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El tiempo de un recuerdo

sábado 30 de mayo de 2020
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El tiempo de un recuerdo, por Gisela Paola Sayago
Prohíben salir, unas gotitas imperceptibles de saliva se ríen y escupen impunemente en medio del rostro de la soberbia humana. Fotografía: Gisela Paola Sayago

Papeles de la pandemia, antología digital por los 24 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario

La sirena de un patrullero despertó a Andrea. Se estiró en la cama rozando con la punta de los dedos el respaldo de madera; se levantó apoyando ambos pies en el piso, al mismo tiempo que hizo con el cuello el ruido de un chasquido sordo. Tomó su teléfono para ver la hora, pensó que ya era el décimo día que no programaba la alarma porque no tenía que ir a trabajar: las ocho y media, leyó, y pensó que era una buena hora para levantarse. Se arrimó hacia la ventana de su habitación que da a la calle y corrió la cortina lo suficiente para dejar entrar el rayo de sol; vio pasar el patrullero con un megáfono a través del cual se escuchaba un mensaje que decía: “Será multado todo aquel que salga de su casa”. Hay un virus que atacó a miles de personas en decenas de países, los hospitales no dan abasto y el gobierno hace lo posible para que no pase lo mismo en Argentina. Prohíben salir, unas gotitas imperceptibles de saliva se ríen y escupen impunemente en medio del rostro de la soberbia humana.

Se detuvo en una fina grieta que nunca había visto antes y desde esa hendidura comenzaron a emerger los recuerdos de su vida.

Caminó en puntas de pies a lo largo del pasillo y, a través de la puerta entreabierta de la habitación, lo vio a Nahuel dormir profundamente; nunca le había gustado madrugar, ni cuando iba al jardín y menos este año que empezó la primaria. Pensó que tiraría un buen rato —seguro hasta las diez. Dormía del lado izquierdo y abrazado a la almohada —igual que el padre, pronunció para sí y en ese momento sintió la presencia de Adrián al lado suyo. Pensó que aún estaba algo dormida y decidió ir a bañarse.

Andrea llenó la bañera, esparció en el agua unas sales de baño con olor a amapolas y puso sobre la bacha el parlante que Adrián le había regalado con motivo del primer aniversario, luego lo conectó a su celular para poder escuchar música. Se desvistió, metió primero un pie dentro de la bañera, y después el otro, y sintió que la calidez del agua la envolvía emulando algo parecido al contacto humano. Entró hasta sumergir todo su cuerpo, salvo la cabeza que dispuso apoyada sobre el borde superior de la bañera. Su mirada recorrió el techo algo descascarado por la humedad y la falta de mantenimiento, finalmente se detuvo en una fina grieta que nunca había visto antes y desde esa hendidura comenzaron a emerger los recuerdos de su vida mientras que en el parlante comenzó a sonar:

Would you know my name
If I saw you in heaven?

Entonces, Andrea vio a su madre y se vio a sí misma sentada en la mesa de la cocina tomando el desayuno. Está vestida con un jumper gris, medias verdes hasta la rodilla y zapatos leñadores. Tiene seis años, la misma edad que Nahuel tiene ahora, y su madre está guardando en una mochila el cuaderno forrado con papel verde a lunares que ella misma etiquetó en letra cursiva con el nombre de Andrea Salvatore. Tararea bajito una canción mientras le sirve a Andrea el mate cocido en el vaso violeta y después unta las tostadas dibujando formas utilizando el pico del frasco de la miel.

—Apurate que ya viene el micro —le dice la madre y Andrea salta de la silla y se para erguida con los ojos abiertos y redondos, sonriente, y se le hacen los hoyuelos en las mejillas rosadas que la hacen tan linda, la abraza a su madre y siente el olor único que tienen las personas cuando se las quiere y que es como estar en casa. Van caminando de la mano por el pasillo del PH hacia la puerta hasta que Andrea se despide agitando la manito a través de la ventanilla del micro escolar.

Would it be the same
If I saw you in heaven?

El olor a amapola envuelve el ambiente. Ahora es Adrián quien aparece en su memoria, sus dedos estrechos, las uñas crecidas y el pelo ondulado. La época que estudiaban en Filo y pasaban noches sin dormir. Eran un grupo de cuatro y se reunían en la casa de Agustín donde estaban horas a puro mate y cigarrillo levantando una nube de humo sobre la mesa redonda del comedor. El primer beso en la cocina, sin que Agustín y Lorena los pudieran ver y sin saber si lo que hacían lo hacían por amor, por aburrimiento o por alguna otra cosa que poco importa o simplemente para hacer más livianas las noches de estudio en vela.

Todos los años cumplían con una costumbre que se volvió religión; luego de los exámenes, se juntaban a comer un asado y a tocar la guitarra, la mano de Adrián se movía habilidosa al rasgueo de té para tres y luego lo hizo bordeando la cintura de Andrea, pero nunca llegó a acariciar a su hijo porque, años más tarde, murió cuatro meses antes que Nahuel llegara al mundo. Andrea recuerda haber vivido aquel tiempo en la Facultad como un presente permanente, como un manojo de eternas promesas sin mañana vencidas en la beligerancia soñadora de aquellos tiempos, mientras la candidez le hacía creer que se tragaba al mundo a bocados, sin saber que estaban jugándose las cartas de su vida.

I must be strong and carry on
‘Cause I know I don’t belong here in heaven.

Un estado de duermevela la atrapa, mientras ahora también sus manos están apoyadas sobre el borde de la bañera. Se posa en su palma derecha la felicidad que sintió al saber que Nahuel estaba en camino, la taquicardia que le dio cuando llamó por teléfono a Adrián para comunicarle la noticia. Esa misma mano que ahora estaba tan fuertemente aferrada a un pedazo de sanitario como si fuera lo único firme en medio de un huracán, tembló como una hoja al discar aquel día el teléfono de la escuela donde Adrián daba clases. No se aguantó hasta decírselo esa misma noche personalmente y se lo imaginó sacándose los anteojos y pellizcándose hacia fuera los ojos cerrados diciéndose a sí mismo que sí, que era cierto, que en agosto del año próximo un bebé que hasta ahora sólo había vivido en su deseo los transformaría en padres por primera vez. Y cuando finalmente esa noche Adrián llegó, se abrazaron, intentando mutuamente contenerse en la alegría que los colmaba y desbordaba, pensaron nombres, se imaginaron su cara y no veían la hora de contarles a Agustín y a Lorena que aquellas noches en vela no sólo les habían dado un título universitario, sino también el amor, el más grande de la vida, que no lo podían creer, y se durmieron llorando de la emoción por lo que estaba por venir.

Would you hold my hand
If I saw you in heaven?

Andrea está adormecida en un hechizo infinito, ahora su sueño se transforma en una pesadilla que transcurre enajenada bajo la tiranía intempestiva de un destino que lanza los dados al abismo. Adrián le toma la mano izquierda, tiene las uñas escamadas y la piel agrietada. Se le está cayendo el pelo y vomita a mares dentro de una palangana de plástico del hospital en la habitación 203 o 206, qué más da, cubriendo por siempre los deseos que arden y que son de dos pero que bien podrían haber sido de tres. Y el castillo de naipes se derrumba y la paradoja se esgrime hasta el límite preciso de lo que jamás podría haber sido, al menos no en la realidad. Un martes de verano, Andrea estaba en el hospital y sintió a Nahuel patear por primera vez y entonces fue ella quien puso la mano de Adrián sobre su panza y en ese momento él le juro no dormir más hasta morir para poder sentir a ese niño a quien nunca conoció ni jamás conocerá pero que, en ese instante, se dio cuenta de que lo había amado desde siempre.

Andrea se siente cansada, no quiere que Nahuel la vea llorar, quisiera brindarle toda su presencia y llenar sus días de magia.

Un jueves de otoño, Adrián dio el último suspiro por donde se le fue la vida, y en esa distancia que hubo entre esta muerte y esa otra vida Andrea vio el abismo con los mismos ojos con los que antaño miró a su madre y que ahora sentía bajo la forma de un extraño pero conocido magnetismo que la arrastraba tras sí.

Del tiempo venidero, Andrea recordará el esfuerzo por mantener las apariencias y soportar los consejos, recordará también la inmensa felicidad que sintió con la llegada de Nahuel y que coexistía en una guerra por demás injusta y desigual con ese vacío que jamás pudo nombrar. Ella sólo siente el pecho demasiado estrecho para que circule algo más que un hilo de aire que sale rasgado en un fa mayor apenas audible. Las cosas del mundo se le volvieron insípidas y comenzó a imitar a sus amigas, y a obedecer al psiquiatra y a hablar con el analista diciendo cualquier cosa para decir que no encuentra una forma de habitar la vida, que no sabe qué se supone que debería hacer y que entonces se la pasa buscando (el olor a casa). Lo que era estrecho se quiebra en ese abrazo tan fuerte que sólo ella pudo darle a Adrián en el vano intento de que el cuerpo no se le desanudara de la vida y las horas de mate y cigarrillos que parecían eternas se deshacen para siempre indoblegables en una nube de humo arriba de una mesa redonda.

Would you help me stand
If I saw you in heaven?

Andrea se sumerge en la bañera como si huyera al fondo del océano, conteniendo la respiración y confundiendo sus lágrimas con el agua que la baña. Quisiera volver el tiempo atrás y preguntarle a su propia madre cómo hizo para criarla sola desde que su padre se fue sin mediar explicación, que quiere que la lleve de la mano por el pasillo del PH y volver a escucharla tararear esa canción de la que nunca supo el nombre. Que lo único que recuerda de aquel tiempo es su sonrisa apacible, el olor a tostadas de la mañana y el micro escolar haciéndose cada vez más pequeño en la calle hasta volverse inalcanzable y llevándose con él los recuerdos como una metáfora irónica de su infancia.

I’ll find my way through night and day
‘Cause I know I just can’t stay here in heaven.

El agua que hasta un momento la envolvía ligera se vuelve apelmazada cubriendo, aún, todo su cuerpo, como una lámina espesa que huele a urbano, asfalto y combustión. Andrea se siente cansada, no quiere que Nahuel la vea llorar, quisiera brindarle toda su presencia y llenar sus días de magia, de canciones con nombre y de proyectos sin miedos, pero si apenas ella logra mantenerse a flote. Entonces piensa que tendría que hablar con Nahuel… sí, es una buena idea, contarle que su padre mantuvo hasta el final la ilusión de tenerlo en sus brazos y que no pudo pero que en algún lado tienen (necesita creer) que estar las cosas que le contó antes de nacer, a través de una capa de piel, que se vuelve densa y hermética como la túnica de agua que ahora cubre a Andrea.

Time can bring you down, time can bend your knees
Time can break your heart, have you begging please.

Andrea saca la cabeza del agua en un respiro que la ahoga, el miedo es un lacero que se sale de la garganta y traga todo el sentido que encuentra a su paso. La vida es eso; una pompa de jabón que flota ingenua en el aire hasta que se desintegra en el vuelo o algún desatino aleatorio la hace explotar antes de tiempo. O un virus que comienza a habitar invisible en los cuerpos y los hace moverse por igual hacia ninguna parte, o peor aún, arrojados al confinamiento caprichoso de una mera existencia que se cree capaz de rearmar la jugada.

Beyond the door there’s peace I’m sure
And I know there’ll be no more tears in heaven.

Son las diez y Andrea sale de la bañera, se pone la bata de baño y escucha que Nahuel ya despertó. En sus ojos aún chiquitos y lagañosos por el sueño yace una mirada de la que emana una luz fulgurante como si el sol estuviese escondido allí, como una estrella fugaz que un niño mira a través de la ventana para pedirle que le conceda los secretos de toda la humanidad.

Gisela Paola Sayago
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