Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 1, del 20 de mayo de 1996

Las letras de la Tierra de Letras

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Dos cuentos de Héctor Torres

Héctor Torres


La herida

La plaza estaba desierta. Bajo un cielo plomizo, la brisa barría las calles desoladas a su furioso paso. Corrí hacia la iglesia a resguardarme en ella, y asistí desconcertado a la irrupción de una nube de polvo rojo y espeso que manchaba las paredes, cuarteándolas. Empujé el gran portón y abrí con él una rabiosa tempestad. Cientos de soldados se apiñaban dentro de la nave principal, sus rostros (casi de niños) formaban perverso contraste con sus armas torvas, feroces. Los vitrales estaban todos rotos. Sangre seca, casi negra, cubría aquellas paredes que fueron blancas como el mármol. Escuchaban obedientes las palabras de un superior que gritaba poseso desde el púlpito, y aunque los goznes del portón principal crujieron, no parecieron percatarse de mi llegada. La violenta tempestad me inspiró no sé qué terror mayor que su demencial presencia, por lo que permanecí oculto, escuchando.

Cuando desperté, presentí (o supe) que algo pasaba. Corrí asustado, sin saber por qué, hacia la plaza. El corazón me dio un brinco violento cuando vi la turba reunida frente a la iglesia. Me abrí paso entre las filas de hombros, y al llegar vi en el piso una mancha espantosa, oscura y grande, ocre, gomosa. Una capa cristalina temblaba sobre la superficie. Los hinchados labios de los bordes se empelotaban en nudos morados, que se aclaraban en progresión hasta llegar al rosa pálido en la orilla más lejana. La fetidez era insoportable. De la masa de voces pude escuchar algunas frases completas: "¡Una roca que cayó del cielo!"... "¡Un animal fantástico que murió allí!"... "¡Una puerta al infierno!"... "¡Es una herida!".

La última frase flotó, limpia y convencida, inspirando autoridad. Los demás callaron.

—Sí, no cabe duda, es una herida —decía el doctor Morantes, en cuclillas, mirando dubitativo la grotesca mancha y añadiendo un comentario que nadie logró escuchar.

—Pero... ¿cómo una herida? —se impacientó alguien.

—No... no podría explicarlo —decía moviendo la cabeza—, pero tiene las características de una herida. Lo que no sé es cómo podríamos curarla.

Movido por un fervor regionalista, exhorté a los presentes a organizar una vigilia frente a la herida que manchaba nuestra plaza, que mancillaba nuestro suelo, hasta que se hallara la cura. El murmullo aumentó gradualmente, entremezclado, y se dispersó poco a poco.

Llegada la noche, Ezequiel (el loco que cuidaba la plaza) y yo estudiábamos, a la luz de los opacos faroles, los bordes de la herida, que se inflamaban hasta reventar la acera en dolorosas palpitaciones. Por detrás, ya la herida llegaba al muro de las escaleras de la iglesia. Asocié a éste con la pesadilla anterior y la narré a mi compañero de guardia, que escuchaba aterrado. En el silencio que se hizo posterior al relato, intuí que pensábamos lo mismo. Algo infame e irremediable nos cubriría como la noche. Bien de madrugada, escuchamos un rugido ronco y sordo, como un lamento resignado y desahuciado, que hizo temblar los bancos de la plaza. A la débil luz de los faroles vimos nuestros trasnochados rostros palidecer en silencio.

Desperté al día siguiente, como a las dos de la tarde, con el bramido del río humano que inundaba la calle. La gigantesca caravana se perdía de vista. Nadie llevaba nada, ni siquiera provisiones. Marchaban sin reparar en los viejos que caían, en los niños perdidos que lloraban, como una manada de bestias espantadas. Reconocí a la vieja Carmela y, sujetándola por un brazo, le pregunté lo que pasaba. Zafándose de mi mano, me dijo con ojos atestados de asombro: "¿No estás enterado? Se 'está muriendo'... Todas las calles del pueblo amanecieron infestadas de 'heridas'".

La vi perderse en el estruendo de cabezas que huían. Por un instante me sentí perdido. Eché una ojeada a la plaza (sería la última), trepé al banco y, sin más, me lancé a la procesión.


Reunión anual

Debo admitir que mi contacto con "ellos" fue más bien fortuito. Deambulaba por allí por accidente cuando, atraído por el aspecto de los reunidos frente a la puerta, me acerqué. No es que los definiera un rasgo peculiar, pero había un algo (que no acerté a concretar, que les daba uniformidad. A partir de esa tarde me convertí en miembro activo...

Movido por la curiosidad, me aproximé lo suficiente como para leer el cartel que había en la angosta puerta por donde entraban en tropel. Descubrí tarde que estaba siendo arrastrado por la turba hacia el interior del salón, y el cartel pasó frente a mí con tal velocidad que me impidió ver todos los signos, alcanzando apenas a leer, en la primera línea: "Reunión Anual de la Im..." y al final algo así como "...ibre".

El interior no era tan grande, aunque estaba atestado. Al dar un vistazo, quedé desconcertado ante lo que contemplé. Esferas flotantes cambiar de colores al girar, una jaula etérea contener peces asombrosos, una mujer trocarse (como las nubes) con las formas que el viento le daba, y tantas otras imágenes indescriptibles que no alcanzaba a asimilar. Formas, aromas, colores, ¡eran miles! En una mesa no muy distante, un arcoiris emanaba de una copa. Al acercarme a ella, viví distintos y remotos paisajes a cada paso, siendo el último una selva oscura y espantosa, de la que se habían disipado (de pronto) todos los asistentes. Presa de los nervios, intenté gritar, pero la voz no salía. Me llamé a la calma: —Se trata de una pesadilla —por lo que recurrí al clásico pellizco del brazo. Un dolor agudo fue el inicio de mi angustia. Apuré un atajo pantanoso, sin escuchar siquiera un murmullo, a la vez que pensaba en la posibilidad de que todo eso estuviera pasando en verdad. De inmediato, detrás de unos árboles, brillando con sus refulgentes colores, reapareció el grupo.

Caminando entre ellos en silencio, los miré (a los del rincón) adoptar formas extrañas, excéntricas, otros se agrupaban en torno a algo o a alguien, aquellos eran solitarios, silenciosos. A pesar de la anarquía aparente, el hilo común era que todos (hasta el que parecía sufrir apremiantes dolores) daban la impresión de estar haciendo lo que realmente querían; se mostraban, en una palabra: satisfechos, en el sentido más pleno de la expresión. Aturdido, traté de alcanzar la puerta cuando una voz femenina exhaló mi nombre, y una avalancha humana corrió hacia mí con una expresión extasiada. Sin percatarme, unas veinte manos me sujetaron con firmeza. Era curioso pero, aunque estaba aterrorizado, recordé con agrado que había soñado con la sensación de gloria que debía producir la fama desmedida. Con un terror primitivo, comencé a lanzar golpes al aire dando en el blanco en un par de ocasiones, ocasiones que, para mi mayor confusión, incitaban aun más sus turbios empeños. Cuando me libré de las manos, traté de abrir la puerta con el ímpetu del perseguido, pero el picaporte me esquivaba con unos saltos que acompañaba de mordaces risitas. Furioso, ciego, me aferré a la puerta con las dos manos y apoyado en mis más elementales instintos, tiré de ella con todas mis fuerzas, viéndose obligada a ceder con penosos alaridos. Cerré, dejando caer todo el agobiado peso de mi cuerpo y me apoyé en ella, recuperando el aliento. Justo detrás de mis orejas, sentí la presencia del letrero que no había alcanzado a leer al entrar. Giré la cabeza y tuve que releerlo cinco o seis veces para comprender su significado:

Reunión Anual de la Imaginación Libre
Sólo Miembros
(Utilitarios, religiosos y escépticos abstenerse)

Fue entonces cuando vislumbré los fantásticos agujeros que se abrían a la cerrada realidad. Consciente de la magnitud del mundo viviente tras esa puerta, cerré los ojos y, tomando aire, giré el picaporte. A partir de esa tarde, como ya les dije, me convertí en miembro activo.


       


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Depósito Legal: pp199602AR26 • ISSN: 1856-7983