Todo me lo deben a mí. Mobutu Sese Seko Kuku Ngbendu wa sa Banga
Las vías del tren que unían a los pueblos han ido desapareciendo bajo la selva que se apropia de todo. El sol es un disco de canela sobre el lago. Un flamenco levanta el vuelo, las patas colgando como ramas quebradas. Se escucha el débil clack-tink-clack de un sirviente que pone hielo en nuestras copas, en una cocina móvil detrás de la veranda. Se supone que son bebidas de lujo: limonada artificial traída en camioneta desde la tienda donde sólo se vende a quienes pagan con moneda extranjera. El insecticida que acaban de rociar nos pica en la nariz, en los labios, en la orilla de los párpados. Mr. Bob envuelve con sus manos los brazos de flecos dorados de su trono de fibra de vidrio. Sus ojos se ven enrojecidos, las pupilas dilatadas. Estoy seguro de que le sudan las manos. Parece que Mr. Bob tuviera las manos pegadas a su trono, duras. En algún momento las desprendería, extendiéndolas hacia mí, con chispitas de hoja de oro. Mi nombre es Evan Stevens. Trabajo para el banco G-7.
—Mr. Evan —dice Mr. Bob. Hay un ligero temblor en su voz, una tensión en su cuello. Los huesos de sus hombros están como engarrotados. Muevo la mano en el aire vacío. Trato de señalar al patio de mármol, más allá de la veranda, donde los guardaespaldas acarician sus subametralladoras chinas. Trato de señalar hacia la selva invasora, el Mercedes negro, las perreras, el refrigerador para carne, enorme como un McDonald’s entero. Pero no hay carne ya.
—Mr. Evan —dice Mr. Bob, ahora con una sonrisa arrugando su cara—, ¿por qué agita la mano? Acaban de echar insecticida aquí.
Me da risa. El sirviente me trae una bebida verde en un vaso de Baccarat. Suda de frío en mi mano.
—Necesita hacer ajustes fiscales —le digo—. El problema son los camotes.
De hecho, el problema son muchos problemas. El problema son las cuentas de Mr. Bob en un banco de Luxemburgo, pero no sólo eso: la flotilla de carros del ejército, abandonados al otro lado del lago por falta de refacciones; el complejo hotelero comercial y centro de convenciones “Mr. Bob” (terminadoa tiempo para la Conferencia Pan-Central de Naciones, pero sin plomería); la compañía televisora de los hijos de la tercera esposa de Mr. Bob. Para no mencionar a los 17.655 burócratas que el mes pasado trabajaron sin sueldo. O a los soldados. O a los guardaespaldas. Me pregunto si tendrán balas para sus pistolas.
De acuerdo con mis cálculos, Mr. Bob va a tener que exportar el 73% de la cosecha de camotes.
—Es posible quedarse paralizado por comer muchos camotes—dice Mr. Bob, sacudiéndose algo de su traje gris de piel de tiburón.
Ya lo sé. Los camotes contienen cianuro. Sin embargo, uno tendría que comer sólo camotes, nada más que camotes, antes de que empezara siquiera a sentir debilidad en las articulaciones. Pero eso es irrelevante. El camote es la cosecha principal de este país.
El aire está muy quieto. Sombras cada vez más grandes se ciernen detrás del trono, de la decoración de bambús, de los carritos de servicio. Un perro lanza un ladrido débil, casi una queja. Se escucha una súbita agitación en la hierba muerta que bordea la playa. Uno de los guardaespaldas apunta con su subametralladora hacia el ruido. Su piel se ve cetrina, amarillenta; tiene un tinte, sí, como de camote. (Me recuerda a Miss Frietchie, mi maestra de ciencias de séptimo grado. Después de su divorcio, se puso a dieta y no comió nada en dos meses más que jitomates y zanahorias. La Asociación de Padres de Familia la mandó hacerse análisis de sangre para probar que no tenía hepatitis.)
Mi bebida no es limonada. Sabe como a miel de maíz. A colorante artificial. Decido no demostrar que me da asco.
—Es su única fuente de divisas fuertes por ahora —dije—. Si no cumplen con el programa, tendremos que cortar su crédito.
Un perro sale de entre los arbustos. Se le ven las costillas. Trae en el hocico un pequeño flamenco. Al llevarlo hacia la veranda, las delgadaspatas del pájaro arrastran en la tierra.
—Camote con cebolla y chile —dice Mr. Bob, y toma un trago desu bebida verde—. Camote con dulce de manzana y crema inglesa —levanta los ojos y su cara vuelve a arrugarse. Tiene los puños apretados en su regazo—. Camote cortado en cubitos y frito en manteca de perro.
Pop. Pop-pop-pop.
El guardaespaldas ha matado al perro. Mr. Bob saca sus anteojos para el sol y acomoda otra vez en sus orejas las patas de oro y vuelve a cubrir con sus manos los brazos de su trono. Tiene una cara pequeña. Parece mosca.
—Con el 73% debe estar bien —le digo, y colocomi vaso de Baccarat en el carrito de servicio—. Podemos ponerlo en contacto con Save the Children —intentotoser, pero no toso nada.
La boca del vaso de Baccarat ha quedado completamente negra con los jejenes que vienen a pararse en ella.
—¡Rémoras! —grita Mr. Bob— ¡Rémoras!
Tal vez así se llama el sirviente, porque viene corriendo desde su cocina móvil con una expresión frenética. Mr. Bob señala mi bebida. El sirviente saca de la bolsa de su delantal una lata oxidada y rocía directamente en mi vaso. El atomizador sólo hace como que escupe. El criado agita la lata angustiosamente:
—¡No hay! —dice, sus ojos pálidos y redondos—. No hay.
El insecticida ha dejado una película como de gasolina. El sirviente no se lleva mi vaso. Y en un momento regresan los jejenes, más difíciles de ver ahora en el crepúsculo. Me rasco un piquete entre mis dedos pulgar e índice.
—Necesita volver a tener un saldo a favor en su balanza de pagos—le digo. Cruzo las piernas y me rasco la mejilla. Afortunadamente, el repelente para insectos que compré en Londres es suficientemente fuerte—. No puede usted confiar en las cifras que le da su Ministro de Finanzas —debo ser diplomático, me han dicho ya que lo sea, pero qué carajo—. Las cifras que le da son completamente erróneas. Tiene usted en su cuenta corriente un déficit actual de 1,72 mil millones de dólares, de acuerdo con las estimaciones del banco G-7.
—Refrésqueme la memoria —dice Mr. Bob, las manos extendidas sobre los brazos de su trono—, ¿qué es “cuenta corriente”?
El cielo se había puesto lívido, pero el lago permanecía colorazul acerado, calmo. Un coro había comenzado: chlurrr-chlurrr, rikki-rika-rika, rikki-rika-rika. Los bambús se estremecieron, dejaron caer una hoja esbelta. Abrí mi portafolios y saqué una pluma y una carpeta con hojas rayadas.
—Aquí está su balanza de pagos —le dije, escribiendo casi a ciegas, forzando mis ojos en esa penumbra— A. Usted tiene su cuenta de capital, en la cual están registrados todas las inversiones y créditos del extranjero, menos el dinero que usted envía al exterior. B. Y esta otra es su cuenta corriente, en la cual se registran todos los bienes y servicios que usted exporta, menos los bienes y servicios que usted importa —algo me da comezón en la barbilla.
—Perdón, Mr. Evan.
—En la cuenta corriente se registran todos los bienes y servicios que usted exporta, menos...
Rika-rika-chlurrr.
Le han servido a Mr. Bob un plato de pescado en trozos. Usa sus dedos para prensarlos con todo ylas escamas que todavía tienen en un lado y se los come enteros.
No hay luna. El cielo es una mortaja de calor, salpicada de estrellas. Mr. Bob no se ha quitado sus anteojos de sol.
—Rémora —me ofrece de su plato. Niego con la cabeza: no. Ya me he acabado dos botellas de Pepto-bismol.
El zumbido de los insectos casi me deja sordo pero puedo oír al sirviente que enciende el generador. Traquetea un poco; una lámpara de papel de arroz parpadea y luego se apaga.
—Ya no tenemos gasolina —me grita Mr. Bob.
El sirviente trae una charola: candeleros de Baccarat con velas de cera. Al colocarlas en la mesa, las llamas casi le lamen la cara, lo amarillo de sus ojos. Mr. Bob se hace para adelante, apoya un codo en una de sus rodillas. Sus dientes son anormalmente grandes pero perfectamente parejos.
—Ya no tenemos Ministro de Finanzas —grita, y su risa se apaga como un volcán. Chlurrr. Todavía respirando agitadamente, Mr. Bob se quita los anteojos y recorre con su mirada mi rostro, mi cuello, mi cabeza. Tiene en la piel un abrigo de mosquitos. No se los mata. Levanta un dedo y uno de sus guardaespaldas se acerca y se para justo detrás de mi silla. Puedo olerlo: sudor fresco y loción de sándalo. Muy joven. Algodón recién lavado.
De pronto todo ha quedado en silencio. Luego algo chapotea en el lago.
—Dile aquí a Mr. Evan qué cosa es una rémora —a la luz de las velas, parece como si los flecos dorados saltaran del trono de fibra de vidrio.
—La rémora es un pez, señor —puedo sentir en mi cuello el aliento cálido del guardaespaldas.
—Dile a Mr. Evan qué clase de pez es éste.
—La rémora es un pez pequeño que se alimenta gracias a los tiburones, señor.
Rik. Y ahora empieza un zumbido de abejas. Lo que debe ser millones de abejas. Bajo una mano a mi portafolios y saco mi celular. Tecleo el número: el jeep del banco G-7 viene en camino.
Mr. Bob ha echado al suelo su plato. A la luz parpadeante de la vela, puedo ver el brillo de las escamas. Puedo ver los ojos enrojecidos del hombre. Y él empieza a matarse las abejas en el cuello, en las muñecas, en el dorso de las manos, en las mejillas, en la barbilla, en la nuca, en las sienes.
***
Cinco años han pasado y no puedo borrar esta imagen de mi mente. Fuera de eso, mi vida es bastante buena. En cuanto el embajador me sacó de esa fosa séptica que llaman hospital y me regresó a Londres en avión, mandé por fax mi renuncia. Debo de haberme intoxicado con los antihistamínicos, o quizás había algo en aquella bebida verde, porque sólo me faltaban tres años para jubilarme. Así se perdió mi pensión: pop, como aquel perro.
Mr. Bob no murió por el ataque de las abejas. No obstante, no mucho después, algunos militares menores de otra tribu dieron un golpe de estado. Mr. Bob intentó escaparse, pero echaron diesel sobre el lago y, con un lanzallamas ruso, le incendiaron su barco. Luego lo amarraron a su trono con alambre de púas. Algún alférez loco de rabia le voló una oreja de un hachazo y luego lo filmó en video con su cara todavía horriblemente hinchada, comiéndose su propia oreja.
Qué bueno que yo ya me había ido.
Ahora resido en Connecticut, donde puedo tomar el tren a mi oficina. Mi trabajo consiste en estar sentado ante mi computadora y a veces hablar por teléfono. Por alguna razón, mis clientes se encuentran en Nueva Jersey. El sol es algo pequeño a lo que nadie le hace mucho caso, a menos que quieran salir a navegar por la bahía de Long Island. Cuando llego a mi casa, me gusta ver la tele. Vivo en un edificio de departamentos sin jardín, que tiene las ventanas permanentemente cerradas. En el verano eso ayuda a reducir la cuenta de luz. En el invierno, no hay de otra.
Cómo me encanta esta nieve que cae como plumas y mata todo con su cobija de inocencia.