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Anne RiceAnne Rice
Lestat el vampiro
Extracto

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Fue la sed lo que me despertó.

Y supe en el acto dónde me encontraba y también qué era yo.

No había dulces sueños mortales de vino blanco helado o del tierno pasto verde bajo los manzanos en la huerta de mi padre.

En la angosta oscuridad del féretro de piedra, palpé mis colmillos con mis dedos y los hallé peligrosamente largos y afilados como pequeñas hojas de cuchillos.

Había un mortal en la torre, y aunque aún no había llegado a la puerta de la cámara exterior yo podía oír sus pensamientos.

su consternación cuando descubrió la puerta hacia la escalera sin seguro. Eso jamás había ocurrido antes. Oí su miedo al descubrir las maderas quemadas en el suelo y llamar “Amo”. Era un simple sirviente y algo traicionero como tal.

Qué fascinación poder oír su mente en silencio, pero era otra cosa lo que me tenía perturbado. ¡Era su olor!

Levanté la cubierta de piedra del sarcófago y salí. El perfume llegaba tenue pero era casi irresistible. Era el olor almizclero de la primera puta en cuya cama había experimentado mi pasión. Era el venado asado luego de días y días de hambre en el invierno. Era un vino nuevo, o manzanas frescas, o el agua rugiendo al borde de un precipicio un día de calor cuando la alcancé con mis manos para beberla a grandes sorbos.

Sólo que este perfume era inmensamente más suntuoso, y el apetito que lo deseaba, infinitamente más interesado y sencillo.

Avancé por el secreto túnel como una criatura nadando en la oscuridad y, empujando la piedra en la cámara exterior, me puse de pie.

Y ahí estaba el mortal, clavándome la mirada con el rostro pálido de impresión.

Era un hombre viejo y marchito y supe, mediante una maraña de consideraciones de su mente, que era amo de establo y cochero. Pero sus pensamientos me llegaban con una imprecisión exasperante.

En seguida, la repulsión que experimentó hacia mí se dejó sentir como el calor de un horno. Y no había malentendido posible en ello. Sus ojos recorrieron veloces mi rostro y forma. El odio hirvió en un clímax. Era él quién había procurado las finas vestimentas que me cubrían. Él que había atendido a los desafortunados del calabozo mientras estaban vivos. ¿Por qué, se preguntaba en iracundo silencio, no estaba yo ahí?

Esto me hizo amarlo mucho, como ha de imaginarse. Podría haberlo triturado a muerte con mis simples manos por ello.

“¡El amo!”, dijo desesperadamente. “¿Dónde está? ¡Amo!”.

¿Qué se imaginaba que era, el amo? El brujo de algún rey. Eso era lo que pensaba. Y ahora era yo quien poseía el poder. En suma, él no sabía nada que me fuera útil.

Pero mientras comprendía todo esto, a medida que lo bebía de su mente, muy contra su voluntad,iba sintiéndome hechizado por las venas de su rostro y de sus manos. Y ese olor me estaba intoxicando.

Pude sentir el remoto latido de su corazón y luego pude probar su sangre, tal como sería, y me invadió de golpe la sensación de ella, sabrosa y caliente a medida que me invadía.

“El amo desapareció quemado en el fuego”, murmuré , oyendo una voz fuerte y monótona proveniente de mí mismo. Avancé lentamente hacia él.

Echó un vistazo hacia el suelo ennegrecido. Miró hacia el techo ennegrecido. “No, esto es una mentira”, dijo. Estaba enfurecido, y su rabia palpitaba como una luz en mi ojo. Sentí la amargura en su mente y su razonar desesperado.

¡Ah, esa carne viviente podía verse de esta forma! Estaba al borde del apetito despiadado.

Y él lo sabía. De alguna forma salvaje e instintiva podía intuirlo, y lanzándome una última ojeada malévola corrió hacia las escaleras.

Lo atrapé al instante. Fue tan sencillo que disfruté atrapándolo. En un instante me encontraba forzándome a mí mismo a acortar la distancia entre los dos y alcanzarlo, y al otro, lo tenía indefenso entre mis manos, sosteniéndolo en el aire de manera que sus pies se balanceaban libres, esforzándose por patearme.

Lo sostenía con la misma facilidad conque un hombre fuerte sostendría a un niño; esa era la proporción. Su mente era un revoltijo de frenéticos pensamientos, y parecía no poder decidirse ante ninguna táctica para salvarse.

Pero el lejano zumbido de estos pensamientos era borrado por la visión que de sí mismo presentaba ante mí.

Sus ojos ya no eran los portales de su alma. Eran orbes gelatinosas cuyos colores me seducían. Y su cuerpo no era otra cosa que un retorcido pedazo de carne y sangre quemantes, que debía ser mío para no morir.

Me horrorizaba que este alimento fuera algo vivo, que la deliciosa sangre corriera por esos brazos y dedos que luchaban; y luego me pareció perfecto que así fuera. Él era lo que era, y yo era lo que era, y me iba a dar un festín.

Lo acerqué hasta mis labios. Rompí la abultada arteria de su cuello. La sangre golpeó el cielo de mi boca. Dejé escapar un pequeño gemido a medida que lo iba aplastando contra mí. No era el fluido hirviente de la sangre del amo, no era el maravilloso elíxir que había bebido de las piedras del calabozo. No, eso había sido la luz misma transformada en líquido. Esto en cambio era mil veces más voluptuoso, sabía a grueso corazón humano que pompeaba, la esencia pura de ese perfume caliente, casi ahumado.

Podía sentir mis hombros levantándose, mis dedos mordiendo más profundo en su carne, y un sonido como de tarareo emanando desde mí. La sola visión de su pequeña alma luchando, un desvanecimiento tan poderoso que él mismo, lo que él era, no jugaba rol alguno.

Fue con toda mi voluntad que, antes del momento final, lo separé de mí. Cómo quería sentir su corazón detenerse. Cómo deseaba sentir los latidos disminuyendo y deteniéndose y saber que lo poseía.

Pero no fui capaz.

Pesadamente se deslizó de mis brazos, sus miembros extendidos en las piedras, el blanco de sus ojos a la vista bajo sus párpados entrecerrados.

Me vi a mí mismo incapaz de darme vuelta ante su muerte, mudamente fascinado por ella. No podía dejar escapar ni el más ínfimo detalle. Escuché su último aliento, vi su cuerpo relajarse ante la muerte sin un sólo forcejeo.

La sangre me entibió. La sentí latiendo en mis venas. Mi rostro se sentía caliente al contacto con las palmas de mis manos, y mi visión se había agudizado poderosamente.

Me sentí inimaginablemente fuerte.