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Amiri Baraka

El nuevo programa de recreación

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Joe me detuvo en la calle Broad. Me recordó que no nos habíamos visto desde hacía mucho tiempo. La risa entre nosotros siempre fue la parte introductoria de todas nuestras historias, como si fuese un código moral.

Pero una vez no sucedió de esa manera y esto tiene un cuento anexo —una seña de la muerte.

Sentir, lo sabemos, es el opuesto fundamental a la muerte. Joe parecía esa vez como si fuese una suerte de vendedor. Tenía puesto un chaleco de bordes doblados. Los triángulos alargados, un JCPenney de cuadros, ajado y desgastado.

“Escucha esto, amigo. La semana pasada vi un carro dar la vuelta en la esquina. Mi madre lo conducía. Cómo te explico, ella picaba cauchos también. Aceleraba al cruzar la esquina, reía lo más alto que podía. Yo la llamé, y al principio ella no me vio. Ella voló, quiero decirte que voló, galán, tan rápida como un demonio”.

Joe reía de nuevo. Me palmeaba sobre la espalda. Era sumamente divertido aquello.

“Pero, tu madre...”. Me escuché a mí mismo, tratando de no ir directo a la pregunta.

“Tú sabías que ella murió, ¿correcto?”

“¿Murió? No. Caramba, amigo. Lo siento. No lo sabía”.

No sabía en qué estaba pensando o qué decir, excepto que no creía que su madre pudiese estar recorriendo el pueblo riéndose. “¿Está muerta?”.

“Sí, ella murió hace un par de meses. A mitad del verano”.

“¿Qué?”. Yo no quería destapar la olla, cómo preguntar por aquella realidad, tú sabes. No parecer insensible. Supongo.

“Mira, amigo. Acabas de escucharme bien”. Su risa era más débil ahora. Como si yo hubiese perdido el hilo de la parte introductoria de la historia.

“¿Pero qué quieres decirme? Lo siento, amigo. No había escuchado lo ocurrido con tu madre. ¿Pero tú... la viste?”.

Tenía mucho más que contar. Y lo hizo como riendo. Pero con más cautela, tú sabes.

“Sí, ¡ahora lo captas! Y no, no estoy loco. ¡Así que no pongas esa cara al mirarme como si lo estuviera!”.

“Caramba, Joe. ¿Qué estás diciendo, amigo? Sólo quería escucharlo de ti”.

Él mostró un gran arco de dientes, lengua y húmeda diversión.

“Sí, yo la enterré”. Tomó un recorte de periódico de la libreta de direcciones que sacó de su bolsillo. “¿Ves?”.

Leyendo el obituario de su madre, lo supe, fue como un coro dentro de la cabeza, un redoblante para mi demolido pensamiento. Pero fue algo interesante. Había estado pensando en problemas domésticos, dificultades en el trabajo, no sé si me explico, tratando de enfocarme en prioridades. Caminando por el centro de la ciudad para confirmar que aún podía sentirme como un anónimo caminante. Respirando en otoño y mirando los rostros y los colores, midiendo todos los pasos y vueltas que me aprisionaban a diario, recordando a la vez cada obligación y cada idea.

“Y bien, ¿qué te parece?”.

“Me jodiste, amigo. ¿Cuál es la historia?”

Entonces Joe puso sus brazos en mí, como para sujetarme. Eso fue para enfatizar la parte introductoria, pensé. “Sí, yo la enterré. La gente rezó y cantó. Después ella partió”.

“¿De verdad? Vamos, amigo. La que viste fue alguien parecido a ella”.

“Páralo allí, amigo. ¿Me estás diciendo que yo no conozco a mi propia madre?”.

“Sí, sí, pero tú me dijiste que ella murió. Ella tuvo un funeral...”.

“Sí, eso fue verdad”.

“Y yo no creo en fantasmas”.

“¿Fantasmas?”. Él se separó dramáticamente. “Escúchame, amigo. A mi madre no le hubiese gustado ser un fantasma. Esa era ella”.

“Sí, sí, realmente...”.

“Pero entiéndeme esto”. Entonces él levantó y volteó su rostro hacia mí. Su sonrisa había sido reemplazada como por un monitor de TV. “Ella apareció de golpe dando la vuelta en la esquina, se detuvo, y me habló. Ella me esquivó, me gritó”. Lo miré, sacudiendo mi cabeza como si le creyera, pero con mis reservas. “Sí, entiéndeme esto. Ella dijo que iba en camino para insultarte por no haberte aparecido en el funeral. Y menos en el cementerio antes del entierro”.

“Yo no lo sabía. Escucha, amigo... Tú me conoces, si lo hubiese sabido hubiese estado allí”.

“Ella dijo que iba para tu casa”. Él se reía. “¿Tú la viste? ¿No?”.

Entonces comencé a reír.

Y Joe, en ese momento, dio la vuelta abruptamente, balanceando sus pasos bailarines mientras bajaba por la calle.

“Si la ves, me llamas, ¿de acuerdo?”.

Yo había parado de reírme. Asentí con la cabeza un sí mientras él se mantenía caminando. Llegué a la esquina de Broad con Market, mirando por encima del hombro a cada momento para volver a ver a Joe, pero él ya había cruzado la calle y pasado la cuadra.

¿Qué es lo que lleva a la gente a este tipo de locura?, pensé. Tal vez él quería molestarme, pero no parecía que quería hacerlo.

Fue entonces que, cuando esperaba el cambio de luces en la esquina, vi un Buick marrón acelerando como un demonio por la calle Market. Sí, era la madre de Joe. Y ella me vio. Ella me esquivaba al mismo tiempo que me mostraba el dedo levantado. Como una niña malcriada. Pero lo más impactante fue que mi madre andaba con ella en el asiento delantero. Ella miraba lo que hacía la madre de Joe, y todo aquello la hacía estallar de risa también.

Yo salté hacia la calle, pero ellas no se detuvieron. Comencé a llamarlas mientras se alejaban conduciendo. Tuve que bailar de un lado a otro para no ser atropellado por los autos.

Estoy seguro de que era mi madre. Mierda. De verdad. Parecía claramente la madre de Joe. Y estoy seguro de que la mía también lo era. Conozco exactamente cómo es mi madre. Y eso que ya hacían tres años desde que la enterramos.

Noviembre de 1988.

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