|
|
¿Nunca te atreviste Capira a espantar el mal de los mayores? Recuerdo todavía el porte destartalado de su cuerpo desproporcionado, los enormes pies rendidos hacia afuera —oblicuos al camino—, y distingo aún, sobre el fondo de olvido del tiempo, el característico andar tieso de esta mujer que sostuvo fijamente como un eje el movimiento pendular de sus grandes brazos. Al primer ruego y en cualquier sitio y momento, la chocante figura compuso prontamente en su rostro una horrible carcajada con la que pretendió intimidarnos cuando fuimos niños. Su risotada estentórea apenas acertó a disimular la deformidad que es parienta próxima de la pobreza —adiviné que sus angustias se hundían en las honduras del abdomen. Es cierto que imponía miedo tu gigantismo, el color moreno de la piel y tus greñas negras preñadas con la desgana del aire. Juro que no ambiciono crear, sino más bien recrear, la atmósfera de vigor fundamental e irreductible en que acontece esta muestra de seres, sin modificar esencialmente el ambiente particular del que quiero salvar el significado mágico aprisionado. Cuando alguien gritaba el temible apodo para denunciar tu venida, la chiquillada huía espantada; yo, en cambio, la mayor parte de las veces permanecí aguardando excitado tu aparición. Me atrajeron siempre tus remedos malignos —presentí temprano que tanto afán de sobresaltar era, en efecto, la distracción principal con que camuflar tu arraigada tribulación. Las peculiaridades individuales y las excepciones conductuales tienden a prolongarse por la influencia de lo que los demás esperan de ellas. Te quejaste de mí —lo oí—: "¡Demontre chiquillo éste!, no consigo asustarlo". Encuentro estimulante, reconfortante y apaciguante la evocación de las palabrerías forzadas con regocijo malicioso que en la mitad de la tarde de entonces suscitaba tu cercanía, porque a la generalidad le preocupa primordialmente su prestigio. ¿No les parece provenir de la envidia que provoca y de las prerrogativas que su posesión otorga a aquél que lo disfruta?; está al alcance, y todos se lanzan a un deseo competitivo por obtener el aprecio adecuado; los de grosera condición no lo perciben solamente como una mercancía: suponen que les confiere dignidad ¡Qué lástima!, una vez más veo a las fuerzas de los credos insanos llevar de la mano a los esfuerzos humanos. Aunque experimentalmente compruebo la índole infecta del comportamiento del hombre, en cada oportunidad emocionalmente confío en no captar su olor fétido. ¿Qué papel desempeñan unos pocos miembros dislocados en un mundo desquiciado? Niego que mi interés sea coleccionar lo singular, ni lo pintoresco; tampoco me pica la extravagancia, y en absoluto lo grotesco; sinceramente, afirmo que su suma simplemente constituye un pedazo de la existencia inteligente. Esa es la causa de las ganas que siento por transcribir las impresiones que estos elementos curiosos dejaron en mí. Declaro hoy mi secreto de anteayer: respeté la fealdad, amé el dolor y reí el buen humor de La Capira. En la observación directa del personaje, descubrí un montón de pequeños detalles conmovedores junto a los que ahora contemplo, desde el mediodía de mi prosperidad intelectual, la verdadera estructura desnuda de mi prójimo y su conexión con el entramado social que lo aguanta. Como científico, debería proceder a clasificar las rarezas de estos modos en un sistema y a determinar sus relaciones con el fin de descifrarlas, pero mi ánimo se resiente al adelantar tal tarea. Aunque sin abandonar el campo de los hechos ni a las criaturas que les dieron identidad, más pausado, recito, pasados los años, el conjuro conveniente para abatir al viento del descuido y hablo de retener y fomentar aquello que en mi obrar hizo que mereciera la pena ser conservado en la memoria. No admito en la heteroclia de esta gente dispar la pérdida de su carácter universal, porque el lazo del parentesco vuela por encima del mar y más allá del horizonte —ni tan siquiera esta barra divide la unidad del género al que pertenecen. Más que insinuar una prototeoría, aspiro únicamente a enunciar lo que hallé extraño en la línea del pensamiento de los que invariablemente noté viejos; mi intención ha sido constantemente tratar de forma abierta acerca de la suciedad del alma que les sorprendí. ¿Qué edad tienes?, pregunté al que tasé menor, "no me es posible contar", fue la respuesta del ignorante. El éxito asemeja empujar hacia sí el rencor de los mezquinos y sus ansias de desgracia, ¿no logran así dilatar los corrompidos el enfrentarse con sus bajezas?; enredan con las artimañas de la seducción la voluntad del otro, y ¡ay de él si acaban por procurar su persuasión! Si recibes, encubre tu querencia; por el contrario, si regalas, grava la donación con una sobreestimación, pero si lo solicitado fue por encargo puedes doblar la valoración —peroran de tal aseveración como de una ley cósmica, en lugar de señalarla en el sentido del defecto. Ten claro, muchacho —me decía el más caduco—, que el nuevo propietario, impulsado por el apetito de disponer a su antojo la exhibición del objeto, sobrepondrá un monto artificioso a su utilidad intrínseca porque indudablemente las ofrendas traen consigo renombre, ¿y quién no se goza cautivado por este placer del poder? El favor es un medio de trueque —certifican— y la posición del deudor es una medida de su consideración —recóndito callejón del discernimiento, una especie de remolino en el curso progresivo del juicio. No sólo están informados de cómo funcionan estas reglas —hediondo saber—, sino que ellos mismos las explotan —tipos ruines modelados con el material del cinismo. La hombría que llega después de capuzar la juventud en estas guías necesariamente ha de carecer de la fragancia de lo espontáneo. ¿A qué recurrirá este hombrecillo cuando no sea capaz de dominar las pasiones levantadas?, ¿dónde buscar el descanso de los ímpetus misteriosos que ahogaron sus empeños?, ¿y cuando le toque el turno de examinar cómo lo esquivo maltrata sus previsiones? ¡De qué manera tan fácil circulan los vicios de uno a otro!; sin embargo, ¡cuánto cuesta impartir los gustos sanos! Desde joven comencé a erigir un pináculo encima de lo que supuse saludable para reunir la altura precisa donde llevar a cabo mi aventura del conocimiento a vueltas con el espíritu, pero la base no se mantuvo y ésta es la hora en que no aprovecho otro cenáculo diferente del oscuro partido por el rayo y el silencio atravesado por el trueno —habitan allí desde las épocas anteriores a lo imaginable. Y es que el sabor de la vida lo entiendo como la actitud que permite anchar la visión y ahondar en la comprensión de quiénes somos en realidad, a pesar de que para ello haya de reconocer mi cara en los espejos cóncavos de los marginados; pero, en tales circunstancias, resulta difícil atender simultánea y satisfactoriamente a la majestad de la razón y a la esclavitud de la soledad.
Letralia, Tierra de Letras, es una producción de JGJ Binaria. Todos los derechos reservados. ©1996, 1998. Cagua, estado Aragua, Venezuela
|