Armando Freitas Filho nació en Rio de Janeiro en 1940. Entre los
distintos cargos que ocupó, fue asesor en el gabinete de la presidencia de la
Fundación Nacional de Arte (Funarte). Este año, al comemorar 40 años de
carrera, será lanzado Máquina de escrever (por la editora Nova
Fronteira), edición que reúne toda su poesía hasta hoy. Publicó 14 libros: Palavra,
1963; Dual, 1966; Marca registrada, 1970; De corpo
presente, 1975; À mão livre, 1979; Longa vida, 1982; 3x4,
1985; De cor, 1988; Cabeça de homem, 1991; Números anônimos,
1994; Duplo cego, 1997 y Fio terra, 2000. En 2001 lanzó Três
tigres y Sol e carroceria, con serigrafías de Anna Letycia.
Autor premiado, Armando Freitas Filho participa en antologías en francés,
alemán, inglés, chino, italiano y español, lengua en la cual ya han sido
publicados dos de sus libros. Esta entrevista fue realizada entre mayo y junio
de 2003.
—Me gustaría que empezáramos por tus años de
formación. ¿Siempre
viviste en Rio? Tu primer libro, Palavra, fue publicado cuando tenías 23
años. ¿Con quién
convivías en aquella época y cómo era tu vida?
—Soy auténtico carioca, o sea, de la ciudad de
Rio de Janeiro. Siempre viví en Rio, casi toda mi vida en el barrio Urca, con
una temporada en Laranjeiras, Flamengo e Ipanema. En la casa de mis abuelos, los
de mi padre, el libro era el lance, la diversión. Antes del advenimiento de la
televisión, hacia la mitad de los años 50, me parece, era más fácil
aferrarse a las lecturas. Quien tiene una tendencia natural para eso como yo, y
además, influenciado por la familia, era una fatalidad. Sería extraño que
fuese lo contrario. Hoy, con 63 años, puedo decir que, en horas de trabajo, soy
despreocupadamente mucho más un lector que un escritor. Un lector concentrado
principalmente en poesía y crítica. Nada como un libro, objeto modernísimo,
portátil, que no necesita enchufarse en nada para funcionar. Uno mismo es el
que se conecta y el tiempo pasa, o mejor, para. Borges, el más obstinado de los
lectores, porque a pesar de ser ciego, leía, releía, dijo una vez que el libro
era el único medio de comunicación que merecía el calificativo de “sagrado”,
finalizando, con su conocida e inconfundible ironía: “es inimaginable una
radio sagrada”. En la época en que hice mi primer libro, entre 1960/62, mi
grupo estaba formado por Rubens Gerchman, Mauro Gama, Carlos Rodrigues Brandão,
Camargo Meyer y Arthur Moreira Lima, fundamentalmente; Mauro, Carlos, Camargo y
yo éramos los poetas, Rubens y Arthur, el pintor y el músico, respectivamente.
Era una “colectividad” interesante, atenta. Música, literatura, pintura y
política hacían una buena mezcla. Creo que esta interdisciplinaridad fue
productiva para todos. Para mí fue y sigue siéndolo. Era el momento de las
opciones apasionadas: tanto en la vida como en las artes. Momento para casarse,
para descasar, para tener hijos, para escribir, para pintar, para tocar, con
toda la ilusión. Nosotros, los poetas, escogimos entrar para la Instauracão
Práxis, pues ella nos parecía la más comprometida políticamente, o por
lo menos no dejaba de lado la política. El golpe militar de 1964 golpeó
duramente el pecho de nuestra juventud. Fue imperdonable. Es imperdonable, para
siempre.
—Tú ya dijiste en distintas entrevistas que tus
libros de formación fueron escritos por Drummond, João Cabral, Bandeira y
Gullar. ¿Hoy
sigues considerando a estos cuatro poetas como decisivos, o añadarías a otros?
—Todavía y siempre. En realidad, uno nunca
termina de leer a un gran autor. Es imposible, por ejemplo, terminar de leer a
Drummond. ¡Es más fácil que él acabe contigo! Es evidente que podría
añadir otros nombres a este cuarteto: Machado de Assis, Clarice Lispector,
Graciliano Ramos, Guimarães Rosa, Dalton Trevisan. De los extranjeros, Rimbaud,
Kafka, Nabokov, Baudelaire, Borges. Con este equipo está uno muy bien servido.
Leyendo con seriedad sus obras, lo que escribieron sobre ellas, uno ya tiene un
óptimo programa para toda la vida. Soy adepto de lecturas intensas en lugar de
extensas. Es evidente que no leo solamente esta selección; pero son estos
autores que me llevan para otros autores. Son ellos que irradian.
—Dijiste que, en aquella época, como hizo Pierre
Menard, copiaste a mano los poemas de Ferreira Gullar. ¿Por
qué no hiciste lo mismo com los de otro poeta, como Drummond o Bandeira? ¿Es
Gullar más “copiable”?
—La cuestión allí fue “física”, no se
tratase del libro A luta corporal. Los libros de los demás autores los
encontraba fácilmente. Habían sido publicados por la editora José Olympio. Al
contrario, A luta corporal fue una edición del autor, y de un autor
desconocido. Sólo una persona de mi grupo de amigos tenía un ejemplar: Camargo
Meyer. Antes de la fotocopiadora (estábamos en la mitad de los años 50),
realmente tenía que ser a mano, pues el microfilmaje, además de ser caro,
dependía de una máquina más cara aun, para que pudiera leerse lo que había
sido copiado. Existía también, creo, la posibilidad del mimeógrafo, del stencil,
que salía más barato, pero además de dejar las hojas con un insoportable
olor de alcohol, no era tan inmediato para matar mi hambre de lectura de aquel
libro esencial. Nada, pues, como comer con la propia mano y tener la extraña
sensación de que aquel libro formidable era un poco tuyo.
—Has publicado 12 libros de poemas. Me gustaría
que hicieras una descripción, si fuera posible, del proceso de construcción de
estos libros, desde Palavra hasta Fio terra (es evidente que no
quiero que hables de cada libro, sino que destaques “fases” o momentos
específicos en estos 40 años de publicación de poemas).
—Palavra, Dual y Marca registrada, los
tres primeros, son libros de formación y de ejercicio, y cubren un período de
10 años: de 1960 (cuando empecé a escribir Palavra para ser publicado
en 1963) a 1970, cuando salió Marca registrada. De corpo presente, de
1975, fue mi libro de transición. Libro difícil de escribir, por eso mismo, y
no debe haber sido casual que fueran necesarios 5 años para que lo terminara,
el más largo intervalo, hasta hoy, entre un libro y otro. A partir de 1979, con
À mão livre, empieza el proceso de consolidación, que no tiene un
plazo para acabar; o tiene, y es fúnebre.
—Fio Terra lleva un epígrafe de Godard. Habla
un poco de tu relación con el cine. ¿Cuáles son los cineastas de tu
predilección?
—El cine, para mí, siempre fue más bien un
entretenimiento. Pero A bout de souffle (O acossado), de Godard, es otra
cosa. Mejor: Godard es otra cosa. Hablando, filmando, escribiendo, es un artista
poderoso que influencia cualquier género. O acossado fue lo que Citizen
Kane, de Orson Welles (otro de la misma raza), había sido para la
generación anterior a la mía: una revolución, un descubrimiento. El primer
largometraje de Godard, que tiene por base un argumento de Truffaut, fue la
única película que hasta hoy ha hecho que me quede sentado por dos sesiones
seguidas para disfrutar y entender mejor lo que estaba viendo, deslumbrado.
—En una entrevista dijiste que Fio da Terra puede
ser leído como el punto de vista de hoy de una generación muy sintonizada,
incluso cuando aparentemente lejana, sobre una angustia y sobre un mismo
proyecto. ¿Qué punto de vista, cuál angustia y qué proyectos son estos?
—Sinceramente, no recuerdo haber dicho eso. Si lo
dije, fui muy pretencioso y oscuro, pues tampoco sé qué punto de vista, qué
angustia, qué proyectos son estos para tener un significado, vamos a decir,
generacional. Lo que puedo decir, con simplicidad, es que el poema Fio Terra significó,
para mí, un balance, el diario de un poema y de un poeta que escribía este
poema, que duró 3 meses, si no estoy equivocado.
—Son 40 años de poesía. ¿Cuáles son las
diferencias entre escribir en los años 60 y hoy? ¿Entre empezar –el primer
libro– y seguir?
—No sé. A veces pienso que escribir en 1960 era
más difícil, otras veces pienso que era más fácil. Que escribir, hoy,
después de tantos años, es más exigente, pero al recordar cuánto sudaba,
literalmente, para lograr algo presentable, a los 20 años, mudo de opinión.
Ahora bien, pienso que escribir sin interrupción por 40 años es algo
impresionante, independientemente de la calidad de los resultados. Y además,
querer el cielo, querer siempre más, visceralmente, es todavía más
impresionante. “¿Quién soy tú / que escribes / del otro lado de mí?”,
como me pregunto en el poema “Mr. Interludio”, de À mão livre.
Todavía no sé responder a esta pregunta puesta de forma absurda. Si supiera,
¿pararía? Ojalá que no, pues estaría sin tener nada para hacer, como de
vacaciones. Poeta que se precie no tiene vacaciones. Mucho menos se
jubila. Por estas y otras razones, el título de mi reunión poética
revisada que saldrá en octubre, Máquina de escrever, es súper
apropiado.
—Vamos a hablar de convivencias. 2003 marca 20
años desde la muerte de Ana Cristina César. ¿Cuál es su legado, su
importancia para la literatura brasileña? ¿Qué podemos aprender con ella?
—Ana Cristina fue una tragedia. Espero no asistir
a otra, tan próxima, tan salvaje y delicada. El legado que ella deja es su
fuerza de arranque, pues tener todo este empuje, con sólo 31 años apenas, no
es poca cosa. Acabo de preparar, para la Editora Nova Frontera, una selección
de su breve obra, para alumnos de la enseñanza media. Es una colección que
empezó con tres títulos: Machado, Alencar, João Cabral. Una chica de 31 años
que fue escogida para estar al lado de estos figurones es digno de notar.
—Sobre Drummond. Habla de tu tiempo con él. ¿Te
encontrabas con Drummond? ¿Qué puedes decir de estos encuentros (personales,
por teléfono, cartas)? ¿Y con João Cabral?
—“Drummond es Dios”, como dije en un poema.
Fue el encuentro de mi vida. Su poesía es compañía de todos los días. Como
dijo Hélio Pellegrino, a mi lado, al entrar en el velorio de Drummond:
“Yo no me entendería bien sin su poesía”. Yo tampoco. Nos encontrábamos,
nos llamábamos, nos escribíamos, lo acompañaba sin que él me viera por las
calles de Rio, sólo para gozar de la suprema gracia de la contemporaneidad,
pero lo más importante es que yo pienso en él todos los días. Cuando él
estaba vivo, y ahora que está muerto. ¿Muerto? No. Drummond es Dios. João
Cabral fue un deleite. De los grandes poetas brasileños fue con él con
quien tuve más intimidad. Como ya dije antes: la intimidad que se puede tener
con un hombre 20 años más viejo y que pasó la mitad de su vida fuera del
país. Él era muy divertido porque era idiosincrásico o la idiosincrasia lo
hacía muy divertido. Era un caga regras genial.
—Ayer recibimos una noticia triste, la muerte de
Waly Salomão (discúlpame, no sé si convivías con él). Has dicho que tu
generación no tiene tiempo para perder. La cuestión del tiempo: ¿cómo es
escribir sabiendo que el tiempo es relativamente poco?
—Era muy amigo de Waly. Íbamos a tomar parte en
una mesa redonda, el día 19, junto con Antonio Cícero y Claudia
Roquette-Pinto, una mesa que él montó, para la Bienal Internacional del Libro.
Me quedé indignado con su muerte. Él estaba súper bien, con un montón de
planes, como Secretario del Libro y de la Lectura. La muerte siempre es vil,
inesperada e injusta. Escribir sabiendo que el tiempo es escaso es igual a vivir
sabiendo que el tiempo es escaso: una tragedia anunciada.
—“Es mi vida entera que me jugué”, dice
Drummond. ¿Cuál es tu relación con la poesía –digo, ¿cuál la importancia
que ella tuvo en tu vida?
—Uno de mis sentimientos más profundos es que
puedo decir este verso de Drummond, con su misma fuerza. Que quede claro lo
obvio: con la misma fuerza, pero no con el mismo resultado. De hecho, me jugué
la vida que tenía en la poesía que escribo. Me fui con todo, y fui siguiendo.
En contra de la familia que me quería con una profesión: médico, abogado,
etc. Pero “soy un hombre sin profesión”, tengo vocación, eso sí; que
podría haberse realizado o frustrado. Pero para decir la verdad, ella viene
cumpliéndose: con sus limitaciones, con obstinación. No desistí, no desisto.
Y todavía espero progresar.
—Drummond afirmó que existe “una cadena subyacente
en un libro de poemas”, o sea, “existen poemas que abren el libro, otros que
son del medio y otros que lo cierran”. Eso me recuerda una afirmación de
Godard, cuando le preguntaron si sus películas tenían comienzo, medio y fin:
“Mis películas comienzan cuando el espectador se sienta en la sala de
proyección y terminan cuando él se levanta para irse. Por lo tanto, tiene
comienzo, medio y fin”. En tus libros, ¿partes de un concepto, o vas haciendo
los poemas, dejando que el libro se haga?
—Mis libros no van haciéndose de manera
aleatoria. Soy como la mayoría, creo: tengo una idea que puede ser más o
menos vaga, que va ordenándome, por decirlo así. Como llevo unos tres años
para juntar los poemas que van a dar cuerpo al volumen, después de un año y
medio la cosa gana más precisión. La sensación que tengo es que escribo en un
claroscuro intermitente, entre la vigilia y la ceguera, digamos, dramatizando un
poco.
—Números anônimos habla de un “verano
permanente” en Rio. ¿Cómo entiendes esta situación ambigua de un habitante
de la ciudad, delante del esplendor del paisaje y al mismo tiempo delante de la
violencia urbana con tonos de guerra civil?
—Que la hermosura puede ser terrible. Que vivo
entre el horror y el esplendor. Que lo terrible, que lo horrendo, ni siquiera
araña el lado de la belleza impasible que me rodea, y que me condena a este
paraíso de la paradoja.
—El crítico Marcelo Coelho, sobre este mismo
libro, dice, que eres un poeta que se siente amenazado por el ambiente. Me
gustaría que comentaras esta frase.
—Acabo de comentarla en la respuesta anterior. Números
anônimos es, de todos mis libros, el que encara más de frente la
situación en la cual estamos viviendo aquí. Parece que algunos poemas fueron
escritos en el front de las calles. Y lo fueron, de hecho.
—Me gustaría hacer una pregunta más específica
sobre tu trabajo poético. Utilizas mucho la técnica del enjambement, pero
de una forma muy específica. Marcelo Coelho también dice que, contigo, el enjambement
se vuelve una especie de sistema rítmico: “La quiebra del verso acaba por
anular la melodía del verso, se erige en forma áspera, en dificultad de
lectura”. ¿Cómo consideras esta cuestión? En Fio Terra, por ejemplo,
está muy presente este estilo.
—Me parece muy bueno el diagnóstico de Marcelo.
Mi poesía está perturbada, o mejor, la emisión de mi verso está perturbada
como mi habla: soy balbuciente. Para escucharme, hay que ser paciente, para
leerme, idem, ibidem. No hago así porque quiero: hago así porque no
puedo hacer de otra manera. Como digo en aquel fragmento de un poema de mi libro
inédito, Numeral, nominal, que abrirá el volumen de mi reunión
poética: “Escribía a un palmo de sí. / A veces ni eso. A veces / por
dentro, sin separarse / de su sombra, ni siquiera del sudor / del cuerpo”.
—Una pregunta más general: ¿existen lectores
para la poesía en el mundo de hoy?
—Existen los lectores de siempre. Una minoría de
fanáticos. Los que quieren leer en las entrelíneas de los discursos aquello
que sólo la buena poesía puede decir, puede soplar.
—Duplo cego es una metáfora admirable. Sé
que hablaste mucho sobre eso por ocasión de la presentación del libro, pero
igual, ¿podrías hablarnos un poco sobre esta imagen del duplo ciego?
—Duplo cego tiene como epígrafe este apunte
que hice, pues en aquella época no existía una definición en los
diccionarios, ni sé si ahora existe: Duplo ciego. Adj. Relativo a la
prueba en la cual la composición de la droga aplicada, inerte o no, es
desconocida tanto por quien la recibe cuanto por quien la administra. Para
mí, esta es la metáfora perfecta, de la relación escritor/lector. Escribimos
para nadie o para todos, lo que es lo mismo. No sabemos si la droga que
producimos funcionará o no, tampoco quien la engulle. Existe otra variante:
puede funcionar para algunos y no para otros. O todavía: puede funcionar por un
tiempo, después ya no. O: puede funcionar para quien no funcionaba y perder la
eficacia para los demás, por haberse aplicado mucho. Todo es muy relativo. Al
fin y al cabo, el mejor resultado, el más plausible, es el empate: cero a cero,
de preferencia. Por lo menos hasta que pasen los años y que la posteridad lance
un poco de luz sobre todo lo que estaba escrito. Sin embargo, esta luz será
relativa, y puede, de repente, apagarse.
—Una referencia al epígrafe de Ana Cristina
César para la primera parte de Duplo cego: “Escribo in loco,
sin literatura”. ¿Cuál es la articulación que haces entre la vida y la
poesía, entre cotidiano e instantáneos poéticos?
—Creo que Ana y yo intentamos escribir, si no
afuera de la literatura, por lo menos al margen de ella. Recibiendo su
influencia de manera oblicua, mezclada. Forjando el discurso literario con
discursos no literarios. Ella consigue eso más plenamente que yo. La vida y la
poesía, tanto para mí como para ella, acontecían entrelazadas. Pero cuidado:
la vida que se entrelaza con la literatura no es la vida misma, escrita y
escupida, sino una vida artificial, una vida imitada, digamos así, específica
para este enlace.
—Al presentar Sol e carroceria afirmaste:
“Mi texto es uno entre las cosas”. Esta afirmación, ¿tiene que ver con el
conjunto de tus textos o es más bien específica para esta coautoría con la
artista plástica Anna Letycia?
—Otra vez estoy amnésico. ¿Dije eso? La frase es
buena, me gustaría haberla pronunciado, pero, ¿en cuál contexto la diría?
Tiene un toque metafísico que me satisface; que habla sobre sentimientos que
son míos también. De todos modos, muchas gracias por haberla recuperado para
mí, o de habérmela dado, por equivocación, atribuyéndola a mí.
—La composición literaria se vale también de la
contribución de otros géneros. Hable de su relación con las artes plásticas.
—Las artes plásticas siempre me fueron muy
cercanas, así como la música erudita. Como dije en la primera respuesta, un
pintor y un músico hacían parte de mi círculo íntimo. Así como soy
fundamentalmente un escritor, un Drummondiano & Cia., soy un literato que,
para huir de la prisión del género, aunque eso represente una ilusión,
prueba, busca esa fuga, indagando generosamente en Duchamp, Stravinski y Godard,
por ejemplo. Creo que la tendencia de todo arte moderno es tener esta
interdisciplina como norma. Son valiosas contribuciones que abren la mirada, el
oído, la mano, en fin. La pretensión es de no hacer sólo literatura: es de
hacer arte.