Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 22, del 21 de abril de 1997

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García Márquez se a vuelto loco

Jorge Gómez Jiménez

Sábado en la mañana. Hace años que Cagua, la pequeña ciudad provinciana donde he vivido toda mi vida, aprendió a reverberar de actividad inclusive los sábados. Distraído hojeo las páginas culturales del diario alternando las lecturas fugaces con vistazos cortos a la calle, a la gente.

Salta, inesperadamente, el nombre de Gabriel García Márquez. El escenario es Zacatecas, México, durante un congreso donde se discute el presente y el futuro de nuestro idioma. La circunstancia es la intervención del autor colombiano animando, según la nota, a la desaparición de las "haches rupestres".

Sonrío, sigo leyendo. El texto hace referencia al discurso de García Márquez, en el que se aboga por la simplificación de la ortografía castellana y se repite una frase sobre cierto café con sabor a ventana que ya se le ha vuelto manida al Gabo. Sonrío de nuevo y dejo allí la nota, encerrada en un rincón pequeño de la inmensa página: me divierte la certeza del destino que las sentencias atribuidas al escritor colombiano tendrán en los próximos días.

Las haches rupestres

No es nada novedosa la propuesta garciamarquiana. De hecho me suena a reflexión de relleno en un discurso que debió de ser, como efectivamente días después lo ha afirmado el profesor Alexis Márquez en su columna de los domingos en el diario caraqueño El Nacional, "una muy hermosa y aguda exaltación del idioma castellano".

Ya años atrás, más de un siglo atrás, Andrés Bello —al establecer las razones y diferencias de empleo de algunas de las letras del alfabeto en nuestro idioma— hablaba de este y otros casos similares, como la be y la ve, o como la ce, la ese y la zeta, letras que confluyen en pronunciaciones que Latinoamérica ha terminado por igualar.

Para los especialistas del idioma es difícil admitirlo, pero los parámetros de la ortografía y la gramática no son materia de interés para un gran sector de la humanidad. Particularmente en el ámbito hispanoparlante, y de manera más específica en Latinoamérica, la proverbial pobreza de nuestros ciudadanos les aleja de preocupaciones tan elevadas como la validez o no de la hache. En una biosfera en la que confluyen elevados índices de analfabetismo y pobreza crítica con la tradicional torpeza de los gobiernos, la cultura del espectáculo prevalece colocando un aparato de televisión en el más apartado confín del mundo y transmitiendo por ese medio los mecanismos de evasión sabatina más insolentes. Definitivamente, existe un amplio sector de la raza humana en el cual se considera que no hay tiempo para aprender a escribir correctamente.

La prensa, el cuarto poder que llaman, ha captado entonces un filón para la noticia, para el espectáculo que contribuye con la alienación del hombre común, quien observa, sin entender demasiado, estos acontecimientos que le son extraños por suscitarse entre intelectuales. En una semana los medios de comunicación determinaron que era mínima la importancia del encuentro en Zacatecas a no ser porque allí el Gabo dijo algo que nadie habría imaginado antes de sus labios. No extraña que el hecho se describa como un exabrupto emitido por el colombiano "en una reunión de intelectuales en México". El infalible círculo intelectual de nuestros países ha señalado a García Márquez como el Gran Hereje: el Gabo se ha (¿a?) vuelto loco.

Aclaraciones, desmentidos, contradicciones

Por estos días hay que guardar un dinero extra para comprar los diarios, que en circunstancias normales dejan de ser un artículo de primera necesidad. Dos días después de la intervención de García Márquez en el primer Congreso Internacional de la Lengua Española, un cable de EFE indica que, DRAE en mano, el escritor ha aclarado que él no dijo lo que la prensa dijo que él dijo. Cito al Gabo, a su vez citado por EFE: "Dije que debería simplificarse, y ese verbo, según el Diccionario de la Academia, significa 'hacer más sencilla, más fácil o menos complicada una cosa'. También dije que humanicemos las leyes de la gramática. Y humanizar, según el mismo diccionario, tiene dos acepciones. La primera, 'hacer a alguien o algo humano, familiar o afable'. La segunda, en pronominal, 'ablandarse, desenojarse, hacerse benigno'. ¿Dónde está el pecado?".

También dos días después del hecho, y un día después del eco que el mismo encontró en la prensa internacional, el escritor venezolano Arturo Uslar Pietri se alarma ante una "peligrosa amenaza para la unidad de la lengua" y alegando que, aunque algunos puedan considerar innecesarias algunas letras y usos específicos de nuestro idioma, las mismas conllevan un inmenso sentido histórico.

Dice Uslar: "Cuando escribimos 'hacer' con hache estamos afirmando la historia misma de la lengua porque esa hache no es el fruto de una invención gratuita sino el vestigio evidente de una raíz latina que nos hace advertir que esa palabra, como todas las otras, está llena de historia y que esa hache nos hace viva la historia de la lengua y su fundamental raíz latina. Cada vez que la escribimos evocamos la historia del idioma, lo que, sin duda alguna, nos enriquece...". Esto puede ser evidente para el intelectual, para el lingüista; mas las gentes diversas que pueblan este mundo, los lectores, habituales u ocasionales, que degluten a Neruda o a la Christie, los estudiantes de bachillerato con sus inmensas lagunas de conocimientos, y con mucha más razón, los analfabetas funcionales y los analfabetas absolutos, rara vez podrían asumir el uso de la hache como un asunto de importancia histórica. Existe una verdad implacable y desgarradora: la educación es de quienes disponen de bienes materiales para comprarla o de algunos individuos realmente preocupados por procurársela. Sería absurdo que el resto de los mortales se detuviera a "evocar la historia del idioma", por el hecho simple de escribir una letra que ni siquiera se pronuncia.

Retomo el artículo del profesor Alexis Márquez, publicado por El Nacional este domingo 20 de abril. Márquez, quien entre nosotros tiene un inmenso y merecido prestigio por su conocimiento del idioma, que comparte con los lectores de ese diario todos los domingos a través de su columna "Con la lengua", estuvo en el evento en Zacatecas y su testimonio es demoledor: "A nuestro regreso de México nos enteramos de cómo la prensa venezolana (...) se hizo eco de una afirmación absolutamente falsa. Se dijo, en efecto, que el discurso de García Márquez había causado en el Congreso un gran revuelo, que había 'levantado una polvareda', según palabras textuales de El País, de Madrid. Cuando leímos tales cosas, tuvimos la sensación de no saber dónde habíamos estado, puesto que nada de esto ocurrió en Zacatecas. Las palabras de Gabo, ciertamente, causaron mucha gracia en el público, la gente se rió varias veces al oírlo, y al final se comentaron un poco, humorísticamente, algunas de las cosas que dijo, pero sin darles mucha importancia, igual que se hizo con los demás discursos".

La biología del idioma

La ortografía y la gramática son el esqueleto del idioma. Son establecidas formalmente por los estudiosos de la lengua, pero en realidad tienen su fundamento último en la manera como los pueblos hablan. A lo largo de los siglos, el idioma experimenta un verdadero proceso de evolución que se alimenta del habla del hombre común más que de las reglas dictadas por los filólogos. El idioma muta, constantemente cambia su forma de la misma manera como lo hacen los seres vivos, porque la gente lo enriquece añadiendo palabras o combinando las ya existentes, importando vocablos de otras lenguas y en ocasiones hasta sustituyendo palabras que se ignoran con otras que sólo tienen significado para un grupo, una familia o hasta para un solo individuo. Paradójicamente, este proceso suele ser designado comúnmente con la palabra "degeneración".

Estas transformaciones ocurren primero en el habla de la calle y finalmente los estudiosos se resignan a declarar nuevas reglas que amolden el idioma al uso que le dan los individuos. Al ser el medio de comunicación básico, el idioma rebasa los límites que le imponen las reglas establecidas por los estudiosos y se convierte en mágico caleidoscopio al cual cada pueblo añade sus propias características. Sería imposible revertir este proceso haciendo que el hombre común se amoldara a las reglas exquisitas de la ortografía, y es justamente esto lo que da vida y garantiza su permanencia, al idioma. En palabras de Jorge Luis Borges, una lengua que no cambia es una lengua muerta. Lo que hoy se tiene por error ortográfico mañana podría ser una regla más en los confusos manuales del idioma.

Por esto mismo es absurdo creer que un discurso de Gabriel García Márquez hará que los cientos de millones de hispanoparlantes regados por el mundo revisen su forma de escribir las palabras, para amoldarse o no a la Academia o a las propuestas del colombiano. Casos como la inclusión artificial en nuestro idioma de la palabra "millardo", en el que la Academia decidió favorecer una proposición del humanista venezolano Rafael Caldera —a la sazón presidente de Venezuela en este momento—, son extrañísimos. Y es que, definitivamente, el sistema no funciona de esa manera. Por muy rabiosa que sea la defensa del idioma por parte de los estudiosos en 1997, el año 2100 nos encontrará hablando un castellano distinto al que hoy se acusa a García Márquez de intentar subvertir. En el proceso de transformación morirán algunas reglas y nacerán otras nuevas, y no hay nada que indique que las diferencias entre escribir hoyo y oyó se escaparán a la particular biología molecular del idioma.


       


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