Breve historia de las representaciones trifaciales y tricéfalas en Occidente • Musa Ammar Majad
Apuntes para comprender el carácter de lo monstruoso

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En la sexta edición del Tesoro del sacerdote ó repertorio de las principales cosas que ha de saber y practicar el sacerdote para santificarse a sí mismo, y santificar a los demás, de la segunda mitad del siglo XIX, se lee:

Mónstruo. Si un mónstruo no presenta indicio alguno de pertenecer á la especie humana, no se le debe bautizar: mas si hubiese sobre ello duda razonable, consulte el Párroco á facultativos entendidos y al Prelado mismo, si el caso lo consiente; mas si se teme peligro de muerte, ó no es fácil acudir al Obispo, se le bautizará con la condicion: Si tu es homo.

Si el mónstruo presenta dos cabezas y un solo cuerpo, ó dos cuerpos y una sola cabeza, es señal cierta de que allí hay dos vidas y dos almas diferentes: por consiguiente se administrará el Bautismo á cada una en el primer caso, y á las dos juntas en el segundo diciendo en plural: Ego vos baptizo. Mas si se duda que haya allí dos personas diferentes, por no distinguirse bien las dos cabezas ni los dos cuerpos, se administrará entonces el Bautismo absolutamente á la una, y condicionalmente á la otra: Si non est baptizatus.1

De las indicaciones no se desprende un carácter displicente. El monstruo es más un “producto” en contra del orden regular de la naturaleza que “un ser fantástico que causa espanto”, como lo registra la vigésima primera edición del DRAE (1992). La monstruosidad resulta de un desorden, acentuado, de las proporciones naturales o regulares, conocidas y aceptadas por la convención. Monstruo es quien o lo que exagera en su estructura las habituales concordancias. El Diccionario de Autoridades de 17342 aclara, para monstruo: “Parto ú producción contra el orden regular de la naturaleza. Viene del Latino Monftrum. (...) Juntas de animales de diversa naturaleza, caufan tambien admirablesmónftruos”; para monstruosidad: “Deforden grave en la proporción que deben tener las cofas, fegun lo natural, o regular”; para monstruoso: “Se toma tambien por excefivamente grande, ó extraordinario en cualquier linea”. La última definición permite que Cervantes llame a Góngora “monstruo de la naturaleza”. No obstante y a causa de suscitar dudas, se precisa que para “un ser fantástico que causa espanto” el término, claro, es otro: vestiglo, cuya definición “aparición horrible” concuerda más. Como ejemplo está el Quijote, que así lo emplea.3 Ya el mismo diccionario, en su edición de 1739, clarifica que el término proviene del latín spectrum horridum.

Lo monstruoso presupone, entonces, un salto cualitativo de nivel, siendo más un hecho intuible que palpable. Así se alimentó la memoria occidental con la idea de los pueblos lejanos, que por tales eran desconocidos y ajenos, ambas cualidades de lo monstruoso; con Herodoto, Megástenes, Plinio, Solino y San Agustín, entre otros, se “localizaron” y describieron los “pueblos monstruosos”, nunca ubicados al final de la ruta, siempre ubicados más allá. Ejemplo de ello es el relato de Jacques de Vitry, arzobispo de Acre en el siglo XIII, quien se sustenta en lo que ve y en lo que oye; así refiere, con la misma naturalidad que emplea para hablar de Balduino, el primer rey cristiano de Jerusalén, de

un animal monstruoso que se llama mantícora, tiene cara de hombre, cuerpo de león, cola de escorpión, triple hilera de dientes en la mandíbula, la tez roja, los ojos verdosos y silba como una serpiente. Su silbido es tan sonoro que imita las modulaciones de la flauta. Busca carne humana con gran avidez. Es tan rápido en la carrera como un pájaro en el vuelo.4

Ello se justifica en una afirmación aguda e inteligente: el carácter arbitrario de lo monstruoso:

Todos los datos que acabo de mencionar (...) los he tomado ya de escritores orientales, ya del mapamundi, bien de las obras de los bienaventurados Agustín e Isidoro, o de los libros de Plinio y Solino. Si alguien no quiere concederles fe, no pretendemos forzarlos a creer (...). Sabemos que todas las obras de Dios son admirables; sin embargo ocurre que quienes están acostumbrados a ver ciertas cosas ya no sienten admiración alguna. Tal vez los cíclopes que poseen sólo un ojo experimentan al ver hombres que tienen dos el mismo asombro que nosotros sentiríamos al encontrarlos o al ver hombres que tuvieran tres. Si consideramos a los pigmeos como enanos, ellos, a su vez, mirarían como gigantes a cualquiera de nosotros. En los países de gigantes los más altos de nosotros serían tenidos por enanos. Consideramos a los etíopes —que son negros— como a raza degradada. Entre ellos el más negro es considerado el más bello.5

Aquí resulta oportuno señalar que la monstruosidad del Oriente se mantuvo en Occidente aun después de los contactos más estrechos, de las Cruzadas, pues el número de estudiosos residentes en las cortes francas de Ultramar fue muy reducido. La observación de Runciman es amarga: “Fue la ausencia de estos centros lo que hizo que la contribución cultural de las Cruzadas a la Europa occidental fuese tan decepcionantemente escasa”.6

La definición de lo monstruoso es arbitraria porque influyen en ella las distancias (barreras) geográficas y el salto de cualidades y aptitudes entre hombre y monstruo, siendo, las más de las veces, de superioridad de éste respecto a aquél.7 No obstante, el empleo reiterado de la palabra monstruo llegó a tornarla una voz despectiva, si no insultante. Un autor contemporáneo, al tiempo de dar cara a la tarea de redactar un Diccionario ilustrado de los monstruos, se encontró con ciertas deficiencias:

El vocablo más inclusivo y adecuado parece ser “monstruos”, que a su vez también presenta desventajas: por una parte, incluye en su significado realidades biológicas precisas que poco o nada tienen que ver con el tema que quiero desarrollar (...); por otra parte, la palabra monstruo se percibe por lo general con una acepción decididamente negativa, muy reductiva en comparación con el ámbito de estudio tratado.8

 

Notas

  1. José Mach, Tesoro del sacerdote ó repertorio de las principales cosas que ha de saber y practicar el sacerdote para santificarse a sí mismo, y santificar a los demás, 6ª ed., Barcelona, Imprenta de Francisco Rosal, Heredero de J. Gorgas, 1872, pp. 577-578.
  2. Las reproducciones facsimilares de esta y otras ediciones se encuentran en la dirección web de la Real Academia Española de la Lengua.
  3. Julio Barthe, Prontuario medieval, Murcia, Universidad de Murcia, 1979, p. 186.
  4. Jacques de Vitry, Historia de las Cruzadas, trad. Nilda Guglielmi, Buenos Aires, Eudeba, 1991 [traducción de la versión en francés de 1825], pp. 106-107.
  5. Ibíd., p. 116.
  6. Steven Runciman, Historia de las Cruzadas, trad. Germán Bleiberg, Madrid, Alianza, 1994 [1ª ed. en inglés, 1954], t. III, p. 447.
  7. Los ejemplos de inferioridad moral y física del monstruo respecto al hombre abundan en las sucesivas asimilaciones del indio americano por parte de europeos. Sebastián Muenster, acaso el geógrafo más importante del siglo XVI, divulgó el conocimiento del canibalismo americano, conectándolo con la antropofagia de la antigüedad clásica e ilustrándolo en Cosmographia de 1554. Incluso la personificación de América recae sobre una pareja de indios, saludables, fuertes, con fealdad ostensible, en el frontispicio del volumen XIII de los Grandes viajes de Theodore de Bry, de 1634. Véase Mercedes López-Baralt, “La iconografía política del Nuevo Mundo: el mito fundacional en las imágenes católica, protestante y nativa”, en M. López-Baralt, ed., Iconografía política del Nuevo Mundo, Río Piedras, Universidad de Puerto Rico, 1990, pp. 80-95.
  8. Izzi, op. cit., p. 5.