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Adiós a la cárcel de Alcatraz

sábado 12 de septiembre de 2015
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"98 segundos sin sombra", de Giovanna RiveroTras la agenda que Genoveva Bravo Genovés muestra al mundo, se esconde el diario de una adolescente incapaz de definir su complejidad emocional, pero provista de un raciocinio más que suficiente para reconocer su falta: un lugar en el mundo. En ese tránsito dificilísimo hacia la adultez, la “hermana gemela” de Ana Frank no escatima en explicitar cómo la ganancia de un sentido de sí misma trae aparejada la pérdida de la generosidad. El recuento de dicha etapa a través de la escritura no minimiza, pues, las crueldades inherentes a todo cambio, a todo viaje al centro de su tierra. Antes bien, las despliega en el discurrir minucioso de su drama y en la búsqueda de una alternativa a los convencionalismos heredados, los cuales se tambalean en el marasmo existencial de Therox, un pueblo ficticio en la Bolivia de la década de los ochenta, casi a las puertas de la caída del Muro y más de una utopía.

No en balde la modernización en 98 segundos sin sombra (Caballo de Troya, 2014), la última novela de Giovanna Rivero (Santa Cruz, Bolivia, 1972), se narra como un proceso asociado al narcotráfico y a la consecuente deformación estructural de la realidad. Los nuevos valores —la moda, la música y el cine norteamericanos— penetran impetuosamente en la vida más bien rural de Genoveva, alumna en la Escuela Salesiana de Señoritas María Auxiliadora, donde las monjas rigen la instrucción de los principales saberes. El personaje dialoga críticamente con las enseñanzas de sus maestros y, a las reflexiones de filosofía, literatura, física o biología, se suma el imaginario de las flamantes revistas de ciencia, astrología y de novedades. Bajo el mando del estilo, la autora consigue la suficiente densidad temática a partir de dichos elementos, los cuales contribuyen al desarrollo argumental de la narración. Así pues, Genoveva se apropia del léxico adquirido en sus clases y lecturas, y lo pone, a veces de manera un tanto exagerada, al servicio de sus indagaciones más íntimas.

Del Diario de Ana Frank no sólo asume la estructura de su relato, sino también la decisión de huir de la casa, de escapar del espacio cerrado y asfixiante de la familia para trazar su propia redención. En este sentido, el rechazo a los padres y a sus respectivas frustraciones establece la relación conflictual con el entorno, así como el punto de partida para experimentar el desprendimiento hacia una etapa superior de su ser en el mundo. “Cuando en una sociedad la vida no vale un penique, estamos en una guerra, o peor, ¡somos absurdos testigos de una invasión!” (16), solía decir Sor Evangelina, y esa violencia resultante del tráfico de drogas y de la irrupción de los agentes de la DEA es incorporada al sentido beligerante del personaje. Cuando Genoveva rehúsa vestirse a la moda, no se trata de un simple instinto de conservación, sino de una forma de resistencia, si se quiere elemental, ante la falsa modernización del “Culo del Mundo”, lugar común con que el personaje se refiere a su pueblo.

Sería injusto seguir considerando a Giovanna Rivero uno de “los secretos mejor guardados de América Latina”.

Por otro lado, las denominaciones genéricas de Padre y Madre para aludir a sus progenitores intentan universalizar su experiencia, más allá de la indiscutible especificidad de su conflicto. Genoveva no escamotea su “odio irracional” al padre, quien persiste en sus posiciones trotskistas y de izquierdas en un momento en que la utopía del socialismo se desmorona sin remedio. Propenso a los sermones doctrinarios, el padre representa la crisis de cierta masculinidad latinoamericana que, en contradicción arquetípica, odia el capitalismo pero no deja de consumir sus productos culturales. Por su parte, la madre encarna la resignación femenina, la insatisfacción con sus funciones tradicionales en la familia, pero es incapaz de tomar las riendas de su propio destino. Su apego a las creencias del karma y a los ejercicios espirituales no la mueve a la acción, sino a la resistencia pasiva frente al orden patriarcal. En tal sentido, el padre y la madre constituyen la dicotomía fundamental que la adolescente intentará desarticular: el materialismo trasnochado vs el idealismo inútil. Sin embargo, no se trata de una simple visión maniquea, pues el padre crea a su vez cierto idealismo al permanecer estancado en la utopía socialista, mientras la madre trata de proyectar su espiritualidad en función de la vida misma, pero se mantiene presa en el círculo vicioso del inmovilismo y la amargura. Genoveva prefiere fomentar su presente vital al apartarse del pesimismo tanto del padre, que remite al fracaso del pasado, como de la madre, que remite al fracaso del futuro.

En su deseo de salir, de buscar la vida afincada en la felicidad y la verdadera libertad, en su intento por superar el provincianismo empobrecedor, la protagonista no absolutiza dichos conceptos ni los idealiza, porque acepta la posibilidad de la desviación de cualquier norma, ya sea biológica, social o ideológica. De ahí vemos a Nacho, el hermano que nace con retraso, como lo “anormal” con que se ha de convivir a diario sin menoscabo de los proyectos vitales, en la medida en que Genoveva admite, naturaliza y llega a amar las torceduras de la existencia. No en vano la narración se reviste continuamente de rasgos grotescos fundados en lo escatológico (los vómitos de Inés, la sangre en el enfrentamiento a las Madonnas, el feto abortado por Lorena Vacaflor rodeada de la mierda y la orina de los baños escolares, las menstruaciones y otros fluidos apenas insinuados).

Giovanna Rivero
Giovanna Rivero.

Con Inés comparte, precisamente, el deseo de fuga; pero la enfermedad de esta amiga y compañera les impide acometer el plan en conjunto. Por eso Inés prefiere desaparecer o reducirse a la mínima expresión, aunque sostiene que los sentimientos duelen en el cuerpo y no en el alma, al decir de las monjas. La protagonista opta por esta espiritualidad apegada a lo material y diluye la larga oposición entre ambas dimensiones para cifrar la posibilidad de un modelo de vida ajeno a la contienda filosófica que ha predominado por siglos. Esta es la vía a través de la cual Genoveva alcanza la luz absoluta, esa ausencia total de sombra que dura 98 segundos bajo el sol del mediodía, según su vicio de contar el tiempo: “Pero durante los noventa y ocho segundos que la sombra es toda nuestra, una alegría efervescente, tipo sal de frutas o espuma de Coca-Cola, o mejor onda baba de Nacho antes de la leche, nos hace sentirnos como reinas totales” (94). Se trata de la realización plena del individuo, pero no del yo como instancia egotista, sino transustanciado en pura energía vital, lejos de vanos individualismos, como le hubiese gustado a su Maestro Hernán:

Son también mis segundos, cuando nada de la realidad me divide y estoy en control de todo lo que es mío, sin refracción, sin proyección, sin dosis contaminadas de la luz que la tarde comienza a ensuciar, sin diluirme en las cosas del cosmos que está siempre intentando chuparte. Yo total (95).

Ante la negatividad del medio social y familiar, Genoveva encuentra definitivamente en su abuela Clara Luz —nombre de simbolismo evidente— esa espiritualidad fructífera que la madre es incapaz de ofrecerle. Para la anciana, la práctica del vudú le ha funcionado siempre como método de sobrevivencia espiritual y material, pues le permite afrontar los avatares cotidianos y, al mismo tiempo, ganarse la vida brindando servicios religiosos. De ella la nieta aprende la Ley de la Reciprocidad, esto es, la dialéctica de cómo asumir la vida, que puede ser directa o, sobre todo, inversamente proporcional a los afectos recibidos, a diferencia de la Ley de la Humildad suscrita por las monjas:

Clara Luz dice que la Reciprocidad consiste en dar algo a cambio de lo que se recibe, pero ese algo no tiene por qué ser una copia tediosa. La Ley de Reciprocidad es solo una respuesta: podés responder con una bofetada al que te ha amado, o con amor al que te ha traicionado, o con traición al que te ha alimentado, o con alimento al que te ha maldecido, o con vudú al que te ha dado la vida y la incondicional bendición (81).

El deceso de Clara Luz marca entonces la partida, el éxodo final. El relato erótico de la abuela antes de morir resulta una variante del mito de Eros y Tánatos, las pulsiones de vida y muerte: “Porque quien ayuda a nacer, ayuda a morir” (161). Agonizante, la abuela revela que la asfixia del hermano gemelo del padre de Genoveva —su hijo— justo a la hora del alumbramiento, es el castigo por la lujuria inconfesable hasta ese instante: el fugaz contacto sexual con un peón del abuelo, aún en estado de gestación. Clara Inés se había empeñado en atribuir el bulto carnoso en la nuca de Padre a la encarnación del hermano gemelo, muerto a causa de ese “pecado”. La adolescente, sin embargo, descree de la “infamia” de la abuela y lo atribuye a la acumulación de sentimientos y emociones no canalizadas, no vehiculadas con naturalidad a través del cuerpo, como proponía Inés en su visión materialista de los afectos. En su apropiación de Ana Frank, Genoveva desarrolla, por su parte, una protuberancia invisible que se manifiesta como verdadera y esencial, en oposición al padre, cuya carnosidad es palpable pero es solo apariencia.

Si Inés marca el estadio previo a la determinación de Genoveva y si Clara Inés, con su muerte, representa el surgimiento de una nueva vida, el Maestro Hernán deviene el guía espiritual que concretiza el deseo de la muchacha y posibilita el éxodo o, si se quiere, la feliz abducción. En efecto, quien escribe las “Enseñanzas de Ganímedes” nos revela al final su naturaleza no humana y, en ese giro inesperado pero congruente en el nivel de realidad, cabe la alternativa de una criatura no terrenal, que podría residir lo mismo en un ser fantástico, un espíritu bondadoso o un extraterrestre, lo cual puntualiza la necesidad de buscar una respuesta por encima del fracaso de los metarrelatos conocidos. Además, la irrupción de lo sobrenatural aquí no responde, como suele acontecer, a un principio de destrucción; todo lo contrario, se erige en fuente de creación y de vida. “No es un hombre, dije. Me callé un momento, todavía la incredulidad me corrompía. Aprendí que la corrupción de la fe y de la fuerza empieza por ahí” (162). Con el reconocimiento del sincretismo religioso que había experimentado hasta entonces, Genoveva rescinde la visión panaceíta y unívoca con que toda ideología ha pretendido, inútilmente, totalizar la experiencia. Para ella, el fracaso está potencialmente incluido en todo intento de superación de las circunstancias: la desviación de toda norma que encarnan Nacho, Inés, Clara Luz; es decir, la caducidad de cualquier modelo ideológico del mundo: “Estoy casi vacía. Las palabras me estorban. Patético, paradójico, infame, atroz, trotskista, social materialista, rockero-comunista, nada tiene sentido” (159).

Al abandonar a sus padres y marcharse con el Maestro Hernán y Nacho, Genoveva aplica en la práctica la Ley de la Reciprocidad, no sólo en el plano teórico de sus pensamientos, como había primado en su relación con los individuos. De este modo lograría concertar sus encuentros cósmicos con quienes había entablado una verdadera comunión interior, aunque no fuera consanguínea: “Con Padre y Madre terrenales ya hemos acabado. Espero que así lo comprendan. Espero que dejen de buscarme. Espero que se ocupen de sus propias cosas. Es la Ley de la Reciprocidad” (140). Se produce así la muerte psicoanalítica no sólo del Padre, digamos, sino también de la Madre, pues la autora concibe a la mujer y la corporalidad femenina como condición de posibilidad del mundo. Esa ruptura del vínculo filial simboliza la crisis de la familia en tanto institución básica de la sociedad, gesto comparable con el portazo decimonónico de la Nora de Ibsen.

La decisión de huir apela a un conocimiento que supera las fronteras del yo consuetudinario y comporta una visión allende de construcciones sexistas y morales. La identificación con Isis, reina egipcia de los dioses, principio germinador de la vida y de lo nuevo, no es fortuita en esa dirección. Si bien Genoveva no logra poner orden a sus sentimientos, sí parece encontrar una solución racional a sus carencias: “Aunque debajo de mi piel mi corazón late desbocado, mis sesos están en orden” (171). “Así, viajando, los tres somos una nueva civilización” (174), civilización que en apariencia se ha de fundar en otro planeta, pues se trata, a mi modo de ver, de ese mundo alternativo donde todas las instituciones ideológicas y sociales fracasadas sean prescindibles de una buena vez.

Con una propuesta estética y conceptual de esta dimensión, sería injusto seguir considerando a Giovanna Rivero uno de “los secretos mejor guardados de América Latina”. La boliviana ya forma parte de la nueva generación de escritores que ha comenzado a trascender el reto del fin de las ideologías y a transitar hacia una nueva tierra habitable.

Antonio Cardentey Levin
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