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Jack Huberman
Jack Huberman.
El diablo no tiene razón, pero tiene muchas razones
Introducción a El ateo citable, de Jack Huberman, un libro de citas y aforismos para condimentar el escepticismo

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Dios, ese amigo invisible de la segunda infancia

De devociones absurdas y santos amargados, líbranos, Señor.
Santa Teresa

La Edad Media fue una época en que las creencias no justificadas eran el criterio y parámetro de todas las esferas de la vida humana; la religión dominaba todos los ámbitos de la vida social y privada. Fue una época de oscuridad.

Reorganizar la sociedad de manera que se favorezca a la calidad de vida aquí y ahora —y no sólo a una esperanza ultra terrenal— es un ideal inconcluso, cuya implementación a través de la educación y la cultura ha llevado siglos de esfuerzos y sacrificios. Giordano Bruno, Galileo, Spinoza —quienes fueron objeto de persecución religiosa— son nombres que se inscriben en esa tradición de librepensamiento; la educación pública, el Estado laico y libertades civiles (la libertad de credos, por ejemplo) son un resultado de esa misma tradición, cuyos beneficios serán discutibles pero innegables (tal como pareciera mostrar la calidad de vida de las sociedades del norte de Europa —históricamente las menos sojuzgadas por el poder y la ideología del Vaticano).

Si hace poco más de un siglo la secuencia histórica Edad Media-Renacimiento-Modernidad hizo concebir la esperanza de un futuro instruido, librepensador y humanista saludable, los hechos actuales sugieren un repunte de la superstición. El 68% de la población de la nación más poderosa de la Tierra cree en Satán, mientras que sólo el 28% de esa misma población cree que la teoría de la evolución es correcta. Por desgracia basta dar una ojeada al mapa mundial para ver que Estados Unidos no es el único país en el que la balanza se inclina a favor del pensamiento mágico-religioso y anticientífico. Cotidianamente jihadistas, testigos de Jehová y otros legionarios del dogma y la fe pululan convirtiendo incautos. Esto no es una regresión al pasado medieval, pero sí parece mostrar que el estado de las habilidades para examinar creencias no es el que pudiera desearse.

Releyendo las líneas anteriores, en las que se equiparan creencias religiosas con creencias mágicas y anticientíficas, me vienen a la memoria amigos musulmanes, mormones y evangelistas quienes niegan que las creencias injustificadas o la superstición y la fe religiosa puedan inscribirse en la misma categoría. En la opinión de estos amigos, sus creencias en sus seres supremos son creencias distintas que otras como la creencia en Santa Claus, los duendes, las sirenas u otros seres semejantes. No quisiera abordar este punto de una manera argumental, sino continuar con una anécdota personal sobre mis encuentros con los seres invisibles de otros (en específico con los de mi condiscípulo de primaria, Martín, el pelirrojo) y dejar que cada quien saque sus propias conclusiones sobre la pertinencia del El ateo citable, un libro que se entiende como una reacción al incremento de la superstición y la irracionalidad religiosa.

**

Martín no sólo era el único pelirrojo del barrio. Él también era el único niño de nuestra primaria que era llevado en carro, con la ropa planchada y, sobre todo, era el único que tenía un cuarto para sí mismo completamente lleno de juguetes. Esto último lo ponía en una categoría diferente que los demás.

Aunque Martín era el peor portado de nuestro grupo, para nosotros él era casi como un adulto. Su costumbre de dar opiniones tajantes y contra-empíricas (al menos ante nuestros ojos) con seguridad olímpica eran parte de su aura: “Los maestros son empleados, no jefes”, le dijo a nuestra profesora una vez que parecía especialmente inclinado a no seguir sus instrucciones.

Con ese mismo tono autoritario Martín prometía invitaciones a su pequeño reino, el cuarto de su casa: “Si sigues siendo amable e interesante, algún día te invitaré a jugar a mis juguetes”.

Sintiéndose poseedores de la membresía de un club selecto, algunos de sus ex invitados enseñaban unas tarjetitas muy formales en las que se estipulaba la hora de la cita, la fecha, el límite de permanencia, el teléfono y la dirección de la casa. A los demás nos parecía extraño que se diera una dirección dado que todos sabíamos dónde vivía Martín; el absurdo mayor, por otra parte, era el número de teléfono pues el de la casa de Martín era el único teléfono del pueblo.

Pero había otro detalle extraño y misterioso de Martín que sus admiradores no parecían mencionar con agrado. Martín solía presumir de un amigo llamado Julián, de quien hablaba como si fuera uno de sus tantos juguetes, pero sobre el que ponía un coto de misterio: “Julián no se presta, es mi amigo”, aclaraba enfatizando el posesivo. A menudo Martín mencionaba las grandes cualidades de Julián, entre las que destacaba una especial: Julián era invisible. Cuando los niños llegaban a poner en duda la existencia del tal Julián, Martín alegaba que bastaría con preguntarles a sus padres para que avalaran sus palabras; no pocos niños quedaban convencidos con esa baladronada.

Sin embargo, los padres de Martín tomaban con cierta inquietud su manía, tratándola con enfado o condescendencia según les fuera el humor y con frecuencia le prohibían “relacionarse” (ellos usaban la palabra) con Julián; Martín —hijo único— no tomaba la prohibición en cuenta, replicando que “entonces con quién voy a jugar”. Al poco tiempo, a Martín le dio no sólo por “jugar” con Julián, sino por “bañarse” con Julián, “estudiar” con Julián y, sobre todo, por culparlo de las travesuras que cometía —entre las que se contaron un par de revistas porno que, según Martín, Julián introdujo a su cuarto.

Martín y yo no éramos amigos, de manera que nunca entendí cómo fue que un día la tarjetita me fue extendida. También sin saber cómo, me vi tocando a la puerta de la casa más grande del barrio.

Una señora bien arreglada y con aire de no llegar a tiempo ni a la sala de descanso, me hizo pasar y dijo que buscara a su hijo en su cuarto.

Llamé a dos o tres habitaciones vacías hasta que Martín entreabrió su puerta y asomando la cara dijo:

—Lo siento, pero tenemos que cancelar: hoy estoy jugando con Julián —y cerró la puerta sin más explicaciones.

Humillado, ya me iba para mi casa, cuando la madre de Martín me preguntó qué pasaba. Al oír mi historia, me tomó de la mano y dando pasos de taconazos fuertes se dirigió al cuarto de Martín, abrió la puerta y con voz tensa dijo:

—Esto ya es intolerable, Martín. Ahora mismo voy a hablar con ese amiguito tuyo.

Martín la miró sin sobresalto desde el centro del cuarto.

La madre entró rápidamente y yo —con ganas de presenciar la escena— entré detrás de ella antes de que diera el portazo.

En la recámara el regadero de juguetes delataba el minucioso desorden de la diversión infantil.

—A ver, ¿dónde está ese dichoso Julián? — espetó la señora.

Martín la miró sin comprender el enojo y con toda calma estableció:

—Lo has asustado. Ahora no querrá salir de debajo de la cama.

La señora corrió a ponerse de rodillas al lado de la cama, levantó las colchas con una mano, se agachó, echó un vistazo y sentó la evidencia:

—Yo no veo a nadie. He estado en la casa toda la mañana y en este cuarto no he oído a ningún otro niño aparte de ti.

Martín no se inmutó:

—Tú no puedes verlo... Él es invisible.

—Supongo que tampoco puedo oírlo —dijo la madre.

—Tampoco puedes —aseguró Martín.

—¿Y puede tocarlo? —tercié yo (Martín no había dicho que fuera intangible).

Se hubiera dicho que yo era el invisible e inaudible, pues Martín no se dignó a mirarme ni escucharme; pero su madre sonrió agradeciendo la intromisión:

—Supongo que tampoco puedo tocarlo, ¿verdad?

—No, tú no puedes —dijo Martín con toda seguridad.

Desde mi pregunta la señora me echaba miraditas en búsqueda de asentimiento.

—Supongo que yo no puedo porque soy una persona mayor —dijo la señora, meditativamente.

—Así es: ningún grande puede verlo —dijo Martín sentando el punto.

—Entonces qué tal él, ¿eh? —la madre apuntaba un dedo hacia mí con satisfacción evidente—. ¿Podría verlo él? Él es un niño como tú y los niños pueden verlo, ¿no? —la señora se me acercó y tomándome por los hombros me hizo dar unos pasos hacia adelante, como presentándome a Martín por primera vez.

La curiosidad me invadió, por fin podría saber quién era el tal Julián.

Martín me miró evaluador por unos momentos.

—Sí, él sí podría verlo —decidió al fin, con cierto enfado.

Sin esperar más indicaciones, corrí a buscar bajo la cama, hurgando y removiendo: carritos, papalotes, calcetines sucios, pelotas, zapatos perdidos y la colección del álbum de luchadores que era la envidia de la clase.

Pero Julián no estaba allí.

—No lo veo —declaré sacando la cabeza desde abajo de la cama.

A la madre de Martín se le iluminó el gesto y encaró a Martín:

—Ahora, ¿qué me dices? ¿No que él sí podía verlo? ¿Eh, eh? —la señora sonreía como nunca—. ¿Viste? No hay nada, nada, nada —las sílabas se alargaban más al atravesar su sonrisa a cada repetición de la palabra.

Martín no se inmutó:

—Lo asustaste y se fue.

La señora no se iba a dar por vencida ahora que creía oler la victoria:

—Y dime ¿cómo se fue?, si la puerta está cerrada, la ventana también y yo no lo he visto pasar... Ah, y estoy segura de que él tampoco lo ha visto —miró a mi cabeza sin cuerpo al lado de la cama, la cual negó diligente desde su lugar.

Ella se volvió triunfal hacia su hijo. Éste, como quien se quita el polvo de los hombros con la mirada, dirigió la vista hacia mi cabeza y dijo con toda convicción:

—Julián puede atravesar las paredes.

La señora dejó de sonreír al oír esto, y de ahí en adelante empezó a acalorarse más y más al tratar de rebatir a Martín. Por su parte, Martín aludió con vehemencia creciente a los poderes especiales de Julián para ayudarlo, para predecir el futuro y para hablar varias lenguas y para volar y cosas así. La escena terminó en llantos y gritos, y yo no volví a entrar en esa casa en la que amigos invisibles, inaudibles e intocables sustituían a los de carne y hueso.

Al terminar el curso, los padres de Martín lo mandaron a una escuela privada dirigida por religiosos. Hoy en día Martín es el pastor de un pueblo cercano.

Una vez lo encontré visitando el barrio y mientras recordábamos entre risas aquella tarde, le comenté que me había enterado de que los sicólogos dan cuenta de esa creencia de niñez llamada “el amigo invisible”, la cual a veces alcanza gran intensidad; pero que ese comportamiento es bastante común y que, en general, no debe ser motivo de preocupación (recuérdese a Soren Lorenson, el amigo de Lola, de la serie Charlie y Lola, de la BBC). Al escuchar esto, Martín dejó de reír y apuntó con aspereza:

—Afortunadamente me curé de esas creencias absurdas. Esas patrañas infantiles son pura estupidez y necedad —me miró y yo me sentí obligado a decir algo, cualquier cosa:

—No seas tan duro contigo, eras sólo un niño —pero al terminar de decir esto, me di cuenta de haber apretado una tecla equivocada.

Tal como al final de aquella tarde que defendía la existencia improbable de Julián, la cara de Martín se transformó en una llamarada como si su pelo se la hubiera encendido. De inmediato inició una perorata sobre lo nefastas que eran las creencias que no tenían que ver con Dios, sobre el poder de corrupción de las mismas y su malicia para esconder el germen del mal. Dijo que eran precisamente los niños los que debían ser salvaguardados de esas malas influencias y se puso a hablar tan exaltadamente que sólo calló al perder el aliento. En ese momento pareció recordar que yo estaba allí y espetó:

—¿O tú no lo crees así?

Asentí calladamente, temiendo que cualquier réplica sería tomada como una provocación y Martín y yo pronto nos despedimos. No nos volvimos a ver jamás.

Lo que me guardé de comentar esa última vez fue que ese rasgo de niñez que tan diabólico le parecía podría ser visto como un precursor de su religiosidad actual. Que las similitudes entre esa tendencia infantil y la creencia en Dios han sido notadas por sicólogos, pensadores y comediantes (en otras palabras: se ha sugerido que Dios es probablemente la entronización del amigo invisible de la niñez). Tampoco dije que, lo que es más, el amigo invisible no es el único rasgo infantil que podemos reconocer en nuestras creencias de adultos.

***

Hoy que tengo ante mí a El ateo citable recuerdo vívidamente a Martín el pelirrojo. Él hubiera considerado a este libro digno del índice de libros prohibidos por el Vaticano. No le hubiera faltado razón.

La antología de citas y aforismos de Huberman visita los terrenos sensibilísimos de las creencias religiosas en incursiones rápidas, de unas cuantas líneas. Los textos de esta compilación son de carácter variopinto, los hay irreverentes:

De hecho el celibato de los clérigos me parece una gran idea: podría suprimir una tendencia hereditaria al fanatismo. Carl Sagan,

lapidarios:

Cualquier paseo por el hospital siquiátrico demuestra que la fe no prueba nada. Nietzsche,

maledicentes:

Religión.— Hija de la Esperanza y el Miedo, que explica a la Ignorancia la naturaleza de lo Incognoscible. A. Bierce,

provocadores de ira o de pensamiento (dependiendo de la propensión de cada quien):

La lección que puede sacarse del terrorismo es esta: si dios existe, entonces todo está permitido. Slavoj Zizek,

El hombre no ha podido crear al insecto más pequeño, pero ha inventado cientos de dioses. Montaigne.

También los hay contestatarios:

“Ojo por ojo” y el mundo terminará ciego. Gandhi,

Cuando a Diágoras de Melos le mostraron ofrendas votivas de gente que se había salvado de tormentas en el mar por haber rezado a dios, replicó: “en ninguna parte hay ofrendas de aquellos que no se salvaron”. D. Laercio,

perspicaces en la analogía:

La religión organizada es como el crimen organizado. Se beneficia de las debilidades de la gente, genera ganancias para sus ejecutores y es casi imposible de erradicar. Anónimo,

ingeniosos:

Hay una teoría que afirma que si alguna vez alguien descubre exactamente para qué es el universo y por qué está aquí, entonces desaparecerá instantáneamente y será remplazada por algo todavía más absurdo e inexplicable... Hay otra teoría que afirma que eso ya ha sucedido. Douglas Adams,

humorísticos:

Dios te ama pero tú te quemarás en el infierno. El sexo es la más abyecta y sucia cosa, la peor, sobre la faz de la tierra y tú debes salvarlo para alguien que ames. Jack Handey,

Estoy en contra de usar a la muerte como castigo... también estoy en contra de usarla como un premio. S. J. Lec,

Si el relámpago es una muestra del poder de la furia de dios, entonces parece que dios está enfadado con los árboles. Lao Tze.

Alguien diría que un poco de humor es lo que nos hace falta para mirarnos a nosotros mismos y tratar de ser menos irracionales; pero el humor no suele tener cabida en un terreno tan solemne y delicado como el de las creencias metafísicas, a riesgo de ser muy peligroso para el humorista. En un tiempo en que el actual Papa, Ratzinger, se ha atrevido a afirmar contra la evidencia científica que el condón propaga el sida (esto alcanzaría en una escala de mentecatez la misma puntuación que sostener que la Tierra es plana); en una época en que la estrategia frecuente de muchos pederastas es usar las instituciones religiosas para disfrazar sus actividades; en un mundo en que los credos justifican la guerra sagrada para eliminar a los semejantes de otros credos, en que a las mujeres se les mantiene en condiciones de esclavitud e ignorancia arguyendo sinrazones sagradas... en fin, en nuestra época creer que el humor nos salvará es tanto como creer que una mujer que iba a ser quemada por la Santa Inquisición podría haber ganado su juicio ridiculizando la estupidez de creer en las brujas.

Huberman no es ingenuo. No cree que su libro cambiará la escena del encono de los conflictos religiosos, ni que persuadirá a los fanáticos de que hay que pensar un poco más y creer un poco menos. El libro es beligerante, una provisión de postas y pullas incitadoras de pensamiento contra la oleada de propaganda religiosa que inunda la vida cotidiana. Pero como la reflexión no suele ser acogida por quienes no están dispuestos a examinar sus ideas, si con el libro se quisiera algo más que provocar a unos cuantos y divertir a otros, entonces pelearía una batalla perdida.

El hecho sociológico es que la mayoría de las personas no basa sus creencias en evidencias y pruebas, sino en el seguimiento ciego de los dogmas religiosos que su circunstancia sociogeográfica les ha infundido. En el terreno de la creencia y la superstición, tan válido es Alá como Jehová o el dios de los caníbales (todos improbables pero todos irrefutables). Millones de personas creen que un ser invisible gobierna sus destinos y sus conductas; miles se benefician de estas creencias y muchos se dicen representantes terrenos de esos seres imaginarios —esto no es poca cosa ni hay poco en juego. Las religiones difícilmente podrán ponerse de acuerdo en qué creencia está mejor fundamentada, porque cada creencia particular excluye la validez de las otras y si se toleran entre sí es porque no han podido anularse las unas a las otras. En la actual “Guerra contra el terror” sendos libros sagrados han justificado las atrocidades de dos bandos opuestos; no sabemos si dios existe, pero esas justificaciones prueban que las religiones son usadas para validar asesinatos con motivos trascendentales.

La ambición de Huberman no es ayudar a establecer por medio del humor y la reflexión las condiciones de un diálogo entre la razón y la fe o las de un diálogo racional entre los distintos bandos de la irracionalidad. La antología de Huberman es más bien un libro beligerante, nada conciliador, que lanza pullas (algunas excelentes) contra las supersticiones de nuestra época; un libro pesimista en sus pronósticos sobre una vuelta a lo razonable. Es mejor que no sea leído por aquellos que no dan oportunidad a la creencia de otros (menos cuando ésta viene formulada con la arrogancia del ingenio), pero para los lectores de amplio criterio, puedo decir que en cuanto antología de citas El ateo citable es un libro muy interesante. Me parece que la siguiente muestra traducida a nuestro idioma es evidencia de esta creencia.