Especial
Escribir un libro es construir un laberinto
Fotografía: Joaquín Ferrer Ramos

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José Sánchez LecunaQuiero agradecer al jurado, Mariana Libertad Suárez, Arnaldo Valero y Carlos Sandoval, el haberme otorgado una mención por mi novela Memorias de la esperanza. A Ficción Breve por haber organizado este Premio de la Crítica y a las demás voluntades que hicieron posible este certamen. A todos mi agradecimiento sincero.

Quiero además felicitar a Norberto José Olivar por haber sido el ganador de este Premio de la Crítica por su novela Un vampiro en Maracaibo, deseándole inspiración para seguir escribiendo y éxitos futuros para sus publicaciones.

A Leonardo Milla de la Editorial Alfa quien me dio la oportunidad y la suerte de publicar mi novela y a todo su equipo, Ulises su hijo, Carolina, Diana, que, con paciencia e intuición, supo crear una vistosa y original edición de mi novela.

Y, finalmente, a Ana María por compartir los densos y arduos días de escritura.

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Escribir un libro es construir un laberinto, un laberinto cuyos círculos concéntricos delimitan los contornos de nuestro propio rostro interior, un laberinto construido pacientemente por las heridas y los cansancios del alma y que se parece a las cicatrices labradas en la arcilla de la conciencia, día a día, por la perseverante paciencia del tiempo.

Una novela es un relato que se construye a sí mismo como una memoria que se contempla constantemente. Una cierta armonía se impone cuando las imágenes imaginadas se reconcilian con las imágenes creadas por el lenguaje. Es cuando las palabras comienzan a recorrer los meandros del misterio que nos lleva hacia la creación de un espacio, un espacio-tiempo, siempre imaginario, que tiene el privilegio de revelar a la vez el carácter ficticio de la vida y el fondo real de la ficción. ¿Cómo concebir una diferencia entre ambos? ¿Cómo separarlos, la vida y lo que imaginamos de ella? ¿Es la vida realmente lo que imaginamos de ella? ¿Y es lo que imaginamos más real que la realidad?... Confusión y contradicción. Nos enredamos en una paradoja sin salida.

Escribir resuelve de alguna manera este dilema.

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Memorias de la esperanza nos habla del nacimiento, del apogeo y de la decadencia de una concepción de la existencia concebida por una familia imaginaria y mítica cuyos padres fundadores, Sixto y Margarita, la pareja primigenia, dan nacimiento a la saga de los sixtinos y de los milpanos, sus descendientes. En esta novela somos testigos del nacimiento del arte y del folklore, de las costumbres y de una cierta tradición cultural, de la poesía y de los encantamientos o las melopeyas de toda tradición, del arte culinario y de la ecología, de la concepción cósmica de la realidad y de la creación de la lectura del misterio de las estrellas, y así a lo largo y ancho de la novela que culmina en la esperanza: esta esperanza que es en el fondo lo que hace que los seres humanos le den un sentido a sus gestos, a sus palabras, a sus vidas y a su muerte.

¿Esperanza para qué? Es justamente la pregunta que me hago a lo largo de la novela. Sin embargo, una respuesta a esta pregunta, una respuesta entre muchas otras, se da en la última línea, con una imagen. Y esta imagen contiene, encierra y abraza toda la historia que está contada y que justifica toda la existencia de este pequeño mundo donde mis personajes han vivido intensamente sus pasiones.

La pequeña aldea de Tintorero, donde habitan mis personajes, es una aldea arquetípica y mítica, al igual que la ciudad de Orán de Albert Camus en su novela La peste, al igual que la ciudad de Dublín de James Joyce en su novela Ulises, ciudades que representan igualmente el mundo, contenido en un microcosmos, contenido y continente, que se convierte en una metáfora que explica e implica un sentido de la existencia: Tintorero es el mundo, aquí y ahora.

Aldea perdida en medio de una planicie desértica y hostil, imagen del gran desierto que es el mundo donde vivimos, Tintorero es una metáfora de ese espacio/tiempo que ocupamos diariamente, y muy particular y especialmente en América Latina. Sus habitantes son personas simples y complejas a la vez, que crean un universo imaginario, fantástico e igualmente humano, es decir, un universo creado como si la realidad no fuera más que un sueño. Y la realidad no es más que un sueño: un sueño real y maravilloso a la vez. Un sueño esencialmente humano: insignificante y efímero como el Macondo de García Márquez o el Comala de Juan Rulfo. Es por esta razón que nada subsiste al final. De ahí la caída de la Torre de papel que tiene lugar hacia el final de Memorias de la esperanza. De ahí la decadencia. De ahí la destrucción de todo, hasta de la ilusión. Sin embargo, algo permanece y ese algo es inefable..., y es lo que salva Tintorero, que es también el mundo, tal vez el nuestro...

Quizás comprendamos de pronto que a pesar de todo el dolor, de todas las pruebas, de lo insoportable, de la agonía y de la ausencia de sentido, siempre quedará para los seres humanos, cómplices y víctimas de un devenir común, un cabo de hilo al alcance de la mano como último recurso para seguir tejiendo la esperanza.

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“Memorias de la esperanza”, de José Sánchez LecunaLa literatura trasciende la inmediatez y la literalidad de los gestos de todos los días ya que nos permite crear lazos con los espacios infinitos de la pasión y de la agonía, de la lucha y del sentimiento humano, como ceremonia de un acto religioso y sagrado. Es también el único medio de interpretar el largo silencio de Dios.

La literatura es la tierra fértil de la fe donde los hombres vuelven a encontrar su verdadero rostro de la esperanza que los reconcilia con ellos mismos, con los demás, con la vida y con el sufrimiento, porque justifica su razón de ser.

Y la escritura es a la literatura lo que el arte es al conocimiento ya que es la única razón de ser de una aventura del espíritu que nos libera del peso de la vida, y de la carga que es la conciencia, para hacernos descubrir nuestra inmensa riqueza ética y nuestra inagotable imaginación, tesoros que compartimos todos como una sola herencia, a la vez particular y universal.

La literatura permite ponernos a la escucha de la vida y nos otorga el privilegio de moldear con la arcilla que es el lenguaje una suerte de semblanza del mundo con la que reconocemos lo que somos: apenas algunos granos de polvo, polvo que, con un poco de fe y de buena voluntad, puede hacer reflorecer los ramos de ilusiones del espíritu como si fueran todos un regalo del cielo porque, como lo dijo una vez Augusto Monterroso, “Dios todavía no ha creado el mundo; sólo está imaginándolo, como entre sueños. Por eso el mundo es perfecto, pero confuso”.

 


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