal y como lo concibe Borges resulta ser la materialización de esos sutiles vínculos, ocultos tras el velo engañoso de los sentidos. Pero nada hay más semejante al laberinto que una tela de araña: sus hilos entrecruzados semejan un laberinto transparente, suspendido en el aire. En el centro del laberinto, aguarda a su presa el Minotauro; en el centro de la tela, la araña acecha. En el cambiante laberinto del mundo, tanto los personajes literarios como nosotros mismos somos atrapados irremediablemente en medio de las leyes que rigen y determinan la estructura del mundo físico y de los sueños, que imponen una limitación a la acción humana, mas no a la imaginación. Ésta queda libre de la tiranía que suponen la fuerza de la gravedad y el apego a la superficie hacia la que somos precipitados, que representa la creencia generalizada, la ilusión colectiva y aceptada de confundir la vigilia con la consciencia de sí. Ascender al reino de lo imaginario, libres de la entropía, de la incertidumbre del acontecer diario, y el absurdo de un laberinto sin fin, representación del mundo, de la cual sólo es posible escapar remontando el vuelo como Ícaro sobre éste, o diluyéndolo en la revelación de su naturaleza (1). Así sucede con el personaje de "Las ruinas circulares" cuando, creyendo soñar con el laberinto, descubre que la realidad, su vida, y el laberinto mismo, son soñados por otro, a quien desconoce, y es finalmente liberado para devenir así lo que Borges llamó "un desmemoriado". Estado de ser en el que la memoria ya no conspira a favor de la angustia y de la duda. El Buda susurra algo a su oído, y el desmemoriado, consumiéndose en el fuego, esboza la "sonrisa interior". Para Borges las sectas y sus credos, están siempre asociadas con la nostalgia de lo que Hesíodo denominó "La Edad de oro", la era del poder espiritual, regida por Saturno, que en su forma helenizada es conocido como Kronos, asociado con el concepto antiguo del tiempo lineal y cíclico, cuando el hombre aún estaba en contacto directo con lo numinoso y temía al poder de los dioses. Las sectas no sólo procuraban salvaguardar el conocimiento primigenio, sino que promovían una aristocracia del espíritu capaz de preservar las doctrinas antiguas sobre la evolución espiritual de la especie y hacer posible el sueño ancestral de la creación de un hombre superior, en todo semejante a los dioses. Pero en Borges hay un término que siempre aparece asociado a las sectas y al secreto que aglutina a éstas y a los hombres: cons(pirar), cuya etimología se asocia con el acto de compartir un mismo aliento. En las antiguas tradiciones se realizaba también el llamado "pacto de sangre", cuya finalidad era la misma. Estas ceremonias los unifican e introducen en la esfera de lo sacro, les confieren un sentido de hermandad que excluye a los que no participan del secreto o del "misterio", que sólo ellos conocen y buscan salvar de la contaminación inevitable que resulta del contacto con el mundo exterior y los no iniciados u otros. En cambio, los adeptos unidos por un secreto común se convierten en un solo hombre. Pero el Borges que sueña considera "que mientras dormimos aquí, estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre es dos hombres" (2). Esta paradoja nos llevaría a pensar que, mientras velamos, el otro sueña, y así, quedamos de nuevo atrapados en la tautología borgiana: el despierto debe su existencia al que sueña, pero en dicha existencia crea con su experiencia los futuros sueños de este último. Al final nos encontramos con que, si esto es así, el despierto es sólo el sueño de otro, y viceversa: un círculo vicioso donde el ouroboros muerde su cola, no llega a ningún sitio, no avanza. María Esther Vázquez, en su libro de entrevistas con Borges, recoge un hecho curioso: al referirse Borges a las sociedades secretas y la Antigüedad clásica, ella le pregunta: "¿Cuántas horas te roba esa sociedad secreta?". Borges responde: "Solamente los sábados y los domingos. Somos unas siete personas, nos reunimos unas tres o cuatro horas y prescindimos de la gramática. Tomamos un texto del siglo XIII, por ejemplo, y empezamos a descifrarlo (...). Tiene algo de una aventura filológica" (3). En otra obra (El libro de arena), Borges vuelve a mencionar —en el cuento "El congreso"— la secta que formó y el método que seguían. Los textos elegidos formaban parte de la literatura antigua anglosajona y germánica, lo que suponía un dominio común, por parte de los miembros del grupo, de los idiomas en los que éstos fueron originalmente escritos. Después de discutir el texto y sus variantes lingüísticas, acordaban un programa de investigación a seguir, del que nada sabemos. Borges escribe: "El día 7 de febrero de 1904 juramos por lo más sagrado no revelar la historia del congreso" (4), modo éste en que se refería Borges a las reuniones periódicas de la "secta". El relato "El congreso" es tal vez uno de los pocos escritos de Borges donde el autor sugiere la existencia de un culto personal, del cual muy poco se conoce, salvo escasas citas en cuentos y entrevistas. En relación con la sociedad secreta de Tlön, Borges escribe: "Se conjetura que este brave new world es obra de una sociedad secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas, de químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras... dirigidos por un oscuro hombre de genio" (5). Y continúa así: "Abundan individuos que dominan esas disciplinas diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de subordinar la invención a un riguroso plan sistemático. Ese plan es tan vasto que la contribución de cada escritor es infinitesimal" (6). Tal vez la secta como tal nunca existió, al igual que el congreso del relato. Esto responde a una nostalgia por formar parte de esa comunión mística que las sectas confieren, único modo de superar su visceral soledad, de saberse poseedor de un secreto que lo convierte en "todos los hombres", sin dejar de ser un gran solitario; en suma, un iniciado. Pero aquí no termina esta pesquisa al parecer absurda. Debido a la gran identificación de Borges con la cultura anglosajona antigua y contemporánea, suponemos la existencia de un secreto aun mayor que el autor se guardó: los "congresos" o sectas podían no ser más que un intento desesperado por recrear en Buenos Aires lo que habían concebido los Inklings de Oxford en 1930, agrupados en torno a C. S. Lewis y J. R. R. Tolkien con el fin de crear un universo mitopoiético, como ellos mismos lo denominaron. De este círculo surgieron obras como El señor de los anillos (Tolkien) y la trilogía de ficción de C. S. Lewis: Fuera del planeta silencioso, Perelandra y La fuerza atroz. Que sepamos, Borges nunca los mencionó explícitamente, aunque en el cuento titulado "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", atribuye a E. Martínez Estrada (7) una observación que nos sugiere una velada referencia a los Inklings: "A principios del S. XVII, en una noche de Lucerna o de Londres, empezó la espléndida historia. Una sociedad secreta y benévola (que entre sus afiliados tuvo a Dalgarno y después a Georges Berkeley) surgió para inventar un país. En el vago programa inicial figuraban los estudios herméticos, la filantropía y la Cábala" (8). Tanto C. S. Lewis como J. R. R. Tolkien eran católicos militantes, filólogos especializados en las literaturas anglosajonas, ambos medievalistas y profundos conocedores de la tradición celta y druídica, elementos que Tolkien incorpora en sus novelas de ficción, como el concepto del inframundo, los númenes y otras entidades del subsuelo (9), el uso de la poesía como magia y de las artes mágicas dentro de la tradición chamánica celta. Parte de esta práctica era el culto a los árboles mágicos, a los cuales Robert Graves, en su tesis sobre el origen mágico de la poesía, asocia con la génesis del lenguaje (10). Según Graves, los nombres de las letras en el alfabeto irlandés moderno se derivan de una lengua más antigua, en la que cada letra lleva el nombre del árbol del cual es la inicial. Obviamente, el nombre del primer árbol es el abedul, correspondiente a la primera letra del alfabeto. El bosque se concebía entonces como un bosque de palabras, mágico; y el lenguaje de los árboles era el de los hombres. Al igual que Lewis, Tolkien se enfrascó durante años en una investigación sobre las lenguas que incluía la semántica, la semiótica, y las literaturas derivadas de ellas, como por ejemplo, el Libro de Taliesin, donde aparece el famoso poema "La batalla de los árboles", atribuído al bardo Taliesin, del S. VI C.E. Graves recoge la opinión de E. Davies, autor de inicios del S. XIX, quien en su obra Celtic researches (1809), señaló que "en todos los lenguajes célticos, la palabra árboles significa letras; que los colegios druídicos eran fundados en bosques y sotos; que una gran parte de los misterios druídicos se relacionaban con ramas de diferentes clases y que el alfabeto irlandés más antiguo, el Beth-Luis-Nion (abedul-fresno, silvestre-fresno), toma su nombre del primer árbol de una serie de árboles cuyas iniciales formaban el orden de sucesión de sus letras" (11). Los Inklings se reunían todos los martes en las habitaciones de C. S. Lewis, del Magdalen College de Oxford, entre los años 1930 y 1949. A ellos se sumó Ch. Williams, quien había sido teósofo y luego se incorporó a la orden mágica de la Golden Down, al igual que hiciera el poeta irlandés Yeats. Williams escribió novelas "esotéricas" sobre temas de magia ritual tomados de las enseñanzas de la Golden Down, una sobre el Tarot (The Greater Trumps). En la misma época, también se sumó al grupo el ensayista Owen Barfield, entre cuyas obras figura The Origin of English Language. En estas reuniones periódicas discutían las obras que proyectaban. Elegían temas muy específicos siguiendo los cánones previamente establecidos para la creación de un estilo literario mitopoyético, de tal modo que, en conjunto, creaban una realidad virtual y para ello se valían de la tradición de la literatura fantástica inglesa del siglo XVIII y de los autores más recientes que influyeron en ellos, como Lord Dunsany (The Gods of Pegana, 1905; Time and the Gods, 1906), quien creó un sistema mitológico en el cual introdujo una geografía, fauna y hechos históricos imaginarios. Sus paisajes oníricos y la intensidad de sus imágenes generaron el espacio mito-simbólico que desarrollarían más tarde los Inklings. También influyó profundamente en autores norteamericanos como H. P. Lovecraft (creador de los mitos de Chtulhu), al cual se unieron F. Belknap Long y A. Derleth, quienes desarrollaron dichos mitos a partir de nuevos elementos tras la muerte de Lovecraft. Es necesario señalar que tanto Borges y los Inklings como sus precursores (Lord Dunsany, W. Morris, E. R. Edison, D. Lindsay, M. Peake y G. MacDonald) (12), comparten un rasgo psicológico: el solipsismo, el cual reconoce Borges en muchos escritos. De ahí su admiración por G. Berkeley. Haya seguido Borges conscientemente la tradición mitopoyética de los Inklings o no, lo cierto es que aporta a dicha tradición un nuevo elemento: en el cuento "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" crea un libro imaginario en el cual se describe un universo mitológico independiente, con una topografía, fauna, lengua, religión, etc., totalmente virtuales e imaginarias; es decir, crea a través del libro inexistente un espacio de representaciones simbólicas en el que insertará otro libro igualmente imaginario, en el cual se despliega el universo-Tlön, que la secta anima, sostiene y alimenta con sus pensamientos, sueños y acciones: "Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres" (13). A partir del libro de Tlön, Borges hubiera querido generar un sistema mitopoyético como hicieran antes Tolkien con los hobbits y Lovecraft con los mitos de Chtulhu; una disciplina tal que atrajera a otros autores, quienes dedicarían sus intereses literarios a la formación del universo-Tlön. ¿Qué sucedió con aquellos como Bioy Casares, evidente miembro del grupo, puesto que es un personaje destacado en el cuento "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius"? Amigo además de Borges y autor de una vasta obra fantástica, pero que no siguió la proposición de Borges de crear, como hicieron los Inklings, una literatura mítica que no existía —ni existe aún— en español. ¿Qué sucedió con Alfonso Reyes, a quien Borges atribuye lo siguiente: "harto de esas fatigas subalternas (14) de índole policial, propone que entre todos acometamos la obra de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: ex unque leonem"? (15) ¿O con Roberto Arlt, con Macedonio Fernández, Leopoldo Marechal o Xul Solar? La posible respuesta a estas incógnitas está a nuestro juicio en las ya citadas frases: "Abundan individuos que dominan esas disciplinas diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de subordinar la invención a un riguroso plan sistemático". Tal vez sea ésta una de las razones de la perdurable soledad de Borges: Tlön, destinado a generar una nueva y original literatura, muere con su autor. ¿Cuáles eran los presupuestos y principios de esta secta para contruir el universo-Tlön? A continuación proponemos algunas reflexiones al respecto: En el cuento se habla de una enciclopedia imaginaria: "The Anglo-American Cyclopaedia", donde aparece descrita la región de Ukbar y se menciona la décima edición de la Enciclopedia Británica, de la que supuestamente Borges y Bioy Casares, según el cuento, obtienen una información más detallada sobre Ukbar. De 14 posibles sitios que conforman la geografía de Ukbar, sólo 3 fueron reconocidos por Borges: Jorasán, Armenia y Erzerum. En cuanto a la distribución geográfica, se dice que en las tierras bajas de Tsai-jaldún y el delta del Axa, existe un grupo de islas. Otros datos históricos son recogidos en la obra A first Encyclopaedia of Tlön, Vol. 11, como por ejemplo, que en el siglo XIII los ortodoxos buscaron refugio en las islas situadas en el delta del Axa. Obeliscos y espejos de piedra son los objetos arqueológicos que han permitido detectar la presencia en la isla de esos exiliados por motivos religiosos. De los nombres históricos, sólo uno es reconocido por Borges: el del impostor Esmerdis el Mago. En cuanto a la literatura de Ukbar, se dice que era de "carácter fantástico y que sus epopeyas y sus leyendas no se referían jamás a la realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Mlejnas y de Tlön" (16). También tenemos que Orbis Tertius es el nombre de un planeta imaginario, también descrito en la enciclopedia de Tlön, con una zoología de tigres transparentes y topografía de torres de sangre. La estructura lingüística del universo-Tlön es de raíz idealista. Su filosofía, su religión y todas las formas de su cultura se derivan de una concepción del mundo, única allí existente. Ésta a su vez determinaba un cierto modo de percibir el mundo, y como resultado del mismo, existía una peculiar estructura de pensamiento. Lo mismo habían hecho Lewis y Tolkien, y en general el grupo de los Inklings, a partir de la idea de que una nueva forma de percibir el universo supone también un nuevo lenguaje, tesis a la que Wittgenstein dedicó buena parte de sus reflexiones en el campo de la filosofía. Las especulaciones de Borges sobre la lengua de Tlön tienen como base una larga tradición de búsqueda de una lengua universal, en especial las búsquedas de estudiosos como G. Dalgarno, J. Wilkins (sobre el cual escribió Borges un ensayo), y J. de Maistre. Todos ellos perseguían la recreación de la lengua adámica: un lenguaje del cual pudieran extraerse los condicionamientos provenientes del ego y de la experiencia personal, de las emociones y estados de conciencia (17). Borges también apela a J. Swift en la conformación de una lengua objetal. Debe recordarse que en los Viajes de Gulliver se describe un personaje que llevaba consigo objetos-símbolos destinados a indicar lo que quería expresar, de modo que no hubiese posibilidad de duda. Según Borges, el mundo percibido por los habitantes de Tlön, a partir de esta organización lingüística, se definía de este modo: "El mundo para ellos no es un concurso de objetos en el espacio, es una serie heterogénea de actos independientes. Es sucesivo, temporal, no espacial" (18). Se trata de un universo no kantiano, al romperse con la concepción espacio-temporal de la percepción del mundo. Todo lo anterior explica la idea borgiana de que la cultura clásica de Tlön está contenida en última instancia en una sola disciplina: la psicología, pues las restantes se subordinan a ella. Finalmente hemos de señalar que Borges deja bien sentado que "los metafísicos de Tlön no buscan la verdad, ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica" (19). En clara evocación del lenguaje adámico, Borges establece que la geometría de Tlön comprende dos disciplinas: la visual y la táctil. Es por lo tanto tridimensional, euclideana. Conscientemente o no, Borges también se apoya en la interpretación cabalística del Libro I de Moisés o Génesis, la cual hace una clara distinción entre los distintos modos del conocimiento derivados de los sentidos y su expresión mediante el lenguaje (20). El Creador señala a la primera pareja que no debe tocar cierto árbol, ni comer de él, entre todos los árboles del Paraíso (21), pero no prohíbe verlos. Como Dédalo multiplicado, los Inklings estaban dispuestos a entregar alas a sus "hijos" espirituales para remontar el vuelo sobre el laberinto, prisión pero a la vez posibilidad de liberación. La fe religiosa compartida les ofreció esta salida del laberinto, de escapar al Minotauro gracias a la intervención de lo alado, que conduce a lo celeste, aunque no son alas angélicas, sino de cera, y exigen la precaución de no acercarse al sol. Pues el hombre, en su condición creatural, no puede quebrantar ciertos límites. Milton y Coleridge, a quienes tanto admiraba Borges, también comprendieron que las alas del hombre se hallaban en la imaginación y así lo expresaron en sus obras. Para Borges en cambio, el laberinto continuó siendo prisión, atrapado en la concepción solipsista-berkeleyana del universo como ilusión, según la cual aun escapar de la ilusión es sólo otra ilusión. El universo de Tlön quedó inconcluso. Parece haber fallado la constancia y consecuente aplicación de los miembros de la secta destinada a configurarlo. A los cien años del nacimiento de su autor, sigue constituyendo un reto para todo aquél que se sienta un miembro posible, potencial, de dicha secta. *** Notas 1. Cfr.: H. Jaskolski: The Labyrinth, Symbol of Fear, Rebirth and Liberation. Boston & London, 1997, p. 135-149. 2. J. L. Borges: Ficciones. Buenos Aires, 1999, p. 30. 3. Borges, sus días y su tiempo. Buenos Aires, 1984, p. 63. 4. J.L Borges: El libro de arena. Madrid, 1983, p. 22. 5. J. L. Borges: Ficciones, p. 24. 6. J. L. Borges: Ficciones, pp. 24-25. 7. ¿Acaso uno de los miembros de la secta creada por Borges? Con toda seguridad Xul Solar era uno de ellos. Cfr.: J. L. Borges: Ficciones, p. 26. 8. J. L. Borges: Ficciones, p. 39. La cursiva es nuestra. 9. Siguen aquí los elementos recogidos por R. Kirk en su libro The secret Commonwealth of Elves, Fauns and Fairies (1691). 10. Cfr.: R. Graves: La diosa blanca. Madrid, 1968, pp. 214-268. 11. R. Graves: op. cit., p. 45. 12. Probablemente quien mayor influencia ejerció sobre C. S. Lewis. 13. J. L. Borges: Ficciones, p. 45. 14. Se refiere aquí a la búsqueda infructuosa de los volúmenes de la Enciclopedia de Tlön. 15. J. L. Borges: Ficciones, p. 24. 16. J. L. Borges: Ficciones, p. 19. La cursiva es nuestra. 17. Cfr.: U. Eco: Serendipities. Language and Lunacy. New York, 1998, cap. 4. 18. J. L. Borges: Ficciones, p. 26. 19. J. L. Borges: Ficciones, p. 29. 20. Cfr.: I. Horowitz: The Generations of Adam. New York-Mahwah, 1996, pp. 148-155. 21. Cfr.: Génesis, 3, 3. === La degradación de Swedenborg en el discurso borgeano ================== Juan Carlos Piñeyro (jcarlos@isp.su.se) *** 0.1. Aspectos preliminares En diferentes ámbitos internacionales se considera que Borges sintió gran admiración hacia Emanuel Swedenborg (1688-1772). Así, en una nota aparecida hace algunos años, Antón-Pacheco (vid. 513-517) sugería que la obra del teósofo sueco inspiró la religiosidad del escritor argentino, y más recientemente, James F. Lawrence, en la introducción a un libro que recoge diferentes ensayos sobre la trascendencia de la obra del teólogo escandinavo afirmaba: Borges believed in Swedenborg's spiritual journeys more profoundly than many artists and poets who have expressed perhaps some admiration or inspiration but who have not been so deeply inclined to explore the same realities with as much conviction and daring as Borges. It is in this sense that Borges was most deeply Swedenborgian. Lawrence, x-xi (1). En tierras nórdicas se ha consolidado también la idea de la influencia del visionario en la obra de diferentes escritores célebres. Así, Inge Jonsson, al final de su artículo sobre Swedenborg en la Enciclopedia Nacional, afirma que su compatriota "ha ejercido una influencia significativa en la obra de grandes escritores", entre los que incluye a Borges (2). Un somero recorrido por la obra del argentino verifica la presencia del teosófo e indica la admiración de Borges hacia el mismo. No obstante, la manifestación de ese asombro borgeano estuvo enmarcada dentro de diversos contextos, y de ahí que estas páginas traten de establecer las características de la misma. Cabe señalar que pese a los intentos de los swedenborgianos, y como se habrá de mostrar en estas páginas, la obra de Swedenborg no ha sido siempre realzada por el discurso del escritor argentino. Pero antes de pasar al examen de los textos donde se registra la presencia de Swedenborg, situaremos brevemente la obra del teósofo nórdico. *** 1. Obras de E. Swedenborg Swedenborg es uno de los suecos que mayor renombre han alcanzado a nivel internacional, aunque su obra sea, paradójicamente, poco estimada entre sus compatriotas, lo cual se refleja, entre otras cosas, en la tardía traducción de sus libros que, en casi su totalidad, fueron escritos en latín. Swedenborg dedicó gran parte de su vida al estudio de las Ciencias Naturales, pero luego de lo que se ha llamado su "crisis religiosa" (Lamm, 110 ss.) abandonó este campo para dedicarse por entero al contacto con el más allá, haciendo uso de un permiso que Dios le otorgó, según escribe en Arcana Cælestia, párrafo, 5. Los ocho tomos de ésta su obra magna, se publicaron anónimos, en Londres, entre 1749 y 1756 (White, 176), y constituyen una interpretación del significado divino de cada palabra del Génesis y del Éxodo. Además, al final de los capítulos, Swedenborg presenta una versión detallada de las cosas que ha oído o presenciado en los ámbitos celestiales reproduciendo conversaciones con ángeles, espíritus y demonios. En uno de sus libros más leídos, De Cælo et de Inferno (1758), vuelve a registrar sus visitas y paseos celestiales. Esta obra se difundió rápidamente en EUA, donde a su autor se lo llamó el "Aristóteles nórdico" (Hallengren, 34). En 1771, el teosófo publicó en Amsterdam su Vera Christiana Religio, obra que contiene su testamento religioso. Poco después de su muerte acaecida en Londres, algunos de sus discípulos fundan una sociedad teosófica, y más tarde, en 1788, la Church of the New Jerusalem (White, 685). Swedenborg alcanza celebridad internacional cuando a mediados del siglo pasado R. W. Emerson (1803-1882) lo incluye en el selecto grupo de seis hombres que representan a la humanidad, eligiéndolo como el prototipo del místico (3). Sobre la obra teosófica (y científica) de Swedenborg mucho se ha escrito y discutido. Entre sus críticos se encuentran, en niveles distintos, sin duda, I. Kant (1724-1802), W. Blake (1757-1827), y el mismo Emerson, quien en las páginas finales de su ensayo no deja de señalar carencias relevantes en los escritos del místico (vid.142 ss.). Kant mostró tempranamente su interés por Arcana, y después de haberla leído la comenta en una monografía en la que, no sólo manifiesta su escepticismo en cuanto a las posibilidades de establecer un contacto con el mundo de los espíritus, sino que también afirma que lo que escribía Swedenborg era una sarta de disparates (121). Por su parte, Blake estuvo oficialmente vinculado a la Iglesia de la Nueva Jerusalem (Cazamian, 24). Pero el artista y poeta londinense se rebeló contra todo aquello que glorificaba la Razón, incluyendo los postulados teológicos swedenborgianos. Pese a los aforismos que Borges rescata (OC 4:148, 185), The marriage of Heaven and Hell está dirigida contra Swedenborg, y como el mismo título lo indica, contra la separación que establece el sueco entre el bien y el mal. Entre otras cosas, Blake le reprocha al inspirador de la New Jerusalem, que haya dedicado demasiado tiempo en conversar con ángeles, en vez de hacerlo con los demonios, de ahí que en su iracundia "blasfemante" rescate la voz del Diablo y registre los proverbios del Infierno, además de lanzar una crítica fulminante contra los escritos del escandinavo: Thus Swedenborg boasts that what he writes is new; tho' it is only the Contents or Index of already publish'd books. [S] Now hear a plain fact: Swedenborg has not written one new truth. Now hear another: he has written all the old falshoods. Blake, 66 Pero a Blake se lo presenta como swedenborgiano, y pese a que el biógrafo del siglo pasado que alude Borges (145) escribiera: "Blake is sometimes reckoned amongst Swedenborgians, but mistakenly" (White, 699). Y es que una estrategia, por lo visto, exitosa, de la Iglesia de la Nueva Jerusalem consiste en el empleo de una lista de escritores célebres que habrían recibido la influencia del teosófo. Así, se ha afirmado (I. Jonsson, De Culto, 8) que Blake es el escritor que más inspiración ha tomado de Swedenborg. Desde esta perspectiva, podría también sostenerse que, de los filósofos, es Kant quien más se ha inspirado en el visionario sueco. *** 2. El teosófo en el discurso borgeano Para Borges, los grandes aportes del mundo escandinavo —la llegada de Erico el Rojo a América cinco siglos antes que Colón, las sagas islandesas, y con ellas, el arte de la novela—, no han ejercido influencia alguna en la historia de Occidente, debido al "destino escandinavo, en el cual parece que todas las cosas sucedieran como en un sueño y en una esfera de cristal". Así también con el aporte de Swedenborg que, de lo contrario, "hubiera debido renovar la Iglesia en todas partes del mundo" (OC 4:187). El origen del convencimiento de que Borges fue profundo admirador de Swedenborg se halla, entonces, en declaraciones del propio escritor, como asimismo en la relativa frecuencia con que un lector tropieza con su nombre en las páginas de Discusión (OC 1:236 n); Historia de la eternidad (360); Otras inquisiciones (OC 2:82, 100, 109 n, 126 n, 149); o en las de algunos de los numerosos prólogos que escribiera (OC 4:40, 507, 516). Sin embargo, esta huella —que no deja de ser esporádica— aparece como referencia erudita entre las múltiples que se manifiestan en los textos de Borges. Más difícil resulta encontrar la presencia de Swedenborg en el discurso narrativo, aunque podría establecerse un paralelo entre la realidad de Tlön y la realidad de los reinos sobrenaturales visitados por el místico, ya que en ambos universos, los objetos son producto de la proyección de los pensamientos y deseos, ya sea de los tlönianos (OC 1: 439), ya de los ángeles o demonios swedenborgianos (vid. Lamm, 267). También podría verse en "Tres versiones de Judas", una alusión a la teoría swedenborgiana de las correspondencias, cuando en una de las interpretaciones de la traición de Judas, Nils Runeberg reflexiona acerca de una relación entre el orden terrenal y el celestial (OC 1:515). Sin embargo, sabido es que en "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", Borges parodia el idealismo berkeleyano, y que la idea que ilustra la interpretación de Runeberg proviene de otra fuente (vid. Alazraki, Kabbalah, 18), como además sugiere la postdata al prólogo de Artificios (183). De todos modos, el visionario aparece vinculado a obras de ficción, como se verá en 2.2. La huella swedenborgiana la registra el discurso lírico de Borges: aparte de un soneto dedicado (OC 2:287), Swedenborg irrumpe en "inesperados" poemas tales como en el que se recuerda a Alfonso Reyes (208), o en el "Otro poema de los dones", donde en una extensa enumeración se manifiesta gratitud "Por Swedenborg, / Que conversaba con los ángeles en las calles de Londres" (314). De todos modos, aunque esta presencia sea nítida, es asimismo infrecuente, y se la introduce para marcar la erudición del yo poético. *** 2.1. Presentación de Swedenborg Borges introdujo la obra de Swedenborg en épocas y ámbitos diferentes, y ejerciendo funciones distintas, esto es, como traductor y como conferenciante. Durante la primera época peronista, el escritor se convirtió en un exitoso disertante entre cuyos temas ya se encontraba Swedenborg (Rodríguez Monegal, 356). De estas conferencias no hay manuscritos publicados pero, en 1978, Borges dictó cinco clases (en la Universidad de Belgrano, Argentina), las que fueron editadas en Borges oral (1980), y hoy recogidas en el cuarto tomo de las Obras completas. En las dos primeras, disertó sobre "El libro" y "La inmortalidad", en las dos últimas, sobre "El cuento policial" y "El tiempo". La única dedicada a una personalidad del mundo cultural fue la tercera, "Emanuel Swedenborg". El discurso de la misma expresa una intencionalidad positiva hacia el místico, la cual se acentúa por el recurso retórico que se emplea en el exordio cuando corrigiendo un juicio de Voltaire se afirma que "quizá el hombre más extraordinario —si es que admitimos esos superlativos— fue el más misterioso de los súbditos de Carlos XII, Emanuel Swedenborg" (OC 4:180). Esto es, se emplea aquí el artificio retórico observado por Julián Pérez en el discurso narrativo de Borges (18), y así se rebaja a Voltaire (y al monarca sueco) para realzar al "súbdito". El discurso destaca lo ejemplar de la vida del nórdico, la originalidad y significancia de su obra, y de ella lo que sería el aporte medular en materia teológica: la tesis de que Dios no condena a nadie sino que cada uno elige su destino celestial, de modo que cielo e infierno dejarían de ser lugares de premio y de castigo; la tesis de que la salvación se alcanza mediante la inteligencia, así como la teoría de las correspondencias, basada en la creencia de que cada objeto de la naturaleza es una representación de un objeto espiritual y éste de uno divino (Lamm, 85). Y al explicar la obra teosófica, Borges (188) sostiene que, dada la claridad y sistematización de la misma, sería "absurdo pensar que la escribió un loco". Sin embargo, no pocos de los contemporáneos de Swedenborg lo pensaron así, vid. Lamm, 111, 130; Kleen, 663, 728 s.; Bergquist, Drömbok, 48 ss., 68 n. 91. Sólo en una oportunidad Borges alude un aspecto que rebaja a Swedenborg, y es cuando menciona la conferencia de Emerson sobre el místico. Entonces, Borges señala que algo le "repugnaba" al filósofo norteamericano, "tal vez que Swedenborg fuera tan minucioso, tan dogmático" (186). Aparte de esta observación originada por los comentarios críticos vertidos por Emerson, Borges aparece como un admirador resuelto de la obra del "primer explorador del otro mundo", al cual se lo debe "tomar en serio" (188). Un tono admirativo caracteriza también "Emanuel Swedenborg. Mystical Works", incluido en Prólogos con un prólogo de prólogos (OC 4:142-150). Este texto, sin ser idéntico, guarda semejanza con la conferencia de Belgrano, pero también algunas diferencias: no se nombra nada que rebaja la figura de Swedenborg, lo cual acentúa el tono apologético del discurso; se emplean asimismo otros argumentos para defender la sinceridad y cordura del místico (OC 4:144) y Blake aparece definido como "discípulo rebelde" (145), pero se afirma una vez más la idea de que la obra del poeta continúa el pensamiento de Swedenborg (148, cf.185). Sea como fuere, aquí se presenta al visionario nórdico otra vez en términos positivos, manifestándose la admiración que una parte de la crítica señala. Ahora bien, estos textos constituyen parte del discurso erudito borgeano y probarían la admiración por la obra teosófica de Swedenborg, pero en todo caso, ello no prueba que la misma haya ejercido una influencia significativa sobre la creación de Borges. *** 2.2. La degradación del místico Borges fue un activo introductor de autores extranjeros (Rodríguez Monegal, 261), además de un pionero en la presentación de la cultura nórdica en el mundo del castellano (Bernárdez, 1992), lo cual comprende que haya traducido páginas de Swedenborg. Así, ya en la década del treinta, Borges introduce al místico mediante "Un teólogo en la muerte" y "Un doble de Mahoma" (4). En 1960 Borges y Bioy Casares editan el Libro del cielo y del infierno, en el que recogen el aporte de un centenar de autores —profetas, filósofos, poetas—, y donde queda registrada la visión de éstos sobre los ámbitos del más allá. El propósito de la obra es dejar "entrever la milenaria evolución de los conceptos de cielo y de infierno" y los antólogos afirman que "a partir de Swedenborg se piensa en estados del alma y no en un establecimiento de premios y otro de penas" (5). En consecuencia, el teósofo es destacado en la antología, la que incluye siete fragmentos tomados de sus obras (cf. Antón-Pacheco, 515). En una antología posterior, El libro de los seres imaginarios (OCC:567-714), publicada con Margarita Guerrero en 1967, vuelven a aparecer los ángeles y demonios de Swedenborg. Esta muestra confirmaría que los escritos swedenborgianos ocuparon el interés de Borges. No obstante, si se considera la traslación de un género a otro que sufren dichos textos, se problematiza la creencia de una admiración irrestricta, como se verá a continuación. La semiótica y la pragmática moderna enseñan que el contexto suele determinar no sólo el significado de enunciados particulares, sino también el de todo un discurso. De modo que una noticia o una crónica periodística interpoladas en una novela se transforman en ficción, lo mismo que una receta de cocina se convierte en literatura cuando la encontramos en la novela Como agua para chocolate, de Laura Esquivel, o en las Odas elementales, de Pablo Neruda. En estos casos se da un realzamiento de la realidad llamada trivial: lo cotidiano se transforma en elemento poético. Un recorrido inverso puede observarse cuando Borges recoge fragmentos de la obra de Swedenborg —que pertenecen a la tradición mística—, en un libro que reúne una serie de biografías sinópticas de delincuentes célebres (Historia universal). Si bien no es entre esos indeseables donde aparece el místico sueco, cabe preguntarse si es menos degradante la sección "Etcétera", en la que se presentan los textos de aquél como si fueran "ejemplos de magia" (OC 1:289). Se recordará que "Un teólogo" aparece en la antología de la literatura fantástica que Borges con A. Bioy Casares y Silvina Ocampo publican en 1940, y donde es destacado en la introducción como uno de los relatos que serán inolvidables (Bioy Casares, 13). O sea que, en concordancia con su comentario al libro de Leslie D. Weatherhead, se desprende que Borges consideró a Swedenborg como maestro del género fantástico, y de ahí que con él no haya cometido esa omisión que dice haber cometido con otros pensadores (OC 1:280). Así como la admiración caracteriza el discurso erudito de Borges, en el narrativo se manifiesta la ironía, y con ésta, el rebajamiento, cuando se introducen en un género menor escritos de Swedenborg para un "público popular" (diría Rodríguez Monegal, 239) interesado en lecturas entretenidas, como podrían ser las de Historia universal, o las de Libro de los seres, y en las que se presenta, en la primera, a delincuentes afamados, y en la segunda, un "manual de los extraños entes que ha engendrado, a lo largo del tiempo y del espacio, la fantasía de los hombres" (OCC:569). Este catálogo, sin duda ameno e inverosímil, abarca desde la leyenda del A Bao A Qu —un parásito que vive de las vibraciones de las personas—, hasta la del Zorro Chino —animal longevo que puede vivir hasta diez siglos y asumir la apariencia de las personas. Pues bien, en este catálogo de la zoología fantástica aparece presentado Swedenborg con sus ángeles y demonios. Si se consideran los textos traducidos, se comprende que con ellos no se presenta a un teólogo, sino a un "maestro del género fantástico", lo cual implica un rebajamiento de la obra mística del célebre sueco. Además, si se examina la presentación de Swedenborg en el Libro de los seres, se observa el tono irónico tras la grandilocuencia de expresiones respetuosas: Durante los últimos veinticinco años de su estudiosa vida, el eminente hombre de ciencia y filósofo Emanuel Swedenborg (1688-1772) fijó su residencia en Londres. Como los ingleses son taciturnos, dio en el hábito cotidiano de conversar con demonios y ángeles. (OCC:574). El discurso recurre aquí al mismo artificio señalado antes, de realzar una figura y luego degradarla, de modo que, tras destacar a Swedenborg y presentarlo como personalidad "eminente", rebaja de inmediato la experiencia mística. Según este texto, si el visionario conversó a diario con ángeles y demonios se debió a que los ingleses son callados. Leer el texto sin una sonrisa es ignorar la intencionalidad irónica del mismo, intencionalidad que no hace necesario recordar que el autor real fue uno de los grandes maestros de la ironía. En su discurso público, Borges explicitó lo qué admiraba del teósofo. Así, en una conversación de 1964 sobre literatura fantástica reproducida por M. E. Vázquez (152), después de señalar el carácter fantástico de la Odisea, la Eneida y, especialmente, de La Divina Comedia, Borges declara: También quiero recordar a un escritor, no menos extraordinario que Dante, aunque infinitamente inferior a él desde el punto de vista literario y poético, ya que no desde el punto de vista de la imaginación y de la visión perspicua de cosas imaginarias. Me refiero al gran místico sueco, Emanuel Swedenborg. El aporte del "gran místico" está valorado dentro de un contexto —la literatura fantástica— que, de hecho, degrada su obra (recordemos que para la iglesia swedenborgiana, los escritos teosóficos de Swedenborg guardan el mismo carácter sagrado de la Biblia constituyendo lo que llaman el "Tercer Testamento", vid Världarnas möte, 2-5). Además, en esta conversación, se reitera el artificio retórico de realzar y rebajar al teósofo: Swedenborg es, por cierto, "extraordinario", pero "infinitamente inferior" al Dante. Con todo, esto no significa que la intención explícita de Borges haya sido degradar al visionario, pero de hecho, al emplear el recurso de la hipérbole aparece caricaturizado el valor de su escritura. Por otro lado, en Borges habla de Borges (335), al ser interrogado acerca de posibles inspiradores, el autor reconoce su deuda con Macedonio Fernández, Rafael Cansinos-Assens, Schopenhauer, Berkeley y, después de reafirmar la idea de que ha considerado la metafísica como una rama de la literatura fantástica, declara: yo no estoy seguro de ser cristiano; pero he leído muchos libros de teología —El libre albedrío, Los castigos y Los goces eternos— por los problemas teológicos. Todo eso me ha interesado, pero como una posibilidad para la imaginación. No se le puede pedir a Borges que recuerde a todos los que han inspirado su creación, pero en verdad, Swedenborg no aparece en un contexto "neutral", y no figura siquiera entre los autores favoritos que nombra (336 s). Y una vez más Borges deja claro que su interés por la teología se debe al potencial imaginativo que guardan tales doctrinas. En entrevistas posteriores Borges afirma que no cree ni en el cielo ni en el infierno (Gilio, 1976:15), y que "la idea de Dios, de un ser sabio, todo poderoso y que, además, nos ama, es una de las creaciones más audaces de la literatura fantástica" (Peralta, 1976:34). El escritor argentino estimó las creencias religiosas y los postulados filosóficos "por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y maravilloso" (OC 2:153). *** 3. A modo de conclusión Los juicios positivos registrados en el discurso erudito darían razón a quienes sostienen que Borges sentía admiración hacia el teósofo nórdico. Pero esto no demuestra de por sí que el místico haya ejercido sobre la obra de Borges una influencia significativa: Swedenborg aparece como referencia curiosa e interesante, es decir, marginal, por lo que la influencia que señala una parte de la crítica es más bien un deseo que una realidad textual. Esto no significa negar que Borges haya coonsiderado algunas ideas del místico como originales, pero que las hubiera nombrado en su creación literaria no implica que fuera devoto de las mismas. Por otro lado, y más allá de la intencionalidad del autor real, se ha constatado una intencionalidad degradante manifestada en la forma en que se introduce la obra del místico: 1. Los escritos teosóficos se presentan en un género diferente al del original, transformando así textos religiosos en profanos, de modo que se desconoce la virtualidad sagrada y mística de los mismos, y 2. Si se considera la presentación de Swedenborg en el contexto narrativo (Libro de los seres), se hace evidente que se manifiesta la intención de menoscabar la experiencia mística del mismo, lo que limita la profunda admiración reivindicada por Lawrence. Considerados separadamente, el discurso erudito y el narrativo presentan a Swedenborg desde dos perspectivas diferentes, esbozando una figura anfibológica que posibilita interpretaciones que se adecúan a la visión del mundo de cada intérprete, lo cual explica la sobrevaloración que se ha establecido en ámbitos allegados al místico. Considerados en conjunto, ambos discursos se complementan para realizar el artificio retórico de realzar y degradar a la figura representada, relativizando así su valor intrínseco. Pero en uno y en otro caso, la presencia de Swedenborg constituye uno de los tantos elementos del carácter erudito del discurso borgesiano cuya influencia —si pudiera hablarse de tal fenómeno— es marginal e irrelevante. *** Notas 1. En Testimony to the invisible, libro editado bajo los auspicios de la Swedenborg Foundation. El primer capítulo lo constituye un texto de Borges que lleva el mismo título de esta obra, y es traducción fiel del prólogo "Emanuel Swedenborg. Mystical Works" (OC 4:142-150) que examinamos en 2.1, si bien le falta el primer párrafo en el cual Borges corrige el juicio de Voltaire. Según Lawrence (7 n. 2), este ensayo tuvo su origen en el propósito de prologar una edición en castellano de una obra sobre Swedenborg, planeada para 1977. 2. "Han [Swedenborg] har utövat ett betydante inflytande på flera stora diktare: Blake, Balzac, Baudelaire, Emerson, Yeats, Borges, Milosz" (I. Jonsson, Nationalencyclopedin, tomo 17, p. 476. 3. "Swedenborg; or the Mystic" en Representative men (1850) pp. 95-145. Un siglo después Borges habría de traducir estos ensayos (vid. OC 4:41). El texto sobre Swedenborg es el que le habría servido a Borges de introducción en la obra del teósofo (vid. 186). 4. "Un teólogo en la muerte" apareció en Revista Multicolor, en 1934. En la edición príncipe de Historia universal de la infamia, 1935, Borges sólo presentaba tres textos; en la de 1954, agrega otros tres, entre ellos "Un doble de Mahoma" que fuera publicado por primera vez en "Los anales de Buenos Aires" en mayo de 1946. *** 4. Bibliografía Obras de Borges: Borges, Jorge Luis. Obras completas. Tres tomos. Barcelona: Emecé, 1989. Borges, Jorge Luis. Obras completas. Cuarto tomo. 2ª ed. Barcelona: Emecé, 1997. Borges, Jorge Luis. Obras completas en colaboración. 4ª ed. Barcelona: Emecé, 1997. Borges, Jorge Luis & Adolfo Bioy Casares. Libro del cielo y del infierno. Buenos Aires: Sur, 1960. Borges, Jorge Luis. Borges oral. 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Världarnas möte. Nya Kyrkans Tidning, nro. 3. [El encuentro de los mundos. Revista de la Nueva Iglesia swedenborgiana]. (1998). Nationalencyclopedin [Enciclopedia Nacional sueca, tomo 17]. (1995). === Borges y Cortázar: tan lejos y tan cerca ============================== Laura Pintos (lpintos@ciudad.com.ar) El 24 y el 26 de este mes, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar cumplirían 100 y 85 años, respectivamente. Si bien tuvieron posturas casi enfrentadas en el terreno literario y en política, sus vidas registran ciertas similitudes que los unen más allá de compartir la particularidad de ser los dos escritores argentinos más reconocidos en el mundo. Jorge Luis Borges nació el 24 de agosto de 1899 en la ciudad de Buenos Aires, en el barrio de Palermo, donde transcurrió su infancia. En 1914 viajó con su familia a Europa para instalarse en Ginebra, Suiza. El 26 de agosto de ese mismo año, nació a unos kilómetros de allí, en Bruselas, Bélgica, Julio Cortázar, cuyo padre era funcionario consular. Los dos regresaron a Argentina y siempre —a pesar de su formación europea y de nuevas residencias fuera del país— se presentaron como argentinos y se sintieron como tales. Borges heredó de su padre Guillermo, abogado y profesor, la ceguera progresiva y el gusto por los clásicos anglosajones, y de su madre, Leonor, quien lo acompañó hasta su muerte, antepasados como Laprida, Soler y otras figuras de renombre de la historia argentina. Cortázar tuvo como único y lejano pariente famoso a Ernesto "Che" Guevara, su primo noveno, y durante muchos años fue profesor en escuelas secundarias del interior del país y luego traductor. Borges, en tanto, integró el selecto grupo de Proa y otras revistas porteñas y fue bibliotecario municipal. En 1951 Cortázar se radicó en París, casi simultáneamente con la aparición en Buenos Aires de su primer libro de cuentos, Bestiario. Nunca más vivió en Argentina y 30 años después adquirió la nacionalidad francesa, pero desde el Viejo Continente miraba permanentemente lo que sucedía en su país. Se convirtió en un militante de los derechos humanos y en un admirador de las revoluciones ocurridas en América, especialmente en Cuba y Nicaragua. Borges se quedó en el país a pesar de declararse antiperonista y varias versiones afirman que apoyó a la dictadura militar, aunque él dijo, mucho después, que en realidad no supo ver qué estaba pasando en Argentina. Entre 1955 y 1973 fue director de la Biblioteca Nacional. La ensayista Beatriz Sarlo explica la brecha que había entre las dos posturas políticas al decir que "durante años, muchos en la izquierda argentina pensamos que Borges era un caso incómodo: gran escritor lejano de los problemas ideológicos que nos interesaban". La obra de Borges fue descubierta por sus compatriotas sólo después de mayo de 1961, cuando el premio Formentor, concedido por el Congreso Internacional de Escritores, difundió su nombre en los medios masivos. En esos años también comenzó a conocerse ampliamente a Cortázar, quien se sumó al "boom" de la novela latinoamericana de los '60 luego de publicar, en 1963, "Rayuela", con la que rompió con las formas tradicionales del género e intentó una renovación y una revolución del lenguaje. Borges y Cortázar tenían diferentes estilos pero compartían esa preocupación por las palabras; el primero buscando la precisión del idioma, el segundo ampliando su alcance. El autor de Ficciones, de presencia formal y gustos austeros, afirmaba que había nacido para la literatura y que no imaginaba otro oficio que el de escritor. Cortázar, en cambio, amaba a los gatos, el mate y la música, especialmente el jazz y a Charlie Parker. "Si pudiera elegir entre música y literatura elegiría la música; si alguna cosa lamento es no haber sido músico", confesó el hombre con eterna cara de niño y cuerpo de gigante. Tuvieron varios amores, pero parecieron haber encontrado la felicidad en sus últimos años: Borges con María Kodama, su joven discípula y asistente, y Cortázar con la escritora canadiense Carol Dunlop, a quien le llevaba varios años de ventaja, a pesar de lo cual ella falleció un año y medio antes que él. Los dos escritores —ignorados por el Premio Nobel— eligieron volver al suelo europeo que los había cobijado en su juventud para morir. Cortázar fue vencido por la leucemia el 12 de febrero de 1984, a los 69 años, y sus restos descansan en París, junto a su mujer. En esa ocasión, Borges dijo de él: "fue un excelente escritor. Los cuentos que tiene son excelentes y la fama que lo acompañó la tiene bien merecida". El autor de "El Aleph" además reveló un lazo olvidado entre ambos: "hace muchos años, cuando Cortázar era aún desconocido, publiqué un cuento suyo en la revista ‘Anales de Buenos Aires’ y lo ilustró mi hermana, Norah". Borges emprendió el viaje hacia Suiza y hacia la muerte en 1986. El 14 de junio, un mes después de casarse con Kodama, falleció y comenzó la leyenda y la disputa por sus derechos de autor y por la publicación de obras que el escritor había destinado al cesto de basura. Sin embargo, todas estas cuestiones son anecdóticas, son detalles biográficos que coinciden o se oponen por obra del azar o del destino. Los libros que dejaron Borges y Cortázar prescinden de su autor, han pasado a formar parte del patrimonio literario argentino, hacen su propio camino como los hijos al crecer. Son los únicos hijos que eligieron tener el escritor del bastón y el del saxo. Publicado en la revista Magazín Semanal en agosto de 1998. === Borges, el siglo circular ============================================= Héctor Rosales (hrosales@cafeinternet.es) Volverá toda noche de insomnio: minuciosa. La mano que esto escribe renacerá del mismo Vientre. Férreos ejércitos construirán el abismo. J.L.B. En 1905 un niño de seis años le confiesa a su padre en Buenos Aires que desea ser escritor. Y allí comienza la elaboración de un personaje de ficción llamado Borges, deliberamente: también un escritor. Dos años más tarde, éste se estrena con un breve ensayo redactado en inglés sobre la mitología griega, y un primer cuento, "La víscera fatal", basado en uno de los episodios del Quijote. El niño bonaerense tuvo muy buena memoria a lo largo de su vida. Jamás olvidó antepasados europeos, numerosos viajes convergentes en su corazón sureño, múltiples lecturas reinterpretadas o subrayadas con una luz interna que suplantó la incidencia de la luz exterior, nebulosa, perturbadora, responsable de la distorsión de una realidad a la que nunca dejó de temer ("el mundo, desgraciadamente, es real, y yo, desgraciadamente, soy Borges"). La construcción de ese intelectual amurallado en literaturas nórdicas, germánicas, anglosajonas, norteamericanas y, desde luego, argentinas (entre otras fuentes que blindarían su natural fragilidad ante la vida práctica, material, alienante), el laborioso ejercicio de décadas y décadas tras sus códigos personales, con una madre influyente custodiando los días, una capital rioplatense con veleidades europeístas y el contraste de un arrabal no vivido aunque sí pretendido por el personaje, la fuga interior hacia otros mundos, tienen ahora un siglo forjado de enigmas, cifras, ritmos, datos, ternura, deslumbramiento, horror y soledad. Y además melancolía, el motor que movió a su sombra por umbrales y plazas deshabitadas, donde el otro, el niño, llamó repetidamente al personaje, sin encontrarle. La figura de una abuela inglesa, la ciudad de Ginebra, la mística judía, traducciones, evocaciones desde los oleajes de otros idiomas y culturas, la silueta de algún héroe militar o literario, fueron varios de los bastones en los que se apoyó Borges para cruzar sus propias páginas, o los senderos de la polémica que muchas veces levantó con gesto distante, conocedor de las reacciones de la tribu, en sus diálogos, conferencias y entrevistas. Aquel niño visionario que inventó a Borges/el inventor, instalaría al personaje en el centro de un laberinto trazado con espejos gramaticales. Desde allí, con el telón de fondo de El Tiempo, y los numerosos corredores poblados de voces e imágenes que en duplicaciones o en progresiones geométricas desembocarían en otros corredores, voces e imágenes hasta series interminables, estaría contenida la presencia del hombre de todas las épocas, pero en particular el contemporáneo, bombardeado de infinitas informaciones que, sin embargo, lo confunden y apartan del centro de sí mismo y de cualquier conocimiento trascendente. El vano afán de sabiduría pesará en el lúcido escritor; muy temprano conocerá una desesperación asumida, y por ende atenuada en sus estallidos. Borges buscará sin pausa el sentido, los mecanismos de la posición humana en el laberinto. La Biblia, las correspondencias entre el Génesis y la Cábala, la posibilidad de una inteligencia superior e infinita que, mediante un orden desconocido, organiza el desorden repetitivo de la historia, serán reflexiones recurrentes en el autor argentino. En una de sus narraciones más representativas, "La Biblioteca de Babel", hallamos una síntesis muy ilustrativa del itinerario borgiano: la búsqueda de un libro entre todos los libros que integran esa biblioteca (símbolo elocuente del universo), un libro donde se aloje "el nombre", la clave mesiánica que active la llegada del tiempo redentor. Borges y los libros forman una de las sociedades más fecundas y significativas en la historia de la literatura. Pocos autores han manejado tanto y con tanta brillantez los recursos referenciales, simbólicos y creativos del instrumento libro dentro de un discurso ensayístico o de ficción. Sería un abuso para la paciencia del lector enumerar aquí autores y títulos (reales o imaginarios) en los que Borges fraguó lecturas y escritos. En el curso de este 1999 no será difícil disponer de abundantes listados en notas, artículos, conferencias y exposiciones en torno al homenajeado escritor centenario. Por los mismos motivos tampoco citaré su propia bibliografía. Aunque sí deseo detenerme un momento ante esa casona de Buenos Aires donde un hombre ciego, ya inevitablemente consciente del sitio que ocupa en la iconografía cultural de su país y también en el mundo, medita por enésima vez la bondad de un adjetivo para aquella frase que su voz no termina de ajustar en la simetría del ambiente. Una voz amable, algo temblorosa, siempre tímida en su raíz fronteriza que amó al sur como a un destino salvado del laberinto. La misma, la exacta, cuidada voz que con idéntica vocación cultivó narrativa, poesía y ensayo. Un claro ejemplo de que los géneros pueden alternarse sin desavenencias en un territorio donde lo que verdaderamente importa es el estilo para abordar temas, preguntas, fulgores, en suma: los asuntos del vivir captados por un tímpano reflexivo que se manifiesta no sólo con ortografía, sino con cadencias, tonos, silencios, y aquellos equilibrios que surgen de lo más subjetivo de los hombres. Según la edad o el capricho de cada lector, habrá un Borges mejor narrador que poeta, o viceversa; o quizás se distinga ese ensayista inteligente y culto al que se recurrirá sin remedio para considerar un punto de vista indispensable. Disculpen que prefiera pensar, sencillamente, en un escritor, en un creador de literatura, uno de los grandes, sin duda, que se dedicó a cumplir con su trabajo de la mejor forma que pudo. Literatura, insisto. "Arte cuyo medio de expresión es la palabra", resumía en una primera acepción mi viejo diccionario escolar. Pero sigo observando al hombre del bastón en la casona porteña, ese caballero argentino empeñado en acabar la frase de su historia, el anciano que volverá a viajar al norte donde estudió en su juventud, donde le aguarda la ciudad señalada. Ginebra, minuciosa, le revivirá aromas y dilemas, mientras Europa prepara nuevas noches, nuevos ejércitos que él no conocerá. El personaje habrá recorrido su círculo, el que intuyó aquel niño, Georgie, cuando decidió guarecerse de la barbarie y el caos a expensas de una criatura que escribiría con afilada erudición y talento salvavidas. Ahora el niño encuentra finalmente a Jorge Luis Borges sentado en la cumbre de la escalera suiza, mirándole con toda la noche de insomnio, recordándole "que ya nunca serán felices, pero que tal vez no importa", porque la mano que ha escrito toca la mano primigenia, dispuestas a conjurarse con El Tiempo un 14 de junio de 1986, renaciendo del mismo vientre. Barcelona, 14 de junio de 1999. =========================================================================== La edición electrónica de este libro se terminó en agosto de 1999 y está disponible en http://www.letralia.com/ed_let/borges =========================================================================== (C) 1999 by Letralia Editado por la Editorial Letralia. Internet, agosto de 1999 La Editorial Letralia es un espacio en Internet patrocinado por la revista Letralia, Tierra de Letras y difundido a todo el mundo desde la ciudad de Cagua, estado Aragua, Venezuela. Contáctenos por correo electrónico escribiendo a editorial@letralia.com. Editor: Jorge Gómez Jiménez (info@letralia.com).