Publica tu libro con Letralia y FBLibros Saltar al contenido

Textos de Para vivir un gran amor, de Vinicius de Moraes

miércoles 5 de agosto de 2020
¡Comparte esto en tus redes sociales!
Vinicius de Moraes
Introducción, selección, traducción y notas: Wilfredo Carrizales

El autor y su obra

Con Vinicius de Moraes, la poesía moderna brasileña deja de ser privilegio de aficionados para alcanzar al gran público. Su actividad como compositor de letras de bossa-nova, además de haber enriquecido la música popular con obras primas, hizo que sus libros de poesía fuesen buscados por los que se deleitaban con canciones como “Garota de Ipanema” o “Se todos fossem iguais a vocé”, entre otras. Con su lirismo tierno y sensual, Vinicius se tornó el más popular de los poetas brasileños contemporáneos.

Nacido en Gávea, Río de Janeiro, el 19 de octubre de 1913, Marcus Vinitius da Cruz de Melo Moraes vivió de los cinco a los catorce años en la Isla del Gobernador. Ahí, en la vida libre, el contacto con la naturaleza y la presencia del mar tuvieron influencia decisiva en la formación de su sensibilidad poética. Era, al mismo tiempo, un gran lector, devorando autores como Julio Verne, Zévaco, Bilac y Coelho Neto. A la edad de siete años compone sus primeras cuartetas y composiciones líricas.

La música lo atrae desde temprano y aún en el colegio Santo Inácio, de los jesuitas, participó con su violón en un pequeño grupo que tocaba en fiestas. En 1930 entró a la Facultad Nacional de Derecho, ligándose al novelista Otávio de Faria y a San Tiago Dantas. A través de ellos, conoce las obras de los novelistas rusos, de los filósofos Nietzsche, Pascal y Kierkegaard, y del dramaturgo Ibsen. Adquirió, entonces, una postura nítidamente espiritualista y aristócrata. En el decir del propio Vinicius, ese periodo representa una “zambullida en lo sublime”.

El poeta supo mantener siempre un alto nivel de creatividad y, en el fondo, siguió una vocación delineada desde su adolescencia.

El camino para la distancia (O Camino para a Distancia, 1933), su libro de estreno, trae la marca de una religiosidad neosimbolista. Con Forma y exégesis (1935) conquista el premio de la Sociedad Felipe d’Oliveira. Al año siguiente, lanzó una plaquette con un largo poema, Ariana, la mujer. Con su talento ya reconocido, publicó, en 1938, Nuevos poemas. Surge un nuevo tono en su poesía que se consolidará con un lenguaje ardiente y directo en Cinco elegías (1943).

En septiembre de 1938 se trasladó a la Universidad de Oxford para estudiar lengua y literatura inglesas. En Inglaterra, se casó con Beatriz Azevedo. La guerra comenzó y el poeta regresó a Brasil. Se dedicó a la crítica de cine y, en 1943, ingresó al Ministerio de Relaciones Exteriores.

Poemas, sonetos y baladas surgió el año de 1946 cuando seguía, en la condición de vicecónsul, en Los Ángeles, Estados Unidos, donde permaneció cinco años. Frecuentó Hollywood y se tornó amigo de Orson Welles. Conoció también a Alex Viany y juntos hicieron la revista Filme, que tuvo apenas dos números, pero alcanzó repercusión internacional. De vuelta en Brasil, en 1951, continuó escribiendo crítica de cine. En 1954, al mismo tiempo en que se publicaba su Antología poética, una pieza de su autoría, Orfeu da Conceição, era premiada por la Comisión del IV Centenario de Sao Paulo.

Montada al año siguiente en el Teatro Municipal, con música de Tom Jobim y escenario de Niemeyer, fue transformada en el filme Orfeu Negro, dirigida por Marcel Camus, que conquistó la Palma de Oro en el Festival de Cannes en 1959. Fue el esplendoroso periodo del bossa-nova que acabó por dar a la música brasileña renombre internacional.

Vinicius se entregó con pasión a la música. De allí en adelante, la crónica, la poesía y la canción se alternaban, ocupando todo su tiempo y energía creadora. Al optar por la carrera de compositor de letras, levantó una cierta polémica, llegando hasta los “puristas” de la literatura. Entretanto, el poeta supo mantener siempre un alto nivel de creatividad y, en el fondo, siguió una vocación delineada desde su adolescencia.

El itinerario poético de Vinicius revela una enorme transformación: del espiritualismo sublimado de los primeros libros llegó a la fuerza erótica de obras como Cinco elegías y Poemas, sonetos y baladas. Su temática se abrió también hacia el campo social, donde dejó un poema ejemplar por su equilibrio entre contenido participante y pericia formal: “El obrero en construcción”.

Para vivir un gran amor (1962) reúne poemas y varias crónicas escritas para el diario Última Hora, a partir de 1959. En ese libro conjuga una visión lírica capaz de descubrir belleza en las cosas de manera aparente banales, la revelación del instante creador, evocaciones de infancia, evidencias de lo cotidiano y, sobre todo, el sentimiento amoroso. Al fallecer, en 1980, Vinicius de Moraes dejó una inmensa laguna en la vida cultural de Brasil.

 

Vinicius de Moraes

Breve reseña de “Garota de Ipanema”

Con letra de Vinicius de Moraes y música de Antonio Carlos Jobim, “Garota de Ipanema” (1962) pertenece al movimiento bossa-nova. Originalmente se llamó “Menina que passa” y estuvo pensada para una comedia musical titulada Dirigível, una obra en la que estaba trabajando Vinicius de Moraes. El 19 de marzo de 1963 se realizó la grabación para la discográfica Verve por Stan Getz y Joao Gilberto, con Tom Jobim al piano.

Los versos primigenios eran diferentes a la versión definitiva posterior, que Jobim y Vinicius cambiaron por no sentirse conformes con ella. Estando ellos en el Bar Veloso (hoy Garota de Ipanema), decidieron rebautizar la canción y dedicar los versos a una muchacha que solía pasar rumbo a la plaza. (En 1965, Jobim y Vinicius confesaron que la musa inspiradora se llamaba Heloísa Menezes Paes Pinto, “el paradigma de tipo carioca”). En 1963, Norman Gimbel adaptó la letra al inglés y la grabación de Astrud Gilberto, Joao Gilberto y Stan Getz se convirtió en éxito mundial.

 


 

Una mujer llamada guitarra

Vinicius de Moraes

Un día, casualmente, le dije a un amigo que la guitarra, o el violón, era “la música en forma de mujer”. La frase le encantó y la anduvo divulgando como si ella constituyese lo que los franceses llaman un mot d’esprit. Me pesa reflexionar que ella no quiere ser nada de eso; es, mejor, la pura verdad de las cosas.

El violón es no sólo la música (con todas sus posibilidades orquestales latentes) en forma de mujer, sino, de todos los instrumentos musicales que se inspiran en la forma femenina —violón, violín, bandolín, violoncelo, contrabajo—, el único que representa a la mujer ideal: ni grande, ni pequeña; de cuello alargado, hombros redondos y suaves, cintura fina y nalgas plenas; cultivada, mas sin jactancia; reacia a exhibirse, a no ser por la mano de aquel a quien ama; atenta y obediente a su amado, mas sin pérdida de carácter y dignidad, y, en la intimidad, tierna, sabia y apasionada. Hay mujeres-violín, mujeres-violoncelo y hasta mujeres-contrabajo.

¡Divino, delicioso instrumento que se casa tan bien con el amor y todo lo que, en los instantes más bellos de la naturaleza, induce al maravilloso abandono!

Mas como se rehúsan a establecer aquella íntima relación que un violón ofrece, como se niegan a dejarse cantar, prefiriendo tornarse objeto de solos o partes orquestales; como responden mal al contacto de los dedos para dejarse vibrar, en beneficio de agentes excitantes como arcos o clavetes, serán siempre preteridas, al final, por las mujeres-violón, que un hombre puede, siempre que quiere, tener cariñosamente en sus brazos y con ellas pasar horas de maravilloso aislamiento, sin necesidad, sea de tenerla en posiciones poco erguidas, como acontece con los violoncelos, sea de estar obligatoriamente de pie delante de ellas, como se da con los contrabajos.

Así mismo una mujer bandolín (vale decir: un bandolín), si no encuentra un Jacob1 por el frente, está robada. Su voz es por demás estridente para que se soporte más de media hora. Y es en eso que la guitarra, o la viola (vale decir: la mujer-viola), lleva todas las ventajas. En las manos de un Segovia, de un Barrios, de un Sanz de la Mazza, de un Bonfá, de un Baden Powell, puede brillar tan bien en sociedad como un violín en las manos de un Oistrakh o un violoncelo en las manos de un Casals. Mientras que aquellos instrumentos difícilmente podrán alcanzar la agudeza o la aptitud peculiares que una viola puede tener, ya tocada desgarbadamente por un Jaime Ovale o un Manuel Bandeira, ya “escurrido en la cara” por un Joao Gilberto o así mismo el criollo Zé-com-Fome, de la favela de Esqueleto.

¡Divino, delicioso instrumento que se casa tan bien con el amor y todo lo que, en los instantes más bellos de la naturaleza, induce al maravilloso abandono! Y no es a locas que uno de los más antiguos ascendientes se llama viola d’amore, como para preanunciar el dulce fenómeno de tantos corazones diariamente heridos por el melodioso acento de sus cuerdas… Hasta en la manera de ser tocado —contra el pecho— recuerda a la mujer que se anida en los brazos de su amado y, sin decirle nada, parece suplicar con besos y caricias que él la tome toda, para hacerla vibrar en lo más profundo de sí misma y la ame por encima de todo, pues de lo contrario ella no podrá ser nunca totalmente suya.

Se pone en un cielo alto una Luna tranquila. ¿Pide ella un contrabajo? ¡Nunca! ¿Un violoncelo? Tal vez, mas si sólo detrás de él hubiese un Casals. ¿Un bandolín? ¡Ni por sombra! Un bandolín, con sus trémolos, le perturbaría el luminoso éxtasis. ¿Y qué pide entonces (diréis) una Luna tranquila en un cielo alto? Y yo les responderé: un violón. Pues de entre los instrumentos musicales creados por la mano del hombre, sólo el violón es capaz de oír y entender a la Luna.

 


 

Orfeo negro

Vinicius de Moraes
Vinicius de Moraes con su hija Georgiana, “la carita más pícara que últimamente se vio en cualquier latitud”.

Yo, agosto de 1955.- Gracias a la gentileza de la invitación de María Oliva Fraga, la bella guardiana del Chateau d’Eu, aquí estoy en el vasto castillo de ladrillos y columnatas de piedra —obra sin gran interés arquitectónico iniciada por Henrique de Guise y restaurada por el conde D’Eu tres siglos y poco más tarde, después del incendio de comienzos de este siglo. El parque, diseñado por Le Notre, es realmente bello. Vine para terminar la primera adaptación para el cine de mi pieza Orfeu da Conceição, de la que el productor Sacha Gordine quiere extraer un filme. Depositamos ambos grandes esperanzas en el proyecto.

Hay hombres que son de la raza de los minotauros. Hombres como Picasso, como Buñuel, como Hemingway.

Para ayudarme en el trabajo está conmigo mi amiga y secretaria Josée Fauquier y su marido Daniel. Y, naturalmente, mi hijita Georgiana: la carita más pícara que últimamente se vio en cualquier latitud. Lo malo es que ella, con tanta gracia, me está perturbando considerablemente en la tarea. Pues no me puede impedir, en todo instante, perder el hilo del dictado para verla atravesar el parque corriendo, o surgir de la mano de su niñera española —pequeño bichito inconfundible contra el gótico normando de la Iglesia de Saint-Laurent, en cuya cripta duermen sobre los propios despojos, lado a lado, en su misterioso sueño de mármol, las estatuas funerarias de los príncipes y princesas de la familia d’Artois.

Es cosa apasionante crear un filme. En esta adaptación construyo el filme como yo lo haría. Al contrario de mi pieza, en que el “descenso a los infiernos” y de Orfeo se sitúa en una gafieira,2 en el segundo acto, estoy transponiendo el carnaval carioca para el final del filme, como el ambiente dentro del cual la Muerte perseguirá a Eurídice. Josée me ayuda con el mayor entusiasmo, mas es necesario en todo instante interrumpir el trabajo, pues Georgiana no da descanso.

Hay hombres que son de la raza de los minotauros. Hombres como Picasso, como Buñuel, como Hemingway. Sacha Alexandre Gordine es así. Al ponerme a trabajar está, lo sé, en una de las mayores bancarrotas de la historia del cine. El grande y humanísimo filme que debería hacer, L’affaire Seznec, tuvo su filmación prohibida cuando todos los contratos ya habían sido firmados. Mas yo confío en Gordine. Hay, para quien sabe leer en el rostro humano, una profunda bondad en este hombre. Bondad y una fuerza interior que se puede casi palpar.

Hoy el guía turístico del castillo vino a quejarse de que, al mostrar a los visitantes uno de los bellos carruajes en exhibición que no andaba por la tierra, cuál no sería su sorpresa, y la de los dos turistas, cuando la puerta de la calesa se abre y surge, de entre sedas y arreos, la carita astuta de Georgiana. Él me contó el caso con la aflicción de un guía de castillo que presenció un sacrilegio y lo oí con el aire severo que debe tener en el caso el padre de la sacrílega. Mas al volverle las espaldas, me desaté a reír, y vi que él también sacudía los hombros de tanta risa, mientras descendía los escalones.

Estoy en pleno carnaval en el filme. Procuro dar el máximo de colorido al guion para que, en el caso de una segunda adaptación, el nuevo guionista sienta una animación popular en toda su vibración. En el rápido viaje que hicimos ayer a Rouen, me surgió la idea de hacer que las mujeres —las Furias del mito— mataran a Orfeo en un parque o jardín nocturno, donde el músico fuese a tener elevando en sus brazos a su amada muerta. Para estudiar.

Acabé de ver una cosa deliciosa. Mientras venía viendo por el corredor, vi a Georgiana que subía al espaldar de una poltrona y miraba con la mayor atención, bien de cerca, un retrato de don Pedro II. Después ella alejó un poco la cabecita y comenzó a alisar las venerables barbas del emperador. No contenta, pegó la carita al retrato y le dio un prolongado beso.

Juro que vi sonreír al buen monarca.

 


 

Muerte de un pájaro
(Réquiem para Federico García Lorca)

Vinicius de Moraes

Él estaba pálido y sus manos temblaban. Sí, él estaba con miedo porque era todo tan inesperado. Quiso hablar, y sus labios fríos mal pudieron articular las palabras de pasmo que le causaba la vista de todos aquellos hombres preparados para matarlo. Había estrellas infantiles para balbucear preces matutinas en el cielo delicuescente. Su mirar se elevó hasta ellas y él, menos que nunca, comprendió la razón de ser de todo aquello. Él era un pájaro, nacido para cantar. Aquella madrugada que centelleaba para presenciar su muerte, ¿no había sido ella siempre su gran amiga? ¿No permanecía ella tantas veces para escuchar sus canciones de silencio? ¿Por qué lo habían arrancado de su sueño poblado de aves blancas y hecho andar en medio de otros hombres de barba ruda y ojear oscuro?

Pensó en huir, en correr temerariamente hacia la aurora, en batir alas inexistentes hasta volar. Escaparía así de la fría saña de aquellos cazadores malos que lo confundían con un milano, él cuya única misión era cantar la belleza de las cosas naturales y el amor de los hombres; él, un pájaro inocente, en cuya voz había ritmos de danza.

Mas permaneció en su atonía, sin creer bien que todo aquello estuviese aconteciendo. Era, por cierto, un malentendido. Dentro de poco llegaría la orden para soltarlo y aquellos mismos hombres que lo miraban con ruin catadura llegarían hasta él riendo risas francas y, con brazos afables, irían todos a beber manzanilla3 en una tasca cualquiera y cantarían canciones de cante-hondo4 hasta que la noche viese resguardar sus cuerpos borrachos en su negra, maternal mantilla.

Sí, tuvo miedo. ¿Y quién, en su lugar, no lo tendría? Él no nació para morir así, para morir antes de su propia muerte.

Las órdenes, entretanto, fueron rápidas. El grupo fue llevado, a culatazos y empujones, hasta la zanja común abierta, y los nudosos cuellos pendieron en el desaliento final. Labios se partieron en adioses, murmurando avemarías y consuelos. Sólo su cabeza se movía para todos los lados, en un movimiento de búsqueda y negación, como el del pájaro frágil en la mano del trampero cruel. La sangre le cantaba en los oídos, la sangre que fuera la savia más viva de su poesía, la sangre que tenía vista y que no quisiera ver, la sangre de su España loca y lúcida, la sangre de las pasiones desencadenadas, la sangre de Ignacio Sánchez Mejías, la sangre de bodas de sangre,5 la sangre de los hombres que mueren para que nazca un mundo sin violencia. Por un segundo le pasó la visión de sus amigos distantes, Alberti, Neruda, Manolo Ortiz, Bergamín, Delia, María Rosa —y mi propia visión, la de un poeta brasileño que había sido como un hermano suyo y que de él iría a recibir el legado de todos esos amigos ejemplares, y que con él había pasado noches para tocar guitarra, para intercambiarse canciones pungentes.

Sí, tuvo miedo. ¿Y quién, en su lugar, no lo tendría? Él no nació para morir así, para morir antes de su propia muerte. Nació para la vida y sus dádivas más ardientes, en un mundo de poesía y música, configurado en la faz de la mujer, en la faz del amigo y en la faz del pueblo. Si hubiese tenido tiempo de correr por la campiña, su cuerpo de poeta-pájaro lo habría ciertamente liberado de las contingencias físicas y alzado vuelo hacia los espacios de adelante, pues tal era su ansia de vivir para poder cantar, cada vez más lejos y cada vez mejor, el amor, el gran amor que era en el sentimiento de permanencia y sensación de eternidad.

Mas fueron apenas otros pájaros, sus hermanos, que volaron asustados dentro de la luz de antes de amanecer, cuando los tiros del pelotón de la muerte sonaron en el silencio de la madrugada.

 


 

La casa materna

Vinicius de Moraes
Vinicius de Moraes en 1922.

Hay, desde la entrada, un sentimiento de tiempo en la casa materna. Las rejas del portón tienen una bella herrumbre y el picaporte se oculta en un lugar que sólo la mano filial conoce. El jardín pequeño parece más verde y húmedo que los demás, con sus palmas, con sus tinhoroes6 y helechos, que la mano filial, fiel a un gesto de infancia, deshoja a lo largo del tallo.

Es siempre quieta la casa materna, asimismo los domingos, cuando las manos filiales se posan sobre la mesa abundante del almuerzo, repitiendo una antigua imagen. Hay un tradicional silencio en sus salas y un dolorido reposo en sus poltronas. El suelo encerado, sobre el cual todavía se desliza el fantasma de la cachorrita negra, guarda las mismas manchas y el mismo tarugo suelto de otras primaveras. Las cosas viven como en preces en los mismos lugares donde las situaran las manos maternas cuando eran mozas y lisas. Rostros hermanos se miran en los portarretratos, para amarse y comprenderse mudamente. El piano cerrado, con una larga tira de franela sobre las teclas, repite aún pasados valses, de cuando las manos maternas necesitaban soñar.

En la escalera hay el peldaño que cruje y anuncia a los oídos maternos la presencia de los pasos filiales.

La casa materna es un espejo de otras, en pequeñas cosas que el mirar filial admiraba en el tiempo en que todo era bello; la licorera poco abundante, la bandeja triste, el absurdo bibelo.7 Y tiene un corredor para la escucha, de cuyo techo por la noche pende una luz muerta, con negras aberturas para cuartos llenos de sombras. En el estante junto a la escalera hay un Tesoro de la Juventud con el dorso pulido por el tacto y por el tiempo. Fue allí que el mirar filial primero vio la forma gráfica de algo que pasaría a ser para él la forma suprema de la belleza: el verso.

En la escalera hay el peldaño que cruje y anuncia a los oídos maternos la presencia de los pasos filiales. Pues la casa materna se divide en dos mundos: el térreo, donde se verifica la vida presente, y el de encima, donde vive la memoria. Abajo hay siempre cosas fabulosas en el refrigerador y en el armario de copa: roquefort aplastado, huevos frescos, mangos-espadas,8 untuosas compotas, bollos de chocolate, bizcochos de araruta9 —pues no hay lugar más propicio de la casa materna para una buena comida nocturna. Y porque una casa vieja tiene siempre una cucaracha que aparece y es muerta con una repugnancia que viene de lejos. Encima permanecen los guardados antiguos, los libros que recuerdan la infancia, el pequeño oratorio frente al cual —ninguno que no sea la figura materna sabe por qué— se quema a veces una vela votiva. Y la cama donde la figura paterna reposaba de su agitación diurna. Hoy, vacía.

La imagen paterna persiste en el interior de la casa materna. Su violón duerme arrimado junto a la vitrola. Su cuerpo como que se distingue aún en la vieja poltrona de la sala y como que se puede oír todavía el blando ronquido de su siesta dominical. Ausente para siempre de la casa materna, la figura paterna parece sumergida dulcemente en la eternidad, mientras las manos maternas se hacen más lentas y las manos filiales más unidas en torno a la gran mesa, donde ya ahora vibran también voces infantiles.

 


 

Sobre poesía

Vinicius de Moraes

No han sido pocas las tentativas de definir lo que es la poesía. Desde Platón y Aristóteles hasta los semánticos y concretistas modernos, insisten filósofos, críticos y así mismo los propios poetas en dar una definición del arte de expresarse en versos, viejo como la humanidad. Yo mismo, en artículos y críticas que ya van largos, no me pude sustraer a la vanidad de hacer mis mots de finesse10 en causa propia —cosa que hoy me parece, si no irresponsable, por lo menos bastante literaria.

Un obrero parte de un montón de ladrillos sin significación especial sino serán ladrillos para —bajo la orientación de un constructor que a su vez sigue los cálculos de un ingeniero obediente al proyecto de un arquitecto— levantar una casa. Un montón de ladrillos es un montón de ladrillos. No existe en la belleza específica. Mas una casa puede ser bella, si el proyecto de un buen arquitecto tiene para estructurarla con los cálculos de un buen ingeniero y en la vigilancia de un buen constructor, por un buen obrero, del trabajo en ejecución.

El poeta es, ay de él, un ser en constante búsqueda del absoluto y, socialmente, un permanente sublevado.

Cámbiense ladrillos por palabras, póngase al poeta, subjetivamente, en la cuádruple función de arquitecto, ingeniero, constructor y obrero, y ahí tienes lo que es poesía. La comparación puede parecer orgullosa, del punto de vista del poeta, mas, muy por el contrario, ello me parece colocar a la poesía en su real posición delante de otras artes: la de verdadera humildad. El material del poeta es la vida, y sólo la vida con todo lo que ella tiene de sórdido y sublime. Su instrumento es la palabra. Su función es la de ser expresión verbal rítmica en el mundo informe de sensaciones, sentimientos y presentimientos de los otros con relación a todo lo que existe o es susceptible de existencia en el mundo mágico de la imaginación. Su único deber es hacerlo de la manera más bella, simple y comunicativa posible, de lo contrario él no será nunca un buen poeta, sino un mero lucubrador de versos.

El material del poeta es la vida, dijimos. Por eso me parece que la poesía es la más humilde de las artes. Y, como tal, la más heroica, pues esa circunstancia determina que el poeta constituya la leña preferida para el hogar de lo distinto, aunque lo que se muestre de salida a las visitas sea el cuadro encima de ella, o la escultura en el zaguán, o el último long-play en alta fidelidad, o la propia casa si ella fuera obra de un arquitecto de renombre. Y yo les diré el porqué de esa actitud en que no hay en eso ningún misterio, ni cualquier demérito para la poesía. Es que la vida es para todos un hecho cotidiano. Ella lo es por la dinámica misma de sus contradicciones, por el equilibrio mismo de sus polos contrarios. El hombre no podría vivir bajo el sentimiento permanente de esas contradicciones y de esos contrarios, que procura constantemente olvidar para poder mover la máquina del mundo, de la cual es el único creador y obrero, y para no perder su razón de ser dentro de una naturaleza en que constituye al mismo tiempo la nota más bella y más desarmónica. O mejor: para no perder la razón tout court.11

Mas para el poeta la vida es eterna. Él vive en el vórtice de esas contradicciones, en el eje de esos contrarios. No vive él así, y se transforma ciertamente, dentro de un mundo en carne viva, en un jardinero, en un floricultor de especímenes que, por más bellos que sean, pertenecen antes a los invernaderos que a los hombres que viven en las calles y en las casas. Esto es: por lo menos para mí. Y no es otra la razón por la cual la poesía ha dado a la historia, dentro del cuadro de las artes, el mayor, a gran distancia, el mayor número de santos y de mártires. Pues, individualmente, el poeta es, ay de él, un ser en constante búsqueda del absoluto y, socialmente, un permanente sublevado. De ahí que no hay por qué extrañarse del hecho de ser la poesía, para efectos domésticos, la hija pobre en la familia de las artes, y un elemento de perturbación del orden dentro de la sociedad tal como está constituida.

Se dice que el poeta es un creador, o mejor, un estructurador de lenguas y, siendo así, de civilizaciones. Homero, Virgilio, Dante, Chaucer, Shakespeare, Camões, los poetas anónimos del Cantar del Mío Cid viven a base de esas afirmaciones. Puede ser. Mas para un burgués común la poesía no es cosa que se pueda cambiar usualmente por dinero, colgar en la pared como un cuadro, colocar en un jardín como una escultura, poner en un tocadiscos como una sinfonía, transportar a la tela como un cuento, una novela o un romance, ni poner en escena como un guion cinematográfico, un ballet o una pieza de teatro. Modigliani —que si estuviese vivo sería multimillonario como Picasso— podía, en la época en que moría de hambre, cambiar una tela por un plato de comida: muchos artistas plásticos lo hicieron antes y después de él. Mas yo hallo difícil que un poeta pueda jamás conseguir su deseo a cambio de un soneto o una balada. Por eso me parece que la mayor belleza de este arte modesto y heroico sea su aparente inutilidad. Eso da al verdadero poeta fuerzas para jamás comprometerse con los dueños de la vida. Su único patrón es la propia vida: la vida de los hombres en su larga lucha contra la naturaleza y contra sí mismos para que se realicen en amor y tranquilidad.

 


 

Releyendo a Rilke (y directo a Jorge Amado)

Vinicius de Moraes
Vinicius de Moraes en 1970. Fotografía: Ricardo Alfieri

Al son de las canciones de Sarah Vaughan, di últimamente —aunque ya de él tan distanciado por tantas y tan grandes causas— en releer al poeta Rainer Maria Rilke. Andaba hojeando las Cartas a un joven poeta, los Sonetos a Orfeo y algunas Elegías de Duino. Y lo que tengo que decir es lo siguiente: pocos seres tan poéticos nacerán nunca de una mujer. Poquísimos, como ese Grande Enfermo, vivieron tanto en la poesía y se abandonaron más hondamente, náufrago irremediable, a la avidez de sus aguas donde lo esperaba el indivisible abandono.

Nunca vida humana se hizo más completamente dentro de una mística. Llega a ser impresionante. Rilke pasó, como aquel “ahogado pensativo”, para descender a los “azules verdes” de los cielos y de los ríos que la visión de Jean-Arthur Rimbaud confundió en su poema “Le Bateau ivre”. El poeta vivió en trance poético constante, amargando su espíritu contra todos los temas de la Vida, del Amor y de la Muerte, a la que piadosamente amó como una única entidad.

El poeta pena, como penó por un momento el Cristo, de la coexistencia íntima de la duda y de la certeza.

Su simplicidad como poeta nace de esa larga tortura lírica de ver la muerte como una madurez de la vida, en una total compensación. Rilke creía que la muerte nace como el hombre, que éste la trae en sí cual una simiente que brota, se hace árbol, florece y fructifica al despojarse de su alburno humano. Sus poemas menores vencen lentamente todos esos “grados de lo terrible”, en un crecimiento espontáneo para la grande florescencia, de donde penderán los mejores frutos, deseosos de renovación en la tierra.

En 1910, Rilke terminaba sus famosos Cuadernos de Malte Laurids Brigge, donde contó, con una belleza raras veces alcanzada en prosa, la historia elegíaca de la destrucción de un ser consagrado a la fatalidad irremediable de la congoja. Porque es congoja, más que angustia, lo que cogemos de esa narrativa: la congoja del malentendido humano, el soliloquio desolador del hombre desajustado a la vida. La cualidad del sufrimiento que le viene de esa torturante creación, como que le afina aún más la sensibilidad, ya de sí tan aguzada para todos los susurros de la poesía. El poeta pena, como penó por un momento el Cristo, de la coexistencia íntima de la duda y de la certeza, mientras vagaba, mórbidamente enflaquecido por la dolencia, por los lugares que más ama en Europa: París, Rusia y los países escandinavos, intermitentemente.

A fines de 1911, instado por los príncipes de Tour y Taxis, Rilke va a pasar solitario el invierno en el castillo de Duino. Un bello día de enero, paseando por los bordes de un peñasco sobre el Adriático, dice haber oído en el viento el misterio de una voz que le decía: “¿Quién, si yo gritase, me oiría en medio de la jerarquía de los ángeles?”. Erizado, y al mismo tiempo atónito con el milagro de esas palabras que le surgían con la propia poesía deseada, el poeta las anotó, y en ese mismo día escribía el primer movimiento de ese bloc sinfónico al que llamó Elegías de Duino. Tan temperados se hallaban en él los motivos de la obra en perspectiva que, en pocos días, escribía la segunda serie y el comienzo de casi todas las otras.

Mas el impulso cesó. Por diez años Rilke callóse, a la espera de que en él las palabras encontrasen su lugar exacto en el gran puzzle12 poético que se desencadenara. En París, en España y en Múnich acrecentó fragmentos a algunas de las elegías, sufriendo terriblemente de la discontinuidad con la que la poesía se revelara. Y no sería sino después de la Primera Gran Guerra, en su refugio de Suiza, en Muzot, que en un soplo de creación pocas veces igualado, sólo comparable tal vez a ciertos instantes de música y de pintura en Miguel Ángel y Beethoven, escribiría en tres semanas las ocho elegías restantes, los cincuenta y cinco Sonetos a Orfeo y varios otros poemas a los que llamó Fragmentarisches.13 Fue el último espasmo de vida en ese eterno, sereno moribundo. La Muerte, su amiga, lo desobjetivaba pocos años después, como “un río que lleva”. Rilke rechazó al médico: quería morir de su muerte.

Mas después, el malestar en que me dejó esa combinación de Rilke y Sarah Vaughan… Fue cuando tuve la buena idea de leer tu novela La muerte y la muerte de Quincas Berro Dágua, Jorge. ¡Qué muertes tan diferentes…! ¡Qué belleza, Jorge, qué belleza!

 


 

Contemplaciones del poeta al caer la noche

Vinicius de Moraes

Aún ha poco, para releer la página admirable de fray Luis de Sousa, cuyo título, posiblemente dado por los antologistas Álvaro Lins y Aurelio Buarque de Holanda, es (si en vez de poeta se lee arzobispo) el mismo de esta crónica, tuve la alegría de verificar cuán parecidas eran mis noches de soledad, en Montevideo, con las de fray Bartolomeo de los Mártires, más de tres siglos antes. Como el santo arzobispo, también yo pasaba el día todo despachando expedientes, quizá de menos jerarquía, pues mientras él debía caminar de vuelta con despachos celestiales, tenía yo a mi cargo despachos marítimos y terrestres, adelante la firma de pasaportes y facturas y el contaje diario de los emolumentos consulares.

No me era para nada difícil pasar de facturas a dulzuras, y desligarme de la rutina del trabajo para la comunión con la amiga distante.

Y como hacía él, con relación a las cosas divinas, yo, al cerrarse la noche sobre el cerro que provocó en el descubridor la exclamación nominativa de la ciudad, después de un corto trayecto en automóvil hasta el barrio de Pocitos, donde tenía mi apartamento en un séptimo piso, “me aplacaba del peso del día y del trabajo con un pasatiempo mal conocido en el mundo, y al menos buscado por pocos (y aún mal, que si muchos lo buscaran fuera mejor el mundo)”. Me entregaba a una profunda contemplación de la bien amada ausente. Esta era la manera de vencer la distancia irremediable que se extendía delante de mis ojos volteados hacia el norte y que a veces buscaban, en la línea descendente de Alfa y Beta de Centauro, el punto exacto donde ella, en su ventana sobre el parque, debía también pensar en mí.

Y no se maraville ninguno de que yo, tal como el arzobispo, pasase con tanta facilidad de los negocios a la contemplación. No tenía, es claro, “desde la primera edad hecho hábito en este santo ejercicio”. Mas lo que me faltaba en penitencias, me sobraba en ternura y querer bien. Y si en él “esta antigua costumbre le traía la viola del espíritu tan temperada siempre, que en cualquier oportunidad que dejaba el negocio, luego le echaba plegarias para sin demora entonar las músicas de la Celestial Jerusalén, y permanecer absorto en los placeres del divino ocio”, yo por mí tenía siempre bien afinado mi violón Del Vecchio y me complacía en triturarme las saudades14 con los dolidos acordes de tantas canciones hechas para la bien amada. Y así no me era para nada difícil pasar de facturas a dulzuras, y desligarme de la rutina del trabajo para la comunión con la amiga distante, en un lento evaporarse de mi ser en pos de su adorable imagen, que a veces parecía corporizarse en la luna que estaba en el cielo. Y no era no común quedarnos, yo y la luna de Montevideo, en dulce connubio, ella dilatando los espacios con los rayos de su amor, yo desvaneciéndome de amor en su resplandor de luna llena.15 Pues era aquel resplandor de mi bien en su pungente exilio, el secretearme que, así mismo ausente, allí estaban para iluminar mis horas; y yo tenía paciencia y la esperanza dentro y fuera de mí, que ella se vistiera toda de luz para nuestro futuro encuentro; y no me desesperase, pues estaba próximo el día en que nunca más nos habríamos de separar.

De otras veces —como en el caso de fray Bartolomeo, que le dieran motivo para los negocios, “subía sobretarde a una terraza que mandó hacer en una casa de las más altas de Paso; y como el pajarillo, que después de andar todo el día ocupado en la fábrica de su nido, cuando va cayendo el sol, y las sombras creciendo, extiende las alas por el aire, dando unas vueltas alegres y desenfadadas que parece no valen la pena, o posado sobre una ramita canta descansadamente”—, también yo me dejaba estar en la terraza de mi apartamento, uno de los más altos de Pocitos; y hecho él que, a imagen de la avecita —“después de alargar los ojos por las sierras y oteros, que de lo alto se descubrían, extendía los de su alma a las mayores alturas del Cielo, volaba con consideración por aquellas eternas moradas, se desahogaba, y en voz baja entonaba de cuando en cuando alegres himnos”— yo a mi vez, ante la idea de compartir con la bien amada la visión de los amplios espacios crepusculares del estuario del Río de la Plata, y de rodearla con mis brazos dentro de las iluminaciones del ocaso oriental, me recogía, cual un niño que, ay de mí, ya no soy más, para tamborilear con los dedos y cantar con ella alegres sambas de mi Río,16 que no es el de Plata ni el de Oro, sino que es ciudad de mucho instante y donde hoy mora, en casa única, mi antes triste y polifacético corazón.

 


 

Agua clara con sonido

Vinicius de Moraes

El título de esta crónica está en español, en el original (nota del traductor).

De Garcilaso de la Vega se decía que era el más hermoso y gallardo de cuantos componían la corte del emperador.17 Llamábanlo sin envidia el amado de los dioses y su elegido.18 Muerto con la edad de Cristo (1503-1536), vivió el gran toledano una vida de un brillo raro, distribuida entre un destierro, muchas batallas y, en los interludios, lindas mujeres, entre las cuales sobresale su mayor pasión, doña Isabel Freyre, dama portuguesa de la corte de la emperatriz Isabel que, aparentemente, no le daba la debida respuesta. Mas la verdad es que el poeta-cortesano iba levantando la mano en el guardamano de la espada, una sonrisa en los labios y estrofas de Virgilio, Dante y Petrarca en la punta de la lengua, para ablandar otros corazones que no el de la bien amada.

¿Qué mayor gloria para Garcilaso que ver que sus innovaciones constituirían las formas dilectas de los poetas españoles del siglo XVI?

Era un valiente, a la manera de Villon y de Camões. Tan bien a caballo como a pie, amigo de poetas y de santos, murió en los brazos de su amigo, el marqués de Lombay, que la Iglesia canonizaría como san Francisco de Borja, después de, solitario, dar inicio al asalto a la fortaleza de Muy, en Provenza. Mas cuando descansaba de las armas, empuñaba, según se cuenta, un arpa con igual maestría. Formal, en el sentido clásico, sin ser culterano, sabía dejar fluir de su corta, mas magistral obra poética una luminosa música verbal que lo distingue entre los pioneros del llamado Siglo de Oro de la poesía española. Y fue también un extraordinario innovador, no sólo con traer para la lírica de su patria los elementos positivos de la escuela italiana, sino con enriquecerla de creaciones nuevas, como es la estrofa compuesta de versos de cinco, siete y once sílabas, conocida como estrofa-lira, por ser ésta la palabra final del primer verso de su famosa canción “A la flor de Gnido”:

Si de mi baja lira
tanto pudiese el son que en un momento
aplacase la ira
del animoso viento
y la furia del mar, y el movimiento…

¿Y qué mayor gloria para Garcilaso que ver que sus innovaciones constituirían las formas dilectas de los poetas españoles del siglo XVI de la estatura de fray Luis de León y, sobre todo, san Juan de la Cruz?

Hay un verso del poeta que me encanta, en la égloga dedicada al virrey de Nápoles, en que son personajes sus dos hijos pastores más amados, Salicio y Nemoroso. Viene de allá por el medio del poema, y dice así:

…cuando Salicio, recostado
al pie de una alta haya, en la verdura,
por donde una agua clara con sonido
atravesaba el fresco y verde prado…

El verso al que me refiero, como ya ha de ser percibido, es el tercero del extracto aquí citado: “por donde una agua clara con sonido”. Es inútil intentar traducir.19 Agua clara con sonido, agua clara con ruido —nada tendrá nunca la belleza natural, la luminosidad de arroyo límpido corriendo apacible al sol, el onomatopeyismo sustantivo, sin necesidad de aliteraciones del verso original de Garcilaso. Son como sones puros de música.

Yo, si jamás hubiese hecho un verso así, colgaba los zapatos de fútbol.

 


 

La bella ninfa del bosque sagrado

Vinicius de Moraes

Hollywood, noviembre de 1946.- La noche está alta, Ciro’s concluyó y estamos todos —un destacado grupo de “estrellas” y “astros”, entre los cuales soy un modesto meteorito— en la casa de Beverly Hills de Herman Hover, el notorio dueño del famoso establecimiento de Sunset Boulevard. Voy en las aguas de mi amiga Carmen Miranda, con quien salí y a quien, como un caballero que soy, dejaré en su vivienda de Bedford Street. Allá están también las figuras ciclópeas de José de Patrocinio de Oliveira, el no menos conocido Zé Carioca, y su sonoplástico compañero Néstor Amaral, ambos hombres de los siete instrumentos, siendo que éste es capaz de tocar el Himno Nacional golpeando con un lápiz en los dientes y el Tico-tico no Fubá mediante pequeños coscorrones acústicos aplicados en la coronilla —todo delante de un micrófono bien entendido.20

Carmen está quieta, sentada en el brazo de mi poltrona. Nos volvimos rápidamente grandes amigos. Nos celebramos con los debidos fuegos artificiales cuando nos encontramos y una vez juntos tenemos asunto para conversaciones interminables, siempre salpicadas de historias sobre sus inicios como cantante, que me encantan. Su verbo es inagotable y nadie imita como ella antiguas situaciones maliciosas en que se vieran envueltos, en los primeros contactos con el público, sus viejos compañeros Mario Reis, Francisco Alves y Ari Barroso, en la fase renacentista de la samba carioca. Aprendí a quererle muy bien y admirar el coraje con que enfrenta, ella una mujer toda sensibilidad, la tortura de haberse tornado un gran cartel comercial para Hollywood y tener que sonreír a la idiotez, con rarísimas excepciones, de los productores, directores, escenógrafos, directores de fotografía, iluminadores y demás mano de obra de los estudios.

No creo que nadie hubiese reparado en ella, mas a mí me pareció tan linda, tan linda que fue como si todo hubiese de repente desaparecido delante de ella.

Mas hoy Carmen está quieta. Sus inmensos ojos verdes se horizontalizan en una línea de cansancio, quién sabe, tedio, de aquello todo ya “tan tenido, tan visto, tan conocido”, como diría Rimbaud. Cerca de nosotros, el actor Sonny Tuffs toca un piano más borracho que el del genial Jimmy Yancey en cintas en que fue grabado sin saber. Después de que su corpachón oscila, él se levanta sólo Dios sabe cómo y sale por allí, pareciéndose a un pollo,21 no sin antes abrazar al pasar a la actriz Ella Raines, que comparece de novio en puño y se deja estar con éste en un canto, con un aire de Alicita que sólo engañaría a los doctores Sobral Pinto y Albert Schweitzer.

En la poltrona a mi lado se estira, con un aspecto suficientemente descompuesto, el magnate Howard Hughes. Intercambio dos palabras con él, mas el tedioso multimillonario y playboy, descubridor y hombre de la bolsa de las “estrellas”, me parece mucho más interesado en Ella Raines —especie de Grace Kelly de 1940, sólo que menos pasteurizada. Lo dejo, pues, a su nueva conquista, mientras en medio de la sala Zé Carioca y Néstor Amara “se viran” para llamar la atención sobre sus dotes de instrumentistas. Mas la presión general es grande y cada uno procura cavar el pan de la noche como puede, mientras Herman Hover pasea con un aire de Napoleón en Marengo. Hay propuestas para un baño de piscina, para un concurso de rumba y otras trivialidades, mas nadie repara asimismo en que el Sol (o mejor, “Él”, como dicen con el mayor asco mis amigos Américo y Zequinha Marques da Costa) ya debe, contumaz gimnasta matutino, estar colgado de la barra del horizonte para su atlética flexión de cada día. El ambiente se está nítidamente desgastando en alcohol y ostentación.

Voy a proponer a Carmen irnos felizmente, cuando una cortina se entreabre y surge una mujer espectacular. No creo que nadie hubiese reparado en ella, mas a mí me pareció tan linda, tan linda que fue como si todo hubiese de repente desaparecido delante de ella. Me quedé, confieso, totalmente obnubilado ante tanta belleza, muy felizmente esa belleza se movía, por así decir, un poco a base de la danza a la que llaman cuadrilla: dos pasitos para adelante y tres para atrás con derecho a derrape. Mas lo que el cuerpo hacía, el rostro desconocía; pues ese rostro tenía más majestad que Carlos Machado entrando en Sacha’s. Ella miró en torno con un soberano aire de desprecio y luego, dando con Carmen, hizo un zigzag hasta ella, viendo colocarse en el esplendor de todo su pie derecho justo delante de mí, pobrecillo que nunca hizo mal a nadie.

Hey, Carmen —dice ella.

Hey, honey —responde Carmen con su sonrisa número 3.

Gee, Carmen, I think you’re wonderful, you know. I think you’re tops, you know. Tops. You’re terrific.

Para quien no sabe inglés ese diálogo inteligente expresaba la admiración de la moza por Carmen, a quien ella llamaba “del diablo”, “la máxima” y todas esas cosas. Pasado lo cual, da ella de repente conmigo allá abajo, pobre de mí que tuve bronquitis de niño, y mirándome por encima de sus pirámides, me hizo la siguiente pregunta en un tono de reina a vasallo:

Who are you? (¿Quién es usted?).

Decliné mi condición de modesto servidor de la patria en el extranjero, lo que no parecía interesarla un níquel. En seguida, sin aviso previo, se inclinó hacia adelante hasta el punto de yo poder ver el algodoncillo que había acumulado en su ombligo, puso las manos sobre mis brazos, trajo el rostro hasta un centímetro del mío y escupiéndome todo como debía, me hizo la siguiente indagación:

Do you think I’m beautiful? (¿Usted me halla bonita?).

Le hice los elogios de costumbre. Ella se estiró nuevamente y concordó conmigo:

You’re right. I’m very beautiful. But morally, I stink! (“Usted está en lo cierto. Yo soy muy bonita. Mas moralmente yo…” —¿cómo traducir sin ofender tanta belleza, tirante a los oídos del lector? —“…no huelo muy bien”).

Dicho lo cual, partió como llegara, a través de la misma cortina, adonde supongo había un bar privado. Sólo sé que aquello me dio una gran animación, la fiesta continuó hasta que “Ella” surgió y yo acabé danzando con la linda moza, ella bastante más alta que yo, lo que permitía oírle latir el corazón, al fin levemente taquicárdico. Antes de salir vi varias parejas en el jardín y no se sabía más quién era quién, vi a Sonny Tuffs atravesado en un sofá, vi cosas como sólo se ven en bailes de carnaval. Fiestecilla familiar, como diría la finada doña Sinhazinha.

Afuera pregunté a Carmen si ella sabía quién era la diosa.

—Es una actriz nueva que está entrando ahora. Bonita, ¿no? Se llama Ava Gardner.

 


 

Sobre los grados de la muerte
(En la muerte de Paul Éluard)

Vinicius de Moraes

Aún tengo en el oído tu voz grave, acto metálico por lo interurbano, me dice de México a Los Ángeles: “Alors, mon vieux, qu’est-ce que tu attends? Viens, donc…”.22 Tú me llamabas sin conocerme, porque sabías que yo soy poeta, no tan grande como eras, no tan valiente como fuiste, no tan necesario como serás; mas poeta y poeta atento a las necesidades de su tiempo. Tú me llamabas porque otros poetas, amigos nuestros, te habían hablado de mí.

Eras tú, Di Cavalcanti, Neruda, Guillén, me llamaron, me mandaron cartas escritas en bares, llenas de fraternidad y palabras, me hablaron de la belleza de México y del gusto del tequila,23 me sedujeron para vuestra convivencia bohemia y grave.

Escribo tu nombre sobre los grados de la muerte, lo grabo a fuego sobre los senos de la aurora, lo pinto en luz sobre todo lo que es triste, oscuro y trágico.

Y yo fui. Fui porque me “tuteaste” sin conocerme, en esa gran intimidad que sólo los poetas tienen y sólo la poesía puede dar. Mas cuando llegué ya habías partido para Francia, a compromisos urgentes. Conocí a tu mujer, tu tercera mujer, Dominique, que se quedó por unos pocos días más, esa muchacha alta, de faz lisa de campesina, que vivía todavía envuelta en la belleza de las cosas que le dieras y le dijeras. Te habías casado con ella días antes, después de un paseo loco en compañía de Siqueiros y su mujer por México adentro. Ella sólo tenía en la boca joven un nombre: tu nombre. Ella decía Paul, Paul, Paul, Paul —con una esperanza simple en el mirar. Sus brazos traían aún las marcas de tus caricias de hombre. Le habías dado un papagayo a ella y ella lo cargaba alto en el dedo y le hablaba de ti, le decía que en breve estarían todos juntos en Francia, y que él tenía que tener juicio y no hablar cuando el poeta estuviese trabajando, pues el poeta era un hombre lleno de poemas por hacer. Ella le hablaba como a un niño, de viva voz, y las plumas de la cabeza del ave se erizaban blandamente mientras chapuzaba también dulzuras absurdas.

Tu muerte —como la de Mario de Andrade, de angina pectoris— me llegó, como la de él, con un tenor vacío y abstracto. Inútil pensar que moriste. ¿Mario murió por casualidad? ¿No venía él a visitarme siempre que estaba solitario, siempre que estaba sufriendo, el amigo fiel? ¿Y no posó como antes la gran mano en mi hombro y se quedaba horas conmigo para discutir de los viejos asuntos sentidos, poesía, amistad, belleza, amor, muerte, vida, artes, pueblo, mujer, bebida —y poesía aun, y aun poesía y más poesía?

Locura pensar que moriste. Sobre cada faz viva, sobre cada cosa viva, sobre el corazón de la vida —escribo tu nombre.

Escribo tu nombre sobre los grados de la muerte, lo grabo a fuego sobre los senos de la aurora, lo pinto en luz sobre todo lo que es triste, oscuro y trágico. Tú escogiste. Tú fuiste claro, ardiente, digno. Delicado hasta de los huesos de ti mismo —esos que subsisten de tu bella figura de hombre—, tú enfrentaste la brutalidad de los verdugos. Hoy digo tu nombre y lo digo sintiéndome mejor por haber participado de tu tiempo humano. Tu nombre es también Libertad, Paul Éluard.

Wilfredo Carrizales
Últimas entradas de Wilfredo Carrizales (ver todo)

Notas

  1. Hace referencia al compositor y músico brasileño Jacob Bandolim.
  2. Palabra usada para referirse a un local donde se realizan bailes y fiestas, más precisamente un baile popular, frecuentado por personas de la clase social más baja, con música animada, principalmente samba, cuya entrada es paga.
  3. En español, en el original.
  4. Id.
  5. Id.
  6. Planta herbácea tropical cuyas hojas se emplean como adorno y tienen aplicaciones terapéuticas.
  7. Del francés bibelot. Pequeño objeto de arte con el que se adornan mesas, estantes, etc.
  8. Mangos de forma alargada y achatada, de color amarillo, gusto dulzón, usados para preparar jugos, dulces, mermeladas, etc.
  9. Fécula alimenticia extraída de la raíz de ciertas plantas de América ecuatorial.
  10. En francés, en el original. “Palabras de sutileza o agudeza”.
  11. En francés, en el original. “A secas”.
  12. En inglés, en el original.
  13. En alemán, en el original.
  14. Nostalgia, añoranza, pesar y melancolía que se sienten de un bien pasado o de que se está privado. Pesar por la ausencia de personas queridas.
  15. “Resplandor de la luna llena” se expresa en portugués con una sola palabra: luar.
  16. Río de Janeiro.
  17. Id.
  18. Id.
  19. Traducir al portugués.
  20. Más conocida como “Tico-tico”, es una canción brasileña con ritmo de choro. Fue compuesta en 1917 por Zequinha de Abreu (1886-1935) y llegó a ser muy famosa internacionalmente. “Tico-tico” es el nombre del pájaro llamado chincol.
  21. En el sentido figurado de “muchacho joven, de pocos años”.
  22. En francés, en el original.
  23. En español, en el original.
¡Comparte esto en tus redes sociales!
correcciondetextos.org: el mejor servicio de corrección de textos y corrección de estilo al mejor precio