Solitarios encuentros, solitarios desencuentros
Me marchité pronto, quizás demasiado, para ciertos hábitos de la primera juventud. La pendencia, las compañías ruidosas, el exhibir mujeres como adorno, fueron acrobacias extrañas a una naturaleza que no tuvo ocasión de ejercerlas. De seguro el sopor de una añeja melancolía contraída no sé dónde, no sé cuándo, traspasó con violencia mi alma y espantó esa alegría indispensable para una vida inconsciente, ruidosa, que por lo general acompaña a seres elementales.
Sería esa perenne ausencia de alegrías y ese exceso de soledad lo que me llevó a refugiarme en la música. La música, contrario a lo que suele creerse, no es alegre. La música es melancolía pura, es vivir en un universo de sensaciones donde no existen las palabras, donde asoman emociones que no se llegan a expresar. La música no es para gente alegre; es para tímidos, para solitarios.
Forzado por esa peculiar naturaleza donde la amistad era una percepción extraña y las chicas un lejano misterio, desempolvé siendo entonces un niño el viejo piano vertical del abuelo, cuya razón de ser hasta entonces había sido tolerar sobre su tapa absurdos hombrecitos de cerámica, exilados en diminutos islotes de estambre tejido.
A la muerte de Cecilia, la tía con quien me crié y viví toda una vida, empujando el piano a duras penas, convertí su cuarto en mi estudio. Y en mi hogar, en mi santuario. Pasaba allí el día entero, explorando las inagotables posibilidades proporcionadas por ese universo sonoro; asombrándome con todo el complejo universo de expresión que podía mantener con ellos. Paradójico, ¿no? Yo pensando en comunicarme con sonidos y dejé envejecer y morir a Cecilia sin decirle tantas cosas. Cosas que ahora dormían incrustadas entre innumerables objetos, despertando recuerdos cada vez más lejanos, marchitándose conmigo para, en silenciosa confabulación, desvanecerse un insospechado día, dejándome seco, vacío de recuerdos, de palabras, poblado por frases mudas carcomidas de tiempo. Fue así, sintiendo cómo se corroían esos recuerdos, cómo me abandonaba la vida, que mi existencia se redujo a interpretar estas descoloridas sonatas, a tejer estos monótonos diálogos entre mis vagos pensamientos y las lacónicas melodías exhaladas por el senil piano.
Cierta tarde, en una época del año que los hombres llaman junio (leí esta
frase en la historia de un caballo; no sé por qué viene ahora a mi mente),
dando los toques finales a una pieza representativa de mi espíritu
solitario, vi algo moverse en un agujero de la pared dejado por un
cortinero. Como la vista indirecta suele permitir mucho campo a la
imaginación, me detuve de inmediato y miré de frente al orificio. Junto con
los armónicos sonidos se escapó también la imagen, o la sensación de un
algo moviéndose en la pared.
Al retornar a mis labores, volví a ver algo moverse subrepticiamente en el
odioso hueco, y seguí tocando mientras aguzaba mi vista lateral para tratar
de definir la imagen. Declaro poseer una alergia crónica a cualquier tipo
de vida animada con más de dos patas, por lo que la sola idea de convivir
con alguna forma de insecto, arácnido o bicho pequeño y repugnante me
espesó la saliva con un amargo sabor a pánico. De pronto, convencido de que
ese algo había salido del orificio postergado por mi negligencia, suspiré
hondo y, sin dejar de tocar, giré lentamente el cuello...
Un aullido seco y corto raspó mi garganta, marcando el inicio de nuestras carreras: yo a la sala, "eso" a su escondrijo. Los acordes prefirieron desaparecer.
Presa del obsesivo terror del solitario, pasé varios días sin atreverme a
entrar al estudio, pero como desde la muerte de Cecilia mi vida se había
reducido a mortificar al pobre piano, las tardes se volvieron larguísimas,
infinitamente interminables. Entonces, empujado por el aburrimiento y el
temor provocado por la sospecha de que en mi ausencia "eso" podría
invadirlo, opté por asomarme al estudio tomando las precauciones
necesarias; eché una ojeada y al no ver nada en el agujero me aventuré a
entrar. Una revisión exhaustiva por la habitación repleta de extravagantes
trastos de mi tía me confirmó su ausencia. Satisfecho, me senté sobre la
butaca, coloqué mis ansiosos dedos sobre las pesadas teclas, y los hundí
con presión regular, reconfortándome con las notas que emergían matizadas
por su añeja caja. Esa tarde, con una insaciable gula producida por el
tiempo perdido, atormenté al viejo piano hasta bien entrada la madrugada.
Allegro
La terrible fuerza domesticadora de lo sencillo
Pronto me acostumbré a vivir con "ella". Y no fue fácil, pero al estar tanto tiempo solo se termina por agradecer cualquier compañía, aunque fuese, como era su caso, físicamente repugnante. Las pocas veces que se aventuró a mostrarse me estremeció de asco con sus patas largas y oscuras y con el misterio de su andar silencioso. Un día comencé a sentir compasión de su fealdad porque, de seguro, la avergonzaba hondamente y era la razón de su encierro voluntario. Eso le daba a su espíritu, pensaba yo, una cierta hidalguía, un cierto pudoroso decoro, una trágica belleza, lo cual germinó en mí una especie de encanto hacia ella y, poco a poco, una forma de admiración.
Con el tiempo aprendí a valorar su presencia de un modo espiritual, "metafísico" si se quiere. Tocaba con una nueva motivación: la intensa motivación de tocar para alguien, y ella sabía muy bien hacerme llegar su opinión porque cuando, interpretando una pieza, veía de reojo una mancha en el orificio, captaba su inequívoca muestra de absoluta conformidad. Pero si al inicio de otra recogía dignamente su pata, comprendía de inmediato la señal de desaprobación. Entonces cambiaba las melodías hasta ver, siempre de reojo, cómo aparecía. ¿O acaso salía para deleitarse?
Instauró con ese código binario de presencia-ausencia la manera de tasar mis ejecuciones, habiendo incluso oportunidades en las que no se dignaba a salir en cinco o seis intentos de alguna pieza que, por su dificultad de ejecución, interpretaba con torpe inseguridad, pobre, sin gracia. Una vez dominado el espíritu de la misma, disfrutaba de ver cómo asomaba la pata aprobando el resultado.
Vivimos una época hermosa. Su compañía me llenaba mucho. Con el tiempo
establecimos de forma tácita un juego donde yo trataba de mantenerla
contenta adivinando su exigente gusto. ¿Cómo podía ser tan culta?, me
pregunté en muchísimas ocasiones. Tocaba una pieza mientras pensaba con
cuál sucederla para que ella no se retirase a su hueco. En una memorable
ocasión llegué a tocar hasta quince piezas consecutivas de su agrado.
Claro, admito haber incurrido en la picardía de tocar una infalible: el
Allegro Assai de la Apasionada. Esa fue una velada inolvidable.
Un viejo muy erudito expresó en una ocasión: "la amistad puede prescindir
de la frecuencia; el amor, al contrario, se alimenta de la ansiedad de ver
al otro, de la agonía de esperar su encuentro". Comprendí, reflexionando
sobre esa sabia sentencia que, sin lugar a dudas, la amaba con la
devastadora intensidad de un tardío primer amor. Descubrí que, como en toda
relación amorosa, no podía vivir sin ella; si al cabo de cinco o seis
piezas no salía a mi encuentro, atacaba con exaltado frenesí todo mi
repertorio hasta ver aparecer en el hueco la tan anhelada mancha.
Grave
El amor. El siempre tormentoso amor.
Sin razón, sin porqué aparente, me ha privado de su grata compañía desde hace ya diez largos días. La felicidad es incomprensiblemente efímera; nunca dura lo suficiente para acostumbrarnos a ella y, a punto de su más brillante colorido, la mía de pronto se oscureció. Puedo sentir la frialdad de la muerte acercarse: Hace tres días dejé de tocar; hace dos de comer. He apelado a todos los recursos. Probé a enamorarla con dulces melodías, la halagué con sus piezas favoritas, experimenté con piezas horribles o infelices esperando verla salir atormentada... Pero todo ha sido en vano.
No se fue, lo sé. Además de no tener motivos para hacerlo, tomo la precaución de cerrar la ventana y la puerta del estudio antes de acostarme; ya en una ocasión había previsto que si me pasaba lo que precisamente estoy viviendo, enloquecería. ¡Qué terriblemente cierto!
Un día me atreví a algo no experimentado hasta entonces. Esa relación
mantenida en el decoro de la distancia, que salvo contadas excepciones
nunca vivió más allá de mi mirada lateral, sucumbió al absurdo de la
desesperación. Me planté frente al hueco y le llamé, le grité, le imploré,
le maldije...
Herido en mi orgullo, despechado, comencé a injuriarla con el escaso inventario de palabras sucias que mi poca experiencia de la calle me otorgaba, y como ella no hacía el menor caso a mi desesperación, en un infame e inolvidable desvarío, saqué no sé de dónde un polvoriento pote de insecticida, y una vez a la altura de la cara, sin pensar en la locura que estaba a punto de cometer, la aniquilante nube, súbita como el recuerdo, comenzó a poblar el orificio con su carga de exterminio y un silbido interrumpido a tramos por frases incoherentes extraviadas en mi boca.
Cuando reaccioné ante la aberración cometida, lancé asqueado el pote que
aún presionaba con el dedo despidiendo su letal contenido. Me puse como
loco; comencé a gritar, a pedir perdón, a gemir como no lo hacía desde
niño.
Aturdido, comprendiendo la irreparable magnitud del acto perpetrado,
agitado por recuerdos e incertidumbres sobre mi vida en adelante "sin
ella", busqué a tientas, con los ojos aún nublados en lágrimas, el pote con
que la asesiné. "La asesiné", esa frase estallaba lacerante en mi sien,
revolviendo todas mis angustias. "La asesiné". En un último tributo de amor
me paré tambaleante frente a la pared chorreada. "La asesiné". Allí vacié
con actitud resuelta mis pulmones, aguanté varios segundos sin respirar,
"la asesiné", aullé (o pensé hacerlo) un quejumbroso "te amo" mientras
introducía en mi boca el botón del pote que, con su único ojo maligno, me
observaba las entrañas y...
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