Publica tu libro con Letralia y FBLibros Saltar al contenido

Eziongeber Álvarez Arias: la feroz amargura de su humor

domingo 25 de octubre de 2020
¡Comparte esto en tus redes sociales!
Eziongeber Álvarez Arias
Álvarez Arias: “No sé cómo nace mi escritura: sólo sé que tengo que escribir”.
“Yo soy lo que escribo, yo escribo lo que soy”.
Eziongeber Álvarez Arias

ironía. (Del lat. ironīa, y este del gr. ερωνεα). f. Burla fina y disimulada. || 2. Tono burlón con que se dice. || 3. Figura retórica que consiste en dar a entender lo contrario de lo que se dice.

I. Un maestro de la ironía

Si hay un tipo que relata un suceso, comenta un evento, de tal manera que, diciendo lo que dice, escribiendo lo que escribe, está diciendo exactamente lo contrario, o lo está diciendo indirectamente, o lo está escondiendo en el seno mismo de un manejo magistralmente desenfadado de la lengua, a veces procaz, y así está proponiendo al lector, al receptor, el trabajo de decodificar lo que en verdad relata o comenta, ése es seguramente el Chino Álvarez.

El discurso irónico, ya se sabe, es un discurso en clave y desfigurado que el receptor acepta con temor de equivocarse, pensando que al comentarlo puede incurrir en un error pues el autor no puede querer decir lo que dice. Es una especie de juego de espejos múltiples y distorsionantes. Lo que nos lleva a la afirmación que el Chino Álvarez hace al referirse a sí mismo: “Yo soy lo que escribo, yo escribo lo que soy”. Dado que su tribuna ha sido hasta ahora Facebook, donde muchos se arriesgan a hacer comentarios, aunque sea solamente mediante un ícono o un avatar, resulta muy interesante ver cómo sus crónicas y relatos se ven replicados y fragmentados en numerosas interpretaciones que van desde la complacencia a la incomprensión, pero, sobre todo, donde los comentaristas buscan la liviandad de lo humorístico, le ríen la presunta gracia, lo consideran un chico muy simpático, muy lanzado, y sólo algunos captan la profundidad amarga de sus textos donde rezuman con semejante dramatismo el dolor personal y el dolor patrio. La feroz amargura de su humor. Entre éstos estuvo José Pulido, quien lo entrevistó acertadamente, pero en una longitud de onda distinta de esta que intento.

Prefiero llamarlo Chino. Eziongeber es el nombre que le dio su padre, vendedor de Biblias, colportor evangélico, y que representa ¿un personaje? ¿un lugar?

Eziongeber es muy popular en el barrio de Facebook donde se mueve. Lo sorprendente es que, a pesar de que transito con frecuencia las mismas veredas, no lo había visto jamás hasta que me encontré de lleno con la crónica sobre su abuela bailando charlestón en el pasillo del hospital donde él, niñito asustado, estaba recluido. Abuela de altos tacones y abrigo rojo. Abuela que leía y escribía. Abuela abrazada por los médicos al final de la función. Leí tres veces la crónica. Visité su muro buscando más y leí y enseguida le mandé un mensaje solicitándole amistad. O eso que así llaman los facebookhabitantes. Y conectamos. Buscando razones, nosotros, los racionalistas, encontré la referencia al Libro de Job: Dios me habló desde la PC: ¿Has visto el trabajo de mi siervo Eziongeber Chino Álvarez? Échale un vistazo porque anda por ahí y por ahí, todo disperso y vale la pena agruparlo.

 

II. La imagen

Tengo una foto de Eziongeber Álvarez Arias. La tomaron, me cuenta, el 30 de marzo de este año de 2020, día de su 56º cumpleaños. Está sentado en una vieja poltrona verde oscuro y mira por la ventana estilo francés a algún sitio en lontananza, descuidado de la cámara que lo capta. Pantalones blue jean de los formales, camisa blanca, zapatos casuales negros, gorra visera en azul, parece que se hubiera vestido para celebrar informalmente su fecha natal, pero que la reciente cuarentena lo obligó a quedarse en casa. Una de las manos se posa sobre la rodilla. Mano fuerte. Dedos gruesos. En realidad, todo él desprende una solidez que infunde cierto temor. No es un hombre fácil. Es un solitario o se ha vuelto. La otra mano se posa cerca de la nariz, en actitud quizás dubitativa. No se ve sino el celaje lateral de la mirada que ve, que no ve, que piensa, que reflexiona, que quizá no reflexiona sino solamente ve. Que sueña. Detrás, una pared de ladrillos oscurecidos, un armarito y una pequeña obra de arte que refleja una mujer con blusa azul. Fuera de la ventana hay una mesita de mimbre con una maceta que vagamente deja ver una planta violeta.

Prefiero llamarlo Chino. Eziongeber es el nombre que le dio su padre, vendedor de Biblias, colportor evangélico, y que representa ¿un personaje? ¿un lugar? En Google se dice de un lugar legendario, un lugar citado en la Biblia y que estaba situado sobre el mar Rojo, en el puerto de Áqaba, suerte de Ávalon cuyos rastros arqueológicos no existen. Le pregunto cómo lidió con la carga de ese nombre en la escuela y me responde, obviamente, a coñazos. No cabía de otra. Este escritor cumanés pero caraqueño, o al revés (su voz está llena de los tonos y las expresiones de Caracas, su cultura cotidiana remite más bien al oriente) tiene una historia compleja, con múltiples raíces y mudanzas: sus padres, un militante presbiteriano que provenía de Mundo Nuevo, caserío kariña de Monagas, y una dama presbiteriana que escribía (y aún escribe: ella es Elisabeth Arias, su mamá, hija de Francisco Dimas Arias e Ignacia D’Aubeterre) desde la juventud obras de teatro que fueron presentadas en la iglesia, pasaron por el trance habitual de la emigración a Oriente. Con su prole de cuatro varones llegaron alguna vez a El Tigre (“Estudié en la escuela Simón Rodríguez y vivía en Pueblo Nuevo, en la 6ª Norte, cerca de los Anderi”, precisa, “eso fue en 1971”) y desde allí se desplazaron por todo el territorio hasta llegar a Cumaná, ciudad que el Chino reivindica como suya.

Todo eso que ha publicado hasta ahora en Facebook tiene como característica primordial un manejo literario de la oralidad que no es frecuente en los escritores.

—Viví en Caracas hasta los ocho. Y me alegro de que mi papá se arruinara y tuviera que buscar el interior. Ahora bien, Caracas es una vaina muy jodida. Mucho. Se pueden captar mil cosas en una sola pasada. Se puede encontrar uno, por ejemplo, a González León en La Cachapa y cotorrear de lo lindo. Alguna vez lo hice.

Porque Caracas fue el hábitat predilecto de este abogado exitoso y rumbero de postín que andaba en la búsqueda del ambiente propicio para encontrar una rendija que lo condujera a su condición escritural. Se metió en esa franja donde viven los intelectuales caraqueños. O algunos. Ansiaba empaparse de sus vivencias, de su formación, de sus experiencias, de sus emociones. En la crónica que escribió sobre su abuela la del abrigo rojo y en la entrevista que le hizo Pulido, él destaca al niño de cuatro años que entraba en la habitación de la abuela, en esa habitación donde la abuela escribía y allí encontraba el núcleo de su ser. En su casa finalmente recreó aquella habitación de la niñez en su imaginario Cuarto de Lo Imposible, donde todo puede suceder. Algo así como el Hotel California, pero sin drogas ni escapes fáciles. Algo que, finalmente lo percibió, no tenía que ver con toda la fauna intelectual que vislumbró. Había allí gente que lo motivaba. Patricia Guzmán y su misticismo. Rojas Guardia. Pero finalmente entendió que había que asumir la soledad como amplio compromiso para cumplir con el otro compromiso. La escritura como una forma de protección ante un contexto vital bastante rudo y hasta cruel (“Ese niño está allí. Nunca dejé de escribir”, aclara).

 

III. Las influencias

Lo que más insistentemente reivindica es: “Estoy enamorado de la palabra, lo que me atrapa es la palabra”. Pero quizá él no se da cuenta de cuánto es el volumen de ese amor (si el amor tiene volumen, claro) y cuán importante es para la literatura. En efecto, sus crónicas, sus relatos, sus críticas musicales, sus reflexiones sociopolíticas, todo eso que ha publicado hasta ahora en Facebook, tienen como característica primordial un manejo literario de la oralidad que no es frecuente en los escritores. En Venezuela, por ejemplo, se dio el caso de que en los tiempos del Criollismo los narradores, los novelistas, trataban de captar en sus obras lo que ellos consideraban el lenguaje de la gente del pueblo, de los campesinos, los esclavos. Con frecuencia, aquellos escritores de finales del siglo XIX y principios del siglo XX ni siquiera habían ido, o habían ido de breve visita, a los escenarios que proponían en sus obras.

Pero desde el Modernismo los escritores se propusieron (y no solamente en Venezuela) “apropiarse de un lenguaje que sentían como ajeno y convertirlo en algo más refinado y certero”, un poco parafraseando a Ángel Rama. Contemporáneamente, ha habido una intención vigorosa por recuperar la oralidad. Quizás la poesía ha tenido más aciertos en ese sentido: grupos como Tráfico y Guaire sellaron de manera magnífica sus trabajos, especialmente los iniciales, dando mayor frescura a un lenguaje que lucía anquilosado. Y un poeta como Ramón Palomares consigue maravillas con sus versos donde se expresa en el tono de su ámbito. Pudiera añadir aquí los poemas de José Pulido, precisamente. O lo que está haciendo Néstor Rojas en su poemario reciente, Alguien enciende una luz. Coloquialismo.

Desde finales de los 80, narradores como Wilfredo Machado, Ángel Gustavo Infante y Luis Barrera Linares incorporaron la fuerza del lenguaje oral a sus obras. Mucho más recientemente, Eduardo Sánchez Rugeles. Pero, para mí, casos emblemáticos son los de Golcar Rojas y Eziongeber Álvarez. Y emblemáticos porque pertenecen a lo que llamo “los hijos de Pocaterra”, es decir: narradores que se asientan con ambos pies en el mundo real y lo “traducen” por decirlo así, con un lenguaje irónico: narradores tropo. Hay otro vínculo lingüístico literario que no es posible obliterar en este contexto: el de Alfredo Armas Alfonzo, quien creó toda una comarca, la Cuenca del Unare, con sus relatos y el uso sin afectación del lenguaje de la gente.

[Por lo demás, anoto como al margen, la fuerza vital de toda la literatura española del Siglo de Oro radica precisamente en el rescate de las voces del pueblo (la Picaresca, Cervantes, Lope de Vega, Góngora después, Quevedo) con toda su obscena riqueza. Eso mismo dio aviso y fundamento a William Shakespeare].

 

IV. La escritura, el escritor

—¿Desde cuándo en verdad te sientes escritor?

—Desde que entendí que escribir era la mejor manera de comunicarme.

—¿Cuáles autores consideras que son tus influencias?

—Bueno… en una enumeración caótica, yo diría que Uslar Pietri, Herrera Luque, Oswaldo Trejo, González León, el Eduardo Liendo de Los platos del diablo. Y de los extranjeros Mark Twain, Melville, Bradbury, y Camilo José Cela, el de Pascual Duarte, que me impresionó mucho… Yo soy muy lector y siento que todas esas lecturas me han influido muchísimo. Me gusta leer. Y leo poesía. Por ejemplo, me gusta Thomas Tranströmer:

Creído por nadie va el que vio un géiser,
huido de aljibe cegado, como Thoreau, y sabe
desaparecer en lo profundo de su verde interior,
astuto y esperanzado.

¿Ves eso? “Astuto y esperanzado”. Pero también he leído a Hemingway, a Thomas Mann. Me gusta mucho Andrés Eloy Blanco. Era como un brujo. Hice un relato sobre su casa, “La casa de Andrés Eloy”. Aunque siento que me faltan muchos por leer: Carlos Noguera, por ejemplo, por las historias de la calle Lincoln, que es el Callejón de la Puñalada. Quiero leer otra vez a Andrés Mata. Me gustan mucho los ensayos de Germán Arciniegas. Escritores como García Márquez y Vargas Llosa, el de Pantaleón, el de La ciudad y los perros.

He vivido lo suficiente como para saber qué quisiera leer un cumanés, un caraqueño, un anciano o un niño.

—¿Escribes poesía?

—Tengo algunas cosas. Sonetos y décimas con el tono oriental. Pero me gustan los relatos. Leerlos y escribirlos. Puedes salpicarlos con lo que quieras. Si lo sabes hacer, quedarán bien. Pero reconozco que la poesía es algo así como una alimentación más íntima. Por ejemplo, yo me alimento con los poemas de Pulido. Todos los días lo leo, casi con religiosidad.

—A veces he dicho que hay que leer poesía todos los días, como se lee la Biblia.

—La Biblia, sí. Tengo una Reina Valera de estudio. La Thompson. Con notas explicativas.

—Por cierto ¿qué tal tus relaciones con Dios?

—No son entregadas. Hay momentos llenos de dudas y acusaciones. Hay otros donde Él parece llevarme a través de una bahía con cuidado de que no caiga. Más es lo que lo acepta mi corazón que lo que no.

—¿Cómo escribes, cuáles son tus ritos, tus manías, tus técnicas?

—No tengo manías. Todo arranca con algo con que me tope. Un detalle cualquiera. Lo guardo y lo destripo, lo edifico (lo construyo) al menos cuatro veces porque tampoco me interesa tirármelas de tiquititaqui sino de hacer el clinch sin hacer que decaiga el relato. He vivido lo suficiente como para saber qué quisiera leer un cumanés, un caraqueño, un anciano o un niño. Es decir, de lo que se trata es de irme a pasear un rato con el lector. Diría que el único rito es hacer un texto varias veces hasta que me guste. Tiene que gustarme, al menos en gran medida. Es verdad que a veces en las redes sociales, en Facebook, lo que hago es escribir rápido para conectarme con los panas, interactuar. En realidad, no hay ninguna otra ley que siga, salvo la de hacerme entender. De expresarme. Me doy con todo porque básicamente respeto el alma de los demás y hacia ella escribo. Y a la mía. Necesito comprenderme.

Sin embargo, yo creo que el escritor tiene un compromiso muy alto. Por eso me parece que hay que escribir con seriedad (aunque yo jodo el parque mucho), es importante. Muy importante. En realidad, no sé cómo nace mi escritura: sólo sé que tengo que escribir. Y de repente quizás haga en el futuro un poemario, una novela, una compilación de mis crónicas y relatos.

Aunque ratifico que no tengo manías, escribo de noche, abrigado y con medias. Me distrae el frío. También escribo de día a veces. Si estoy tranquilo.

—¿A mano?

—¿A mano qué?

—Si escribes a mano.

—Sí, muchísimas veces a mano. En una libreta. Voy tomando notas.

—He visto, por tus publicaciones en las redes y los comentarios de tus amigos, que te gustan la música y la pintura.

—Siempre me ha gustado la pintura. Me gusta ver con cuidado las obras, internalizarlas, imaginar qué historia están contando porque cuentan una historia. Siempre. El caso de la música es igual, aunque distinto. Mis gustos musicales son variados variados variados y extensos. Me encanta estar recomendando. Y me encanta también sentir que la música es una construcción, un esquema de belleza.

 

V. Publicar porque ya es tiempo

“Tengo muchas cosas archivadas: crónicas, relatos, poemas. Un caudal de cosas que he escrito y publicado principalmente en las redes sociales, pero que creo que ya es el momento de comenzar a publicar en forma de libros. Me gusta identificarme con Wallace Stevens, que también era abogado. Este gran poeta comenzó en serio a publicar después de los cincuenta años y obtuvo a veces premios y reconocimientos. En verdad, no aspiro más que a ser leído y leer a otros y seguir escribiendo y publicando. Creo que es el momento. Yo sé que eso significa asumir riesgos. Riesgos de todo tipo: económicos, morales, hasta espirituales, pero sé que eso es parte también del compromiso de ser escritor.

”Voy a comenzar por crear un blog donde vaya sacando de manera más formal lo que escriba y lo que escribí y está represado en el disco duro de mi computadora. Me he convencido poco a poco de la necesidad de usar los recursos tecnológicos de edición de libros porque evidentemente los paradigmas están cambiando. Así que por ahí voy, como si fuera un Cyrano saliendo de detrás del arbusto”.

Milagros Mata Gil
Últimas entradas de Milagros Mata Gil (ver todo)

¡Comparte esto en tus redes sociales!
correcciondetextos.org: el mejor servicio de corrección de textos y corrección de estilo al mejor precio