Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 14, del 2 de diciembre de 1996

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Muerte de don Enrique Molina

Rubén Tizziani

(Nota del editor: nuestro amigo Jorge Lagos nos envía este artículo acompañado de la siguiente nota:

"Jorge: don Enrique Molina era uno de los últimos grandes poetas vivos en nuestra lengua —quizá junto con Alberdi y Manuel del Cabral—. Su capilla ardiente consistió en el féretro en un rincón, dos coronas: de la Secretaría de Cultura y de la Sociedad de Escritores y algunas viejas y otros no tan viejos, unas 15 personas, hablando en voz baja.

Con el scanner copio la que creo es una nota que lo dice todo sobre lo que Molina fue —o es. Su autor, Rubén Tizziani, es uno de los mejores novelistas argentinos y, en más de un sentido, discípulo del poeta. Fue uno de los pocos que pudieron beber la última botella con ese hombre que a los 86 no pudo seguir. Como a Gabriela, a él también le dijo el alma al cuerpo que no podía seguir. Ojalá tenga en Letralia cabida algo del vate").

Los cables dicen, con su economía habitual, que anoche murió el poeta Enrique Molina. Que había nacido en 1910 y que desde hace tiempo una enfermedad circulatoria se agregaba a los achaques propios de sus 86 años. También recuerdan con cierta rutina que era uno de los grandes poetas argentinos. Pero era mucho más: fue uno de los mayores de la lengua y estuvo, hasta ayer, entre los dos o tres sobrevivientes de una generación de escritores argentinos que hizo de la poesía un oficio sagrado y que la llevó al punto más alto de su historia.

Sería absurdo decir que su relación con la poesía se inició en algún momento preciso. Son instintos que vienen con ciertas razas. Sólo es posible precisar que su primer libro, Las cosas y el delirio, se publicó en 1941 e incluía poemas de 1936. En ese tiempo Enrique era además, marino. Ambos oficios debieron penetrarse, porque desde entonces y para siempre su poesía estuvo signada por la conciencia de la transitoriedad por la empecinada persecución de lo imposible. Después publicó Pasiones terrestres, Costumbres errantes o la redondez de la tierra, Amantes antípodas, Fuego libre, Las bellas furias, Monzón Napalm, Los últimos soles y, tres años atrás, Hacia una isla incierta, su última obra conocida. En el medio había compuesto también una novela, La sombra donde duerme Camila O'Gorman.

Pero no es esta enumeración lo que conjurará el olvido e impedirá que las palabras de Molina se pierdan en el tiempo. Algo más lo ha hecho un inmortal: que se apropió de un lenguaje poderoso, exasperado, de deslumbrante riqueza, capaz de evocar y sugerir con desconocida plenitud y que admite muy pocas comparaciones en la poesía del siglo.

Con esa voz inconfundible, con su sensualidad perturbadora, su avidez de sentir de reconocer y de nombrar ei testimonio de la vida en cada cosa construyó la que para mí es la obra poética más importante de este suelo. Algo más lo asistió en ese desafío insano de dar fomma a sueños voraces, carnales, implacables: la obsesión, el coraje y el talento. Ese instinto irresistible que, según quiere Faulkner, acosa sin pausa a los grandes: la compulsión de hacer con los materiales humanos algo que antes no existía. Y no creo ser parcial aunque fue mi amigo durante cuarenta años y acepte con orgullo que ningún escritor me enseñó tanto.

Unos meses atrás nos vimos por última vez. Después de mucho tiempo sin encontramos fui a visitarlo a su departamento en la calle Humboldt. Ya su salud no acompañaba el jadeo todavía imperioso de su corazón, pero era evidente que nunca iba a entregar sus delirios. Aunque apenas podía caminar, se escapó conmigo a una vieja cantina para beber, como antes, un vino espeso hasta la madrugada. Puedo verlo todavía como esa última vez: baja del taxi en que lo acerqué a su casa y avanza frágil, tambaleante, hacia la puerta. Cuando llega, se da vuelta y me saluda con la mano.

Esa noche recibí su última lección de vida: decía que el hombre es inmortal porque no cede ni se resigna, porque no entrega sus obsesiones y ninguna conquista basta para calmar su sed, la compulsión de vivir alerta, inquieto, al acecho del próximo desafío. Allá fue anoche Enrique, a escalar su última colina.


       


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Depósito Legal: pp199602AR26 • ISSN: 1856-7983