Algunos años después del escándalo, cuando Coca en su lecho de muerte ya recibía las visitas del espíritu de Lalo, y lo escuchaba todos los días suplicándole perdón, ella había llegado a la conclusión de que el evento de aquella tarde había sido ineludible. Rememorando, ahora creía poder descifrar una especie de código, que se formaba con la concatenación de varios sucesos de su vida, y que parecían deber su existencia a aquel desenlace que no tardaría en llegar. Pero este tipo de revelaciones, ahora llegaban a provocarle algo de angustia, porque su estado agónico la mantenía encerrada en su propio cuerpo y no le permitía compartir la sabiduría repentina por la que se sentía invadida.
Lalo, más de treinta años atrás, había terminado con el romance clandestino que sostuvo durante doce años, y que había estado a punto de exterminar su matrimonio.
Para el día del escándalo, hacía algunos años Coca que ya había entrado en la séptima década de su existencia, y de lo único que ahora estaba segura, y que escapaba a toda la maraña de tribulaciones que la tenía aturdida, era de que en aquel momento no podría haber tomado una decisión más acertada. De hecho, ahora creía ver con total claridad que, si bien era ella quien aquella tarde se había atrevido a expulsar a su marido de la casa, las consecuencias hubieran sido exactamente las mismas, en caso de no haber tenido el coraje de obrar en ese sentido.
Aquel verano, sus dos nietos mayores, jóvenes, pero ya en sus primeros años de adultez, estuvieron en la casa de calle Moreno. El mayor había ido para instalarse definitivamente, después de un desengaño amoroso que le debilitó el corazón, y que le impuso la necesidad de cambiar de aires. Y el menor, sólo estaba en la ciudad pasando algunos días de sus vacaciones en la casa de sus abuelos, tal como solía hacerlo desde muy pequeño. Los hermanos no podrían haber llegado en una etapa más inoportuna. Sin embargo, ahora, justamente este también era un hecho que Coca veía como integrante de un conjunto que, leídos en perspectiva, entregaban una explicación a lo que antes le había parecido sólo un capricho del destino.
El hermano mayor había ido para trabajar con Lalo en el taller, con la esperanza de que su abuelo lo ayudara a cambiar de vida y le enseñara un oficio, y en el transcurso, poder quitarse las espinas que le habían quedado enterradas en su orgullo. Él no veía otro lugar más propicio que este para sus planes, porque Reconquista lo devolvía a la felicidad de su niñez, y no encontraba otro sitio que hubiera sido tan inmune a las catástrofes de los cambios que lo habían atormentado los últimos meses.
De lo que él no tardó en enterarse a los pocos días de haber llegado es que su abuelo, aunque le pareciera increíble, estaba viviendo un período de doble vida, tal como ya lo había hecho antes, hacía décadas. Lalo, más de treinta años atrás, había terminado con el romance clandestino que sostuvo durante doce años, y que había estado a punto de exterminar su matrimonio. Coca, después de haber soportado aquel trajín con total conciencia, había terminado optando por conservar su vida matrimonial, luego de que Lalo la anoticiara de la culminación de su relación paralela. Y luego, los años de fidelidad y de construcción de una familia modelo habían sido tantos que se había terminado por convencer de que ese hombre no la llevaría nuevamente hacia aquel infierno.
Ahora Coca, mientras aguardaba su muerte, era presa de una congestión de pensamientos que parecían luchar entre sí para alternar el protagonismo en sus meditaciones. Y desde allí podía ver los años que siguieron a la primera ruptura de Lalo con su concubina, como un valle de tranquilidad entre dos cataclismos que habían marcado su vida. Además, al fin podía entender que el primero de ellos no había hecho más que preparar el escenario para el desenlace del segundo, y recordaba que las heridas que le habían quedado mal cerradas luego de la primera tormenta no tardaron en abrirse antes de que culminara su valle de tranquilidad. Porque esos fueron los años durante los cuales había caído en una profunda depresión, que la llevó a intentar quitarse la vida, por los días en que se cargaba la culpa de haber provocado la muerte de su madre, sólo por el hecho de haberla deseado. Pero también esos fueron los años durante los cuales Lalo intentaba acompañar su crecimiento económico con otro social, haciendo estudiar a sus hijos mayores en colegios caros, enviándolos además a clases de francés, de piano y prácticas de patín artístico. Además compartía con sus vecinos, quienes observaban esta familia con admiración, el único teléfono de la cuadra y el primer televisor que había llegado a la zona.
Luego todos sus hijos crecieron, se casaron, les dieron once nietos, y el negocio de Lalo prosperó hasta tocar la cima, para recién comenzar el descenso, cuando la ambición ya no era un tema que les quitara el sueño. Así, durante ese período, llegaron a cultivar una imagen de familia intachable y solidaria ante las retinas de toda la gente que los veía desde su alrededor.
Pero tres décadas después de la culminación del primer cataclismo, con la mediación de algunas casualidades, las vidas de Lalo y de su antigua amante volvieron a cruzarse. Entonces el hombre, ya septuagenario, igual que aquella mujer, volvió a ser invadido por esa antigua lujuriosa pasión, que casi ya no recordaba. Y creyó estar seguro de que, a juzgar por la reaparición de estos sentimientos, a pesar de la corrosión de más de tres décadas sobre las bellezas superficiales de ambos, definitivamente, siempre debió haber sido amor. Por eso no dudó en volver a una doble vida, imaginándose que podría mantenerla indefinidamente, otra vez, con el consentimiento de Coca a expensas de una dolorosa resignación.
Y fue justo unos meses después de este renacimiento, en pleno auge del reenamoramiento de Lalo, cuando el mayor de sus nietos, quien tenía total desconocimiento de esta faceta de la personalidad de su abuelo, llegó en busca de su ayuda. Y allí comenzó a conocerlo desde una perspectiva que era novedosa, y que no le permitía conciliar la imagen de este hombre con la de aquel que siempre había admirado y querido tanto.
Quien también vivía en la casa de calle Moreno hacía muchos años era Arsenia. Ella estaba tan arraigada al lugar que hubiera jurado que permanecería en el hogar de su hijo hasta que la muerte viniera a buscarla. Sin embargo, cuando se enteró de la nueva aventura de Lalo sintió que un sismo removía las bases de su tranquilidad, y el temor por tener que abandonar esa casa, sumado a la incertidumbre de su probable destino, comenzaron a tejer un entramado de vileza en su corazón. Entonces empezó a ver en su bisnieto una amenaza latente contra su propia estabilidad, porque en él identificaba a la persona que podría darle a Coca la fortaleza para romper las cadenas que la habían mantenido hasta ahora junto a su marido.
De modo que Arsenia se había trazado el firme objetivo de lograr que su bisnieto decidiera abandonar la casa, y hacía todo lo que estuviera a su alcance para provocar su incomodidad. Sobre todo trabajaba sobre su orgullo, intentando que viera resentida su dignidad por, aún a esa edad, no haber sido capaz de encarrilar su vida sin la ayuda de sus mayores. Y en ese sentido, aunque sin que se lo hubieran propuesto explícitamente, trabajaba en complicidad con su hijo, porque él también intentaba inducir la retirada de su nieto en base al cansancio y el aburrimiento.
Así, en lugar de llevarlo con él para trabajar en el taller, Lalo le encomendaba a su nieto tareas domésticas que a veces resultaban inútiles e interminables. Le encargó desarmar por completo un alacena de la cocina sólo para engrasar las bisagras de sus puertas, y luego volver a armarla; podar el parral que daba sombra en la entrada de la casa y quitar todos las uvas marchitas de cada racimo; pintar las macetas del patio de cemento; pintar las piedras del jardín, y otras tareas que apenas terminaba de realizarlas le hacía deshacerlas por completo. Además, ideó un sistema de salario y retribución que su nieto se vio obligado a aceptar por falta de opciones, y que lo mantenía siempre con la necesidad de trabajar cada vez más y nunca tener dinero en los bolsillos. Sin embargo, la voluntad del nieto estaba tan debilitada a causa de su desengaño amoroso que las inútiles tareas le servían para mantener la mente en blanco, y por el momento no pensaba en el dinero ni en conservar su dignidad.
Coca, ahora desde su cama, observando su vida en retrospectiva, también pensaba mucho en Pepo, su tercer hijo, y reflexionaba sobre el rol que él había tenido en su decisión aquella tarde. Él también había estado en la casa de calle Moreno el día del escándalo, ya que hacía más de veinte años que trabajaba en sociedad con Lalo, en el taller de la esquina, y cada tarde pasaba a conversar unos minutos con su madre. Con su padre ya casi no se dirigían la palabra: su alejamiento se había puesto de manifiesto por algunas diferencias laborales, cuando el negocio comenzó su caída en picada, que ya sería definitiva, y se había profundizado con el ingreso de Lalo en su segundo período de doble vida. Además, por esos días Pepo cargaba con la cruz de la adicción a unas pastillas autoprescriptas para tratar una depresión autodiagnosticada. En realidad había sido Coca quien un día le ofreció una de sus pastillas, al ver el padecimiento de su hijo, que él atribuía a los abusos psicológicos de su padre, y a partir de entonces comenzó a ingerirlas cada vez con más frecuencia, hasta que abandonar el hábito se le llegó a transformar en una utopía.
El verdadero origen de la depresión de Pepo era muy difícil de identificar, y tal vez para vislumbrarlo habría que retrotraerse hasta su niñez. Coca, tal como con sus otros tres hijos, inconscientemente había hecho todo lo posible para transmitirle cada uno de sus complejos, que siempre le habían mantenido a ella su autoestima aplastada contra el suelo. Sin embargo, no todos sus hijos habían respondido a esta situación de la misma manera, y Pepo lo había hecho con la necesidad de demostrar su capacidad de autosuperación, en una insólita competencia desigual contra su padre. Paradójicamente, esa tendencia lo había mantenido siempre tras los pasos de Lalo, hasta lograr que su orgulloso padre lo convirtiera en socio y heredero de su negocio.
Sin embargo, en el aspecto sentimental, la relación entre Lalo y Pepo, quien siempre había tenido un apego exagerado por su madre, se había comenzado a deteriorar durante el primer período de doble vida de su padre. Esto había sucedido por los últimos años de su niñez, cuando una maldita casualidad le había puesto la evidencia frente a sus ojos, sin que su padre y su amante se percataran de la presencia del niño. Desde entonces, y por un buen tiempo, él fue el único en toda la casa que conocía el secreto de la aventura de Lalo con una amiga de la familia y, para no lastimar a su madre, en silencio intentaba conspirar contra esta relación. Fue así que un día Coca le propinó una buena paliza por haber intentado derribar a Lalo y su amante interponiendo un pie entre las piernas de la pareja, mientras éstos bailaban tango en el living, envueltos en una mutua seducción imperceptible para la dueña de casa.
Cuando una vecina de Coca, que se consideraba su amiga confidente, la puso al tanto de la aventura de Lalo, lo cual para esas instancias ya era información conocida por todos lados, ella se inventó virtudes de espía para verificarlo, hasta que finalmente lo pudo confirmar. Entonces lamentó tanto no haber visto las señales que su hijo le había estado enviando desde su escondite de triste decepción, que comenzó a consentir a Pepo en cada uno de sus caprichos.
Por otro lado, a partir de allí comenzó a correr el tiempo, que duró más de doce años, durante los cuales Lalo llevaba una vida de familia de lunes a viernes, para ausentarse de su casa los fines de semana y refugiarse con su concubina alternativa. Coca, cómplice de su propio sufrimiento, acompañaba sumisamente a su marido cebándole mates cada día, a las diez de la mañana y a las seis de la tarde en su oficina del taller, en silencio o conversando, de acuerdo al estado de ánimo de Lalo.
Pepo fue, de los cuatro hijos, el que más sufrió durante esta etapa, tal vez por el hecho de estar sentimentalmente tan cerca de su madre y, por lo tanto, vivir su desdicha casi en carne propia. Así, la imagen de su padre fue sufriendo un deterioro continuo en el corazón de Pepo, hasta tal punto de haberse forjado el plan de alcanzarlo y sobrepasarlo en su carrera insensata, de modo de llegar a reemplazar su existencia por la propia.
Vio a su abuelo sentado en calzoncillos arrinconado contra el respaldo de la cama intentando defenderse de los gritos de su esposa.
Coca ahora le daba una importancia fundamental al rol de Pepo durante aquella tarde; de hecho sentía que tal vez las cosas, sin su protagonismo, hubieran resultado algo distintas de lo que fueron. Y no sólo por lo acontecido durante el escándalo, sino que después de él vendrían días con momentos de flaqueza en sus fuerzas, y sólo la ayuda del más presente de sus hijos sería la que finalmente le daría el coraje necesario para persistir en su actitud. Y en ese sentido, él cumplió con creces su rol.
Aquel martes, la discusión entre Coca y Lalo comenzó en la cama, cuando estaban acostados para dormir la siesta después del almuerzo, y vino a raíz de una diferencia que tenían respecto a sus nietos. Él decía que el menor debería volver a su casa porque sus vacaciones ya habían durado lo suficiente, y además le habló sobre unas tareas que quería encomendarle al mayor, porque lo veía demasiado ocioso. Ella pegó el grito en el cielo cuando lo escuchó refiriéndose de esa manera a sus nietos, y su furia inmediatamente encontró una réplica aun mayor en su marido. Entonces ella saltó de la cama y, parada al lado de él, que la observaba con sus ojos fuera de órbita, asombrado por la reacción de su esposa, comenzó a volcarle una catarata de reproches que ahora no tenía la menor intención de recordar con detalles. Y ese fue sólo el comienzo, porque allí se desató una discusión que duró más de dos horas, hasta que el mayor de sus nietos entró a la habitación atraído por los gritos.
Y, nuevamente, su llegada no podría haber sido más inoportuna. Porque vio a su abuelo sentado en calzoncillos arrinconado contra el respaldo de la cama intentando defenderse de los gritos de su esposa. Y ella le pareció gigante: parada sobre el colchón de la cama a los pies de Lalo, por un momento creyó que le faltaba muy poco para tocar el techo con la cabeza.
Cuando su nieto abrió la puerta, ambos interrumpieron sus monólogos, para gritarle al unísono:
—¡Andate de acá!
—¡¿Cómo carajo se te ocurre entrar sin golpear la puerta?! —continuó Lalo.
—Mirá, Castillo —le replicó Coca, ahora mirándolo fijamente y marcando sus palabras con su dedo índice extendido hacia él—, ¡no te voy a permitir más que te la agarres con mis nietos! Acá si no te gusta tu casa te podés mandar a mudar a la mierda cuando quieras.
Ahora ella lo recordaba muy bien: esas habían sido exactamente sus palabras; esa había sido la oración que desató el desastre. Seguramente él había estado esperando esa sugerencia de su parte, hacía un buen tiempo. Y esa tarde confluyeron varias circunstancias que se venían gestando desde quién sabía cuándo. Porque, justo en ese momento, entró Pepo a la habitación y se sumó a la discusión con tanta solvencia que parecía que él mismo había escrito el guion de aquella escena caótica.
Lalo, entonces, enredado en una telaraña de gritos que venían desde su hijo, su nieto y su esposa, entró al baño de su dormitorio, se mojó la cara, se vistió y, con un sillón plegable, salió a sentarse en la vereda para tomar un poco de aire. Detrás de él salió caminando Arsenia, que había estado escuchando la discusión aterrada desde afuera de la habitación. Ella, con una preocupación notable, le hablaba a su hijo simulando querer calmarlo, pero intentando encontrar en él alguna palabra que le diera una esperanza, porque sospechaba que su vida cambiaría diametralmente desde ese día. Además, detrás de ellos también llegaron su nieto mayor, Coca y Pepo.
Mientras tanto, en las casas de enfrente y de los lados, se podían ver caras que observaban la escena de la vereda con un inusitado interés. Cada vez se acumulaba más gente, que parecía querer acomodarse para observar el circo.
Al llegar al lado de su padre, que ya había tomado asiento en su sillón plegable, Pepo, en una exageración teatral, levantó la cara hacia el cielo con los ojos cerrados, se tomó de las solapas de su camisa, y pegando un alarido se rasgó la prenda hasta quedar con su torso totalmente desnudo. Acto seguido, se arrodilló y, apoyando su frente contra la rodilla de Lalo, le suplicó gritando:
—¡Andate, por favor, andate! ¡No te soporto más!
Justo en ese momento, en la casa de enfrente, una señora intentó decirle algo a un hombre que parecía su marido. Éste se había acomodado en una silla, en el antejardín de su casa, con un vaso y un trozo de pan que empapaba en vivo antes de metérselo a la boca. El hombre, sin quitar la mirada de la escena de enfrente, le hizo un ademán con una mano para que no hablara. Se hubiera dicho que no quería perderse un detalle de esa novela que parecía esforzarse por caer continuamente en lugares comunes.
Entonces Lalo, para liberarse de su contacto, le pegó un empujón a Pepo, que quedó tirado en el piso llorando como un niño, en posición fetal. Luego se levantó de su sillón para dirigirse nuevamente hacia adentro de la casa, con Arsenia intentando alcanzarlo. Coca suspiró y se sentó en el sillón de Lalo, mirando a Pepo, y a sus nietos que intentaban levantarlo, y le dijo:
—Vení, nene, sentate al lado mío. Tratá de calmarte un poco, querido.
Y Pepo se levantó, pero en lugar de sentarse en el sillón vacío que había dejado Arsenia, se quedó parado al lado de su madre y, mirándola con su cara desfigurada y sus ojos rojos, señalándola con su índice, le gritó:
—¡¿Y vos?!, ¡¿qué derecho tenés de decirme lo que tengo que hacer, después de haberme arruinado la vida?!
Para ese momento, en la casa de enfrente, ya habían sacado la mesa del comedor al antejardín, y en ella habían acomodado un verdadero banquete que compartía toda la familia. Mientras tanto miraban la escena sin hablar ni parpadear, todos sentados en el mismo lado de la mesa como para poder ver todo de frente.
Ante la actitud de su hijo, Coca lo miró con sus ojos tan abiertos que se evidenciaba un profundo temor. Le aterraba la posibilidad de que siguiera hablando sobre un tema que prefería continuar evadiendo. Sin embargo, Pepo continuó:
—¡Si no me hubieras dado estas pastillas de mierda yo no estaría siempre a punto de volarme la cabeza de un tiro!
Y desde la vereda de enfrente se pudieron escuchar exclamaciones de asombro, y de hecho estuvieron a punto de aplaudir extasiados por lo burdo del texto. Si no siguieron sus instintos, fue sólo porque hacerlo les hubiera hecho perderse el desenlace, que suponían que estaba a punto de llegar.
Lalo salió caminando con pasos acelerados desde la casa, vestido con ropa de salir, perfumado, peinado, con las llaves del auto en la mano, y pasó sin detener su marcha por el lado de Coca, sin mirar a nadie, diciendo:
—Váyanse todos a la misma mierda.
Continuó caminando sin disminuir la velocidad hasta el taller, que esa tarde no habían abierto, sacó su auto, y en él se fue conduciendo por la recta final de su vida.
Coca quedó sentada en el sillón, abanicándose con un ejemplar de Selecciones del Reader’s Digest que no recordaba en qué momento había llegado a sus manos. Sus nietos quedaron sentados en el suelo a su lado, de la misma forma que Pepo del otro lado de su madre. Entonces, su nieto mayor pensó en lo enorme que parecía su abuela desde donde podía observarla, Pepo pensó en lo ridículo que se veía la chusma del público, que continuaba mirando la escena, sedientos de un remate. Y ahora Coca, rememorando aquella tarde, recordaba que en ese momento había pensado en lo invisible que parecía Arsenia sentada al lado de ella, muda, aterrada en su sillón.
Arsenia, cuya ancianidad parecía haber acelerado su avance, terminó siendo expulsada de la casa de calle Moreno pocos días después del escándalo. Coca había tomado definitivamente las riendas de la situación y comenzó a hacer todo lo posible para que prefiriera irse de allí. Entonces, una mañana la anciana esperó que Lalo llegara para trabajar en el taller y, apenas lo vio, fue a su encuentro para suplicarle que volviera a tomar posesión de su hogar. Sin embargo, él justo estaba desecho por haber tenido que terminar por segunda vez con su eterna amante clandestina, luego de un intento frustrado de convivencia. Por eso decidió que lo mejor era que él y su madre volvieran juntos a vivir en el rancho de su infancia, que hacía algunos años ya había quedado deshabitado.
Allí Arsenia comenzó a morirse cada día un poco más, y Lalo, en sentido contrario, halló el lugar que lo hizo reencontrarse consigo mismo, y donde con cada respiración sentía que se le purificaba el alma. Él amaba ese lugar, y poco a poco se fue sintiendo más íntegro, hasta recobrar la entereza necesaria para emprender la reconquista de su esposa.
Ahora Coca se daba cuenta de que por esos días aún lo amaba. Pero las semanas también habían pasado para ella, y su vida ya había cambiado definitivamente desde que él tuvo que irse de la casa. Y su nuevo estado la seducía de tal manera que no tenía la menor intención de volver a su vida anterior. Porque, a partir de la tarde del escándalo, recién había comenzado a conocer y no temer a la libertad.
Sin embargo, el trabajo de reconquista de Lalo logró obtener algunos avances: en algunas semanas pudo convencer a Coca de que lo recibiera en su casa como amigo, aunque sea para tomar unos mates. Tiempo después logró que volvieran a ser novios, pero viviendo cada uno en su hogar, y sólo conviviendo en el rancho los fines de semana. Y, ya entrados en la octava década de sus vidas, después de que Arsenia ya había fallecido, dejando su alma enredada con los espíritus de su pasado, Lalo logró que, sólo algunas siestas, ella le permitiera dormir a su lado en la casa de calle Moreno.
No obstante los avances en la reconquista quedaron estancados en esas instancias, porque a pesar de las súplicas sistemáticas de Lalo, que aún hasta ahora, ya después de haber muerto, continuaba llevándole a Coca, nunca logró moverla un ápice de su posición de intransigencia. Pero, a pesar de todo, Lalo siempre había insistido en sus intentos, tal vez porque en el rechazo que recibía encontraba el alivio que le provocaba la expiación.
Con todo esto, envuelta en su maraña de tribulaciones, ahora Coca comenzaba a sospechar que muchas de las situaciones previas que terminaron confluyendo aquella tarde en el escándalo habrían sido originadas por sus propios deseos inconscientes. Inclusive, esa misma siesta había sido ella quien inició la discusión con Lalo, como si de alguna forma hubiera estado buscando desatar el caos. Sin embargo, no recordaba haberlo pensado así en ese momento, al menos desde un plano consciente, y estaba segura de que lo hubiera negado con todas sus fuerzas si alguien se lo hubiese reprochado. Lo cierto es que para aquella tarde ya había logrado acumular una buena cantidad de coraje, y ella sabía que sólo faltaba la chispa que encendiera la hoguera. Además, ahora se daba cuenta de que por entonces ya no se veía hacia el futuro inmediato de la misma forma que hasta ese momento, es decir, en su fuero más interno tenía la certeza de que había llegado a la recta final de su vida, y de que esa parte del recorrido sería muy distinta a la anterior.
Claro que sí, ahora estaba segura, y eso en algún rincón de su conciencia la incomodaba con un sentimiento de culpa. Porque se daba cuenta de que había sido ella quien obró con un descifrable grado de inconsciencia, direccionando las situaciones para que confluyeran justo como lo hicieron. Ahora no le cabían dudas de que era sólo ella quien había guionado la absurda comedia dramática de aquella tarde; de hecho se sentía la autora principal del completo melodrama barroco sobre su propia existencia. Y si no hubiera sido así, ¿cómo se podía explicar que la discusión la desató un martes, cuando aún faltaban varios días para el fin de semana, y no un jueves o un viernes? La respuesta ahora era clara; eso era sólo un ejemplo más de todas sus premeditaciones, porque si ella hubiese esperado al fin de semana, era muy seguro que Lalo se hubiese ido como siempre, y volvería el domingo. Y por algún motivo, suponía que al verlo volver como solía hacerlo cuando aún reinaba el primer cataclismo, no hubiera sido capaz de decirle que no se quede. Pero el hecho de ahora comprender que las cosas no habían sucedido por si solas, sino que había sido ella quien había logrado tomar las riendas de su vida, por momentos la llenaba de una sensación gratificante, y de autoestima. En realidad era una especie de tranquilidad por haber encontrado las razones justas para sentirse culpable, y así, entonces, ahora podía declararse otra víctima de su libre albedrio.
Coca un día tomó la decisión de irse, entonces se perfumó y se sepultó en su cuerpo, porque definitivamente también había tomado las riendas de su muerte.
Además, todos estos sentimientos eran exacerbados por el hecho de ver que ahora era capaz de entenderlos. Un tiempo atrás, en un artículo de sus revistas, basado en hechos reales, había leído que la vida le entregaría conocimientos y la vejez sabiduría, y creía estar comprobándolo. Pero de lo que ahora se daba cuenta sin que nadie antes se lo hubiera advertido, justo cuando sus condiciones físicas la mantenían encerrada en su propio cuerpo, y ya no podía comentarlo con nadie, era que durante su agonía estaba siendo invadida por un tormento de clarividencia.
A Lalo lo encontraron muerto algunos años después de aquella tarde decisiva, en su rancho, víctima de un infarto cerebral. Estaba tirado junto a su cama, y así lo halló otro de sus nietos, que vivía al lado, y que entró sólo para averiguar el motivo por el cual ese día no había visto a su abuelo salir temprano, como siempre solía hacerlo.
Por su parte, Coca un día tomó la decisión de irse, entonces se perfumó y se sepultó en su cuerpo, porque definitivamente también había tomado las riendas de su muerte. Y ahora estaba en su cama, consumiendo un cilindro de oxígeno diario, mientras meditaba sobre su vida, con el perfecto entendimiento de la clarividencia. Perfumada esperaba que el espíritu de su marido vinera a visitarla, como lo había hecho cada día, desde que tuvo que abandonar el mundo de los vivos. Ella, como siempre, estaba preparada para volver a flagelarse, dándole otro no como respuesta a sus persistentes súplicas, que no habían cesado desde aquel martes por la tarde en que un escándalo los arrojó hacia la recta final de sus vidas.
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