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Las desdichas de los inmortales
reveladas por Paul Éluard y Max Ernst (1922)

domingo 28 de abril de 2019
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Paul Éluard y Max Ernst
Paul Éluard (izquierda), retratado por Dora Maar (1933-34), y autorretrato (1920) de Max Ernst-
Introducción, traducción y notas: Wilfredo Carrizales

Paul Éluard nació en 1895 en Saint-Denis y murió en 1952 en Charenton-le-Pont, ambas localidades de Francia. De modo primordial se le conoce más como poeta. Pasó del surrealismo (Capital del dolor, 1926) a alistarse en la Resistencia contra la ocupación alemana (Poesía y verdad, 1942); después en el Partido Comunista, permaneciendo siempre fiel a la exaltación del amor y las sensaciones inmediatas (La vida inmediata, 1932; La rosa pública, 1934).

Max Ernst nació en 1891 en Brühl, pequeña ciudad de la provincia renana de Alemania, y murió en París en 1976, siendo ciudadano francés. Su arte pictórico no era ni realista ni abstracto, sino emblemático. Excepto en algunas raras ocasiones, jamás ensayó reconstituir en sus formas precisas la silueta humana y lo mismo puede decirse para las cosas. Los collages de su época dadaísta (1919) le valieron la atención de los surrealistas, a los cuales se unió en París en 1922. Ernst fue también grabador, escultor y escritor. Aportó al surrealismo una contribución poética y técnica de primera importancia: telas aprovechadas a través de los procedimientos del frottage, el grattage y la décalcomanie.

Paul Éluard escribirá en 1936: “En febrero de 1917, el pintor surrealista Max Ernst y yo estábamos en el frente, a un kilómetro apenas el uno del otro. El artillero alemán Max Ernst bombardeaba las trincheras donde, soldado de infantería francés, yo montaba guardia. Tres años después, nosotros éramos los mejores amigos del mundo y luchamos en conjunto, desde entonces, con encarnizamiento, por la misma causa: la emancipación total del hombre”.

Desde el armisticio de 1918, Max Ernst es desmovilizado. Permanece en Cologne, donde se abre una Maison Dada. En la misma época, él establece contacto con los medios subversivos de Múnich, de Berlín y de Zúrich. Manifiesta su simpatía por el grupo dadaísta parisiense. André Breton redacta una carta: es una proposición para exponer en París los collages de Max Ernst. Éste acepta encantado. La exposición tuvo lugar en mayo de 1921 en la librería Au Sans Pareil. Hubo una gran manifestación dadá en la inauguración. Protagonistas: Paul Éluard, André Breton, Tristan Tzara, Benjamín Péret y Hyacinthe Rigaud, entre otros. El caluroso llamado de tantos amigos nuevos va a persuadir a Ernst de que su lugar, en lo sucesivo, será París.

En el otoño de 1921, Paul Éluard se dirige a visitar a Max Ernst en Cologne. En seguida, una amistad que durará. Répétitions, un libro de poemas de Éluard, con collages de Max Ernst, aparece en Au Sans Pareil, en París. Éluard compra dos telas a Ernst: L’Eléphant Célébes y Edipe Roi.

En 1922 nuevas vacaciones de verano de Ernst en Tarence, en el Tirol, con Éluard, Arp, Taeuber-Arp y Tzara, pero también Matthew y Hanna Josephson y su séquito. Matthew Josephson, panfletario puritano-liberal, es el futuro historiador y crítico de arte. Los estadounidenses arriban por bandas: escritores, pintores, músicos, intelectuales y semiintelectuales; algunas ninfas y un joven y bello modelo y muchos ociosos. Todo en completo desorden.

“Las desdichas de los inmortales”, de Paul Éluard y Max Ernst
Portada original de Las desdichas de los inmortales reveladas por Paul Éluard y Max Ernst (1922).

Durante ese tiempo se imprime en Innsbruck (ciudad del oeste de Austria) un pequeño libro compuesto en común por Max Ernst y Paul Éluard: Les Malheurs des Inmortels, editado por la Librería Six, en París. (Traducido al inglés en 1942 y publicado en Nueva York por Black Sun Press. Traducción al alemán en ediciones de la Galerie Der Spiegel, Cologne, 1960. Traducción al español, anterior a la presente, no se ha encontrado).

Max Ernst se instala en París después de que Paul Éluard le prestara su pasaporte, con el que Ernst atraviesa la frontera sin dificultad. En París, Max Ernst conoce una existencia difícil. Vive mal que bien, de trabajos por azar (venta de joyas de pacotilla, artículos de París, baratijas, etc.) o como figurante de cine, a caballo o a pie, en Los tres mosqueteros. Perdió este último trabajo cuando, soportando el calor, se quitó la peluca en pleno rodaje y en plena batalla ecuestre. Pintaba, cuando podía, los domingos. Paul Éluard le sostuvo tanto como era posible y le compraba los cuadros. Ernst vivió en casa de Éluard, en Saint-Brice y en Eaubonne, durante más de año y medio. Ellos tomaban juntos su tren de afueras cada mañana. Paul para dirigirse a la oficina de su padre; Max para reunir en los talleres sus baratijas.

Robert Desnos
Una página manuscrita de la crítica de Robert Desnos a Las desdichas de los inmortales reveladas por Paul Éluard y Max Ernst.

El poeta surrealista francés Robert Desnos (París, 1900; Terezín, República Checa, 1945) escribe una crítica sobre Les Malheurs des Inmortels publicada en Littérature Nouvelle, serie número 4, el 1 de septiembre de 1922. Esa crítica, considerada algo pérfida, tuvo por objeto el pequeño libro compuesto por collages de Max Ernst y textos farsescos de Paul Éluard. En la crítica, Desnos manifiesta un odio insinuado contra Éluard bajo la acusación de repetición, al volver a usar, al pie de la letra, el título de un libro anterior aparecido también en 1922, apenas atenuado por la figura final de la metempsicosis. Les Malheurs des Inmortels fue compuesto, en apariencia, en una euforia que fue perturbada por los sentimientos de Elena Ivánovna Diákonova (llamada Gala; primero esposa de Éluard y luego de Salvador Dalí) con respecto a Max Ernst.

Los textos de Les Malheurs des Inmortels son cortos: la mayoría poseen entre siete y once líneas. Sólo hay uno (el primero) que tiene veintiuna líneas. Los textos en prosa encierran alusiones y juegos de palabras con ambigüedades que se desvanecen en la traducción. Al igual que el ritmo lingüístico.

Esta traducción que se presenta ahora de Les Malheures des Inmortels está basada en la primera edición de 1922, que contiene veinte textos y veinte collages. Acá se incluye la primigenia portada y se insertan sólo siete de los collages originales.

 

Las desdichas de los inmortales

“Las desdichas de los inmortales”, de Paul Éluard y Max Ernst

Las tijeras y su padre

El pequeño está enfermo, el pequeño va a morir. Él que nos ha dado la vista, que ha encerrado las oscuridades en los bosques de abetos, que secó las calles después de la tormenta. Él tenía, él tenía un estómago complaciente, él llevó el más dulce clima en sus huesos e hizo el amor con las campanas.

El pequeño está enfermo, el pequeño va a morir. Él sostiene ahora el mundo por una punta y el pájaro por las plumas que la noche le trajo. Se le pone un gran vestido, un vestido en media cesta, fondo de oro, bordado con oro de color, una babera con borlas de benevolencia y papelillos en los cabellos. Las nubes anuncian que él no tiene más que para dos horas. En la ventana, una aguja en el aire registra los temblores y los extravíos de su agonía. En sus escondrijos de encaje azucarado, las pirámides hacen grandes reverencias y los perros se esconden en los jeroglíficos —a las majestades no les gusta que se les vea llorar. ¿Y el pararrayos? ¿Dónde está monseñor el pararrayos?

Él está bien. Él está dulce. Él jamás ha azotado al viento, ni trituró el barro sin necesidad. Él no está jamás encerrado en una inundación. Él va a morir. ¿Esto no es pues nada de nada de ser pequeño?

 

Despertar oficial del canario

La aplicación de los canarios al estudio no tiene medida. Un ruido de pasos no apaga su canto, una castañeta de los dedos no impide que sus plegarias resuenen en el pasado. Si los ladrones se presentan, los terribles músicos mostrarán una sonrisa amable encerrada en una caja llena de humo. Si él se agita al reconocer la voz de un bienhechor, su vientre hambriento no tendrá más oídos para los cañones del monte Thabor1 que para la victoria de Aboukir.2

Ellos no se inclinan afuera. La noche, el trueno, están encendidos y colocados cerca de su jaula. En la campiña, el trigo, dócil a la ley de la gravedad, cuenta sus granos, los árboles toman la costumbre de sus hojas, el viento con la garganta agujereada gira y cae.

Por cierto, los canarios son amos en sus casas.

 

El fugitivo

A él a lo mejor le gustó más ahogarse que firmar. Ellos han abandonado todo —su confort, su pasado, su felicidad, la esperanza. La cuerda que él lleva no tiene los habituales remolques. Su pecho le servirá de almohada, la extrema dulzura de su abandono le despertará. La calma que él amontona se despoja de miles de briznas de muselina quemada y de hojas flotantes de una planta golosa. Los saludos de los navíos surgieron de sus ornamentos naturales para futuras combinaciones.

Siempre los puntos de vista y el mínimo de medios.

 

“Las desdichas de los inmortales”, de Paul Éluard y Max Ernst

El ciego predestinado gira la espalda a los transeúntes

Una mosca sobre su mano. El sol, para impedir que se escape, coloca a los ciegos alrededor de ella. El sol atrae a las golondrinas aquejadas de esas horrorosas enfermedades de la piel que desfiguran los días de tormenta. Ellas salen del agua para pasearse en los campos. El río no está atestado y ellas tienen el tiempo de llegar. Mas es preciso que ellas vayan a buscar todas las cruces olvidadas.

Sus pies exhalan el perfume de los lagartos. Él hará por consiguiente un matrimonio ventajoso, un matrimonio de buenas intenciones.

 

La limpieza de las baldosas no ocasiona forzosamente el aseo en el amor

Un sacerdote de talla mediana ha encerrado a su joven y bella mujer de auténticos buenos sentimientos en un lugar discreto para sustraerse a las discusiones interminables que retrasan su coito familiar. Escondido en las lilas, el padre de la heroína redondea los gozos infantiles de la pequeña buena impenitente.

Se oye cantar a lo lejos la alabanza de la prisionera abrigada por tejas que guardan delante de ella los recuerdos curiosamente perfeccionados.

 

“Las desdichas de los inmortales”, de Paul Éluard y Max Ernst

Encuentro de dos sonrisas

En el reino de los peluqueros, los felices no pierden todo su tiempo por estar casados. Más allá de la coquetería de los veladores, las patas de los patos abrevian los gritos de llamamiento de las damas blancas. En el mango del violón, usted encontrará los gritos de los grillos. En el mango del manco, usted encontrará el filtro para hacerse matar. Usted será sorprendido por reencontrar el esplendor de sus espejos en las uñas de las águilas. Mira esas pequeñas serpientes canonizadas que, en vísperas de su primer baile, lanzan esperma con sus pechos. La riqueza ha, de tal manera, enturbiado sus ambiciones que poseen enigmas eternos en los anticuarios que pasan. Escucha los suspiros de esas mujeres cubiertas las cabezas con mariposas.

 

“Las desdichas de los inmortales”, de Paul Éluard y Max Ernst

El fagot armonioso

La chispa que introduce a los mosquitos en los deportes no adorna más el ojal de los agricultores de los Alpes y del Cáucaso. Los hilos de una gran bobina multicolor aminoran el juego de las pelotas y ocultan el blanco. Para dicha, pues los fragmentos de las armas hacen bajar los ojos a los duelistas. El desprecio del público les embriaga de modestia. Mas no puede estar ebrio toda su vida.

 

Los dos todos

Por un frío de papel, los alumnos del vacío se sonrojan a través de los cristales. Una gran cortina sobre la fachada se hincha de pequeños monstruos.

El ebanista está representado hasta de rodillas. Encerrado en su prototipo hasta en verano, él hace caer todo dulcemente a sus hijos durmientes de ojos divertidos de oro. Si se le impone sobre sus hombros la detestable armada de bolos muertos, los peces se van para colgar sus barbas mojadas en el techo del mar.

La lentitud de sus gestos le da todas las ilusiones. Despojado de sus vestidos de vidrio azul y de sus bigotes irrompibles, un semiescrúpulo le impide dormir bajo la nieve que comienza a caer.

Su amor visto abajo con el ideal de la perspectiva, parte mañana.

 

En busca de la inocencia

En la atmósfera transparente de las montañas una estrella sobre diez es transparente. Pues los esquimales no se reúnen para enterrar la luz en sus glaciares abominables.

Un momento de olvido, la luz vuelve y fija con cuidado los tiernos besos de una madre modelo. Las tórtolas en provecho para derribar la luna y el dolor en los arbustos frágiles.

Silencioso, el querido ángel soporta la prudencia de frases desdentadas. Él cimenta todo dulcemente, primera aurora.

 

“Las desdichas de los inmortales”, de Paul Éluard y Max Ernst

La hora de callarse

Cerca del labio visto en el agua, la coqueta desrizada pasea la lámpara en sus ojos rollizos como amores. A ella le gusta mostrar su facultad de sonreír en la superficie espejeante. Ella extiende sus dedos piel de amazona a fuerza de brazo. Ella extiende la arboladura de sus senos al pie de las ruinas y se duerme en el crepúsculo de sus uñas roídas por las plantas trepadoras.

 

Consejos de amigo

Recoge bajo los robles las pecas3 y los granos de belleza,
sigue en barco los rebaños de los días de eclipse,
contempla con guijarros en los ojos la inmovilidad de los maniquíes todopoderosos,
divisa danzando el castañeteo de los látigos,
vea las mujeres, de cuarenta años, ellas dejan su corazón en el cepillo4 de los pobres y reemplazan las legumbres por actitudes clásicas.

 

El pudor bien a la vista

Dos viejos reposan sobre su corazón, en su nidada, columpio enganchado en el desierto y sus delicias.

Dos viejos peinados como pequeños ángeles, uno en camisa blanca y batiendo las alas, es ése que duerme, su cabeza apoyada sobre la pierna del otro.

El otro, desnudo y los pies en el aire, todo rojo, distribuidor de colores, sonreído a pesar de su horrorosa posición. Las diferencias nocturnas le han hecho rápido cerrar los ojos. Él cosquillea todavía todo dulcemente los estambres del arpa tendida sobre la frente de la leona. Las amenazas del pájaro-madre no le hicieron más temor, mas su mano no irá lejos para tocar la lluvia.

La estancia de los inseparables asociados en ese lugar solitario ha vivamente intrigado a un pavo, una pava y tres gansos salidos de un matorral, salidos de un estanque, salidos de un bucle del otoño. Su curiosidad se despierta y ellos tornan lentamente alrededor de los sodomitas cuyos testículos vaporosos ondulan.

 

Llegada de los viajeros

Ellos acuden a la primera señal. Su entusiasmo semeja pequeñas banderas barnizadas sobre las losas de las cumbres. Solo, un indiferente…

Por milagro, el más fuerte se ha tornado impotente. Él enrolló maquinalmente las cintas de sus dedos en las ramas de torres en angustia, juró estar tranquilo, apreció los gritos de los niños, su hambre, su sed y su dinero. En la primavera, él cultiva su jardín, la mano armada de un florero…

En el asilo, los viejos abrazan llorando a sus compañeros de cautiverio, los hermanos lúbricos. La casa llena de arena, los vidrios rotos y fue preciso cerrar los postigos.

Uno se pregunta aún que su consejo no se ocupa más del resto.

 

Placeres olvidados

En la extremidad del muelle, partido de la mar, salido de prisión, retornado de las Indias con la seguridad de grandes máquinas indomables, Roberto ha hecho para su curiosidad una travesía a alfilerazos. Los botones pegajosos se montan y él se agarra los párpados. El dolor retorna al calor y, a pesar del dolor, usted puede admirar el alma intrépida, el coraje sorprendente de ese desgraciado, usted puede admirar una cierta pequeña danza melancólica, desplazada en parecido caso: la envidia de dormir, que le alisa los cabellos.

 

Entre los dos polos de la cortesía

Esta acróbata, mojada hasta los huesos, usted trae en su papera las palabras frágiles, esta acróbata toma guardia, lleva la palabra: frágil. El dulce diapasón de la infancia ha desaparecido. La dulce desnudez de las ramas derrama un olor de santidad delante de la montaña. Ella se ha refugiado en la bola que anuncia las curvas de la fiebre, en las burbujas de jabón que los borrachos tienen en sus manos para defenderse de versos relucientes, para escardar los guisantes, para evitar las carreras de los toros.

Este olor de santidad guarda lo incógnito de los santos Pedro y Pablo que han retornado para ver cómo va el mundo. ¡Ay! El gusto del comercio ha ganado hasta los promontorios desinflados y nadie se acuerda más de las semillas de sombreros volantes en pleno invierno.

 

Todo desnudo en la calle

En nuestra época de aquí los corazones todos son transformables en trompódromos. Incluso las olas blancas de largos vestidos bautismales, los cuales se nos parecen a nuestros pavorreales vueltos eléctricos. Nuestros niños al nacer están desnudos y tostados por el sol, nuestros niños están enguantados de noche y peinados con cofias. Nuestros enamorados revelan todas las dificultades. Señal dichosa, ellos tragan su saliva y se instalan con su jefe en la orilla del mar en espera del diluvio. Nosotros despreciamos su fatuidad y la pureza de sus costumbres. Las negras son ligeramente untadas con pomada azul, nosotros deshojamos sus palmas de las manos, nosotros separamos nuestra edad. Nuestros perros les echan a puntapiés mas nadie puede impedir que las gramíneas crezcan bajo nuestros brazos. En verdad: he aquí los corazones.

 

Los consentimientos y la utilidad

Nadie conoce el origen dramático de los dientes. Un día, el ecuador ha disipado el temor de los calores.

Lejos de saquear nuestras cosechas, ella cambia por miel la educación dura y física.

El alboroto de sus campanas natales asusta sus dolores y hace saltar su primer niño de su boca construida en anfiteatro. ¿Qué se volverá ella, sin el horizonte de los globos y de las bestias atolondradas? Un cielo sin nombre, manejado con la mano, le ha hecho conocer y ella nos muestra el viejo lobo que, después de haber toda su vida amado y combatido, desea vivir con ella en buena inteligencia.

Cuando ella muera, yo no tendré sino seis años.

 

“Las desdichas de los inmortales”, de Paul Éluard y Max Ernst

Los abanicos plegables

Los cocodrilos al presente no son más los cocodrilos. ¿Dónde están los buenos viejos aventureros que ustedes engancharon en las ventanas de la nariz de minúsculas bicicletas y de bellos dijes de hielo? Según la velocidad del dedo, los corredores en los cuatro puntos cardinales se hacen cumplidos. ¡Qué placer era entonces apoyarse con una graciosa desenvoltura en esos agradables ríos salpicados de palomos y de pimienta!

No hay más verdaderos pájaros. Las cuerdas tendidas por la noche en los caminos de vuelta no hacen tropezar a nadie, mas en cada falso obstáculo, las sonrisas cercan un poco más los ojos de los equilibristas. El polvo tenía el color del rayo. En otro tiempo, los buenos viejos peces llevaban en las aletas bellos zapatos rojos.

No hay más verdaderas hidrocicletas, ni microscopio, ni bacteriología. Palabra de honor, los cocodrilos al presente no son más cocodrilos.

 

La paz en el campo

La noche, cuando el azar suelta huecas las manos de las hijas, cuando el fuego junta todas las lianas del Antiguo Continente y que las piedras de las ciudades llenan los sótanos, las danzarinas de cera y de metal aparecen a través de la indiferencia de los impedidos que liman con paciencia el relieve de los cuerpos humanos. Sus compañeros escuchan, dichosos como todo, su canto perpetuo, monótono, y sus niños con las cabelleras intactas juegan con los restos de las últimas lecturas.

 

“Las desdichas de los inmortales”, de Paul Éluard y Max Ernst

Mi pequeño monte blanco

La pequeña persona negra tiene frío. Apenas si tres luces se agitan todavía, apenas si los planetas, a pesar de su velamen completo, avanzan flotando: después de tres horas no hay más viento, después de tres horas la gravitación ha cesado de existir. En las turberas, las hierbas negras son amenazadas por el prestidigitador y quedan en tierra con los calvos y el dulzor de su carne que el día comienza a bordar con nubes amargas.

Wilfredo Carrizales
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Notas

  1. Monte localizado en la Baja Galilea, al este del Valle de Jezreel, diecisiete kilómetros al oeste del Mar de Galilea.
  2. La batalla de Aboukir fue el último triunfo militar de Napoleón Bonaparte en Egipto (marzo de 1799), antes de su retorno a Francia, frustrando el intento anglootomano de reconquistar Egipto.
  3. Literalmente: manchas de rubicundez.
  4. Cepillo en las iglesias.
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