Acercarse a la poesía de Miguel Veyrat supone un gran reto, ya que su obra está compuesta de pequeños puzles donde aflora una voz muy humana, deseosa de comunicación.
Si la poesía de Veyrat es un encuentro con el lenguaje, con su misterio, preñado de símbolos, la persona llamada Miguel Veyrat es un verdadero hallazgo de humanidad, un hombre que comunica con sus ojos la avidez y el entusiasmo de la vida. Su generosidad es una de sus cartas de presentación; por ello, he querido hacer esta pequeña crítica a su obra.
Para realizar este trabajo-homenaje no me he basado en la ya gran cantidad de poemas que este periodista y poeta ha publicado hasta la fecha: Antítesis primaria (1975), Aproximática (1978), Edipo en Chelsea (1989), El corazón del glaciar (1990), entre otros muchos, sino en su antología Desde la sima, donde recoge poemas de estos libros y de otros.
Los poemas de Miguel Veyrat son traducciones de su espíritu, enriquecido por lo ya visto, pero también por lo que ha presentido, lo que ha intuido en el camino de la vida.
Como muy bien dice la profesora Françoise Morcillo. “Desde la sima celebra treinta años de escritura poética del poeta Miguel Veyrat. Él es un juglar contemporáneo cuyo cántico interpreta la gesta de la voz iniciadora de la muerte”.
Es cierto, porque si algo representa la poesía de Veyrat es un deseo de unir la vida y la muerte, cantar desde lo profundo su pasión por las cosas, su experiencia del mundo y su preparación para aceptar el final de la vida. Es Veyrat un poeta que representa la experiencia, la sabiduría del que ya ha regresado del viaje y que, como en su dilatada experiencia vital, ha recorrido una ardua y esclarecedora carrera espiritual, la cual le lleva a la sabiduría antes citada.
Por ello, sus poemas son traducciones de su espíritu, enriquecido por lo ya visto, pero también por lo que ha presentido, lo que ha intuido en el camino de la vida.
En Antítesis primaria (1975) aparece un poema que descubre ese camino de la experiencia vital, se llama “La desintegración de la rosa” y dice: “Fue primero tierna y rosa / apretado botón contra mi alma / donde oculto el escorpión / se agazapaba”.
Si nos fijamos bien, la rosa es botón que está “contra mi alma”. No es difícil entender que la rosa es el cuerpo que se enfrenta al alma. Esta oposición de cuerpo y alma es clave en el poema. Por ello, la rosa necesita algo material: “el botón”, y en su gradación a lo existente: “el escorpión” como si de una metamorfosis se tratase. Desde lo material pero sin vida a lo material, que es un animal que hiere. En este proceso, podemos ver que un elemento bello: la rosa, se ha transformado en un animal peligroso: el escorpión, que inyecta el veneno en la carne.
Esto significa, sin duda, el descubrimiento del pecado en la niñez; si no fuese así no hubiese utilizado el adjetivo “tierna” en el primer verso.
Pero, en otro instante de la vida, la rosa cambia de forma: “Se abrió después al sol de otoño / y sus órganos al viento / y sus pétalos estaban / abiertos como manos”. Vemos entonces el tiempo de la madurez, este espacio representa la sabiduría, pero también la riqueza, los dones de la vida: “y sus pétalos / estaban abiertos como manos”. La rosa está en su plenitud, como la vida, símbolo ineludible de la flor.
Pero este proceso de riqueza no ha de durar siempre, Veyrat lo sabe y muestra el paso inevitable a la vejez en los versos siguientes: “Fue luego secando / su vientre breve / fecundado, / y mustia la tersura / pudo separarse / de su tallo y otra rosa / brotó en la carne / y yace rosa seca verde y rosa vieja / enjuta y deshojada”. Como vemos, la vida se muestra en su decrepitud, ya no es la rosa que abre sus pétalos como manos ante el sol de otoño, sino la rosa que se seca, aquella que separa su tersura y muestra, como si nos hablase de otra piel dentro de la piel originaria, otra rosa que “yace rosa seca verde y rosa vieja / enjuta y deshojada”. Los adjetivos logran que Veyrat exprese mejor el detritus de la vida, por ello, representan lo que muere.
El poeta valenciano logra en el poema una espléndida gradación del tiempo en el mundo, una visión desde la infancia: “tierna y rosa”, hasta la madurez: “Se abrió después / al sol de otoño”, y de allí a la vejez: “fue luego secando / su vientre breve / fecundado…”.
Lo que más me entusiasma del poema es que en un segundo apartado expresa lo que resulta esa rosa vieja, fruto del paso del tiempo: “Pergamino de su carne / descarnada / ilumina a veces / el tubo de ensayo / literario. / Sola, / rota y sola / en alacrán / desintegrada”. Vemos que hay muchas pieles en una, lo que queda es el resultado del paso de la vida, de la erosión del tiempo. Si es pergamino es que señala lo antiguo, lo que se pierde en el pasado, por ello, es “carne descarnada”. Esta vejez del poeta es la que “ilumina a veces”, como si se tratase de un verbo feliz que salvase la tristeza del poema. Si no existiese un deseo de alegrarnos de tanta desolación no jugaría con la invención que supone la literatura, creación del ser humano para sustituir, mejorándolo, el mundo que nos rodea: “el tubo de ensayo / literario”.
La literatura es alquimia, una especie de prueba donde, a veces, se consigue el gran libro o el gran poema. Veyrat lo sabe bien; también la literatura es sustituto del mundo real, pero no un remedio cualquiera, sino todo un aliento para salvarnos de lo que nos duele a nuestro alrededor.
El poeta valenciano sortea el misterio de la palabra y busca, como un alquimista, la fórmula exacta. Para ello, investiga, profundiza y, a veces, halla el resultado. En el poema es la vida desgajada, deshecha: “Sola, / rota y sola / en alacrán desintegrada”.
Y para terminar este interesante poema, la literatura como evocación y homenaje: “venas que han gloriosamente ardido…”, un claro tributo a Quevedo y a su famoso poema barroco.
En este poema nos muestra Veyrat su arte poético, donde se va desvistiendo de los adjetivos en busca de la respuesta, del hallazgo de la verdad entre las sombras. La literatura está llena de referencias de esa caducidad de la que habla Veyrat y, desde luego, el universo barroco es uno de los mejores testimonios de la necesidad de cantar el tiempo en su duración, en el presente, ante la amenaza incesante de la muerte, no como el espacio idóneo para conducirnos a la otra vida, sino como el fin de nuestro tiempo.
Los libros que siguen, Aproximática (1978) y Adagio desolato (1985), contienen poemas muy barrocos, donde juega con el experimento verbal. Todavía Veyrat no ha encontrado una voz única y paladea otros sabores, hay algo del surrealismo de los años 20 en Aproximática y algo de la esencia juanramoniana en Adagio desolato (1985).
Veyrat experimenta, buscando el lenguaje que le sirva para desvestir el mundo y quietarle pieles a la vida, en pos de la voz pura, la poesía edénica tan necesaria.
Si José Ángel Valente inició un trayecto necesario hacia esa esencia, Veyrat, amparado en la ruptura de la poesía de verso y ritmo clásico, por considerarla puro ropaje, pura escenografía que no esconde la verdad del hombre, se envuelve en un juego que, a veces, puede parecer incomprensible, pero que significa, dentro de su coherencia vital, un deseo de no servir a lo tradicional, una necesaria ruptura con lo anterior.
Hubiese podido desviarse por la senda de los novísimos y el poema henchido de referencias culturales, pero Veyrat no busca esa demostración de lo literario, narcisista y vanidosa, sino que se recoge, como si fuese un murciélago en la luz, para alumbrar de noche e iniciar, como Fausto de manos de Mefistófeles, su vuelo hacia la verdad, hacia la certidumbre de las cosas.
Y lo consigue. ¡vaya si lo consigue! en sus últimos libros de poemas, donde, ¡por fin! asoma la clarividencia de su humanidad, su deseo de transgredir lo cotidiano y envolverse en la verdadera poesía, como un señuelo de luz que testimonia su vida.
Aparecen poemas muy interesantes en Elogio del incendiario, trilogía compuesta por el título ya citado y por Última línea rerum y El corazón del glaciar.
Hay un poema que me gusta mucho de la primera parte; se llama “Límite de voz” y me parece muy bello y muy transparente, como si en él se cifrase todo lo que siente Veyrat de la vida y de la existencia: “Como un dios / En la sombra, / Al acecho / Está mi voz”. Hay que fijarse bien, porque si su voz está al acecho es que ya ha aceptado su lugar: la sombra. Es consciente de hallarse retirado del mundo, entre su propia sabiduría, lejana de los agradecimientos fatuos y de la hipocresía mundana, una voz recogida, como si fuese oro.
Dice también: “En el cifrado / Tiempo, / Acento / En claroscuro”. En estos versos, el poeta conoce que el silencio es su testimonio, el tiempo es luz y sombra, ya sabe que la vida no es un tesoro, pero sí es consciente de que hay riquezas dentro, aunque también miseria.
Lo más hermoso del poema es la declaración de lucha, de insistencia por vivir, pese al daño que la claridad, la certeza del paso del tiempo y su camino hacia la nada, hace sobre él: “Sonará mi voz / Aunque / Se apague / En el turbio / Estupor / De la noche”. Es un claro reflejo de la muerte venidera, de su deseo de existir pese a la presencia del dolor. Nadie puede vencer a la muerte, pero Veyrat es estrella que alumbra, pese a la negrura, al abismo que nos ha de invadir en el momento final de nuestra vida. Veyrat es faro, luz-guía para comunicarse con la verdad que desvela dentro de su ser. Por ello, emplea la palabra “estupor” porque la confusión reina en la oscuridad, como el noble Dante ante el infierno de su Divina Comedia.
Y Veyrat insiste en su voz, tan repetida en el poema, ya que su decir es eterno, no ha de morir; queda, como querían los románticos, en el papel, impresa su existencia tras la muerte: “No hay límite / Para una voz / Sorprendida / Por el sol”.
Esta voz ha tanteado la oscuridad, ha navegado en las aguas de Leteo, pero es una voz que, insomne, quiere ver el alba, el despertar del nuevo día.
Por ello, dice, como colofón magnífico de este gran poema: “Tan limpia es / Que la sombra / No la empaña”.
La obra de Veyrat es revelación de un ser que canta la plenitud de lo humano, sus certidumbres.
El presagio de la muerte no elimina la voz, tan pura es su consistencia, porque nace de la verdad, de la honestidad de un hombre fiel a sí mismo, que no transgrede, con su inmoralidad, el mundo, sino que entiende la vida y la canta en el espacio que le queda: “al acecho / está mi voz”. No es importante para muchos, pero es auténtico para él y para los que le conocen: “Como un dios / en la sombra”.
Hay muchos otros poemas que merecen la pena, porque la obra de Veyrat es revelación de un ser que canta la plenitud de lo humano, sus certidumbres.
Cito, de este gran libro que es Elogio del incendiario, “Última línea rerum”, cuando dice en “Vuelo iniciático”: “Vuela la joven muerte / Llena de inexperiencia”.
Nos señala la muerte, como hace Tadzio en la novela de Thomas Mann: La muerte en Venecia, señalando al horizonte, mientras el compositor alemán muere en la orilla, ya feliz por la experiencia vivida del deseo renovado por el joven en sus últimos días en Venecia.
Pero la muerte tiene forma corporal, magnífica personificación que Veyrat nos regala, amparado, esta vez sí, en la tradición española: “Su boca todavía tiembla / De mirlos recién segados”. Vemos la belleza de la muerte joven, casi niña, y, naturalmente, el hallazgo de un cuerpo, donde ha de quedarse, como el vampiro que bebe la sangre de alguien para poseerlo o el amante que, al hacer el amor con frenesí, se integra en el otro cuerpo, desasiéndose del suyo: “Vislumbra un ser, / Lo llama, lo tala y lo alza / Sus brazos cándidos: bebe”.
Cuando llega ese momento, el ser humano es cercenado por la muerte, “lo tala”, está envuelto en su poder, ya no es él, sino el resultado de la posesión, es “literalmente” bebido por la sombra.
Y ya, como si nada pudiese ocurrir más que dolor, dice Veyrat: “Se filtra la luz de pronto / En la sombra del espanto”.
Los verbos del poema nos llenan de entusiasmo, porque hay dinamismo, vida: “volar, temblar, vislumbrar, filtrar”, pero se oponen con fuerza a los sustantivos, símbolos del dolor: “muerte, siembra”.
La muerte lo es todo y nada puede evitar su presencia en la vida, su poderoso influjo en lo humano.
Las ganas de vivir son extremas en el libro que comentamos; nada puede parar al poeta valenciano que, consciente de su caducidad, se entrega al instante para devorarse en las llamas del pecado si fuese menester.
En “Renovación”, breve poema perteneciente a El corazón del glaciar, dice: “Llevar toda vida a su extremo. / ¡Oh, sí, consumirse! / Haz de la hoguera un Volcán / Devora tu propio corazón”.
Si vamos a morir, ¿qué mejor idea que agotar el instante, perpetuar su furor a través de una vida intensa? El poeta se entrega a la llama, siguiendo a los griegos y su concepción de los orígenes de la vida: el Fuego y el Agua. Devorarse en el centro del corazón es la mejor forma de incendiarse y de no olvidar que hemos vivido. Si alguna vez, aunque no parece probable, nuestro espíritu, como Platón decía, volase en el mundo etéreo y tuviese reminiscencias de lo humano.
Veyrat ha logrado reducir el verso y buscar en la síntesis del lenguaje la verdadera palabra. Al igual que Juan Ramón Jiménez en Eternidades, busca el poeta valenciano el nombre exacto de las cosas. Su poesía logra su verdadero triunfo: explicar las verdaderas obsesiones del hombre: el tiempo, el amor, la muerte.
No son nuevas, pero Veyrat se entrega con furor, como un dios en la sombra, al milagro de la poesía.
Conocimiento de la llama, La voz de los poetas y Babel bajo la luna
La poesía de Veyrat cobra altos vuelos en estas obras, se acerca en ellas a la verdad que habita en el silencio, verdadera sima donde nace la luz, origen de las cosas y nacimiento de la palabra.
Es en estos poemas donde el poeta valenciano perfecciona su poesía, la ofrece como un don, regala la sabiduría del lenguaje, revestido de cultura, pero sin que se perciba, como si fuese el lenguaje originario.
Conocimiento de la llama es un libro de 1996 y supone un ascenso, un vuelo hacia la inteligencia como instinto, hacia la sabiduría como origen.
El primer poema que comento es “Palabra perdida”. Sorprende la certidumbre del poeta valenciano envuelto en las brumas, para buscar la certeza del origen de la palabra. Dice así: “Perdido en la línea del alba / —meta o partida— / volveré a la patria / torturada de mi infancia / y habitaré mi lengua. / Abandonada bruma / pie de luz en la ceniza”.
Esta primera parte es muy significativa; nos hallamos ante el poeta que busca la luz: “perdido en la línea del alba”, pero no sólo la busca, sino que cuestiona qué significa, si el principio o el fin del tiempo. Su afán es ir a la lengua originaria, donde la pureza anidaba: “volveré a la patria / torturada de mi infancia / y habitaré mi lengua”. Es en ese punto donde Veyrat ya es demiurgo, nos lleva al terreno que él quiere y nos deja huérfanos de otra voz que no sea la suya. Pero me pregunto: ¿por qué “patria torturada de mi infancia”? Bajo mi punto de vista, porque todo surge en la infancia, su influencia francesa por parte de padre y catalana por parte de madre y su raíz valenciana, esa amalgama de lenguas le “tortura”; es, en definitiva una torre de Babel.
Por todo ello, vuelve a ese inicio, para hallar no una lengua concreta, sino la originaria que está más allá de aquéllas. Esta lengua no va a ser otra que la de los signos, la de los gestos, la de las miradas. En definitiva, la lengua sabia de la infancia. Naturalmente, desde su madurez aquella lengua ha perdido su poder significativo, devastada por las otras, pastiches de cultura. Por ello, ese origen es “abandonada bruma / pie de luz en la ceniza”.
Veyrat propone: “hay que rescatar el origen de las cosas”, y yo completo algo que él suscribiría: “y hay que ir a la lengua originaria, no devastada por la manipulación de tantos que han pervertido los lenguajes aprendidos”.
Para Veyrat, la palabra, su verdadero sentido, está abandonada, porque ha sido progresivamente prostituida por la mayoría, por los intereses de los individuos: “¿Dónde está la palabra / agua interior congelada / en la pupila del tiempo?”. Es curioso que diga “pupila del tiempo”; no emplearía esta expresión si no se refiriese a la mirada, lenguaje visual que no ha sido mancillado, porque nada puede reemplazarlo o sustituirlo por un lenguaje nuevo.
La mirada como infancia, como descubrimiento y, por ende, aprendizaje puro del niño. Esta mirada, anterior a todo, está “congelada”, hastiada de palabras que ocultan su intención verdadera y que se usan sin rigor alguno.
Curiosamente, la sangre como impulso va a ser en Veyrat como un río que fluye y que le empuja a seguir, aliento donde el poeta recoge ese lenguaje originario. Veyrat dice: “Al fragor de la sangre / me abandono: / Río rojo donde fluye / la brasa insomne, / el incendio”. Vemos que ya apareció en los siete versos primeros: “pie de luz en la ceniza”, para hablar del lenguaje de la infancia. Ahora repite ese mismo resto, esa especie de brizna que queda de lo amado: “brasa insomne”, referida a la sangre que fluye por el poeta y que impide que duerma ese lenguaje original. Esa fuerza de la palabra lo es todo, provoca un furor que revela el incendio. Después del lenguaje adulto, lo que queda, “brasa o ceniza”, es el lenguaje verdadero, puro, el de los ojos que miran y revelan el mundo.
Naturalmente, para Veyrat tiene que haber alguien a quien dirigir su vocación de incendiario, de polemista, de rebelde ante lo establecido. Al decir “compañera” no se refiere a nadie en concreto, sino a ese poso de la palabra no pervertida, de la palabra iniciática del mundo.
Vuelve de nuevo a dirigirse al interior; antes fue la sangre, ahora el corazón. Veyrat, entusiasmado por esa presencia, certidumbre de su vida que es el lenguaje verdadero, conoce qué anida dentro; por ello, dice: “Compañera, / en el latido del viento / —despreciado silencio— / Quizá el corazón lo sepa”. Esa certidumbre no se revela más que en el interior, es una certeza poderosa, eslabonada al sentimiento, prendida de las emociones.
Si hay silencio es porque la vida está ceñida a ese mutismo, a ese hermetismo de la palabra original, pero no relacionada con nada que no sea lo instintivo, lo hondo: la sangre, el corazón.
Veyrat logra en este poema acercarse más al fluir de la vida en la sabiduría del que está alejado del mundo porque lo conoce bien, el eremita que, como el Hiperión de Hölderlin, dirá, en su fuero interno, aquellas palabras memorables que reproduzco aquí: “¡Cómo odio, por el contrario, a todos esos bárbaros que creen ser sabios porque ya no tienen corazón, a todos esos monstruos groseros que matan y destruyen la belleza juvenil con su mezquina e irracional disciplina”.
La disciplina a la que Veyrat se refería, sin duda, es aquella que tiene que ver con el uso del lenguaje manipulado, la utilización vergonzante de la palabra que triunfa en el mundo, expresiones hipócritas como daños colaterales o eje del mal.
Pero no hay que olvidar la voz de Juan Ramón Jiménez como un eco de Veyrat en Eternidades al decir el poeta moguereño lo siguiente: “¡Intelijencia, dame / el nombre esacto de las cosas! / Que mi palabra sea / la cosa misma, / creada por mi alma nuevamente. / Que por mí vayan todos / los que no las conocen, a las cosas; que por mí vayan todos / los que ya las olvidan, a las cosas; / que por mí vayan todos / los mismos que las aman, a las cosas… / ¡Inteligencia, dame / el nombre esacto, y tuyo / y suyo, y mío, de las cosas!”.
Para Juan Ramón Jiménez, las cosas son todo aquello que ha de decirse de nuevo, no con el lenguaje aprendido, manipulado por el uso, sino con el lenguaje puro, el de las manos, el de los ojos, para nombrar de nuevo el mundo.
Veyrat pretende también iniciar el camino de la revelación hacia lo no dicho, hacia la palabra perdida en el tiempo, puro signo, de múltiples significados: emoción, sinceridad, etc.
Y no hay que olvidar a José Ángel Valente, otro espíritu que busca la plenitud en el lenguaje no revelado, que está por decir y que, al hacerlo, revela el origen. Así lo manifiesta en los poemas de El fulgor (1984), en el poema XXVI: “Con las manos se forman las palabras / con las manos y en su concavidad / se forman corporales las palabras / que no podíamos decir”. No hay mayor deseo de revelar lo material de la palabra. La manifestación acoge lo real, el significado de una palabra no es distinto a su materialidad. ¿No está Valente haciendo referencia a lo tangible, a las cosas y al nombre exacto de las mismas que buscó Juan Ramón o a la palabra anhelada de Veyrat, que anida en la infancia y que se descubre en la pupila del tiempo y en esa niñez que es brasa y ceniza? En mi opinión, sin duda alguna. Todos ellos, poetas de la verdad, rastrean el lenguaje y lo convierten en añoranza, en ilusión, en fruto poético.
Pero el poeta valenciano no sólo nos regala ese deseo de lo originario, también en “La huella del nómada” nos ofrece una visión del hombre que viaja, como un buscador del lenguaje en lo que mira, que, gracias al poder del lenguaje visual se transforma en lo único que existe, en lo único real. Diríamos que sólo se hace materia al ser mirado. Es tangible para el ojo y, por ende, para el corazón que lo contempla.
Para Veyrat todo son señales de lo vivo, lenguajes originarios que no sustituyen al lenguaje real, sino que están por encima de él.
El poema dice: “Vive en su mente una lengua / que se apoya sobre el viento: / De luciérnagas se nutre / y ya sabe como el fuego / que posee / cuanto nombra”. Si nos detenemos aquí, ya tenemos la revelación de la luz entre las sombras, todavía no sabemos a quién se refiere, pero sí su misión, la de mirar, la de ser luz en las tinieblas. Por ello, dice “de luciérnagas se nutre”, de esas luces que los animales propagaban en la oscuridad, y nos remite al principio, al origen, a la idea del fuego como principio, a los presocráticos, al deseo de iluminar la noche para revelar la vida.
Aparece seguidamente el nómada, el que no se detiene, el que cambia de lugar, como si su vida fuese anhelo de descubrimiento, de continua inquietud. El nómada tiene una huella que sólo es, para el poeta: “un aroma, una palabra / una canción que acude / hasta el lugar donde se inicia / la espiral del gran regreso”.
El nómada está siempre iniciando el camino que se ha dejado atrás, como en un eterno retorno, como en un ciclo que se repite incesantemente, como si se tratase de Sísifo llevando una y otra vez la pesada carga que le obliga a subir de nuevo al monte.
Hay señales, guías, para el nómada: un aroma, una palabra, una canción. Es curioso que cite los sentidos: el olor, el oído. Para Veyrat todo son señales de lo vivo, lenguajes originarios que no sustituyen al lenguaje real, sino que están por encima de él.
Para el poeta valenciano, el nómada repite lo ya acaecido sin darse cuenta, vuelve al inicio, ese es su destino.
Por todo ello, dice lo siguiente: “Así es el viajar del hombre, / temeroso de sombras y evidencias: / Para cruzar los desiertos, / loco de amor trastorna / la razón de las palabras”.
Es curioso, porque el nómada tiene miedo de lo que no se revela (sombras) y de lo que se descubre (evidencias). Esta inquietud surge de la imagen del mundo como apariencia, como superficialidad, que esconde otras realidades no perceptibles.
El nómada es esencialmente emotivo y se deja llevar por lo irracional: “loco de amor”, esa sensibilidad le lleva a “trastornar / la razón de las palabras”. ¿No es de nuevo el intento romántico de ir hacia el origen, hacia lo puro, hacia la inocencia?
Es curioso que hable de desiertos, ya que en ese ámbito solitario y sin gentes es donde el nómada-poeta va a elucubrar sus verdaderas pasiones, tan puras como la poesía. Y, de nuevo, el tema del libro, la mirada como esencia, como reflejo de la existencia; no hay nada más allá de lo que uno percibe y, por ello, sólo lo que se mira se torna materia, existe y vive: “Y sólo existe cuanto mira, / vive solamente aquello / que en él se ilumina y crea”. La iluminación tiene que ver con el espíritu de luciérnaga del poeta en la certidumbre de la noche; no sólo da luz sino que, al brillar, inventa un mundo y, por ello, crea, cualidades intrínsecas del poeta ante el poema que escribe en soledad.
En el trasfondo del poema está la creación, el nómada no es sólo el que viaja continuamente de forma real, sino el que lo hace con la imaginación, con la fantasía, es decir, el creador. Todo ello, como podemos deducir, nos lleva al hombre que necesita soñar, recrear la vida a través de lo que piensa y lo que ve, es decir, el poeta.
La soledad del desierto como un páramo donde puede dar rienda suelta a sus sueños, el viaje como motivo de descubrimiento, de revelación. Los rastros de la pasión envueltos en un olor, una canción, unas palabras, nos devuelven al origen, al momento en que el hombre no conocía el lenguaje articulado, pero sí el mundo que le rodeaba, lleno de sensaciones.
Las emociones se convierten, para el poeta, en todo, sólo somos lo que vemos y sólo tiene existencia porque lo contemplamos, nos viene a decir el gran poeta valenciano Miguel Veyrat.
Y me adentro en sus últimos libros: La voz de los poetas y Babel bajo la luna, dos verdaderos testimonios de la gran sensibilidad del poeta valenciano.
En “Vita Nuova” se contrapone realidad-imaginación, a través de dos antítesis: violencia-amor.
El poema habla por sí solo: “cuando amanece / y el español prefiere / teñir la aurora / con la sangre / de la tórtola, / yo suelo soñar / con Beatriz Portinari / comiéndose mi corazón”. Ya aparece el contraste, el español usando la violencia, cazando, y el poeta, buscando en la literatura su modus vivendi.
Para Veyrat es una antítesis esencial; el poder de la literatura lo es todo, permite crear, imaginar, anidar en el tiempo remoto su esencia de melancolía. Sin embargo, la mayoría prefiere matar el tiempo haciendo sufrir, en una referencia indudable a la ignorancia de muchos, incapaces de acercarse al arte, ausentes de sensibilidad para éste.
Este contraste tan acertado me recuerda el lenguaje sincero y duro de Luis Cernuda al criticar al español por vivir plenamente en la ignorancia y en la barbarie, frente a la hipersensibilidad, envuelta en soledad, del poeta.
Y Veyrat nos hace ver, con su peculiar estilo, el amor petrarquista, al caballero que inventó Petrarca y su lírica y que influyó decisivamente en la lírica renacentista. Dice así: “Y amor me parece / alegre, si llorando / lo veo partir / de mi herida / hacia su origen”. Aquí encontramos la antítesis, recurso que nos demuestra que los extremos se tocan: la alegría y la tristeza.
¿Cuál es el origen al que se refiere el poeta? Nos desvela esta raíz y nos llama la atención porque no tiene que ver con la poesía y la cultura italiana de donde parecía proceder. No, es el Oriente, con su mundo místico y sensual, arrebatador, el que seduce al poeta y le envuelve en la atmósfera de la melancolía y la tristeza. Hay, sin duda, para Veyrat, dos referentes culturales: Italia y esa Beatriz Portinari que cantó el gran poeta italiano Dante, y Oriente, seductor paisaje, bandera de las emociones, luz que anega en la oscuridad. Veyrat dice: “Oriente donde cuaja / la luz que la mañana / arrebata al viaje / por las noches y la rosa”.
Tenemos un mundo de símbolos: mañana-noche y rosa. El mundo oriental, plagado de aventuras, es también el mundo de la sensualidad que busca vanamente la belleza eterna y la encuentra en algo perecedero: la rosa. Es un claro símbolo barroco de la brevedad de la vida que Veyrat logra regalarnos como una imagen inolvidable.
El contraste en el poema es evidente: alegre-llorando, mañana-noche. Veyrat conoce el sentido que la antítesis tiene: expresarlo todo como un continuo ir y venir entre lo que representa vida y lo que significa muerte. El poeta es consciente de la complejidad de la vida y no elude sus significados: los revela, como una aparición que represente el todo.
El viaje es referente aparecido en la “Huella del nómada” en su poemario Conocimiento de la llama. Para el poeta valenciano, el viaje es la aventura de la vida, con sus luces y sombras, un viaje real, desde luego, pero también, como vimos en la “Huella del nómada”, creado con la imaginación, rico caudal del que se alimenta el vate en su afán de inventar el mundo.
Termina el poema diciendo: “Y la rosa acribillada, / a todos se revela / más fresca y más temprana”. Este simbolismo dota el poema de inusitada belleza, la rosa, símbolo de lo hermoso y breve, símil barroco de la mujer, es, para Veyrat, una demostración de lo que la vida hace: erosión pura sobre lo bello. Pero el poeta no se resiste a inventar de nuevo y, como el nómada en su poderoso impulso de creación, hace resucitar la rosa denostada y acabada, porque sólo lo bello, pese al inmenso dolor que supone toda vida, debe permanecer: “Y la rosa acribillada, / a todos se revela / más fresca y más temprana”.
El poeta anuncia la aparición de una rosa nueva, lo que da sentido al poema, ya que el rechazo de éste a la violencia es constatación de un deseo de arraigarse en la imaginación y en la literatura, perfecto modus vivendi para Veyrat.
Todo el poema es literatura, desde el rechazo del español que ignora la sensibilidad a la afirmación de su amor por una mujer creada por el poeta Dante, Beatriz Portinari, hasta su adhesión al amante petrarquista y su referencia a un claro símbolo barroco: la rosa.
Veyrat se instala en lo literario para huir del horror de la vida y, como el nómada, viaja en su interior para elaborar su verdadero trayecto, el que realmente importa, un recorrido interior, esplendoroso siempre, pese a los azotes del tiempo. Al igual que la rosa que se revela más fresca y más temprana, pese a haber sido acribillada, el poeta vuelve de nuevo, tan puro e inocente por dentro como la primera vez.
El poema es, sin duda alguna, un ejemplo de amor a la literatura, desde un hombre de gran bagaje literario, pero, sobre todo y lo que es más importante, de gran sensibilidad hacia lo humano.
Quiero comentar otro poema arraigado a la tradición, en este caso, a la lírica galaico-portuguesa y a los símbolos que ésta nos dejó: amigo como amado y la aparición del ciervo como símbolo del amor que posibilita la unión entre los amantes.
Si recordamos aquellas canciones, nos es fácil imaginar la situación de la joven que habla a la madre o al amigo (amante) de su amor.
El mundo de la naturaleza representa un bello escenario de semejante situación. Veyrat ha bebido de las fuentes tradicionales y, por ello, nos regala este poema tan hermoso titulado: “La lengua de mi aroma”. Dice: “No te alejes / que mucho te he querido. / También yo / sobre las alas del viento / escribo mis amores / a mi amigo”.
Nos llama la atención que diga “también”, se supone que hay alguien más que sufre y pena por amor. El mundo de la palabra que se comunica y se transmite. “Escribo” es idóneo para esta reivindicación amorosa.
Pero es la segunda estrofa donde se desvela el simbolismo profano-religioso: “A ti que fuiste todo mío / he de decirte: / Dios te entregó en mis manos / dormirás entre mis pechos”.
La aparición de Dios que entrega el amor al poeta nos llama la atención. No parece este un poema religioso y, sin embargo, aúna dos tradiciones: la tradicional, exenta de carácter devoto, y la culta, donde la idea de la fe hace su aparición.
Pero no huye el poeta del ambiente bucólico cuando dice: “¡Baja ciervo a recoger los lirios!”. Mención indudable de la lírica galaico-portuguesa antes aludida.
Pero hay una evidente referencia del Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, donde el poeta místico plantea en plena naturaleza la búsqueda del amado por parte de la amada, simbolismo que se traduce en la unión del alma y Dios.
Veyrat sabe que se halla en el plano idílico y en el carnal, y conoce que la sensualidad forma parte del poema.
El poeta valenciano conoce ambas tradiciones y las une, para hacer de su poema un canto a la belleza, un regalo a los sentidos.
Que Veyrat diga: “¡Baja ciervo a recoger los lirios!”, se explica muy bien desde la visión del ciervo-amado que vive en el monte, y los lirios, reflejo del amor, emblema de unión entre ambos. Recordemos que la blancura del lirio es sinónimo de pureza, de virginidad. La unión amorosa tiene sentido en dos planos: el religioso, que concibe en el matrimonio la unión del hombre y la mujer desde la virginidad, y el profano, que fue utilizado en el Renacimiento por Garcilaso de la Vega y otros para cantar a la mujer de tez blanca y rubia y, presumo, virginal.
Pero Veyrat sabe que se halla en el plano idílico y en el carnal, y conoce que la sensualidad forma parte del poema. Como si de un poeta renacentista se tratase: “Al delatarme la lengua / de mi aroma / yo te nombro y te poseo. / En mi costado el corazón / es mi mazmorra”.
Podemos ver en estos versos grandes influencias, la de fray Luis de León, de De los nombres de Cristo, donde los nombres representan cosas, nombrar es sinónimo de tener. Pero también existe una clara relación con la falta de discreción que poseía el poeta renacentista; recordemos a Garcilaso: “Mi lengua va por do el dolor la guía…”. Y hay, sin duda, influencia del mundo sentimental, de aquellas novelas como Cárcel de amor, de Diego de San Pedro, donde el amado se hallaba preso (simbólicamente ) de amor en una mazmorra, teniendo un confidente (el autor) a quien contarle sus penas.
Todas estas tradiciones se hallan en el poema de Veyrat y la maestría del poeta valenciano es saber unirlas, consiguiendo un poema que, al leerlo por primera vez, nos suscita interrogantes, pero que, tras varias lecturas, desvela su sedimento, rica semilla que florece en el conjunto del poema.
Por todo ello, sostengo que Veyrat posee la precisión de la palabra, el gusto por decir y evocar la tradición y la sensibilidad para dejar su hondura en el poema, magnífico resultado de este viajero-nómada de la imaginación. Es, sin duda alguna, un poeta entre las sombras, porque el mundo real con sus fastos es anécdota para él; no lo es, sin embargo, el rico caudal de literatura y el poder de la palabra para nombrar el mundo, darle forma, como lo fue, en libros anteriores, el lenguaje originario: visual, olfativo y táctil.
Hay muchos poemas que merecerían detenerse en ellos pero, para no agotar posibles y apasionantes trabajos sobre su obra, me detengo en “La lengua de mi madre”, otro ejemplo de síntesis profano-religiosa, un verdadero espejo del poeta, un hombre que sin fe aparente, crítico contra los símbolos de la Iglesia, parece anidar una fe profunda, lejana de los falsos rituales y los curas, con intuición de eternidad. El poeta busca su deseo de reencarnación en la Naturaleza y en las cosas, un ansia de no morir del todo, de permanecer en lo creado.
Veyrat dice: “Iluminado como estaba / intenté enhebrar / la lengua de mi madre / en los caminos sin hilo”.
Para el poeta valenciano, la lengua materna es la lengua virgen, primigenia, esa que no tiene que ver con el tiempo ni con lo aprendido. Es la lengua de los gestos, de los abrazos, de las emociones. La ausencia del tiempo se manifiesta cuando dice: “en los caminos sin hilo”.
Pero Veyrat es sabio y reconoce el sabor de las cosas y el regusto amargo que dejan. El poeta, como buen periodista que fue, sabe del dolor ajeno, lo ha recorrido palmo a palmo y certifica en sus palabras la injusticia del mundo apelando a un Dios sordo y mudo: “¿Para qué quieres Dios tener / mi corazón? Si ya es dueño / del silencio y de todas las palabras / que ensarta una tras otra / en aquel dolor”.
Como vemos, Veyrat, como el Unamuno que quiere creer y no cree tras la evidencia de la injusticia del mundo, reconoce en Dios al hacedor que provoca el dolor, el responsable de tanto silencio y de tantas palabras inútiles tras la llegada del enemigo de la vida: la muerte.
Esa congoja, esa experiencia terrible que todo ser humano ha de vivir ante lo general (las guerras que contempla en los periódicos, la muerte diaria en la televisión) o en lo particular (el fallecimiento de sus seres queridos) es, indudablemente, resultado del mundo y de la injusticia que contiene.
El corazón del poeta quiere sentirse a salvo, indemne ante la inquisitiva mirada de Dios que socava las entrañas de los seres humanos. Las plegarias de muchos en la representación de la comedia humana que supone la misa es el trasfondo que denuncia Veyrat, esas palabras vanas que no nos sirven, pues no nos devuelven al ser amado tras una falsa promesa de eternidad.
Pero el poeta ama la palabra que revela el mundo, palabra no mancillada por el uso, palabra edénica; por ello dice: “Tiempo suspendido / poesía que sólo se revela / sobre los ríos de sangre / contra la luz indefensa”. Cierto, porque la poesía es misterio y sólo se anuncia en las entrañas, en ese corazón que el poeta valenciano quiere proteger y donde anida el lenguaje materno (el de los sentidos). Para Veyrat, el descubrimiento de ese lenguaje no verbal es el comienzo de su certidumbre, más allá del lenguaje de los curas o del silencio de Dios, es una verdad que no ha de profanar nadie, tan auténtica como su existencia, único hecho que puede constatar realmente.
“La lengua de mi madre” es el homenaje al lenguaje verdadero, hondo como el corazón que no se revela, porque ha de ser protegido de la indudable devastación del mundo (muertes, guerras, agresiones de género, racismo, etc.).
De nuevo, ha aparecido en este poema la sangre, un claro símbolo para el poeta de lo profundo, lo que nos sostiene, nuestro verdadero aliento en el camino de la vida.
La idea del fuego como elemento regenerador, siguiendo a los griegos, aparece en “Despertar”, poema donde Veyrat habla del amor en su más alto sentido. Tal es la intimidad del sentimiento que el poeta no dice más de lo que sugiere el amor, todo hondura y recogimiento.
La intimidad que representa nos recuerda al profundo sentimiento que Pedro Salinas ofrece en La voz a ti debida.
Veyrat dice: “Olvidaré mi cuerpo / —y mi sombra— / para arder sobre ti / para buscarte el centro”. El sentimiento es profundo, por ello nos muestra el desasimiento del cuerpo, la sombra es el espacio del silencio en el que anida la tristeza del poeta. Pero el recuerdo indudable de la poesía barroca y de Quevedo y ese “amor más allá de la muerte” nos inunda. Como el poeta barroco, Veyrat quiere arder para buscar lo más profundo de su amada.
Tal es la decisión que sólo con esa voluntad de incendiario, de quemarse a lo bonzo, “existirá por fin”. El poeta sabe que la verdadera vida sólo es tal en el riesgo y en la entrega, pasando la franja de las apariencias, enfrentándose al abismo.
El poeta dice: “Para existir por fin / arriesgaré la vida / sediento de luz que nace / donde ardes tú donde / respiras tú los ritmos / del puro y alto cielo”. Veyrat, como Dante al descender a los infiernos debido al amor de Beatriz, se entrega a las llamas de la pasión. No sólo va al lugar donde “arde” la amada, sino donde “respira”, tal es la identificación que existe entre dos verbos que se resumen en uno: ser.
“Los ritmos del puro y alto cielo” es el contraste con ese infierno que dibuja Veyrat, como si fuera Lucifer, su caída a las llamas sólo se alimenta de su voluntad de ascender hacia el cielo, donde se halla la amada.
El amor romántico, la entrega que ya latía en la lírica de los amantes que Petrarca creó, es lo que Veyrat une. Su deseo es hacer una cartografía del amor como resultado de todas las influencias que ha recibido la literatura: Petrarca y el caballero que se entrega a Laura, Quevedo y su amor más allá de la muerte, la entrega arrebatada de los románticos, y, en mi opinión, ese amor tan excelso que manifestaba Salinas en La voz a ti debida es también simiente para el poeta valenciano. Así germina su poema, alzándose desde el suelo hasta el cielo, paisaje donde se halla la amada: “los ritmos / del puro y alto cielo”.
La música que es lírica necesaria para seguir los pasos de su amor en ese fascinante viaje desde la penumbra a la luz. Los ritmos como guía para Veyrat, ciego de pasión, de furor de amante.
La mujer, su lugar alto y puro, es, para el poeta: “Única morada del hombre libre”. Este homenaje a la literatura, pero, sobre todo, a la entrega, a la pasión, supone un nuevo giro de la poesía de Veyrat, ya no concentrado en sí mismo, sino envuelto en la otra, como impulso para revelar su propia sensibilidad.
El poeta valenciano ahonda en lo telúrico, en aquello que es invisible, pero que es simiente para la germinación de las cosas.
Termino de este modo el repaso a algunos de los poemas de La voz de los poetas, no sin decir que representa una evolución en su poesía, ya que en el libro se revela su amor por el lenguaje edénico, por la literatura que ha amado y por la certidumbre de sus emociones, lejanas a las apariencias y a la hipocresía del mundo como representación, verdadero recinto de hipocresía y de dolor gratuito.
Babel bajo la luna es el último libro de Miguel Veyrat y, como dice muy bien la profesora Françoise Morcillo, en el prólogo a Desde la sima: “Babel es sólo deseo de recobrar el Nombre Perdido” (p. 16). Para la profesora Morcillo, tanta ansiedad nos remite a Rilke y sus elegías, porque Veyrat busca lo originario, el verdadero centro de las cosas. No es casualidad, por ello, que el poeta valenciano, al introducir el libro, cite unas palabras de Rilke: “Como la naturaleza abandona a los seres al riesgo de su oscuro deseo”. Para Veyrat, Babel bajo la luna es la inmersión en lo hondo, en lo originario. Si en los libros anteriores ya se presagiaba y se intuía ese deseo, ahora es manifiesto.
El poeta valenciano ahonda en lo telúrico, en aquello que es invisible, pero que es simiente para la germinación de las cosas; construye así lo que él considera su verdadera luz, una revelación misteriosa de lo humano en la naturaleza.
Veyrat afirma: “Mira como tiembla la tierra / al sentirse preñada nuevamente de semillas y de / agua: Somos / provisionales, compañero —y también contemporáneos: / Como el día que amanece, devorado / por su esencia en el ocaso”.
La mirada del poeta está fascinada por la fecundidad de la naturaleza, en este poema hay claras antítesis entre la naturaleza-sinónimo de eternidad: “al sentirse preñada nuevamente de semillas y de / agua”, y el ser humano, perecedero, breve en su estancia en el mundo: “Somos / provisionales, compañero —y también contemporáneos”.
Veyrat es consciente de ese antagonismo, la naturaleza se renueva, se ofrece incansable a sus ojos como un proceso que al acabar se inicia de nuevo; el ser humano, sin embargo, se proyecta siempre hacia la muerte, nace, crece y muere.
Pero, pese a lo que puede parecer, el poeta se resiste del todo a contraponer naturaleza-ser humano y los iguala al final del poema: “Como el día que amanece, devorado / por su esencia en el ocaso”.
El día que nos trae su luz y su resplandor ha de morir también, tiene su proceso y Veyrat, consciente de la renovación que supone el día siguiente, la niega en su afán de igualarla al ser humano. Su afán es encontrar una semejanza, acercar el misterio de lo humano al presente que contempla, a ese proceso del día hacia la noche. El día, por ello, es “devorado / por su esencia en el ocaso”.
Esta unión que crea Veyrat entre el paso del día hacia la noche, como si de la caducidad del tiempo en la vida del hombre se tratase, no está expresando su certidumbre, ya que anida en él la certeza de la diferencia que, naturalmente, como decía la profesora Morcillo, tiene que ver con Rilke. Recuerdo aquí la Elegía IV, cuando dice el poeta checo: “Oh, árboles de la vida, oh, ¿cuándo invernales? / Nosotros no estamos en armonía. No estamos acordados como las aves / migratorias. Sobrepasados y tardíos, / nos imponemos de repente a los vientos / y caemos en el estanque indiferente. / El florecer y el secarse están presentes a un tiempo en nuestra conciencia”.
Me detengo aquí, aunque no es el final de la elegía, porque en estos versos expresa Rilke la sensación de desacuerdo entre lo humano y la naturaleza, cabalgando ambos a distinto ritmo. No hay proceso para el poeta checo, el ser humano produce, en su propio instante de vivir, su conciencia de la muerte. No puede ser de otro modo, ya que dice: “El florecer y el secarse están presentes a un tiempo / en nuestra conciencia”.
Para Rilke, la vida que germina va quebrándose en el mismo instante en que esplende, como si vida y muerte fueran procesos de una respiración al unísono en el ser humano. ¿Por qué Veyrat no lo entiende de ese modo? En mi opinión, sí es consciente de la vida humana como unión de vida y muerte, pero amparado en la ilusión del goce del instante, ofrece su impresión del tiempo como paso del día a la noche, ya que todo es sombra al fin y al cabo, después de haber gozado llega el ocaso de nuestra vida.
Pero el poeta nos deja un hálito de esperanza, un síntoma de que la muerte no es del todo acabamiento. Hay un deseo, al menos, de identificarse con la Naturaleza, extender el alma (si puede llamarse así) en el universo. Esa disgregación de nuestra parte interior en el cosmos es lo que propone el poema: “Estar muerto será ya estar con todos / fuera de la isla —en plenitud con lo finito, / en lo alto y en lo hondo, en el centro y en el fin. / Será conocer a los dioses uno a uno / antes de disolverse en cada uno de los 7 puntos infinitos de la esfera”.
La muerte como disgregación, pero antes esa visita a los dioses, ese recorrido por los lugares amados, no por haber sido vividos, sino por haber sido soñados tantas veces.
El poeta Veyrat entiende así la muerte, fuera del silencio de lo humano —“la isla”, lo que nos recuerda a Manuel Altolaguirre y a su libro de poemas Las islas invitadas. Para el poeta valenciano, la muerte será estar en todas partes, disgregado en el mundo, partícula del universo, pequeña pero pura, como quiso ser su vida. Por ello, se ve “en lo finito / en lo alto y en lo hondo, en el centro y en el fin”.
Nos recuerda al Vicente Aleixandre de Espadas como labios y del poema “Acaba” cuando dice el genial poeta sevillano: “Hecho para memoria / hecho aliento de pájaros / he volado sobre los amaneceres espinosos / sobre lo que no puede tocarse con las manos”. También dice el genial sevillano: “Como una nube silenciosa yo me devoraré a mí mismo”. Aleixandre canta el mismo deseo de fusión con el mundo, hecho espíritu, disuelto en la Naturaleza.
Veyrat quiere disgregarse, serlo todo desde la nada que produce la muerte. Ese poder de ocupar todos los lugares y ninguno es la certidumbre que alimenta su lucha por amar el mundo, consciente de su misterio insondable. No olvido que Cernuda había dicho en “Donde habite el olvido”, versos que Veyrat conoce muy bien: “Donde penas y dichas no sean más que nombres, / Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo; / Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo, / Disuelto en niebla, ausencia, / Ausencia leve como carne de niño”.
Veyrat quiere esa disolución y reintegrarse al espacio amado, a su verdadero lugar, a ese mundo que ha visto crecer, enamorado siempre de sus fascinantes procesos. La muerte, entonces, no ha de ser temor ni miedo, sino placidez y recogimiento necesario.
Quiero terminar este breve estudio de su obra con un poema que me parece muy hermoso y que resume muy bien todo lo dicho anteriormente: “Manos que investigan bosques de Babel / Lenguas que destruyen torres. / Manos que recorren / cuerpos. Lenguas / que descienden hasta los pozos del ser”.
Me detengo aquí para explicar su significado. Veyrat canta de nuevo al lenguaje originario, ese que se forma con el tacto: “manos”, y que nace en el mismo momento de venir al mundo. Ese lenguaje no verbal es el que le hace decir: “Lenguas que destruyen torres”; se refiere a la sensibilidad, lenguaje necesario para que el mundo no se devore en la frialdad y la distancia entre los seres humanos: “torres”.
Naturalmente, hace aparición el amor: “Manos / que recorren cuerpos. Lenguas / que descienden hasta los pozos del ser”. Hace falta, nos dice el poeta, profundizar en ese lenguaje de las emociones, de los sentidos, para llegar a lo íntimo, que es, sin duda alguna, lo sagrado del ser humano: “hasta los pozos del ser”.
Toda esa verdad que regalan los sentidos son: “Actos. Emociones”. El sexo, uno de los vínculos que nos unen a lo humano y al goce de la vida, viene cuando dice: “Gritos. Lenguas que recorren / las secretas venas”. La sensualidad es necesaria para sentirse vivos y conocer a los otros en su intimidad, en lo que no se dice, en la experiencia de existir.
Aparece la sangre, símbolo clave en Veyrat y que representa la vida, lo que circula dentro de nosotros, espacio al que no llega nadie que no te ame: “Letra a letra toman los puentes de Babel / bombean como pueden / la sangre que resbala por las manos / y después las lenguas / distribuyen”. Hay que ahondar en lo humano, nos repite el apasionado poeta, acercarse a las emociones, única forma de vivir realmente, de participar del espectáculo del mundo: “manos, sangre”.
El deseo de que la lengua originaria gane la partida a la lengua aprendida, de que el lenguaje de los gestos sustituya a la palabra deteriorada por el uso y por el abuso que se hace de ella, hace que el poeta diga: “A los cuatro vientos / y sus puntos cardinales: / se hunden en cada pozo, se apagan en cada luz”.
Esas lenguas de las emociones quieren extenderse a todos los lugares del mundo, pero no lo consiguen, ya que representan una pureza que el mundo niega. Es el lenguaje del tú a tú, de la complicidad. Un lenguaje que no vencerá al mal, porque éste es poderoso y duro, frente a la ternura y vulnerabilidad del lenguaje de los sentidos.
Por ello, los gestos, las manos, los besos, los abrazos “se hunden en cada pozo, se apagan en cada luz”.
El poeta valenciano es consciente de que su ansiedad de comunicación se concentra en un círculo cerrado, hecho de personas que viven por dentro y por fuera, dándose a los demás.
Al lenguaje de todos que representa Babel en la intimidad: “bajo la luna”, se antepone el lenguaje de los necios, de los políticos, de la Iglesia. Ellos vencen con el uso y el abuso de la palabra, organizan guerras y crean el mal. Es el lenguaje pervertido, prostituido por las falacias, máscaras que queman para siempre el mundo y lo llenan de rencor, de tristeza y de miseria.
El poeta valenciano queda relegado a la sombra, desde donde canta, como poeta intimista que, escondido en la tiniebla, vislumbra la luz, pero no se baña en ella. Prefiere la luna y el regocijo de la noche, espacio de la intimidad, del reconocimiento cuerpo a cuerpo, donde la mentira y su alargada sombra no se producen.
Veyrat, buscador de tesoros que sólo se ven en el silencio, en los lugares donde el mundo calla, en un espacio pleno de estrellas.
Un verdadero regalo la voz de este poeta, hecho de verdades. Nuestro amigo Miguel Veyrat no será nunca un hombre de fáciles agasajos, de grandes tertulias llenas de muchedumbre que alaba al que está en la cresta de la ola, pero su sinceridad pesa, nos llega como un aliento entre tanta mala literatura. Un espíritu que tiene y debe darnos mucho más, una voz certera como un abrazo o una mirada en la intimidad de la noche, con luna, por supuesto.
Los últimos libros de Miguel Veyrat
No hay que dejar de mencionar los últimos libros de este gran poeta valenciano, que son Instrucciones para amanecer, aparecido a principios del año 2009, y Razón del mirlo, que saldría a mediados del mismo año.
En Instrucciones para amanecer, Veyrat vuelve al tema clave de su poesía: la palabra edénica como esencia de la vida, el único testimonio que, mientras permanezca el cantor, nos salve de la muerte.
Reivindica la voluntad de existir en “Materia de bruma”, grupo de poemas con los que abre el libro: “Pero yo seguiré por aquí / despierto y extendido —arañando / la niebla con las manos, / deseando ser / metáfora de nuevo” (vv. 6-10).
Ese esfuerzo de consolidar el mundo a través de la vigilia (despierto y extendido) y con el ímpetu de la esperanza: “arañando la niebla con las manos”. Pretende asir aquello que se escapa, ese es el objetivo del héroe que anhela la inmortalidad.
Pero ésta no existe, Veyrat reconoce en el poema que ya tiene su lugar para morir: “Embriagado / aspiro la calima. —¡De pronto, / un temblor me indica / el lugar exacto / donde habré de morir!” (vv. 11-15). Hay restos de vida en el ser que bucea para entregar su existencia a la inmortalidad, pero la muerte (siempre victoriosa) acecha, lo envuelve en el sino de la fatalidad humana.
Para Veyrat es la palabra esencial, originaria, la que, pese al destello de luz que produce en el instante, se hace polvo, se diluye.
Hay un poema precioso titulado “En el jardín de Uruk”; dice así: “Mi vida es el verso / que muere / y nace a cada instante / al dejar rastro / de su aliento sobre el barro” (vv. 1-5).
Hay en el proceso de vivir algo de alborada y algo de ocaso, pero sobre todo, en Veyrat, está la palabra, sima de todo, origen del cordón umbilical que nos une a la vida. Al fin y al cabo, somos poca cosa, dice el poeta valenciano, dejamos, tan sólo, “un rastro de aliento sobre el barro”.
La palabra es luz, deslumbramiento, como dice a continuación: “Mi verso es el rayo / que nace / y muere a cada instante / dejando una huella / de húmedas letras por la tierra” (vv. 6-10). De nuevo, la vida y la muerte entrelazadas, y el fulgor de la palabra que vence en el instante del verbo, en el canto original, a nuestra caducidad. Es cierto, sin embargo, que la palabra invoca lo eterno, pero no es suficiente, ya que sólo es aliento sobre el barro.
Termina el poema diciendo algo que es espejismo: “Así es la ausencia / semejante al poema / verdadero —polvo que el viento / lleva o sedimenta, volátil / pero eterno” (vv. 11-15).
El espíritu barroco anida en el poema, lo que nos recuerda al polvo del amor que Quevedo nos dejó deslumbrando nuestra imaginación; para Veyrat es la palabra esencial, originaria, la que, pese al destello de luz que produce en el instante, se hace polvo, se diluye, pero hay algo que permanece, el espíritu del canto y del cantor, hermoso espacio, tan lírico como el ver amanecer.
“Guarida de estrellas” es un conjunto de poemas donde incide en la palabra sima y en el enigma del ser: “¿Seré yo mismo la palabra? ¿Es el lenguaje el propio mar / en que me ahogo?” (vv. 1-3).
El lenguaje lo es todo, irrumpe en la vida para descifrar nuestra existencia, nos sella al mundo, imprime nuestra capacidad de existir.
Me gusta mucho de este libro maduro y brillante de Veyrat el apartado cuatro, titulado “Una playa de tiempo”, y el poema que comienza diciendo: “Escribir es hacer el amor / a un nombre. Un nombre escondido / cuyas resonancias / alumbran los poemas —a intensas / oleadas, que nos llevan / a la ruptura y a la muerte” (vv. 1-6).
El nombre al que alude el poema es el nombre originario, aquel que nos emparenta con el balbuceo del recién nacido, lengua erigida en torre de Babel, espacio que nos enlaza con la infancia, con el lenguaje exento de significados y revestido de connotaciones que envuelven de cinismo y de mentira el acto de nombrar.
Y vuelve Veyrat al lenguaje: “¿El lenguaje mata? Guarda / la culpa en el secreto / de su origen. / Pero el canto / es existencia: Y el poema / una travesía de la muerte” (vv. 7-11).
Como podemos ver, el poeta valenciano sabe que el canto es afirmación de la vida y el poema (su contenido) nos enlaza en dos realidades que confluyen: la vida y la muerte. Por ello, el lenguaje es siempre edénico, porque manifiesta la vida que nace, pero expone la muerte en la que se sustenta por la condición de seres hechos para morir.
De su siguiente apartado, “Hojas de fuego”, me quedo con unos pequeños versos donde dice: “Temprana está la muerte —ala / de la vida aún no iluminada / por mi presencia, / que en palabras resplandece. / Y sigue…” (vv. 1-5).
Sin duda, aquí la muerte es la presencia, intangible, que el ser, cuyos destellos viven, aún no ha iluminado. Y, de nuevo, la palabra, único bastión para conjurar la llegada de la parca.
Y en “Fuga del silencio” dice: “Me bebí la entera luz / transido / de amanecer / anochecida” (vv. 1-4). Contradicción latente, si amanece anochece a su vez, y ambos, espacios de luz y sombra, son espejos de la vida, compuesta de esa savia que nos hace crecer hasta lo más alto y caer en lo más hondo. Sólo la palabra olvida esa condición, pero no logra desasirnos de ella, ya que es más fuerte que el lenguaje, rayo o destello que nos salva sólo en la fugacidad dichosa del instante de la creación.
Esa palabra edénica la conjura Veyrat en este libro excelente y maduro, donde el poeta insiste en creer en el lenguaje, en el intento de alentar la vida frente a la muerte, en el espíritu poderoso del amor, hecho de esencias que nos remontan al origen del mundo.
Su último libro, Razón del mirlo, vuelve sobre estos temas, pero haciendo de la poesía de Veyrat un movimiento más parecido a una orquesta que busca acompasar todos los instrumentos para producir la sinfonía en pos de sus objetivos: evocar al amor, fuego que nos salva de la muerte, la palabra, instrumento que invoca nuestra infancia y nuestro maravilloso aliento vital, y la sabiduría de la Naturaleza, que nos enseña a los seres humanos un lenguaje hecho de efectos de luz y de gestos, que deslumbran a nuestra, aparentemente, vasta inteligencia.
Este libro será objeto de un futuro estudio donde podré extenderme más sobre los temas clásicos, pero, a la vez, cantados de una forma singular y muy personal por la hondura humana del poeta valenciano.
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