=========================================================================== Editorial Letralia * http://www.letralia.com/ed_let =========================================================================== SIMULACROS Carlos Luis Torres-Gutiérrez, cartg@hotmail.com Colombia =========================================================================== La mujer de piernas largas y cabello de fuego Elisa estiró sus largas piernas cobrizas y nos miró sonriente aquella tarde de abril cuando las parejas revoloteaban por los bares de «Los Héroes» invitando con su presencia a disfrutar de las cortas temporadas de verano, en la capital del viento y del frío. Así la recuerdo mirando con unos ojos seductores que invitan a disminuir el ritmo y a quedarse contemplando la tarde junto a su respiración de árbol. Elisa era una mujer hermosa, no sólo por la exuberancia de su cuerpo sino también por la armonía que conformaba su altura, sus vestidos y su manera de reír. Había llegado a nuestra oficina desde París, allí estudiaba arte, en la Sorbona, sobresalía con su vestido de faldones holgados y vaporosos o con sus botas de gamuza para los días de invierno. Las demás empleadas de la oficina siempre la miraron con un poco de envidia, tal vez por no ser capaces de moverse con la soltura de Elisa o con rabia cuando ella estiraba sus brazos al murmurar «Je suis bien dans moi peau». Efectivamente ella estaba muy bien dentro de su piel. Recuerdo, sobre todo, los primeros meses cuando Armando presintió, tal vez como nosotros, por el aroma de su piel, la mujer que siempre había soñado, piernas largas y cabello de fuego. Ella, desde el primer momento, se convirtió en el polo de atracción de los arquitectos y demás empleados varones. Él (Armando), la invitó a la hora del almuerzo aquel día y continuó haciéndolo las semanas siguientes. Le envidiamos su fortuna y advertimos el cambio, las corbatas, la manera de saludar, de dar las órdenes, de invitarnos un café, de caminar por el corredor, entre los cubículos de los dibujantes. Elisa era una gran trabajadora, dibujaba con la pulcritud de un pintor, escribía con el díngrafo a tal velocidad que todos se admiraban con el vuelo de sus manos sobre el pergamino. Sus dedos se manchaban de tinta negra y a veces una gota de la misma se dejaba ver sobre sus labios rojos, tal vez por esa manía de los dibujantes de mojar la punta de la pluma con la boca. La recuerdo en acción. Llegó una mañana con un recorte de prensa del «Le Monde» en el cual se invitaba a los arquitectos latinoamericanos a concursar en el diseño de una galería para latinos en París. Era nuestra oportunidad, le decía a Armando casi a gritos. Era su oportunidad, lo supe al instante, volver a pensar en la belleza de «su» París, cómo dejar una huella suya allá, en esa ciudad, en el lugar donde había aprendido a ser ella, una caleña educada en lo añejo de la arquitectura y el arte. Nos lo dijo tomando un vino rojo, un día después de la entrega del trabajo. Realmente era una buena oportunidad y la gerencia aprobó el proyecto. Lo llamamos «Nosotros en París». Todos soñamos desde ese momento en su construcción, admirándolo un día, allá, en París, como algo muy propio. Por eso desde ese momento todos los empleados, arquitectos, dibujantes, secretarias, mensajeros, no hablaban de otra cosa. Los bocetos rodaban por el piso, era necesario contar con un anteproyecto que permitiera mover la imaginación. Se utilizó casi un mes para obtener el primero, fueron días en los cuales, además del trabajo cotidiano, empleábamos las horas nocturnas para soñar con una construcción de vidrio color cobre, con una escalera central abierta a un espacio alternado donde el arte pudiera trepar y bajar sin que nadie lo objetara. Ella hablaba del concepto, de la presencia latinoamericana, que fuera el espíritu latino cortando la rigidez europea y la pedantería del parisino, cinco fachadas, seis era un número apropiado. Después de tres meses de largas tardes corrigiendo hasta el último detalle, Elisa volaba con el díngrafo escribiendo las notas en un francés limpio que nos admiró a todos al leer la introducción del proyecto en voz alta y la vimos correr con Armando en su auto chico para poner en un courrier el proyecto que ya pesaba varios kilos y apilaba decenas de folios y copias de planos y cortes. Tengo presente su carrera bajando las escaleras y un apúrate mi amor que brotó inconsciente de sus labios, para mostrarnos que ya eran pareja. Desde ese día presenciamos unos amores borrascosos, besándose en las tardes bajo los urapanes, caminando por las calles cercanas a nuestra oficina en la busca de un lugar tranquilo para un café, sus voces bajas atravesando los pasillos y el color de su pelo ahora más brillante y sus ojos echando fuego. Coño, qué envidia le tengo a ese, me dijo Emilio una mañana cuando los vimos venir juntos con el cabello aún húmedo. Yo también le envidio, le dije, envidiándolo de verdad. Hablaba francés, inglés y un caleño muy suave, me recordó Emilio, hoy, diez años después y con motivo del matrimonio de Armando próximamente con Patricia, una mujer que posee lo opuesto de Elisa, el desagrado de las tardes bogotanas con ese tráfico infernal a las seis de la tarde. Ese proyecto quedó a la espera de una decisión distante pero por lo remota, abrigó la esperanza de una posibilidad. El proyecto siguiente no fue de mi interés, debíamos levantar el mapa de una extensa región semiboscosa muy cerca de Neiva, ciudad sin encanto y tarea ardua aquella de contar árboles y dibujarlos metro a metro sobre un plano ecológico. Ellos dos la emprendieron con entusiasmo, tal vez por la excelente oportunidad de estar juntos varios días, trabajando en el campo, bajo el sol ardiente y lejos de nosotros que ya mirábamos un poco aburridos sus jugueteos amorosos poco acostumbrados a verle en él, y desconocidos en ella por lo temprano de su compañía. Recuerdo que Emilio tocó a mi puerta esa noche cerca de las 9 pm, tres semanas después de haber iniciado aquel trabajo con dos ayudantes muy jóvenes. Emilio no dijo nada, entró a mi apartamento transfigurado, se sirvió sin solicitar un trago de whisky puro, y lo dijo de una vez, ella murió. Ella era inequívocamente Elisa. Subían en su auto nuevo, un Miraflori dorado, y a sólo 40 kilómetros de la ciudad, en una curva, él no pudo esquivarlo, un camión los estrelló, encontrándola a ella dormida, soñando con él, lo juro, pues sólo hacía eso, soñar con él. Armando miró su cuerpo desgranado sobre el asiento delantero cubierto de vidrios. El la levantó con cuidado, aún sin pronunciar palabra, agregó Emilio. Vimos su cuerpo hermoso, pálido y sereno. Le lloramos todos en silencio. Acompañé a Armando a recoger sus pertenencias y a guardarlas en unas cajas que aún están en el depósito de la oficina. Armando desapareció casi dos meses sin decir nada. Una fotografía de Armando, al lado de un recuadro con el edificio ya inaugurado, apareció en el Magazin Dominical. Al extender el artículo para mostrárselo a Emilio leí una frase de él, en la entrevista: «Construirlo fue como reconstruir una mujer». Dentro de pocos días asistiremos a su matrimonio, y yo, diez años después en las tardes de trabajo, añoro aún visitar París, para encontrarla. =========================================================================== El siete mujeres Recuerdo que aquella tarde, después de oírle la historia de su nuevo intento, le dije: «¡Si esta mujer te sale mala, consíguete mejor un muchacho!», pero no pensé que de verdad fuese a seguir mi consejo. Al principio no lo creí, luego me sorprendí, y terminé sin encontrar alternativa. Era un medio día caluroso, como lo son siempre por ésta época. Yo había pedido un plato de mondongo en un pequeño restaurante que inicialmente me pareció un poco paisa. Me atendió un muchacho de rostro muy pálido, tal vez por lo bien rasurado, y al dar éste una vuelta, creí verlo, estaba ahí, al contraluz, luciendo una camisa de algodón ligero con rayas horizontales, gafas oscuras y sus eternos blue jeans decoloridos pero venía de la mano con un muchacho extremadamente delgado y vestido igual que mi amigo Lopera. Parecían gemelos, mi sorpresa fue mayúscula, ¡y ahora qué! Les vi salir desde los rayos de sol hasta esta penumbra tibia, como la pareja que hace la ruta inversa a los personajes de la propaganda de cigarrillos Kent. Tenían en el rostro la huella de la felicidad. Al retirar las gafas de sus ojos me encontré con él, Lopera... ¡carajo!, y no fui capaz de decir nada más, la voz se me agotó en el asombro. Él, como siempre, se abrió de brazos y me dio un fuerte apretón: «¡Gustavito, qué bueno!». Así me había saludado los últimos veinte años desde que nos hicimos buenos amigos. Con temor respondí su abrazo y luego me lo presentó, Ernesto Raúl, me dijo él. Palpé una mano callosa y preví unos dedos cortos y toscos. Me miró tan fijamente que sentí temor al retirarle los ojos. Recuerdo ahora su primera mujer, tenía un nombre tan extraño que ya lo olvidé. Estaba casado con ella, su sombra retozona le acompañaba siempre. Él trabajaba como un loco de sol a sol, corría y saludaba al mismo tiempo y todos pensamos que se debía a las obligaciones: dos hijas muy pequeñas que auspiciaban un hogar para varias décadas. Mi mujer, amiga de ella, me dijo que se había marchado con sus dos niñas, dejándolo a él en una esquina, recostado contra un árbol y que el muy bobo la dejó sin mover siquiera los pies pues cuentan que duró allí dos días completos. Su segunda mujer apareció al cabo de los años (tres tal vez), se enamoró de ella desde que empezó a recoger a Amanda (su hija mayor) en el colegio. Era su maestra. Todo empezó, decía él, porque se portaba como la madre de Amanda y me imagino que ahí nació la posibilidad de ser su mujer, «la madre de su hija», obvio. Lo cierto es que resultaron viviendo juntos. Gloria se llamaba ella, se apellidaba... esa fue mi sorpresa. Me habían invitado a cenar a su nuevo hogar cuando al abrir la puerta me abrió ella, Gloria, la compañera de Lopera y la mujer (ex... creo) de Antonio, mi compañero de aula, mi compañero de club, mi amigo de algunos tragos, el dueño del almacén de zapatos femeninos donde mi mujer ha comprado algunos pares, y ella, la negra, el pedazo de azúcar, se lo oí decir a Antonio alguna vez hablándole por teléfono, la mujer ahora de Lopera. La cena fue dura, yo no hallaba por dónde comenzar, o terminar. Los cubiertos se le cayeron a ella de las manos, el postre se desmoronó entre las pinzas antes de caer al plato y sólo tocamos temas de fotografías, el único hilo conductor posible en tales circunstancias entre Lopera y yo. Salieron las fotografías, muy buenas, claroscuros, sepias maravillosamente bien trabajados, ángulos inesperados, acercamientos de estatuas derruidas y de pronto, la desnudez escueta de gloria, hermosa, atractiva, exuberante, provocativa, insistente, mágicamente puesta contra unos marcos de viejas puertas que muy suavemente se maltrataban contra su cuerpo cálido. Yo las pasé una a una, en silencio, aspiré un cigarrillo, sentí la humedad del café a esa hora y me levanté para despedirme. Ya en la carretera, manejando mi Suzuki, no podía impedir una sonrisa cómplice, burlesca, de envidia tal vez, pues ese tenía la fortuna de colocar sobre la cama a la negra, la de ojos hermosos y ahora la de... Cuando nos contaron (a mi mujer y a mí) que había cambiado a la negra por una violinista de orquesta de cámara, nos sorprendimos pues «la música» no tenía la belleza de la anterior pero tocaba como para ángeles. Me volvió a invitar. Ahora, cuadros de instrumentos musicales rodeaban los muebles y ella tocaba mientras Lopera, botado sobre el tapete, miraba en silencio el techo de otro apartamento, más amplio, más claro, más caro y menos cálido. Papi, le dijo ella de pronto, mami, respondió él al instante. Yo me sequé las manos sobre el pantalón, no por la humedad sino por la melcocha que me produjo tal tipo de comunicación. Gloria, le dije a ésta, de pronto. Él saltó, no te preocupes, ella lo sabe todo sobre mí (hoy sé que no lo sabía todo o que yo sé un poco más). Turbado le pregunté por una pieza para violín y chelo de Vivaldi y ella, al instante, apretó con el mentón el instrumento y sus manos volaron produciendo sonidos simétricos y, definitivamente, perfectamente digitados. Supe que ella tenía dos hijas, que se diferenciaban poco en edad con las de él, que sabían ya de música, que iban al mismo liceo y que al igual que Gloria, pasó a ser muy poco después, otra historia. La arqueóloga era distinta, mucho más vieja, nada atractiva, parecía más bien un ama de casa. Como siempre me invitaron, esta vez a almorzar, y entre objetos precolombinos, pedazos de cuerdas, una colección de pitos de cerámica, aros metálicos martillados en frío y libros por todas partes (recuerdo una primera edición de Mircea Eliade abierta muy cerca del retrete), cambié como cuatro veces de plato y seis veces de cubiertos. No pidas explicación, me dijo muy bajo al oído, ésta es la mujer que he estado buscando. Hoy al terminar mi plato de mondongo pienso qué haré para escabullirme de la próxima invitación, y como no puedo hacerlo, qué haré cuando Ernesto Raúl me sirva la sopa y yo deba sonreírle por lo exquisito que le quedó el postre. =========================================================================== Destino equivocado No lo recuerdo. No recuerdo exactamente cuándo llamaron a abordar el avión. Tampoco recuerdo el momento en el que la azafata dio las instrucciones para el uso de las máscaras de oxígeno y la ubicación de las salidas de emergencia, ni poseo noción exacta de cuándo el avión efectuó el decolage pues andaba embebido en los poemas de William Blake. Estaba leyendo ese poema sobre la primavera, cuando el grito de alegría de un niño me volvió a la realidad. Al principio no tuve conciencia exacta de su origen, ni del porqué de tal grito, pero al volver la mirada al lado derecho de mi silla encontré una pierna adulta limitada por unos zapatos deportivos y medias blancas Nike, la cual, doblada a mi lado, llegaba por el otro extremo hasta una elegante boca de un pantalón corto. Al principio poco me sorprendió pero su «debe fare troppo sole e caldo» me hizo volver la cabeza para identificar su interlocutor: era una rubia y pecosa mujer, un poco ajada y vestida con un traje de algodón floreado, la que sonrió y agregó: -Meglio, dopo di tanto fredo. Al girar nuevamente la cabeza me encontré con las piernas velludas que respondían exactamente a su cuerpo poco atlético de ejecutivo de empresa pujante, y fueron ellas las que me obligaron a volver a girar a la izquierda y ver al niño a mi lado jugando con su madre, que se empeñaba en suplicarle que después, que sólo hasta hoy empezaban las vacaciones, que tendremos mucho tiempo y la playa es muy grande, agregaba, pero él pataleaba diciendo que ahora, que quería ver los dibujos sobre el tubo. Y yo, con el libro entre las manos, apenas me sorprendía por lo poco comunes que son estos pasajeros en el vuelo de Avianca 678 a esta hora del día y con tanto retraso en su salida. Una linda azafata que empujaba un carrito con bebidas para los excitados pasajeros que vacilaban entre pedir un jugo de naranja o una Coca Cola, me miró como sorprendida y me preguntó si deseaba algo, pero fue el hombre de al lado quien solicitó un whisky on the rocks en el momento en el que me di cuenta que yo era el único pasajero que vestía con traje de paño, y además con mi nuevo Everfit azul con rayas delgadas muy blancas y una hermosa y delicada corbata roja, escogida esa mañana por Mercedes para impresionar a los rezagados funcionarios oficiales que me esperarían acartonados y enmohecidos por su oficio de escritorio bajo el frío de una ciudad de lluvia interminable. El tintineo de los cubos al caer, la sonrisa forzada de la azafata, el grito del niño por un helado de vainilla y, a estas alturas, café por favor, el aire del surtidor del techo no es suficiente, ¿cuándo llegamos mamá?, su jugo señor, grazie. Un pequeño giro del avión a la izquierda y un sombrero de paja blanca con cintas rosadas cayó al suelo perseguido de una muchacha que exhibía sus largas y delgadas piernas blancas, excuse me, excuse me, y yo con mi Everfit azul de rayas no atinaba a entender. El padre del niño, sentado al lado opuesto del pasillo, hacía esfuerzos para soplar e inflar sin estorbar un salvavidas infantil que le crecía entre la barbilla y la silla de enfrente recostada totalmente por un jovencito de camisa sin mangas que oía plácidamente en su walkman alguna canción de rock mientras el niño gritaba de alegría sin comprender los esfuerzos de su padre para no molestar a la muchacha de piernas largas y mantener en su mano derecha un jugo de tomate que desbordaba el vaso de plástico flexible, pues a medida que soplaba apretaba también los dedos de su mano, cuando lo pensé por primera vez: podía haberme equivocado de avión. Era posible. El cielo estaba muy azul a través de la ventanilla oval, sólo nubes blancas allá abajo. Había hecho este viaje muchas veces pero nunca nos habíamos elevado tanto. Un pasajero me miraba condescendiente como entre cómplice y tolerante haciéndome tener una sensación de temor, o mejor, entre vergüenza y angustia, al pensar que podría haberme equivocado, pero no atinaba a entender. Entonces, desesperado, sintiendo el apretón del cuello de la camisa y el café demasiado caliente para la temperatura de la cabina del avión, busqué mi tiquete por todas partes. Sin encontrarlo, accioné una y otra vez la perilla que suministra el aire de refrigeración, moví los documentos de mi portafolios, volví al revés el sobretodo, palpé el suelo con los zapatos al momento de sentir su doblez en medio de la bufanda que había guardado cuidadosamente en uno de los bolsillos laterales de la gabardina, pero al leerlo se veía perfectamente: vuelo 678, silla 15b, demorado. Fue en medio de un esfuerzo por esquivar la mirada del pasajero del lado derecho, quien hablaba rápidamente con su mujer mientras ésta contestaba a gritos tratando de opacar la voz del niño, cuando recordé que debía leer algunos documentos antes de decolar, pero, ¿cómo hacerlo?, y menos ahora con tanto ruido y calor y esta incertidumbre de volar a muchos pies de altura con destino equivocado, y menos ahora que el cuello apretaba y mi maleta se había deslizado hasta los pies de la señora del vestido de flores, sin poder tomarme el café debido al calor y sin entender por qué... Cuidadosamente deslicé hasta el piso el libro de Blake, desabotoné mi saco cruzado, poco a poco retiré uno de los brazos, luego el otro y lo doblé cuidadosamente dejando el forro de diminutas flores azules hacia afuera para depositarlo sobre mis piernas y bajo la mesita individual sobre la que descansaba mi café caliente. Pensé preguntar. Pero, ¿cómo hacerlo? Señorita, ¿a dónde vamos? Resultaría demasiado evidente y además con este vestido. ¿Hablará español el pasajero de al lado? La vecina con su hijo apenas se fijaba en mí, pero la jovencita de largas piernas me miraba por entre los brazos del hombre que inflaba el salvavidas, y yo no atinaba a agregar el azúcar cuya agitación para disolverla podría haber disminuido su temperatura y menos ahora que todos parecían saber que sus vacaciones hasta ahora se iniciaban. Pensé cómo explicarles mi demora a los funcionarios que esperaban, si es que llegaba, cuando noté que la parte delantera del avión se inclinaba como emprendiendo el descenso y después de diez minutos el anuncio rojo de apretar los cinturones y el grito de alegría de los más entusiastas que agitaban pañuelos, hacían palmas, y cantaban Guajira, Guantanamera, Guajira, cuando se escuchó la voz serena de la azafata: señores pasajeros, les informamos que estamos llegando felizmente a nuestro destino, estamos próximos a aterrizar, les ruego apretar sus cinturones de seguridad, levantar los respaldos de sus sillas, ajustar sus mesitas individuales y no fumar, les informamos que en el aeropuerto internacional «El Dorado» hace una temperatura de seis grados centígrados, hay bruma ligera y hace varios días que no ha dejado de llover... Gracias. =========================================================================== Hasta la vida comenzó a oler a podrido Sería lo mismo abrir o no la ventana pues el olor a podrido había invadido todos los sitios de la ciudad. Esa noche Felipe caminó por las calles aledañas a su residencia rodeada de edificios amarillos con recodos oscuros y desiertos. Pensó dónde se habrían metido los gamines que duermen entre cajas de cartón, qué había pasado con la loca aquella que gritaba al lado del vendedor de manzanas y el ciego de la guitarra y su monótono canto, y se extrañó por no percibir el cotidiano deambular de los raponeros. Sólo quedaba el frío penetrante de esa noche oscura de hace tantos años, el olor a podrido de los últimos días, el paso lento de la tropa requisando a los atrevidos transeúntes que se lanzaban a las calles a buscar de dónde provenía ese olor de pesadilla que ya empezaba a irritar las fosas nasales y a enrojecer la garganta. Felipe se había cansado de taparse con el pañuelo, de alzar los brazos en cada esquina para la requisa, de preguntarle a los soldados porqué no hacen aseo en la ciudad, ¿o es que también están los aseadores en huelga? Sin tener otra alternativa regresó a su apartamento de la zona industrial a decirle a Mercedes, su mujer, que taparan las rendijas de las ventanas con papel periódico, porque esta hediondez se está volviendo más jodida que el frío. Los dos continuaron la tarea de los últimos días, tratar de atar cabos sueltos para darle una explicación a esto que se volvía insoportable, a escuchar los comentarios de los radioperiódicos pero ellos no decían nada de este olor a podredumbre, ni Jorge, su amigo de toda la vida, descifraba el misterio, sólo comentaba que ahora sí a este país se lo llevó el putas y esto es el producto de su muerte. A la mañana siguiente Felipe empezó a espantar los moscardones azules y verdes que se paraban en las cortinas, en el plato de comida, sobre sus libros, entre los pétalos de las rosas de Mercedes, y él, a perseguirlos con un periódico doblado, pero aparecían por decenas llenando el ambiente de un frío pegajoso y asfixiante que le recordó el desfile de carros militares de la noche anterior apuntando sus fusiles a los edificios y reflejando sombras alargadas sobre el pavimento mojado, que le recordó la mirada penetrante del teniente que no quiso explicarle a qué se debe este olor a podredumbre de mierda. Sólo pudieron saberlo cuando los sifoneros extrajeron de las alcantarillas los cuerpos de los fusilados. =========================================================================== El hueco Para Beatriz, que aún sueña con aquella época. Dos días pasé, ante la sorpresa de ingenieros y operarios, observando el trajinar de las retroexcavadoras hurgando un suelo amarillo. Habían demolido la casa, se construirá el conjunto residencial «Mirandela del bosque», decía la valla. Primero, sobre mi cabeza, un sol implacable, luego llovió, como siempre en tierra caliente, con goterones duros y fríos. Inmóvil sentí hora tras hora el rasguear de la máquina. En este lugar vivió mi abuela y nació mi madre y luego yo. No era entonces éste cualquier hueco. No quedaba vestigio alguno de los patios, ni de los tejados boquetos, ni de las maceteras, ni rastro de la carpintería. El hueco, muy profundo ahora, permitirá, seguramente, el albergue de autos lujosos. El segundo día, después de la lluvia, llegó el primer presentimiento. Con cuidado palpé con la punta de los dedos el billete guardado durante muchos años, ahora en mi bolsillo, en espera de algo. Sudaba a chorros pero no podía permitirme un descuido, era indispensable no perder de vista la pala mecánica. El hombre golpeaba la puerta a la mitad de la tarde. Era de una madera fuerte, construida al unir listones largos como vigas de barco. Los clavos que los ataban tenían cabeza forjada y redonda. La aldaba de bronce, sencilla y gigante, sonaba una y otra vez. El hombre de adentro, el carpintero, avanzó perezosamente arrastrando unos zapatos rotos. Al abrir le vio que venía con urgencia, sin saludarlo volteó la espalda y regresó por el corredor. El otro cerró y le siguió por un patio largo bordeado de maceteras. Unos charcos de agua delataban una lluvia de hacía poco tiempo. Atravesaron un comedor pobre de banquetas largas pintadas de gris. Cuatro niñas con edades cercanas comían en silencio. Reconoció los moños de la más pequeña, sus vestidos largos y sus zapatos, pensó saludarla pasando la mano sobre su cabeza. Quiso, tal vez, recordarles de alguna forma que era su tío, quiso quedarse un rato con ellas y con Josefa, su hermana, ahora más delgada pero aún con inmensos ojos negros y cabello delgado como la brisa. No se dio cuenta del vestido de estrellitas, del cuello alto bordeado con un encaje de bolillo, de los botines color café, estrenados en día del matrimonio, puestos hoy casi ocho años después. Venía de prisa, al filo de la tarde porque según él, le seguían los pasos. Un rincón servía de depósito de maderas. Eran inmensas maderas para soporte de líneas férreas. A la derecha un galpón muy viejo albergaba un banco, las herramientas y un buen número de puertas. A la izquierda árboles ya cenizos tapaban el cielo, tras de ellos una tapia baja servía de lindero. Hablaron por largo tiempo. Las niñas les vieron trabajar hasta bien entrada la noche, moviendo la madera, luego excavaron muy hondo. Las niñas les vieron sudar en silencio. Josefa le vio a él (al carpintero) trabajar con odio, contra sí mismo, ocultando el miedo con el agotamiento. Josefa le vio en el rostro brillante que se trataba de pagar una deuda, un favor por otro. Él (el carpintero) se dio cuenta del esfuerzo cuando taparon el hueco y llevaron la madera de nuevo a su sitio. La niña más grande sintió, en el silencio de la noche, cerrar de nuevo la puerta. No se oyó ni una palabra, pues no se miraron para despedirse, tal vez esta sería la última vez que se vieran. Se habían pagado las deudas. Él arrastró la suela de los viejos zapatos desde la puerta hasta el fondo del caserón, la luna iluminó el montón de madera y éste respiró con dificultad, como presintiendo días difíciles. Josefa le esperó en silencio, le vio quedarse en camisilla sin mangas, le contempló de espaldas y contó las vertebras pronunciadas en su cuerpo delgado, le vio toser durante varios minutos, le esperó que abriera la ventana y aspirara el aire de la noche, le vio mirar la luna y contar un puñado de estrellas, le vio prender una veladora a la virgen y luego oyó el ruido de su orín contra la pared antes de meterse a la cama, de espaldas, sin cerrar los ojos y sin su alma. Ella lo presintió, ¿qué le pasa? Él sólo dijo, enterramos la máquina de los billetes. Ella sollozó, sabía que era el final de esa aventura de su hermano al querer reproducir billetes idénticos a los del gobierno. Sabía que era el comienzo del final. ¿Por qué?, le preguntó con voz de niebla. Él (el carpintero) lo dijo muy bajo, le canceló la deuda y calló. Ella le oyó llorar, le vio sus ojos reflejados en la pared, olió su respiración difícil y profunda durante largas horas y sintió el frío de los dedos de sus pies, durmió el tiempo que le permitió el canto del gallo cuando soñó con el arresto del día siguiente, los uniformados hurgando los rincones de la casa y las niñas debajo de la mesa horrorizadas con el ruido de las botas y los gritos incomprensibles de los profanadores. Fueron tres años difíciles, sin él a su lado. Las niñas crecieron. Ninguno de los dos regresó. La máquina ahora habita en un rincón de mi apartamento. La limpié cuidadosamente, una espátula permitió despojarla de sus feldespatos y óxidos. Con petróleo la limpié pieza por pieza, luego recuperé con soldadura de plomo las esquinas perdidas por el tiempo. La máquina funciona perfectamente, con mi experiencia de impresor me siento en la posibilidad de reproducirlos (creo que serán mejor que éste, guardado durante tanto años). Oigo a Mercedes, mi mujer, desde el otro extremo de la cama. Sé que está despierta igual que yo. ¿Por qué lo hiciste?, me pregunta. Continúo en silencio sabiendo que de mi respuesta depende su destino. =========================================================================== La edición electrónica de este libro se terminó en febrero de 1999 y está disponible en http://www.letralia.com/ed_let/simulacr =========================================================================== (C) 1999 by Carlos Luis Torres-Gutiérrez Editado por la Editorial Letralia. Internet, febrero de 1999 La Editorial Letralia es un espacio en Internet patrocinado por la revista Letralia, Tierra de Letras y difundido a todo el mundo desde la ciudad de Cagua, estado Aragua, Venezuela. Contáctenos por correo electrónico escribiendo a editorial@letralia.com. Editor: Jorge Gómez Jiménez (info@letralia.com).