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Los septiembres de la vida

domingo 30 de octubre de 2016
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24 de septiembre de 2036. Colonia de la isla La Orchila.

Amor, estos han sido los 4 meses más largos de mi vida. Septiembre me dejó incógnitas que no me han dejado dormir desde hace semanas. Hoy leí “El inmortal”, de Borges, a las cinco, después de tomar café, y supe que eras lo único que valía la pena ver en esta casa, y no estás.

A esta hora la música del calor alborota los gatos,
las moscas,
las gaviotas y los pelícanos;
el sol colorea la piel de los niños, desde aquí los veo, apoyada en la pared. No sé por qué recordarte ahora que la luz de las cinco sigue siendo mi preferida, el clima se vuelve tenso como un comienzo de anochecer y se levanta en mí la sensación del amor. No recuerdo cómo era la luna cuando era niña. Las mentas que coseché siguen vivas a pesar de las cenizas. Dicen que esta es una de las zonas en las que quedan masas de agua, en el oriente empezó la invasión y la guerra. No sé qué pueda pasar. Debo irme, las alarmas acaban de encenderse.

Deseo que vuelvas. Te extraño.

D.

 

Hoy es de esos días que no me queda nada, apoyada en la pared me observa el vistoso cielo azul, que aún en estas zonas sigue siendo hermoso. Le devuelvo la mirada y una brisa de belleza me llena el alma. La noche artificial dura cuatro horas, las alarmas ya comenzaron a sonar. Fue ese 24 de septiembre en la Biblioteca Nacional de Francia hace 19 años, nos encontraron junto a unos ladrones asiáticos. Tú no lo dudaste y yo tampoco, mientras nos desenredábamos de esa acusación con nuestro rústico francés, metiste en mi bolso la primera edición de La nausée, de Sartre, firmada por él mismo. No nos importaba el mercado en dólares que pujaría en eBay sino la irrealidad de ese momento, la aventura. Luego vino la guerra, unos días después, mientras nosotros nos perdíamos en la puerta 27E del aeropuerto Charles de Gaulle, teníamos que tomar un autobús, ir al aeropuerto de Orly, y por supuesto los franceses no ayudaban mucho. Cómo nos gustó habernos llevado ese libro… Era el comienzo de la tercera guerra mundial y nosotros con nuestras niñerías. Nuestro avión fue el último en dejar el aeropuerto.

Nos tocaba encontrarnos con tus duendes. Así les decía yo a mis adentros, tú les querías y a mí me causaban curiosidad.  

Entramos un jueves de esa semana al salón de la ópera de Versalles. En 1782 eran necesarias 3.000 velas. Hoy es iluminado por el mismo número de velas. En 2017 arañas de cristal pendían del techo. Sólo puedo imaginar cómo cayeron con el estruendo del primer avión bombardeado.

—Y ¿qué crees que hablan los de al lado?

—Algún idioma eslavo…

Era un murmullo de palabras incomprensible.

—Yo siento que todos sabemos todos los idiomas, sólo debemos abrirnos a la conciencia universal. El conocimiento de todo está en nuestro subconsciente, aunque me resisto al italiano.

Una pareja joven frente a nosotros, de la cual la chica era italiana, nos convence con la idea de que el italiano era muy parecido al español, y por lo tanto era más fácil. Yo le contesté que prefería el inglés. Ella me contestó que lo encontraba muy frío.

Ahora cuando llueve sí que hace frío, la tierra se enfría decenas de grados centígrados por un descontrol de los polos magnéticos, que se fraguaba en el 2016. Si supiéramos esas cosas, nos hubiéramos despedido de todos de la forma correcta, si es que existía alguna.

Nos tocaba encontrarnos con tus duendes. Así les decía yo a mis adentros, tú les querías y a mí me causaban curiosidad. Eran difíciles, pero yo te quería más que lo que me molestaban. Supongo que tú pensabas lo mismo de mis duendes.

Al llegar supimos por nuestros amigos escritores que había sido declarada la emergencia nacional, los aeropuertos habían sido clausurados y las fronteras también, no sabían por qué. Los puestos en los últimos charters costaban alrededor de 10.000 euros cada uno.

Nuestra atracción cinéfila nos había granjeado una serie de amistades por el mundo. Tú no eras del tipo de persona que haría couchsurfin’ pero conocer nuevas ciudades acompañados de militantes del arte nos hacía sentirnos ciudadanos del mundo, mientras estrenábamos un hotel frente a la catedral. En el aeropuerto, cuando fuimos a retirar las maletas, supimos que la mía se extravió, con ella perdí los retratos que nos tomaron Phillipe y Anne, se sintió como si nunca hubiéramos estado allí, ahora la noche oscurece mis recuerdos.

Cuando salimos del aeropuerto vimos cómo la policía se movía, eran células de hormigas. En mi país no le dieron la importancia que era necesaria. Como siempre había una noción de que cada país, cada continente, cada lenguaje tenía sus problemas, y que no estábamos en un mundo, un reflejo de inhumanidad.

En ese absurdo momento estaba dándome golpes en la cabeza contra el sofá, diciendo: ¿por qué siempre me pasa esto? encendiste la televisión, los gritos se escuchaban en el fondo, paré. Era un comunicado que confirmaba todo. El comienzo de una cuarentena.

Convencimos a algunos de tus duendes. No nos quisimos quedar; yo sabía que esas calles, con sus formas indescifrables, no eran para morir si tenías la oportunidad. Salimos lo más pronto posible, las mismas calles estaban desiertas, otra vez nuestro vuelo era uno de los últimos en dejar el país. Fue un viaje de 7 horas. Recuerdo vomitar y dormir. Aterrizamos por falta de gasolina en un aeropuerto de ese otro país. Digámosle Katmandú del Sur, la ceniza cubría el cielo. Éramos seis personas. Guardamos en nuestras maletas objetos de valor para cambiarlos por comida o agua.

Nos refugiamos en la estación de servicio de una gasolinera. La noche en la que decapitaron a María Antonieta y a Luis VII se me presentaba en forma de pesadillas, no dormíamos gracias a nuestra obsesión a dormir en lugares oscuros. Nos introdujimos en un closet. Volvimos a escuchar gritos, había un saqueo. Tus duendes y nosotros entramos apretados, guardamos la respiración como en las películas.

Creo que idealizamos el silencio. Nunca entenderé el silencio de nuevo, el silencio es el peligro para las presas, y ahora cada vez que cierro los ojos, veo sus ojos. Abrieron todas las puertas, se llevaron los monitores, el dinero de la caja, la gasolina. Nunca entenderé por qué la gente en los saqueos se lleva los televisores. Cuando salimos todo el suelo estaba cubierto de la ceniza. Pero había comida y un tanque de agua. Uno de tus duendes dijo que debíamos quedarnos y esperar. Eso hicimos.

Yo debía cuidar las especies en la isla La Orchila. Debíamos cosechar la poca sinfonía entre idas y vueltas de lo que vivía en la tierra.  

Teníamos un mapa y un plan que tomó forma cuando por radio escuchamos que empezaron los bombardeos en las capitales del mundo. Uno de tus duendes decidió volver a casa. Con dolor los dejamos ir, y sólo dos de tus duendes se quedaron con nosotros. Lloramos cuando se fueron en esa avioneta.

El reloj se movía pero se había olvidado de la noche. Supimos por radio que la agricultura recibió su último golpe. La alimentación no estaba garantizada. Los duendes que quedaban y nosotros logramos llegar a Anzoátegui, una provincia devastada luego del terremoto. Era nublada y caliente. Regurgitaba gente y mis duendes estaban allí. Colonias se organizaban por sorteos. No prevalecían los apellidos ni las influencias en este nuevo orden, sino las habilidades. Nuestras habilidades eran muy parecidas, nos destinaron juntos por años, pero hace 4 meses nos destinaron en sitios distintos. Yo debía cuidar las especies en la isla La Orchila. Debíamos cosechar la poca sinfonía entre idas y vueltas de lo que vivía en la tierra. Se habían esparcido colonias por todo el globo, científicos habían hecho la vida más simple, humanos con habilidades especiales sobresalían, necesitábamos sobrevivir y por eso habíamos avanzado como especie, lo peor eran las guerras impulsadas por compañías hambrientas de agua y tierra sana. En occidente habíamos cosechado una especie de otoño eterno y los ciudadanos experimentaban muchos septiembres en la vida.

Hoy me desperté incubando una tristeza que carcomía mi habilidad de abrir los ojos. Una llamada cayó, y lo escuché sonar 6 veces seguidas. No contesté.

En la tarde llegaste, cansado y acalorado por ir tan rápido, y te abracé al traspasar la puerta. Me sentí tan llena como la luna, que hace tantos años dejó de existir, contribuías a crear la filosofía de ese otro satélite que pudiera reemplazarla. Tú eras escéptico, decías que no eras el mismo desde que la luna había muerto.

Marlene M. Izquierdo Osorio
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