Todo empezó la fría tarde en que le alcancé el borrador de un relato en el que había comenzado a trabajar (y que al poco tiempo tuve que abandonar por una biografía que se me encargó escribir). El texto trataba sobre un hombre que conocía a una muchacha una mañana de invierno en un lugar asediado por la nieve. Borges mostró interés, y, silenciosamente, se sentó a hojearlo mientras yo revisaba unos diccionarios que acababa de adquirir.
—Me gusta la atmósfera que ofrece la nieve —dijo.
—Eso es precisamente lo que busco —respondí—, echar mano de la magia que acontece en ese horizonte blanco y finito.
Intercambiamos unas palabras más y nos despedimos hasta otro día. Menos de una semana después me buscó para hablarme, según refirió, de una historia que acababa de concebir. Había tomado mi narración como punto de partida para una idea. El argumento de su historia era sobre un profesor latinoamericano y una mujer escandinava a quien éste conoce a mitad del invierno inglés; sería escrito en primera persona. Sentados al pie de la ventana, oí la descripción de su proyecto y asentí numerosas veces. Le hice notar que el romanticismo no era un tema propio de su imaginario pero que tenía la seguridad de que lo abordaría con éxito.
Entonces, empezó a venir casi a diario. Me preguntó si podía trabajar en la habitación contigua, pues había perdido el encanto de escribir en casa a raíz de una obra pública que no respetaba los pactos de silencio (por entonces él vivía en la calle Maipú, y yo, en Arenales). Le dije que no había problema, que nada sería tan agradable como aquello.
Aún llevo inscrita esa palabra sobre mi hombro derecho, no como un tatuaje sino como una cicatriz: Ulrica.
A los pocos días, me pidió leer el primer párrafo de su relato, que llevaba como título tentativo Eeva, que era a la vez el nombre del personaje femenino. Observé que la sonoridad me gustaba, pero que uno más extenso, quizá con una sílaba más, cumpliría mejor ese propósito. Entonces, le insinué otro, que era en realidad el nombre de una mujer a quien yo había frecuentado en una visita anterior al hemisferio norte hacía muchos años. Es más, aún llevo inscrita esa palabra sobre mi hombro derecho, no como un tatuaje sino como una cicatriz: Ulrica. Varias cartas firmadas con el original Ulrikke se perdieron en una mudanza, pero existen o existieron.
Aquel párrafo que Borges me mostró comenzaba así: Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo mismo. Los hechos ocurrieron hace muy poco, pero sé que el hábito literario es asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis.
Le dije que era un comienzo intrigante, pero tras leerlo con atención y examinarlo por unos minutos, le sugerí algo. La primera oración podría sonar de este modo: “Mi relato no negará la realidad, o mi recuerdo de ella, que son ambas fantasías sensuales ajenas a los hechos”. Levantó la mirada y permaneció en silencio, con la expresión de quien palpa un sabor.
—La oración me produce cierta perplejidad —indicó—, pero hay algo en ella que me agrada. ¿Nada más?
—Sí. Tengo una objeción de la cual no estoy muy seguro aún.
Proseguí y le cuestioné la propiedad de la frase “acentuar los énfasis”, que, si bien daba musicalidad a la oración y la cerraba con un ritmo perfecto, me producía la sensación de redundancia.
Desapareció por varios días, hasta un miércoles en que tocó la puerta de mi casa un poco después del almuerzo. Me contó que se había ausentado por asuntos relacionados con la salud de un amigo, pero que se había dado tiempo para avanzar el texto en La Plata. Quiso leerme una parte en la cual describía a la muchacha noruega (para entonces, ya había decidido que sería noruega) que participaba en su relato. Le presté mi mayor mi atención y esto es lo que oí de su voz: Era ligera y alta, de rasgos afilados y de ojos grises. Menos que su rostro me impresionó su aire de tranquilo misterio. Sonreía fácilmente y la sonrisa parecía alejarla.
—Me recuerda a alguien —interrumpí, a la vez que asentía con la cabeza en señal de aprobación—. También a ella su sonrisa parecía alejarla, aunque sonreía poco.
—¿Quién es ella? —inquirió.
—Una mujer que era hermosa y tal vez aún lo sea —agregué—. Una noche, treinta años atrás, descubrí esa lejanía en su rostro. Pero en ella la mirada era triste, siempre más allá, siempre en un horizonte que nunca alcanzaba. No guardo ninguna fotografía. Prefiero mirarla desde dentro, desde el recuerdo. Su esplendor persiste en la memoria de quienes la vieron alguna vez.
La conversación se prolongó por treinta minutos y le conté sobre esa ciudad rodeada de montañas en la que anduve, enamorado, con aquella muchacha. Insistí en que su belleza era superior a todo cuanto pude ver en los años posteriores de mi vida. Su rostro era absolutamente fuera de lo común; sus rasgos estaban distribuidos en una proporción y equilibrio imposibles de concebir aun para el mejor estudioso de la figura humana.
La convivencia con Borges era agradable, productiva y propicia. Cada uno trabajaba en lo suyo y ocasionalmente conversábamos.
No queriendo sonar inmodesto, desvié la conversación y retomamos nuestro trabajo hasta la hora en que tuve que despedirlo, pues estaba agotado y necesitaba descansar. Me preguntó si podía seguir viniendo, y le respondí que no sería ningún inconveniente durante la próxima semana, pero luego yo tendría que viajar. Quedamos hasta el día siguiente y nos despedimos con una palmada en el hombro.
La convivencia con Borges era agradable, productiva y propicia. Cada uno trabajaba en lo suyo y ocasionalmente conversábamos. Las habitaciones, contiguas, estaban conectadas por un pequeño corredor. En la cocina había comida ligera que la criada dejaba preparada y que yo desprendidamente compartía con él. El grande sofá de la sala era el recipiente para el cansancio y para el sueño.
Ya era mediados de agosto, y días fríos se sucedieron hasta que llegó la fecha de mi partida. Para entonces, él ya había avanzado considerablemente la escritura del relato de la joven noruega y su amante latinoamericano, que apellidaba Otárola.
—Igual que el apellido de la madre de mi esposa —dije, sorprendido y risueño.
Mi tren salía por la tarde, de modo que pudimos compartir unas horas de trabajo matutino y charlamos sobre la naturaleza de la labor creativa y los proyectos de cada uno. Le pedí que me leyera algún fragmento, al azar, de su relato. Entonó las siguientes líneas, con la voz cansada: Al día siguiente bajé temprano al comedor. Por los cristales vi que había nevado; los páramos se perdían en la mañana. No había nadie más. Ulrica me invitó a su mesa. Me dijo que le gustaba salir a caminar sola.
Estas imágenes evocaron uno de los párrafos que había logrado concluir antes de sumergirme en la escritura de la biografía, y que nombraba, asimismo, la forma blanca del frío. Ambos relatos —el suyo y el mío— compartían una escena común y una atmósfera similar. Entonces, le pedí a Borges que antes de darle una opinión sobre lo que acababa de leer, me permitiera hacer lo propio. Proseguí con tono solemne, como quien recita un poema, y leí mi párrafo para él: “El frío era profundo, pero la nieve arrojaba a la vista una textura láctea que producía placer. Sola en su mesa, ella contemplaba el fondo líquido de su taza, que luego ascendía transfigurado en vapor. La miré una vez más; luego, sostuve su imagen en mi palma, como si posara para un artista”.
—Percibo en su nieve algo similar a la mía —sentenció—, pero note que en mis palabras hay una mención del tiempo, de la mañana, que entrega al lector la imagen de una nieve fresca, sin heridas.
Mi viaje resultó muy penoso, y nuestras pequeñas vacaciones se desgastaron por las circunstancias que nos acontecieron a mi mujer y a mí. Ella enfermó hasta parar en la cama de un hospital y yo me vi envuelto en un lío policial porque se me acusó de sustraer dos tomos de una librería. Al final, todo se solucionó, pero ese sinsabor propició nuestro retorno anticipadamente.
Ya en casa, me tomé unos días para adaptarme de nuevo a mi rutina y abolir de mi memoria lo recientemente vivido. No fue fácil, pues estuve con una sensación de apatía y derrota por casi una semana. Pero un mensaje de mi cliente solicitando la entrega pronta del primer borrador de la biografía deshizo mis devaneos y me puso a trabajar con diligencia.
Sentando en mi escritorio, y digitando entrecortadamente las teclas de la máquina, sentí que me faltaba el estímulo de la presencia de Borges. Desde que había retornado a Buenos Aires no lo había llamado. Juzgué que de alguna manera lo había traicionado, y de pronto me hizo mucha falta. Me pregunté también si a estas alturas no habría terminado ya su relato amoroso.
En el tiempo transcurrido, su compañía había sido contundente para lograr yo un buen manuscrito. Su hablar lúcido y amable, su clarividencia y sus lecturas me envolvían en una bruma exquisita que me predisponía fervorosamente a la creación. Confieso, con toda honestidad, que alguna vez le copié un adjetivo o una imagen para adornar mi texto biográfico.
Borges estaba internado en un hospital. Según le refirieron, se trataba de un problema de la vista.
Luego de llamarlo infructuosamente por teléfono, lo mandé buscar con una persona de confianza. El mensaje que recibí de parte de mi enviado fue sorprendente: Borges estaba internado en un hospital. Según le refirieron, se trataba de un problema de la vista y al día siguiente por la tarde regresaba a casa.
Dejé pasar unos días antes de averiguar por él otra vez, pues no quería ser impertinente. Recordaba que alguna vez había aludido, casi con resignación, a su creciente pérdida de la vista, mas no pensé que tan pronto podría presentar un cuadro que exigiera un internamiento. Cuando finalmente hablamos, me aclaró que lo del hospital había sido parte de un estudio médico y que por seguridad lo retuvieron una noche. No pregunté más, y le ofrecí retomar nuestra rutina creativa.
—Dentro de unos días, con mucho gusto —respondió—. Ahora los médicos me han prescrito descansar.
—Magnífico. Su ambiente de trabajo lo esperará tal cual —repliqué con energía—. No olvide, Borges, que tengo curiosidad por saber de su relato.
Nos volvimos a ver un sábado por la tarde, ya hacia fines del invierno. Lo percibí un tanto demacrado. Tal vez la preocupación por su salud había resentido su rostro. Sin embargo, poco después de saludarnos, entusiastamente me animó a oír un fragmento de aquella historia que esperaba terminar pronto. Por múltiples razones no había podido avanzar en ella como hubiese querido, pero la proximidad de su conclusión lo arrobaba. Quería leer una parte que, según él, trazaba el inicio de una larga escena hacia el final.
—Estará usted de acuerdo en que un beso no negado abre las puertas de un cuerpo, voltea una página, enciende la luz de un escenario —dijo, con algo de solemnidad, mientras yo lo miraba intrigado.
Después, para darle claridad a lo que acababa de afirmar, dejó resonar esas líneas finales que había anunciado: Comprendí que una cosa inesperada no me estaba prohibida y le besé la boca y los ojos. Me apartó con suave firmeza y luego declaró: Seré tuya en la posada de Thorgate. Te pido mientras tanto, que no me toques. Es mejor que así sea.
Coincidí en que esas circunstancias, sean cuales fueran los hechos posteriores, abrían para los personajes un sinfín de posibles acciones, y propiciaban un clima de desenlace. Sólo había que saber en qué momento colocar la última palabra, apagar las luces y bajar el telón.
—Es increíble —agregué sorprendido— cómo nuestros relatos transitan una senda común. Usted no se imagina, pero desde hace tiempo tengo escrita esta línea que anuncia el encuentro carnal de dos rostros.
Asegurándome de tener toda su atención, sostuve el papel en alto y articulé las siguientes palabras: “Entonces, con la seguridad de quien cumple una profecía, la tomé de la mano y la conduje por un pasaje hacia una fuente. Nos sentamos. Acaricié su cabello y presentí que un beso era aquello que el universo me pedía”.
Sólo vino una vez más, dos días después. Ninguno de ambos se imaginaba que tras ese lunes no nos volveríamos a ver. Para entonces, el ruido en su calle ya había cesado y la tranquilidad se había repuesto. Pero fue el rostro limpio y sereno de nuestra amistad lo que continuó reuniéndonos en esta casa tan propicia para el ensueño literario. En esa última visita, mencionó que su narración estaba casi terminada. También me confesó que no pensaba publicarla pronto, sino que la guardaría por un tiempo “tal vez largo”. No tuve el ímpetu de preguntar por qué, pues entendía que sus temas literarios seguían otro curso y probablemente no quería perturbar aquella continuidad. Hace poco había publicado —con magnífica crítica, hay que decirlo— La casa de Asterión, en una revista especializada, y algún tiempo antes se había editado la colección titulada Ficciones. Su fama estaba en ascenso.
—Yo diría que ya está hecho, aunque una escena me inquieta un poco. Tal vez usted quiera verla —comentó.
Su duda era sobre un breve pasaje, que en el borrador lucía así: Ulrica ya se había desvestido. Me llamó por mi verdadero nombre, Javier. Sentí que la nieve arreciaba. Ya no quedaban muebles ni espejos. No había una espada entre los dos. Como la arena se iba el tiempo.
—Quiero agregar un párrafo más, pero no más de uno porque siento la inminencia del final.
—Quizá no un párrafo, sino una línea solamente —interrumpí—. Hay un ritmo vertiginoso y una idea magnífica que exige conclusión. Es un poema que debe cerrarse ya.
Con gran humildad (quién era yo, al fin, para sugerirle algo) oyó mis puntos de vista.
Dilucidamos el asunto y, en el lapso de casi treinta minutos, intercambiamos algunas ideas sobre la construcción de un final adecuado, y evocamos con afán aquellos versos últimos de la Comedia en las propias palabras de su autor: l’amor che move il sole e l’altre stelle, además de otros finales que considerábamos perfectos. Con gran humildad (quién era yo, al fin, para sugerirle algo) oyó mis puntos de vista y anotó una que otra idea que propuse para el cierre. Al cabo de unos minutos de silencioso trabajo, regresó para leer la oración final: Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez el cuerpo de Ulrica.
—Es una línea casi perfecta, Borges —sentencié, con la expresión gozosa de quien acaba de advertir un prodigio—. Deme un minuto para considerar algo.
Secretamente, me preguntaba si era consciente de lo que brotaba de él, de la fabulosa operación que se gestaba en su mente y luego surgía en forma de palabras. Secretamente, por igual, no comprendía por qué confiaba tanto en mí. Quizá por mi linaje de pampa y occidente, quizá por mis lecturas afines a las suyas, o por mi ingenua osadía.
—Sólo le dejo una pregunta —exclamé suavemente—. ¿Qué pensaría de cambiar “el cuerpo” por otra palabra, por algo más abstracto, tal vez un color, una fragancia o un sueño?
Aquella pregunta quedó sin respuesta. La mañana siguiente, mi vida tomó un rumbo inesperado. Abstraído en largos pensamientos, caminé desprevenido por el centro de la ciudad y me hallé, de pronto, en medio de una revuelta. Era un enfrentamiento entre peronistas, opositores y fuerzas del orden. Súbitamente, me vi atacado por dos personas y traté de apartarme, pero no lo logré. Como seguían encimándome, y ahora con más violencia, me defendí con una piedra. Una de ellas —un hombre cuya mirada no logro olvidar— cayó al suelo, inconsciente, y pude correr. No tardó en circular la noticia de su deceso, luego de dos días de un sombrío coma.
Apenas supe de este desenlace, resolví salir del país sin demora. Era una época incierta, y no confiaba en los gobiernos, en sus hombres ni en su justicia. Sentí que no tenía otra opción. Mi esposa me alcanzaría después, cuando yo le hiciera saber mi paradero. No teníamos hijos, y no tanto que echar de menos.
Mi hermano me acompañó hasta la frontera. Primero me dirigí al Paraguay, y de allí seguí más para el norte. Soy un hombre que puede resistir la tristeza y la decepción, mas no la angustia. Me atormentaba la idea de que un día me encontraran y me llevaran a una prisión. Comprendí que no me detendría hasta que un océano me separara de mis perseguidores. Por teléfono, mi esposa me decía que era un delirio continuar más lejos, pero no la oí, estaba ciego de terror.
Llegué a Panamá y me quedé un mes en casa de un amigo exiliado. Por intermedio suyo conocí a Leonardo Soler, capitán de un mercante español (y de quien estoy por siempre agradecido). Él supo darme un lugar en su barco que iba para Asia. A solicitud mía, me dejó en su último destino.
Ahora, más de veinte años después de aquella desesperada travesía, puedo decir que he encontrado sosiego. Me he hecho de un nombre en este lugar. Aprendí el idioma, y aunque difícilmente llegan noticias del otro lado del mundo, recibo alguna carta de mi hermano que leo con efusión. No me quejo de mi suerte, he sabido acostumbrarme a todo. También a los largos y duros inviernos. Y he descubierto que la naturaleza, como la vida, nos entrega compensaciones: ya en el frío más atroz, ya en ese frío innumerable, el alma se apacigua con la vista de la nieve.
En ocasiones, cuando la blancura del paisaje es profusa, recuerdo aquel prodigioso tiempo con Borges y el relato en el cual me involucré. Siento gran curiosidad por saber qué camino tomó, qué rostro adquirió, y si su autor desoyó o no mis palabras. Probablemente nunca lo sabré. Probablemente nadie sabrá nunca que fui yo, Alonso Villaseñor, quien concibió un nombre y un final para esa historia.
Nota a pie de página
El cuento Islandia, de Alonso Villaseñor, se publicó en el suplemento del diario La Prensa el 15 de mayo de 1968, en el Perú.
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