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Carlos Gorostiza
“Es difícil la crítica, pero la autocrítica es más difícil”

domingo 27 de marzo de 2016
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Carlos Gorostiza
Gorostiza: Puedo no publicar un poema ahora pero que los escribo los escribo.

Carlos Gorostiza es una figura emblemática del teatro argentino, creador del “Teatro Abierto”. Con él hablaremos de su último libro, De guerras y de amores, y de la relación de la literatura con el teatro, en esta entrevista exclusiva para la revista Letralia, Tierra de Letras.

La autocrítica es un elemento muy difícil, algunos la saben manejar mejor que otros, algunos con una autocrítica exagerada no publican cosas que son valiosas y con poca autocrítica publican cosas que no deberían publicar.

—Las palabras tienen fuerza —dice el escritor— y además son feas porque tenemos la costumbre de que tengan un significado, pero hay palabras que nosotros no podemos usar y se usan en países como México, España, Chile y viceversa. Esto es hábito, nosotros le ponemos la fealdad a algunas palabras.

—Ahora que está hablando del hábito me recuerda aquella frase de Gandhi que dice: “Cuida tus palabras porque tus palabras se transforman en costumbre y la costumbre en hábito y el hábito es la misión”. ¿Usted cree que el hábito o lo que nosotros tomamos como hábito es la misión que tenemos en la vida?

—No sé. La costumbre puede ser perniciosa, es como la suerte. “¡Qué suerte tuvo!”. No, hay que decir: “¡Qué buena suerte tuvo!”, porque también hay mala suerte, y en la costumbre hay buena costumbre y mala costumbre, por eso se dice que el hábito no hace al monje. No recuerdo si era así la frase de Gandhi pero Gandhi era un equivocado, por eso era demasiado flaco.

—Carlos Gorostiza, De guerras y de amores es el último libro que acaba de publicar, están sus primeros poemarios y una entrevista a un Gorostiza joven de veinte años y un Gorostiza que está por cumplir 96.

—Este final fue como una consecuencia, la raíz de este libro está en que cierto momento yo resolví viejos papeles y limpié un poco por aquello de que no quiero que usen mis cosas después de que yo no esté. El destino que tenían posiblemente los papeles era romperlos o quemarlos y un amigo se atrevió a pedirme este material para verlo por curiosidad y me dijo: “Pero estos poemas son publicables, ¿te parece?”, y yo los volví a leer y empecé a dudar de que sí, de que posiblemente sea publicable.

La autocrítica es un elemento muy difícil, algunos la saben manejar mejor que otros, algunos con una autocrítica exagerada no publican cosas que son valiosas y con poca autocrítica publican cosas que no deberían publicar. Es difícil como es difícil la crítica, pero la autocrítica es más difícil.

Después se los di a un amigo, a otro amigo les di los poemas que eran pocos y en general la opinión que tenían era que tenía que publicarlo, una cosa curiosa porque no fue lo que yo hice durante toda mi vida. Hasta que se lo di a leer a Ivonne Bordelois, que es una poeta lingüista de primera línea, tiene un libro que se llama La palabra amenazada, que es recomendable en todo sentido, tiene varios libros pero ese principalmente. Ella me dijo “vamos a conversar”, nos reunimos en un café fuera de toda influencia familiar y amigable y me dice: “Mira, yo no te voy hablar de tus poemas. Yo escribí unas líneas y te las voy a leer”. Yo estaba muerto de miedo, primero que me quería ver solo en un café y después porque me quería leer y yo “bueno, está bien”. Me leyó dos páginas y yo asombrado me acuerdo que abrí los brazos y ella me dice “es el prólogo”, por supuesto que está allí sin cambiarle alguna palabra. Ese fue el puntapié inicial y los otros fueron previos.

Eran pocos poemas y llamé un editor de Ediciones Colihue que yo conocía por teléfono porque ahí me publican algunas obras de teatro, un libro sobre títeres. Yo lo llamé para poder verlo, para pedir algún consejo y dijo “ya lo voy a ver yo”, eso es un beneficio secundario de la ancianidad, algunos te vienen a ver. Vino, leyó algo y le pareció bien pero que era poco material para un libro, veinte poemas nada más, yo le dije: “No se puede cubrir con otra cosa, no tengo más, no pienso escribir más. Es de una época de 1939 a 1944; por eso se llama De guerras y de amores, fueron mis amores de joven y momento de la tremenda guerra europea”. Quedamos en pensar cómo se podía manejar este problema físico y a mí se me ocurrió hacerme un reportaje o una entrevista, no a mí sino a aquel muchacho que tenía veinte años que era capaz de escribir estos poemas. Para mí esto era algo realmente emocionante porque releí los poemas y me fui sorprendiendo de algunas cosas, del espíritu de este muchacho, de la pasión, de la ingenuidad, fue una emoción muy grande que me demoró bastantes meses hasta que terminé de hacer el reportaje a este muchacho.

—A mí me parece muy interesante porque uno va cambiando la visión que tiene a través del tiempo, porque las experiencias en la vida te van cambiando, te van haciendo más maduro, uno va perdiendo algunas cosas y va adquiriendo otras en cuanto a experiencias. Ahí escuché a un Carlos Gorostiza de 95 años con un joven que decía: “No, yo creo en la espiritualidad, en esto, en lo otro”, y me pareció muy interesante y curioso el libro De guerras y de amores.

—Allí hay un artículo porque hay algo que ocurría en esa época, por lo menos algo que ocurría en mí ámbito que la gente desconoce que eran las revistas orales, específicamente acá en Palermo teníamos un grupo de amigos de dieciocho a veinte años pero uno escribía, uno pintaba, otro recitaba, otro era músico, éramos inquietos y habíamos formado una peña que después le pusimos “Peña 1960”; era en 1940 esto que estaba ocurriendo y quedamos en vernos en 1960 como desafío para demostrarnos que habíamos conseguido lo que queríamos porque uno quería ser escritor, otro poeta, otro músico, otro actor, y nos reunimos en 1960 y estábamos igual que en 1940.

Nos reuníamos y un día se nos ocurrió hacer una revista oral, un poema, un artículo, una revista pero hablada. Íbamos a los clubes de barrio y le ofrecíamos a la junta directiva poner una mesa en el patio o en un salón generalmente para hablar frente a los muchachos, muchachas, y las madres también acompañaban a las chicas antes del baile. Entonces hacíamos revistas orales y era interesante porque despertábamos y nos despertábamos a nosotros también.

—Le vamos a pedir Carlos Gorostiza que nos lea uno de sus poemas.

—Hay uno que me gusta mucho. Este poema no lo eligió nadie y eso es lo que más me gusta a mí por el recuerdo que me trae, porque cuando yo volví a leer estos poemas me trajeron junto a las palabras los momentos. Este tríptico que aparece acá en el comienzo de Amores, “Así la quiero yo”, “Encuentro” y “Desierto”, los tres los escribí en nota mentalmente en tres viajes en tranvía del 61 que iba de Palermo hasta Barracas y volvía. Me gustaba mucho viajar en tranvía en horario nocturno, había muy poca gente, y así escribí este. Pero este otro no, lo escribí en un café, este se llama “Marina”. “Estaba solo, amiga, con esa soledad de océano perdido entre faros oscuros y puertos fugitivos. Estaba solo, amiga, con esa soledad de eterna despedida que nos dejan los recuerdos de naufragios antiguos. A un marinero muerto le robé su equipaje, su corazón mojado, su aliento sumergido. Mi voz ya no decía ni pájaro ni estrella; tenía un aire grave, seco y definitivo. La ola sin espuma, en mástil sin la vela, la noche era un gigante con su perfil dormido. Estaba solo, solo, melancólica amiga, con esa soledad de viajes fracasados sin ancla y sin arribo”.

“De guerras y de amores”, de Carlos Gorostiza—Lo llevo a aquel Carlos Gorostiza del año 1940. ¿Cómo fue el comienzo de ese puntal del teatro abierto?

—Era Carlitos, hubo un momento de la vida que me dejaron de llamar Carlitos. La historia es larga, es difícil, la voy a sintetizar. Mi necesidad era la de crear y crear personajes. Ya en los poemas era yo el personaje, pero yo necesitaba prolongar eso y fue cuando incorporé a mis tareas de todos los días los títeres con Javier Villafañe, que más que un amigo era un hermano. Él residió aquí en este lugar cuando cumplió ochenta años; la última vez que lo vi tenía un sombrero negro con dos agujeros, las alas, y le pregunté por qué tenía eso y me dice: “Fue una bala”, en la imaginación era muy rico Javier. Con él me abrí a esa pequeña brecha de titiriteros, íbamos a los colegios, a los clubes, a los hospitales, a escuelas rurales, lo que en aquél tiempo no se llamaba conurbano. Un día estábamos en lo de Javier, había pocas obras de pedido, “vos que escribís poemas y te publicaron en algunas revistas literarias, ¿por qué no escribís vos?”, y en un momento tuve que decir que sí. Y bueno, enamorado de Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, de Don Quijote de la Mancha, escribí Platero en Tirelandia en una noche, ensayamos y gustó. “Escribí otra, Carlitos”, y surgió otro “Quijotillo”, La vaquita triste, y así varias. Entonces esa necesidad mía de crear apareció escenificándose. Había un tiempo que yo hacía de actor de titiriteros. Me acuerdo que había dos obras de Javier que se llamaban Esperanza de oro y Caballero de las manos de fuego. Éramos muy pocos y una vez faltó en Esperanza de oro una actriz, una muchacha amiga nuestra, e hice yo el papel. Me convirtieron en actor. Escribí El puente y ahí ya me convirtieron en dramaturgo para toda la vida.

—¿Cómo se siente hoy? ¿Como dramaturgo o como poeta?

—Lo que más me gusta que digan es escritor porque escribo teatro, puedo no publicar un poema ahora pero que los escribo los escribo. Esto que acabo de traerte tiene setenta años. Son explosiones, en este caso una explosión romántica y sentimental.

—¿Ese Carlitos era romántico?

—Sí, muy romántico, pero la gente no lo creía por mi pinta. Yo tenía una pinta, esa pinta que aparece en libro como un compadrito y daba esa sensación, me respetaban y pensaban que yo era malo. Yo también disimulaba mucho, era mucho más pudoroso que ahora, te podría decir que antes era pudoroso y que ahora ya no lo soy.

—¿Cómo era el teatro en sus comienzos?

—Ahí aparece como revolucionario en Argentina el teatro independiente. El puntal de todo este movimiento fue Leónidas Barleta creando el Teatro del Pueblo sobre la base del teatro francés; un grupo de entusiastas había conseguido un teatro de la municipalidad, se llamaba Teatro del Pueblo antes, me parece que estaba en donde está ahora el Teatro San Martín. El teatro publicaba una revista muy buena, cada conducta, porque todos los intelectuales importantes de esa época estaban allí, Roberto Arlt ha estado allí. Yo era un apasionado espectador, tenía en ese tiempo dieciséis o diecisiete años.

Junto con el teatro nuevo apareció el tipo de teatro más importante diría yo, porque había otros teatros, pero los teatros más importantes eran el Teatro del Pueblo, el Teatro La Máscara y el Teatro Juan B. Justo. El del Pueblo era comunista porque así era Barleta y publicaba una revista a propósito, sacaba un diario que se llamaba Principios, Protesta o algo así, era muy llamativo y así creó lo que creó. El Juan B. Justo era socialista y La Máscara tenía su origen proletario que era anarquista.

El Teatro del Pueblo era un teatro realmente importante en la avenida Corrientes; el Teatro Juan B. Justo le ofrecieron un lugar y se construyó de forma precaria pero muy lindo, era en la calle Venezuela, y el Teatro La Máscara lo dieron en la calle Moreno. Todo se construyó con lugares municipales. Pero cuando cambió el gobierno se acabaron los espacios municipales, y ahí fue cuando Barleta tuvo que dejar el Teatro del Pueblo y fundó el Teatro La Campana, porque él originalmente tenía un teatro que se llamaba Teatro La Campana porque estaba al final de Corrientes y él con una campana salía a la calle a gritar “¡Pasen, pasen!”, según él estaba ahí para luchar contra la ignominia del teatro comercial.

Yo conocí a Shakespeare, una cosa es leerlo y otra cosa es en la escena aunque no esté demasiado bien actuado, a todos los grandes escritores los conocí en el Teatro del Pueblo.

He cumplido algunas expectativas que no he tenido y no he cumplido expectativas que tenía, porque en los años aparecen y desaparecen.

—Hablamos del teatro y nos adentramos en la actuación, el teatro da a la imaginación entonces. ¿El teatro es un juego?

—Es completamente un juego, pero un juego sobre qué bases, ¿no? Sobre las bases de “vamos a jugar que somos malos”, “vamos a jugar que somos buenos”, “vamos a jugar que somos malos y buenos”, juguemos y mientras jugamos estamos convirtiéndonos en otros seres. Juego a que el que está viendo también participa. Si el espectador no participa del juego, algo se está haciendo mal este juego. La gente va al teatro a veces a un espectáculo que le gusta mucho, saca las entradas con anticipación, a veces tiene que pasar frío, ocupa un espacio de su noche, espera, hace cola, se mete en el teatro y se sientan, ¿y qué esperan? Que les mientan bien, que ese juego que está allí lo jueguen bien y que ese invento me convenza de que es cierto, que yo formo parte de eso también. Si no me engañan bien es “esto no vale”, todo ese esfuerzo que hice para que me engañen bien no dio ningún resultado.

—Eso crea imaginación al espectador.

—Es que el hombre juega desde que es bebé.

—Lo que pasa es que vamos perdiendo con la adultez la imaginación y el juego.

—Yo hice un reportaje que hicieron una réplica, era también un poco un juego porque yo decía los bebés, y cada vez en la ciencia se iban dando cuenta de que los bebés actúan y juegan. Después el hombre pierde la técnica porque es una técnica natural la que tiene, por eso después los buenos actores reincorporan esta técnica.

—Las expectativas y los sueños de Carlitos, ¿los ve hoy realizados Carlos Gorostiza?

—Yo diría en términos generales que sí, pero en los parciales diría que he cumplido algunas expectativas que no he tenido y no he cumplido expectativas que tenía, porque en los años aparecen y desaparecen. Pero lo fundamental, es decir, la pregunta que yo me puedo hacer es: ¿valió la pena hasta estos 96 años? Y subrayo, hasta ahora valió la pena, pero ¿para quién? Las satisfacciones que me pudo dar la vida, por haber cumplido o por lo que yo he hecho por la vida o por los demás. Acá es cuando yo digo que he cumplido con los demás por una razón, porque siempre he intentado ser bien conmigo mismo desde Carlitos y por eso me asombra cuando leo la entrevista de estas dos personas que Carlitos pensaba así ya en aquel tiempo, es decir que no es algo que vino con el correr de los años sino que ya entonces pensaba así. Ahora si este hombre piensa como aquella época creo que ha sido fiel a sus creencias sobre la vida y cómo se debería vivir.

—Y eso es fundamental para seguir en la vida, ¿no?

—Sí y tiene mucha importancia haber encontrado una tarea en la que uno puede vivir de ella y gozar de esa tarea. Yo me acuerdo que tenía veintidós años y era empleado de una oficina de taquigrafía, a los trece años me recibí de la escuela de taquígrafo para poder vivir. Creo que en el Congreso de la Nación todavía hay taquígrafos. Yo hacía 120 palabras por minuto. Y hoy en día si tienes ganas y tiempo, un día cuando haya votación, ¿viste que hay padrones en las paredes? Al lado de mi nombre dice “Profesión: Taquígrafo”.

—¿Qué siente hoy Carlos Gorostiza cuando ve escrito “taquígrafo”?

—Me hace recordar aquel momento, yo sufría mucho, estuve nueve años empleado, desde los trece hasta los veintidós, hasta que pude llegar a conscripción y me liberé, pero yo necesitaba dos pesos para poder ayudar en mi casa y para sobrevivir. Yo empecé trabajando en Burkikor; ganaba sesenta pesos por mes, gastaba cuarenta pesos de viaje de ómnibus y me quedaban veinte pesos pero tenía que aportar en casa también. Yo sufrí bastante la esclavitud del oficinista y reconozco que buena suerte tuve porque yo me rebelé, fui a viajar, fui vendedor, fui publicitario y tuve una carrera hasta ejecutivo, en ese momento tenía cuarenta años y me di cuenta de que ya ganaba bien, pero yo escribía de noche y no podía ser actor ya. Recuerdo una vez, mi mujer de entonces, las 23 y llego a casa después de mucho trabajo, comí algo y me puse a trabajar, se acerca y me dice “te gusta vivir”, no era que me gustaba, lo necesitaba.

—¿Qué punto de contacto encuentra entre el teatro independiente y el teatro abierto?

—Yo me acuerdo que dije hace poco en un programa de televisión que yo siento que el teatro abierto fue mi padrastro y el independiente fue mi madrastra, son realmente mis padres porque tienen el mismo origen que la rebeldía. El teatro independiente aquel que originó Barlette, nosotros no somos los que “creamos”, los que lo creamos, lo creamos una generación porque cuando vimos lo que el público necesitaba se llenaron nuestras salas y creció el teatro independiente y crecieron los autores, los directores, los actores, de los buenos que conocemos en los buenos años todos tienen su origen en el teatro independiente. El teatro abierto fue lo mismo pero la rebeldía fue más profunda, porque la rebeldía del teatro independiente fue sobre la ignominia del teatro comercial y por eso es independiente, independiente de la mala costumbre y de la boletería. El teatro abierto se había prohibido. Nosotros estábamos haciendo teatro y sí podíamos hacer teatro, pero consideraban que no era peligroso.

—¿De qué época estamos hablando?

—Todo esto en 1976, 1977, 1978, en la época de la dictadura militar argentina. Un día íbamos a hacer una temporada en el Teatro Lasalle. Me pidieron los compañeros y se reestreno El pan de la locura, era un elenco muy lindo. Después ya dirigí La Nona que fue un gran éxito; otra obra mía, Los hermanos queridos, y después hicimos otra dirigida por otra persona. Pero ya no podíamos continuar, nos ponían bombas, no decíamos nada porque podíamos decirlo hasta que dijimos “se acabó esto”, pero un día dijimos: “No vamos a darles el gusto de que nos desaparezcan, de convertirnos en pedacitos, vamos a hablar de cualquier cosa. Reunámonos una vez por semana”. La primera vez que nos reunimos fue acá, éramos cuatro o cinco y después nos reunimos en otras casas una vez por semana para vernos hasta que apareció esa idea loca de hacer… Porque estábamos prohibidos en la Escuela Nacional de Arte Dramático, habían hecho desaparecer la Cátedra de Autor Argentino, no existíamos, preguntaron a algún teatro oficial por qué daban solo autores argentinos muertos; “porque a los vivos no los podemos inventar si no hay”. Nos sentimos realmente heridos con la aparición de Arturo Umberto Illia; dijimos “vamos a hacerlo”, lo que no imaginábamos nosotros es que nosotros no estábamos solos porque cuando salimos, cuando dijimos “vamos a escribir”, todo Buenos Aires estaba esperándonos y el Teatro Picadero se llenó, era una fiesta de una semana hasta que nos pusieron la bomba. Esa noche fue tremenda cuando me llamó “Chacho” Dragun y me dice “Gordo, está quemándose el Picadero”. Fuimos al café, eran las cuatro de la mañana, éramos cinco o seis llorando. En aquel entonces no había Internet pero había teléfono, al día siguiente a las 13 estábamos en Argentores y éramos setenta u ochenta ya, pero en total éramos 250 personas que estábamos entre autores, directores, actores, y en ese momento ocurrió que llegaba ofrecimiento de teatros comerciales, catorce o quince teatros se ofrecieron, hasta un teatro nacional. Elegimos el Tabarís por dos razones, estaba en la avenida Corrientes y se dedicaba además a las mujeres que mostraban las piernas. A la semana o a los diez días pudimos estrenar porque tuvimos la suerte de que cuando tiraron la bomba se quemó todo el piso de la escenografía, la escenografía era muy poca porque eran veintiún obras, entonces la escenografía era minúscula, lo que no sacamos porque estaba atrás era la música y la ropa, entonces a los diez días con sorpresa de las autoridades estrenar en el Tabarís. Han pasado treinta años y aún los que no han podido ir porque son muy jóvenes saben de qué se trata.

Lo que estamos viviendo desde 1983 en adelante con gobiernos que me gustan y gobiernos que no me gustan, es casi mágico para un tipo como yo que tuvo que aguantarse tantas cosas tiempo atrás.

—Que época de censuras, triste para los que amamos el arte y la sociedad toda.

—Yo quiero incorporar aquí algo, un conocimiento, cuando estrenamos en 1948 fue prohibida porque el escritor era ruso y tuvimos que luchar. Yo monté un espectáculo en donde está ahora el Teatro Colonial, una obra de un norteamericano contra la guerra que se llamaba Enterrados están los muertos, y cuando estaba por ser estrenado aparece una noticia de la municipalidad en donde nos piden si pueden venir a verla, querían el libro y le dimos el libro, era censura previa, nos llamaron y nos dijeron que no se podía hacer. Invitamos a que vengan a ver el espectáculo y vinieron tres personas, muy buen espectáculo, había muchos militares, esto es en 1953.

En 1967 yo estrené La fiaca y entre acto y acto, entre escena y escena porque en la escena el muchacho se convertía en niño, “yo no quiero ir, quiero chocolate”, se ponía música: “Aquí está la bandera idolatrada…”. A los dos días de estreno vinieron dos señores, se sentaron y dijeron: “Bueno, mire, le queremos pedir que usted cambie la música”, “¿por qué”, “porque acá vino un general al estreno y vio eso en el estreno y no le gusta”, “¿qué pasa si yo les digo que no quiero hacer eso? Porque no quiero hacer eso”, “Mire, Gorostiza, mañana venimos y encontramos un caño roto y se suspende el teatro”.

Lo que estamos viviendo desde 1983 en adelante con gobiernos que me gustan y gobiernos que no me gustan, es casi mágico para un tipo como yo que tuvo que aguantarse tantas cosas tiempo atrás.

—¿Qué escritor actualmente admira y qué cosas le emocionan de la vida?

—Hay varios escritores, yo diría que estos escritores ya, de hoy no. Hay un libro que se llama Solo la voz, que tiene un nombre de bolero, de un escritor que creo que es sociólogo checoslovaco, y empieza con un recuerdo de él, la voz es un campesino que puede callar un jilguero porque tiene hambre, agarra el jilguero, lo abre y no tiene nada y dice “era solo la voz”. Ese mismo libro tiene una anécdota de un italiano, iba por la guerra, está en la trinchera y entonces el teniente dice “ataquemos” y nadie se mueve, “¡ataquemos!” y atrás se oye una voz que dice “che bella voce”.

María Alejandra Crespín Argañaraz
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