Rumano
Tudor Arghezi

El volador

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Tudor Arghezi

Los pescadores de arenques sacaron ayer del mar el cadáver de un joven con alas y lo tendieron sobre la arena. Pensaron que se trataba de un aviador que había estado probando el equilibrio de algún nuevo aparato. Luego de levantarlo en los hombros y amarrarlo con cuerdas, los pescadores le abrieron las alas, como si se tratara de dos abanicos, pero se dieron cuenta de que se habían equivocado. Sus alas eran como las de los pájaros; crecían en los hombros y se extendían hasta más allá de los calcañales entretejidas de plumas de seis o siete colores. Cuando lo pescaron, el cuerpo estaba metido en las alas hasta el cuello, como si se tratara de una muñeca embalsamada, y sólo después de un esfuerzo arduo fue sacado a la luz del día de su envoltura pulmonar color azul-ladrillo.

Los bañistas —mujeres, niños y hombres— de aquellas arenas se juntaron enseguida para ver si era cierto el rumor de que un ángel ahogado en el mar había sido encontrado, y se quedaron estupefactos ante la belleza del muerto alado. Maravillados por el asombro y el espanto, nos le acercamos como si fuera el ejemplar de perfección menos imaginable que se pueda imaginar, buscando apoyo en las invenciones y descubrimientos de las artes matemáticas. Las alas del joven aún temblaban. Había muerto sólo unos segundos antes, pero todavía no lo estaba por completo; como el humo que las antorchas devanan al final cuando ya se han apagado.

Una búsqueda rápida entre los grupos de bañistas, miles de ellos, no condujo a ninguna respuesta. Nadie había visto al desconocido en los alrededores, en los hoteles o restaurantes; tampoco en el mar, ni en el aire, ni en la tierra; cosa que nos obligó a suponer que había venido de otra parte y, como este pensamiento nos dominaba, todos los ojos se alzaron al cielo donde el azul resplandecía sin nubes, y los bañistas comenzaron a cubrirse con sus pareos y toallas como si se tratara de alas y se santiguaban de improviso atormentados por el misterio.

Un niño encontró un caracol rojo como las amapolas entre el dedo pulgar y el índice del ángel caído, y mientras extendía la mano para cogerlo, vimos que los dedos de los pies del volador, quizás tocado por las saetas de luz, tenían unas membranas, como si se tratara de un ser hecho para nadar. Nuestro asombro aumentó aun más. Posiblemente el joven no había caído del cielo sino que había emergido desde las profundidades del mar.

A causa de la extrema delgadez y las formas aplastadas del cuerpo, creímos que el desconocido era un hombre que rondaba la edad de nuestros mozos más ordinarios. Después que con piedad y mucho cuidado se le acostó de espaldas sobre la arena y se le descubrió por completo, todos se dieron cuenta de que el joven no era un hombre ni tampoco una mujer; traspasaba el círculo de las sub-alternaciones y las fatalidades que entregan al remolino humano su firmeza y lo someten al triste encanto de la cercanía...

Enterramos al joven más allá del mar, en una tierra blanca que los chinos utilizan hace ya miles años para su alfarería animada en su exterior por iconos y adentro por reflejos de perlas y ópalo. Cinco mil hombres —con sus mujeres y niños— desfilaron junto al grupo que lo llevó al cementerio en brazos sobre una cama hecha con la verdura negra que crece en estos lugares desiertos. Nunca antes una procesión como esta había sido vista en un entierro —todo rojo, morado, encarnado y blanco—; como los colores de los pareos y las toallas de los bañistas, que daban vuelta a la inmensa bahía cantando delicadamente con los saltamontes de los zarzales cenicientos.

Aquella noche, la luna que semejaba una llama se quedó inmóvil encima de las rocas de mirra donde la tumba había sido cavada; una tumba en forma de hacha, clavada en la cumbre más alta. No hay duda de que algo incomprensible para nosotros ocurrió; las lluvias que cayeron tres días y tres noches de forma ininterrumpida, desde aquel viernes, petrificaron la arcilla de la tumba que parecía que hubiese sido de piedra desde siempre.